Dentro se lucha, pero no se lastima al otro ¿Golpes? Aquí más bien hay juego limpio, logros educativos, una estructura para hombres y mujeres de todas las edades.
Adola y Vincent entran y salen de la jaula como amigos. En el laberinto de músculos nada se le escapa a Adola, el abogado invidente Sobre una bicicleta fija, Adola, que empieza con una hora y media de entrenamiento, se abre un poco más y nos dice por qué le gustan los deportes de combate. “Es la realidad de la vida, una metáfora. Uno se pierde en los golpes, los puede distribuir. Más vale aprenderlo aquí que en la calle, donde te gana el miedo. Todos necesitamos afrontar retos, ciegos o no”. El salón se llena poco a poco. Entre la docena de peleadores hay dos chicas jóvenes que le pegan al saco sin mucha fuerza, pero a quienes Vincent no quiere forzar: “Cruzaron la puerta, eso ya está bien…”. Tiene menos clemencia con los chicos. A uno lo mandan a quitarse el arete, al otro le ordenan hacer 20 lagartijas por haberle dicho una palabrota a su compañero de sparring. No se bromea con eso. “Quiero gente que salga de aquí en modo zen, en control. En 17 años he corrido solo a dos estudiantes, que después vinieron a disculparse. Entonces se les explica que este deporte no es para ellos, que necesitan encontrar otra cosa para enfocarse”. Cada tres minutos, entre resoplidos roncos y golpes amortiguados, el “bip” agudo de un timbre pone fin al sufrimiento. Pausa. Los músculos y el corazón asfixiado necesitan aire. Vincent reparte los guantes de free fight, le dice al joven que duerme que se despierte, entra y sale de la jaula a razón de los combates de entrenamiento con sus pupilos, a quienes hay que enseñarles la técnica. Después le toca a Adola pasar por la puerta. Vincent está nervioso, mañana tiene una cita importante y no debe lesionarse. Explica: “¡Si me vendara los ojos para que la pelea fuera justa, no lo sería! Adola es temible, con armas iguales, ¡me puede hacer pedazos! ¡Si nunca ha peleado con otros invidentes es porque no sería justo para ellos!”. El jefe se pone su venda azul. Adola sabe cuánto desconcierta un enfrentamiento ciego, más aún porque no hace ningún ruido. El combate de pie confirma la desigualdad, Vincent no puede anticipar nada. Adola empuja de inmediato a su adversario al suelo, ahí es donde es el mejor. Quedan tendidos cuerpo a cuerpo, el abogado toma la delantera. Llaves de pierna, de brazos, nada se puede hacer, él siente todo lo que no se ve, y en ese laberinto de músculos nada se le escapa. No queda posibilidad de huida para su presa. Sudando, Vincent se quita la venda. “¡Había olvidado hasta qué punto es difícil pelear con Adola! Él tiene una velocidad increíble y ha avanzado mucho; en fuerza y coordinación se aproxima”. Adola es un gato. Que no se lastima. En siete años haciendo MMA se ha luxado dos veces un dedo, mientras otros se rompen los huesos. Fin de la sesión. Cada uno pasa y se da la mano. Vincent no se irá antes de haber limpiado los tapetes, para que el sudor no tenga tiempo de impregnarse. Todo tiene que estar perfecto en la Cage Academy, eso también es respeto. Adola espera a su amigo, que nunca le ha hecho pagar una cuota. “Su presencia es una lección para todos los demás”. Antes de despedirse van a beber una cerveza. Nada como esto para dar claridad al resto de la velada. Y salir con una visión diferente del free fight. Aquí, en Carouge, las peleas no terminan nunca con sangre, sino alrededor de una mesa, hablando de la vida y de cómo, en este deporte, se puede poco a poco mejorar a los hombres. cageacademy.ch 41