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<strong>Herencia</strong><br />
El marco tenía por lo menos, a mi escaso<br />
entender, unos ochenta o noventa años.<br />
Siempre me había intrigado pero no me<br />
animaba a preguntar de dónde había salido. Quedaba<br />
yo con la idea de que alguna tía abuela o alguien<br />
más allá lo había traído del campo, de la provincia,<br />
no sé. Eso me figuraba por la sencillez, la fina caoba<br />
tan natural, y esa terminación tan lacia y uniforme,<br />
sin ninguna veta ni olor a tintura de madera. Nuestra<br />
casa era la típica de pueblo con rejunte de mobiliario<br />
y adornos de aquí y de allí, mezclando las<br />
diferentes épocas de la historia del país, la región<br />
y la propia historia económica de la familia, (¡que<br />
había pasado por tantas!). Por eso, el rastreo sobre<br />
mi objeto de investigación no hubiese dado buenos<br />
frutos. En parte también por la ignorancia total en<br />
que se manejaba mi familia en este aspecto. Para<br />
ellos las cosas estuvieron, estaban y estarían allí para<br />
siempre, sin importar de quienes fueron, qué representan,<br />
lo que provocaran o cómo quedaran. Punto.<br />
Yo siempre había tenido esta ceguera parcial<br />
que solo me permitía manejarme por la vida con el<br />
conocimiento de las luces y sombras, nunca jamás<br />
había detectado yo el detalle, el contorno de las cosas<br />
que las separan de las demás. Finalmente para<br />
mí todo se sintetizaba en una mancha más o menos<br />
gris que otra que, potenciada en mi imaginación, se<br />
convertía en un objeto familiar. Así me pasaba con<br />
todo lo de la casa, y jamás había logrado detectar<br />
algo del patio por ejemplo, ya que la luz me cegaba<br />
de tal manera que todo se <strong>vol</strong>vía una gran masa<br />
blanca que me agredía inexorablemente. Entonces<br />
me quedaba paseando por la antigua casa, creando<br />
una sonata (por años estudiada por mí), en los pisos<br />
de madera de cada pasillo, que tenía un largo silencio<br />
cuando pasaba frente a ese marco en la esquina,<br />
por sobre la mesita de donde venía un exquisito olor<br />
a flores que Dorita cambiaba cada dos o tres días.<br />
Había más cuadros antiguos, muchos, pero en todos<br />
yo percibía lo mismo salvo en ese en que las manchas<br />
que contenía el marco me resultaban casi familiares.<br />
Todas las tardes, luego de almorzar, impartía mi sonata<br />
de pasos sobre el piso de madera para detenerme<br />
frente al marco, intentando descifrar más, según<br />
100<br />
El Cuadro<br />
Nadine Alemán<br />
el favor de la luz de la ventana me lo permitiera. Y<br />
me quedaba allí por lo menos dos horas, según me<br />
marcaba el incesante péndulo cercano. Ciento diez,<br />
ciento once… ciento veinte minutos y me marchaba<br />
a mi cuarto para descansar y elucubrar qué figura escondería<br />
ese marco caoba de la esquina del pasillo.<br />
Mi penosa enfermedad ocular no me había permitido<br />
jamás determinar figuras, pero yo había inventado<br />
un método de asociación tal que, sin conocer el mundo<br />
de la imagen en absoluto, podía formar, transformar o<br />
humanizar estas manchas, dándole nombre, color (si<br />
podía llamarse color a lo que yo imaginaba), y en este<br />
caso podía decir que se trataba de una flor, según lo<br />
que yo reconocía por flor en mi conocimiento táctil del<br />
jardín. Sí, la pintura del cuadro para mí era una flor.<br />
Insisto en que mi conocimiento de botánica se remitía<br />
a oler y tocar flores del pequeño jardín de la casona,<br />
siempre y cuando la bené<strong>vol</strong>a Dorita me permitiera<br />
pasear por allí omitiendo los ataques sobre protectores<br />
de mi madre que tenía prohibido que yo saliera.<br />
Una flor, yo estaba decidida a que la pintura contuviera<br />
una flor, y hasta podría describirla. Se trataba<br />
de una flor de dos grandes pétalos en forma de<br />
almendra, y me asaltaba la pregunta si el pintor la<br />
hubiese hecho así o si hubiese sido tan antiguo el<br />
óleo que se le hubiesen borrado los pétalos restantes.<br />
-Dorita… decime ¿qué precioso arte ves ahí?- para<br />
que Dorita en su apuro se riera a carcajadas y me dijera<br />
–¡Pero señorita si yo no sé ná de pintura, señorita!- y<br />
con apuro saliera a tender la ropa. Pero yo insistía en que<br />
la flor contenía algo más, y forzaba mi vista a arrancar<br />
lo inarrancable del cuadro en cuestión. ¿Dos flores serán?<br />
No, una flor, una flor solitaria, con perenne autoridad<br />
y con la lógica soledad del rincón justo a la salida.<br />
La salida para mí, la entrada para el resto de la gente.<br />
Una flor recluida en el mustio marco de caoba, tan<br />
definido y sobrio. Encerrada para siempre en la madera<br />
de un rostro abstinente, con solo dos pétalos grises, ova<br />
lidad, y un tallo justo, certero, filoso, como un pequeño<br />
cuerpo austero que la sostenía en la nada de lo que<br />
parecía ser un viejo lienzo que la mantenía atrapada.<br />
Nadine Alemán