Wilma y Cliff Derksen, en su casa en Winnipeg, en julio de 2017.
SELECCIONES Al terminar el día más terrorífico de mi vida, el 17 de enero de 1985, alguien tocó la puerta de nuestra casa en Winnipeg, Canadá. Miré el reloj; eran las 10 p. m. Abrí. Era un extraño vestido de negro, enmarcado por la oscura noche. —Yo también soy padre de una niña asesinada —se presentó. Sentí que palidecía. Ahora yo era madre de una niña asesinada. Ese mediodía nos habíamos enterado de que un empleado de la Alsip Brick, Tile and Lumber Company halló el cadáver de Candace, nuestra hija de 13 años, mientras inspeccionaba un cobertizo abandonado en la fábrica. ¿Quién era este hombre? Todo extraño era ahora un sospechoso. Todos eran homicidas en potencia. —Vengo a decirles lo que pueden esperar de hoy en adelante. Era difícil creer que hacía apenas siete semanas éramos una familia desconocida, desapercibida y feliz. Mi esposo, Cliff, era director de programas de uno de los campamentos de verano más grandes de la provincia de Manitoba. Teníamos tres hijos: Candace era la mayor, Odia tenía 9 años y Syras, 3. Yo me abría camino en la industria del periodismo. Candace había llamado del colegio ese viernes para pedir que la recogiera. Bajo cualquier otra circunstancia, habría ido por ella, pero se me hacía tarde. Le pregunté si no le molestaría caminar a casa para que cuando llegara, yo ya hubiera terminado mi proyecto de redacción. Le prometí que compraría comida especial para su piyamada de ese fin de semana. Me dijo que no le molestaba en lo absoluto y después, casi sin aliento, me contó que David, su compañero, le había embarrado nieve en la cara. Por la forma en que dijo su nombre, me di cuenta de que era especial para ella. Tuve una sensación de desasosiego cuando no entró por la puerta a la hora prevista, un poco después de las 4 p. m. Rápidamente abrigué a las pequeñas y conduje por la calle, buscándola. Luego, fui a recoger a Cliff a la oficina. De vuelta en casa, empezamos a telefonear a sus amigos, a los nuestros y a la familia; agotamos todas las posibilidades. A eso de las 10 p. m. llamamos a la policía. LA DESAPARICIÓN DE nuestra hija desencadenó la búsqueda más exhaustiva de personas extraviadas hasta la fecha. Empapelamos la ciudad con carteles que decían: “¿Has