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“La Obra Maestra”

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<strong>“La</strong> <strong>Obra</strong> <strong>Maestra”</strong><br />

Asier Aguirre Laso


Prólogo<br />

En Mayo de 1941 no había apenas medios para comunicarse con el mundo habitando<br />

una pequeña villa de la estepa manchega. Aunque eso no ocurre ahora y, además, no<br />

tiene nada que ver con el propósito de este relato.<br />

No es que me guste mucho el queso manchego, único producto que conozco de aquella<br />

noble tierra, sin embargo, su aroma y sabor despiertan memorias que esperaba olvidadas<br />

a estas alturas de mi vida. Me trae recuerdos de cuando comía bocadillos de lomo con<br />

queso. Sobretodo por la parte del queso. Algunos son recuerdos lejanos que evocan una<br />

parte casi olvidada de mí. Me transportan a mi juventud y me veo jovial y<br />

despreocupado, mordiendo un bocadillo de lomo con queso. Otros son recuerdos no tan<br />

lejanos pero también olvidados, de la semana pasada, mordiendo una versión más<br />

futurista del susodicho bocadillo de lomo con queso.<br />

El queso tiene su contrapunto, por eso no me posiciono ni a favor ni en contra de él de<br />

una forma tajante. Hace ya años que abandoné aquella elitista asociación abolicionista<br />

del queso, ya que se estaba radicalizando demasiado. Por una parte, el queso te aporta<br />

nutrientes necesarios para la vida. Por otra parte, me transporta al pasado, a momentos<br />

tan amargos, que sólo el fétido aroma del queso podrido podría asemejarse.<br />

Yo no siempre he sido neutral hacia el queso. Mi relación amor-odio comenzó durante<br />

mi estancia en la ciudad, en mi juventud. Ocurrió en un puesto de comida árabe donde,<br />

sin previo aviso, el amable comerciante inundó mi aperitivo de un asqueroso queso de<br />

cabra. No estaba derretido, como ese otro queso que se confundiría fácilmente con el<br />

semen de un macaco, así que pude quitarlo, sin embargo no estoy a favor de tirar algo<br />

que ya he pagado, por nauseabundo que sea.<br />

Aquel vendedor estaba claramente enfermo. No lo digo por su color de piel, ya sé que<br />

en la ciudad hay gente de colores variopintos. Sin embargo, su piel cuarteada, sus<br />

manos temblorosas y unos abultados montículos que sujetaban un cartel que decía<br />

“Cáncer aquí”, me recordaron que no vivimos eternamente. Parecía haber una<br />

manifestación de tumores en la piel de ese hombre. Olía a la misma muerte y actuaba<br />

como sabiendo que podían ser sus últimos actos. No sé si oí sus últimas palabras pero<br />

desde luego, su aliento sí olía a último aliento. No luchaba, todo sea dicho, por ganarse<br />

el cielo, añadiendo aquel pestilente y venenoso queso, que minutos después terminaría<br />

en mi estómago. Fuera lo que fuera lo que le esperaba en el más allá, quería irse<br />

acompañado.<br />

Esta necro-reflexión continuó la mañana siguiente. Sentí que algo no marchaba bien<br />

dentro de mí. Noté mis intestinos muy calientes, como si estuvieran rellenos de viscosos<br />

productos químicos reaccionando entre sí y, al mover la sábana, una horda de muertos<br />

vivientes parecía haber compartido cama conmigo con pésima higiene. Ese hedor no se<br />

encontraba allí por casualidad. Parecía que las puertas del infierno se habían ubicado<br />

antojadizamente en mi contraportada, más concretamente en mi ojete. Sentí como si<br />

dentro de mi estómago tuviera un cadáver en avanzado estado de descomposición y éste<br />

a su vez estuviera tirándose pedos y eructos estomacales dentro de mí.<br />

Algo me dolía en la tripa y fui al baño a averiguar qué era. Era mierda. Es extraño, no<br />

recuerdo haberla comido. Fue ese queso. Fue ese madito queso. En mi cabeza resonaba<br />

la risa de aquel moribundo vendedor árabe blandiendo su queso macabro. Este terrible<br />

1


despertar trajo de vuelta a mi cabeza que la muerte nos acecha, que estamos en el<br />

mundo de pasada y que incluso yo, algún día podría tener el aspecto deplorable de aquel<br />

vendedor callejero.<br />

El tiempo pasa tan deprisa que no da tiempo a perseguir metas ni sueños. Pasa tan<br />

rápido que si te paras a reflexionar, tu vida pasa por delante, se evapora. En un<br />

momento estás desayunando y, casi sin darte cuenta, estás recogiendo el desayuno. Y<br />

parece que fue ayer.<br />

Corre tanto el tiempo que un día eres tan sólo un adolescente lleno de sueños y de<br />

ilusiones y, el día siguiente, ya eres un día más viejo aunque aún adolescente, pero más<br />

iluso y con más sueño. Pasa tan deprisa, que te acuestas por la noche y cuando<br />

despiertas, ya es un día distinto. Sólo te queda el recuerdo de profundos sueños y la<br />

eterna espera al amanecer.<br />

Ese mismo día hice grandes decisiones de cambio. Decidí que tenía que buscar una<br />

meta, buscar la felicidad a toda costa y hacer algo útil con mi vida. Ese mismo día a la<br />

hora de comer ya había olvidado aquellos buenos propósitos.<br />

Apareció de nuevo el queso en mi vida, esta vez en otra de sus distintas formas,<br />

mostrándose en estado líquido entre los pliegues de mi escroto y testículos durante mi<br />

madurez.<br />

Mis manos, mi cuerpo, mi voz, mi cara, todo ha ido languideciendo y diciéndome en el<br />

espejo que la carrera está a punto de terminar, y esa es la razón que me ha animado a<br />

dejar un rastro de mí, contado en este relato que espero que sirva como guía al lector,<br />

puesto que la vida no deja de ser un ciclo que se repite una y otra vez y todos, de alguna<br />

manera, vivimos una vida parecida. Eso es lo que nos permite aprender unos de otros.<br />

Puede que aquel primer encontronazo con la muerte se olvidara tan rápidamente como<br />

apareció, incluso puede que aquel moribundo y fétido vendedor no cayera finalmente en<br />

la gracia de Dios, con quien tendrá que rendir cuentas por su religión hereje y maldita,<br />

pero el extraño aroma apareció semanas después de aquel suceso, esta vez consecuencia<br />

de una borrachera algo desmedida.<br />

Recuerdo que por la mañana, la rica cerveza nocturna se había evaporado en horribles<br />

gases. El olor de la cerveza aún líquida no hacía pensar que en su forma gaseosa pudiera<br />

tener esa pestilencia. Imposible presagiar una metamorfosis tan maquiavélica. Fue como<br />

si un cirujano maníaco me hubiera abierto en canal mientras dormía y hubiera rellenado<br />

mi aparato digestivo con heces putrefactas y animales muertos que ahora recobraban<br />

vida.<br />

Defecar suele ser una experiencia placentera. Suele ser una sensación de calma tras la<br />

tempestad, como si un negro de rabo gigante te estuviera sodomizando y de repente,<br />

como guiado por la gracia de Dios, parara. Sin embargo, en esta ocasión no lo fue. No<br />

fue placentera ni lo más mínimo. Más bien al contrario. Sentí como si en el tubo de<br />

ventilación tuviera un volcán repleto de lava que, extrañamente, estaba más caliente que<br />

la temperatura de mi cuerpo, y desgarraba y deshacía mis paredes anales según las<br />

rozaba.<br />

Fuera lo que fuera parecía querer salir en tropel y así lo permití. No tuve otra opción. Si<br />

fuera un nacimiento, mi caso habría sido un aborto por necesidad. El mulatito no era ni<br />

siquiera disforme. La placenta acompañada de un macabro olor no dejaba lugar a dudas:<br />

nacía muerto. Me agarré a la taza y clamé al cielo para que me diera fuerzas, “Lo único<br />

2


importante ahora es sobrevivir”, pensé. Una vez roto aguas pude comprobar el<br />

resultado, unas natillas choco-sabrosas. Ni rastro sólido del feto prematuro.<br />

Esta analogía con el nacimiento humano, tan representativa a su vez del nacimiento de<br />

Lucifer, me hizo comprender la cara oculta del ser humano, como está lleno de maldad,<br />

de vapores malignos, y cómo su nacimiento trae consigo un pequeño demonio, de una<br />

manera que no sabría explicar ahora.<br />

Este segundo reencuentro con la muerte fue el verdadero motor del cambio. Decidí que<br />

tenía que atesorar el tiempo, disfrutarlo y compartir todo lo que pudiera con mis seres<br />

queridos. Decidí que tenía que ser mejor persona, ayudar al prójimo e intentar que la<br />

gente me recuerde cuando falte. Pensé que si una buena acción puede hacer borrar diez<br />

calamidades, tendría que darme bastante prisa para llegar empatados al día de mi<br />

muerte.<br />

Así comencé un profundo cambio de mi persona, que me ha llevado más de veinte años<br />

completar. Es lo que llamo últimamente -si bien es cierto que nadie lo ha escuchado- La<br />

<strong>Obra</strong> Maestra.<br />

3


1<br />

De mi niñez casi no queda nada, recuerdos infructuosos de una época en la que no<br />

aprendí gran cosa. Puede que la mitad de esos recuerdos se hayan distorsionado tanto de<br />

la realidad, que no guarden relación con mi verdadero pasado. Puede que aquellos<br />

meses en el Campamento del Olvido no fueran una buena idea después de todo. O<br />

quizás debí haber evitado aquel burbujeante refresco que, según las autoridades<br />

sanitarias, aceleraba el alzheimer. Sin embargo habían logrado un sabor muy cercano al<br />

refresco de naranja de toda la vida y un poco más barato así que, ¿cómo resistirse?<br />

He tenido enterrada mi memoria durante tantos años que los pocos recuerdos que<br />

guardo están a estrenar. En la casa de mis tíos, hace no demasiado tiempo, encontré una<br />

foto mía junto a otras personas y junto a aquellos viejos muebles con los que se supone<br />

que había compartido mi vida, y al verla, esperaba que recuerdos con olor a nuevo<br />

salieran a la superficie. Sin embargo esa foto era ajena a mí. No me reconocía. No tenía<br />

la sensación de haber vivido con aquellas personas que se suponía que habían sido mis<br />

padres. Había incluso una niña con aparato posando a mi lado que no reconocía.<br />

De niño llevé la vida calamitosa del típico ser humano que no despierta hasta la<br />

adolescencia. Era difícil aprender todas esas cosas que evitan llevarte palos a lo largo de<br />

una vida. Sólo con palos las pude aprender. Intento pensar por qué todo ese tiempo ha<br />

volado dejando tras de sí tan pocos recuerdos y la explicación la encuentro dentro de mí<br />

mismo: Tumor cerebral.<br />

De mi vida con mis padres casi no recuerdo nada. Su sanguinolenta muerte hizo que me<br />

mudara con muy pocos años al pueblo de mis tíos.<br />

Crecí con mis tíos, Ángela y Alfredo.<br />

Alfredo era un hombre delgado pero fibroso, de pelo en pecho, barba de varios días<br />

incluso recién afeitado y de ojos pequeños y metidos dentro de su cara entre varias<br />

capas de piel. De esas personas que parece que tienen una nube negra flotando alrededor<br />

de los ojos. De esa gente que da malas vibraciones incluso aunque sean de tu familia.<br />

Era muy introvertido, pero poseía un ácido sentido del humor y, reflexionando sobre él<br />

ahora que han pasado los años, tengo esa triste sensación de no haber llegado a<br />

conocerle de verdad. Y ahora descansa a varios metros bajo la tierra. Vamos, que la<br />

espichó. Le gustaba enterrar a la gente, pues esa era su profesión en el pequeño pueblo<br />

entre los bastos campos castellanos en los que me crié. Aún le recuerdo agarrándome de<br />

los hombros y diciendo, “Algún día te enterraré junto a tu tía”.<br />

Mi tía Ángela era muy habladora. Era la típica mujer de pueblo, de extraño acento,<br />

extraño incluso para el resto de habitantes del pueblo, gruesa de complexión y carácter<br />

bonachón. Cocinaba con un sadismo atroz. Supongo que preparaba los guisos al viejo<br />

estilo, cuando el ser humano todavía no tenía papilas gustativas. No recuerdo<br />

exactamente los nombres de los platos: mofeta con arroz, residuos nucleares con<br />

patatas, bazofia sobre una cama de excrementos… Cocinaba igual que se hacía en los<br />

campos de concentración, sin mucho esmero, sin mucho cuidado. Le ponía amor, sí,<br />

pero aderezado con mierda. La delgadez de mi tío Alfredo confirmaba que<br />

compartíamos gustos culinarios. Siempre decía que la carne de los guisos de Ángela<br />

venía de alguno de los difuntos que él enterraba. Aún hoy, creo que era verdad.<br />

4


El olor de esa comida que, por cierto, recordaba bastante al olor de la muerte, si no en el<br />

infierno, esa comida debía estar hecha al menos en el purgatorio y, si bien es cierto que<br />

el purgatorio debe estar habitado por ángeles, no me extrañaría que dichos ángeles<br />

arrojaran heces de mono y sus propios excrementos a la perola. Así nunca vais a<br />

conseguir vuestras alas, ángeles hijos de puta.<br />

Habitaba también la casa un mueble con forma de anciana a la que mis tíos llamaban<br />

Nines y de la cual nunca obtenían respuesta. Al pensar en ella, tengo la terrible<br />

tentación de coger el cuchillo del pan, clavarlo en mi cráneo e ir deshilvanado porciones<br />

de mi cerebro, buscando la parte que guarda esos escabrosos recuerdos y eliminarlos<br />

para siempre. Más de una vez lo he intentado sin éxito. Otros recuerdos de mi pasado,<br />

no esenciales para este relato, desaparecieron en estas operaciones negligentes.<br />

Esta senil y decrépita momia parecía interactuar sólo conmigo y la media hora que<br />

pasaba despierta al día la dedicaba, sin ninguna duda, a crearme traumas y miedos que<br />

se transformarían en depresiones y ataques de pánico en años posteriores. Nunca supe<br />

qué relación guardaban mis tíos con aquel nauseabundo engendro y supuse que la<br />

mantenían allí, presumo que por votación popular, viendo que la muerte era inminente<br />

en ella y de esa manera ahorrar desplazamientos a mí tío, puesto que era el enterrador.<br />

En los pueblos funciona todo así. Con una violenta democracia.<br />

Aquel era un pueblo pequeño, con muy poca gente de mi edad, cerrado a las ideas<br />

modernas que llegaban de la ciudad, de juicios a mano alzada y de leyes no escritas muy<br />

particulares.<br />

Difícil infancia, soledad, hambre y otras penurias a esa edad suelen hacer madurar a las<br />

personas mucho más rápido. Te hacen crecer a la fuerza y crecer más espabilado que<br />

una persona que crece acomodada. En mi caso no fue así ni de lejos. Creo que nunca he<br />

aprendido nada sin haberme llevado uno o varios tortazos. Ese ha sido mi método de<br />

aprendizaje y, podría decir que no me ha ido mal, pero lo cierto es que de haber sabido<br />

como iba a ser mi vida, habría tomado decisiones suicidas hace años.<br />

Mi tiempo hasta la adolescencia pasó rápido, asistiendo a clase y ayudando a mi tío<br />

durante los entierros. La visión de la muerte que tiene la gente en la ciudad está sesgada.<br />

No se le mira directamente, no se habla de ella, no existe. En los pueblos no es así. Por<br />

eso huelen tan raros. Allí la gente se conoce toda. Toda la gente quiere conocerse y la<br />

razón es sencilla, no quieres que hagan chorizos contigo. La gente de la ciudad se come<br />

esos chorizos y no sabe cuantas vidas humanas han costado. En los pueblos la gente se<br />

muere y se afronta con normalidad.<br />

Sólo había una persona de mi edad y de etnia no gitana en el pueblo, su nombre era<br />

Daniel y, por cuestiones de soledad mutua y cercanía, fue mi único amigo. Mi tío<br />

carecía de esa amplitud de mente de la que se presume, sin llegar a existir, en la ciudad.<br />

Siempre me inculcó extrañas ideas que me evitaron acercarme a los gitanos.<br />

“No lo llames racismo”, decía, “llámalo instinto de supervivencia”.<br />

Hace ya mucho de esto, pero recuerdo con relativa nitidez el día en que fui a vivir con<br />

mis tíos.<br />

Había perdido a mis padres recientemente y apenas conocía a Alfredo, quien tras un<br />

viaje de seis horas en silencio en su camioneta, paró delante de una chabola y bajamos<br />

del coche. La casa consistía en una serie de planchas de metal y ropa vieja que nunca<br />

sabré si era la colada o pilares fundamentales de la construcción. ¿Aquel era mi nuevo<br />

5


hogar? Unos chavales que jugaban en frente de la casa pararon y giraron la cabeza al<br />

detenerse el coche.<br />

“Estos son tus nuevos hermanos”, dijo mi tío.<br />

Cuando dos de los chicos sacaros sus navajas, mi tío asustado, pero sonriendo, gritó<br />

“¡Corre! Que nos matan”. Subimos al coche y huimos. El sentido del humor de mi tío<br />

era así.<br />

No creo que estas reflexiones me ayuden a comprender mi futuro, pero sí a querer<br />

olvidar el pasado, lo cual es igualmente importante.<br />

En aquella chiquillosa juventud, yo era la típica persona a la que le falta un golpe. Pero<br />

a Daniel le faltaba una paliza. Al pensar en él me sigo poniendo nervioso. Era lento.<br />

Muy lento. Me daban ganas de cogerle de los hombros y agitarle violentamente, de<br />

despertarle del letargo que gobernaba su vida, de gritarle mientras su cabeza se<br />

zarandeaba violenta “¡Despierta Dani! ¡Espabila! ¡Despierta de tu letargo!”<br />

Todo el mundo tiene un amigo así. Se trata de personas de cerebro entumecido. Parece<br />

como que duermen despiertas. Te miran atentos, como intentando atravesarte con la<br />

mirada, como intentando concentrarse al doscientos por cien para coger toda la<br />

información que puedan y, si les preguntas cualquier cosa, siempre responden con un<br />

dudoso “sí”, pero al cabo de un rato te das cuenta de que no se están enterando de nada.<br />

Todo el mundo tiene un amigo así y si piensas que tú no tienes uno, es que eres tú el<br />

amigo lento. La teoría de Darwin no ha funcionado con ese gen de la lentitud cerebral.<br />

Aún sigue con nosotros.<br />

Por las venas de esta gente no corre la sangre. No sé qué es, pero es mucho más viscoso.<br />

Puede que sea queso fundido pero de color rojo, como si les hubieran hecho una<br />

transfusión con la leche de una oveja herida en el pezón.<br />

Y esa era mi nueva vida con mis tíos. De la noche a la mañana cambié de hogar, de<br />

familia y de amigos y nunca me quejé, nunca eché nada en falta, porque a esas edades<br />

aún no sabemos qué es la nostalgia, la pena o la alegría. El ser humano es muy<br />

maleable, se adapta a todo y si de mayores pensamos que no es así, es porque nos<br />

volvemos caprichosos y especiales, y creemos que la vida tiene que ser como la<br />

esperamos.<br />

Casi no tengo recuerdos de mis primeros años en casa de mis tíos, supongo que me<br />

limité a obedecer sus normas y a hacer lo que se esperaba de mí, antes de que apareciera<br />

en mí algo de eso que llamamos incorrectamente “personalidad”. Así pasé los años<br />

haciendo nada, hasta que de repente llegó la maravilla de la metamorfosis. La ansiada<br />

adolescencia. Como una libélula que se transforma en otro bicho, un insecto que se<br />

transforma en una mariposa o tu mujer que se transforma, casi de la noche a la mañana,<br />

en una zorra, mi cuerpo empezó a cambiar. No de la misma manera que estos animales.<br />

No me salieron alas, ni patas arácnidas, ni colmillos, ni vello por todo el cuerpo. Bueno,<br />

esto último sí. Y, en sobacos y genitales, excesivamente rizado para mi gusto.<br />

Mi cuerpo no se deformó todo lo que cabía esperar a juzgar por la comida de Ángela.<br />

Cualquier experto nuclear habría establecido un perímetro de seguridad alrededor de<br />

ella y recuerdo que al ingerirla, notaba el sabor ácido de la radiación bajando por mi<br />

garganta. Notaba la leucemia expandiéndose por todo mi cuerpo a cada nuevo bocado<br />

que le daba. “¿Es todo esto necesario?”, se preguntaban algunos de mis órganos internos<br />

al contactar con el asco ingerido. Los riñones se miraban uno al otro como diciendo, “O<br />

tú o yo”. Mis entrañas se retorcían de dolor, algunas rugían furiosas y clamaban<br />

6


libertad. Algunos órganos intentaban escapar por los orificios de mi cuerpo,<br />

normalmente sin éxito.<br />

A veces mi cuerpo se revelaba y rechazaba las órdenes que enviaba mi cerebro,<br />

negándose a introducir más de aquellas toxinas que mi tía llamaba alimentos dentro de<br />

mi boca. Mi tío a menudo me invitaba a mi autodestrucción, más por ganar la<br />

aprobación de mi tía que por motivación personal con algún:<br />

“No hagas enfadar a tu tía. Cómete esa bazofia, anda.”<br />

Frases de este tipo sonaban más a comentario que ha petición y, a juzgar por la cara de<br />

sonrisa intentando ser ocultada, sonaban más a palabras de apoyo que a orden.<br />

Mi estómago hizo de tripas corazón y pudo extraer algunos nutrientes de aquellos<br />

guisos y mi cuerpo se transformó y empezó a ser, como algunas chicas lo denominaron,<br />

singular. Había sido moldeado por las suaves manos divinas y aterciopeladas de un<br />

herrero. De un herrero imaginativo y ocurrente, pero quizás no muy mañoso.<br />

La rebeldía de la adolescencia empezó a mellar la relación con mis tíos y a forjar una<br />

personalidad que aún hoy no tengo muy clara. Las palabras de mis tíos cada vez me<br />

parecían más lejanas. No así cuando me hablaban de cerca. Sin embargo, lejos o cerca,<br />

me sentía sólo. Sentí que mis tíos vivían en un mundo arcaico, que eran incapaces de<br />

seguir mis pensamientos y de comprenderme, y sus órdenes sonaban a autoridad y a<br />

esclavitud en mis oídos.<br />

Nines permaneció durante todos aquellos años en el salón, perenne e inalterable, como<br />

un mueble viejo que tras años de uso, ha quedado inútil, almacenando suciedad,<br />

insectos y roedores que van a morir a su interior alterando, en no demasía, su olor.<br />

Aquel ser casi invisible que ocupaba un espacio en el salón como un complemento de la<br />

mecedora, aún no había muerto y su existencia hacía más difícil la mía. Mis<br />

obligaciones con ella iban a más. Tenía que ayudarle a vestirse, a bajar las escaleras<br />

desde su habitación, a ir al baño.<br />

En aquella época empecé a comprender que Nines no era una persona normal. De<br />

alguna manera sentía que poseía poderes sobrenaturales, de brujería. Supongo que el<br />

tener medio espectro en la zona de los muertos es una ventaja para dominar y ejercer la<br />

magia negra. En el caso de Nines, sólo unas pequeñas partículas seguían en el espectro<br />

de los vivos. Era siniestra. Se metía en mis sueños, detectaba mi miedo, mi culpa. Podía<br />

leer mis ojos. Me aterraba.<br />

Hasta entonces, Nines había pasado desapercibida por vida, como un saco de<br />

obligaciones con olor a carcamal, sin crear ningún sentimiento en mí salvo una ligera<br />

animadversión. Pero esa inocente antipatía, pronto se convirtió en odio atroz. La<br />

repulsión fue creciendo. Me empecé a dar cuenta de que deseaba su muerte y eso,<br />

supongo, me hacía sentir culpable. Aunque lo cierto es que mirando recientemente en<br />

los cajones del que fue mi cuarto en aquella vieja casa, encontré varios planes de<br />

asesinato de la vieja. Aún hoy en día me pregunto qué falló.<br />

Por aquel entonces comenzaba mi adolescencia y comencé a sentir el apetito sexual, un<br />

sentimiento que no ha dejado de crecer desde entonces, lo que me hace pensar que cada<br />

vez soy más adolescente, y que me llevó en aquellos años a violentas situaciones, como<br />

aquella en que me masturbé oliendo las bragas de Nines por error. No quiero hablar de<br />

ese tema y menos tras la inflamación que tuve en la pituitaria tras el suceso, pero<br />

recuerdo durante la cena a Nines mirándome muy fijamente. Yo fingí no darme cuenta,<br />

aunque en mi cabeza no dejé de preguntarme, “¿Lo sabe?”.<br />

7


Más tarde, cuando supo que la observaba, la muy bruja me guiñó un ojo y entre los<br />

miles de pliegues que rodeaban su boca, me pareció ver una pérfida sonrisa.<br />

Mis inquietudes sexuales no se limitaron al típico romance con la mano derecha, soy un<br />

hombre de mundo, un aventurero, un alma inquieta, me atrevería a decir. Pronto llegó la<br />

ansiada inauguración del pene con una hembra.<br />

En los pueblos la primera experiencia sexual nunca es una experiencia mágica con la<br />

chica de tus sueños. Lo más femenino que había en aquella época eran las gallinas,<br />

descartadas desde hacía tiempo por una serie de cuestiones que corrían de boca en boca<br />

y prefiero no mentar.<br />

La ciencia de la época aún no había diagnosticado muchas de las enfermedades que<br />

portaban las ovejas del pueblo y su suave lana las convertía en un compañero ideal para<br />

la práctica amorosa.<br />

Había un viejo caserón apartado del pueblo habitado por un violento pastor que, según<br />

los rumores, no se mostraba tan violento con sus ovejas. Daniel y yo nos pusimos la<br />

ropa de los domingos, aún siendo sábado por la noche, y nos dejamos caer por allí,<br />

mostrándonos simpáticos y sagaces, intentando seducir a los animales. Las ovejas<br />

parece que no, pero no son tan frescas como las pintan. Respetan a su amo y no se van<br />

con desconocidos y, siendo herbívoros, saben dónde morder pero sin disfrutar de los<br />

placeres de la carne.<br />

La verdad es que la experiencia fue horrenda e irrefrenables ganas de arrancarme los<br />

ojos me vienen al recordarla, pero me sirvió para ver una faceta de Daniel nueva para<br />

mí, completamente desconocida y sorprendente. Mostró un ímpetu que no había visto<br />

antes en él. La persona sin sangre parecía tener actitud. Estaba activo, incluso lúcido,<br />

para cercar a una de las ovejas en una esquina estrecha del establo, o incluso para<br />

escapar, cuando el violento pastor salió en nuestra búsqueda.<br />

Al volver a nuestras casas, recuerdo la culpa como una gran carga sobre mis hombros.<br />

No habíamos sido educados con esas ovejas. No habíamos sido los caballeros que se<br />

suponía que debíamos ser con las damas. La culpa me oprimía el estómago. Las<br />

estrellas no lucían tan vivas y el aire parecía más espeso.<br />

Nines no hablaba ninguna palabra con Alfredo y prácticamente ninguna con Ángela. Sin<br />

embargo, conmigo y cuando sabía que nadie más escuchaba, siempre encontraba las<br />

palabras necesarias para quitarme el sueño. Aquella noche en la que perdí mi virginidad,<br />

de nuevo durante la cena, detectó algo en mi cara. Quizás durante las varias horas que<br />

pasaba muerta al día, había tenido tiempo de espiarme espiritualmente.<br />

Me miraba atenta. La nauseabunda comida de Ángela no quería ni pasar del píloro. Se<br />

me estaba indigestando antes de lo habitual. La intensa mirada de Nines a través de esos<br />

ojos de botón impedía a mi aparato digestivo trabajar con indigesta normalidad, y esos<br />

dientes afilados de rata que asomaban de su boca me quitaban el hambre aún más que el<br />

olor de aquellos horribles guisos. Nines lo sabía. Sabía todo.<br />

8


2<br />

A la tierna edad de diecisiete años conocí a mi primer amor. Puede que la palabra amor<br />

sea un tanto excesiva. Puede que la palabra amistad también quede grande para la<br />

ocasión.<br />

Se llamaba Carmela, tenía unos veinticinco años y era fea, gorda, rosada como un<br />

cochino y tenía la cara redonda, mofletuda y llena de pecas.<br />

Mi tío siempre bromeaba con su aspecto y aunque no le faltaba razón, a esa edad<br />

cualquier comentario de un familiar entrometiéndose en tu relación sentimental es mal<br />

venido. La palabra “sentimental” aquí tampoco ha sido bien empleada.<br />

Recuerdo el primer día que invité a Carmela a comer a casa.<br />

“Que alguien le dé el tiro de gracia”, dijo mi tío, según entró.<br />

Fue un espectáculo dantesco, para olvidar. Carmela comía como si no hubiera mañana.<br />

Sus carnosos brazos se movían por toda la mesa, rápidos e incontrolados. Todo lo que<br />

tocaba se lo llevaba a la boca. Se comió incluso dos gatos de porcelana que tenía mi tía<br />

de adorno. Daba miedo. “Por favor”, pensé, “que no toque por error mi brazo y me lo<br />

desgarre de un bocado”.<br />

Miré a mi tío y vi que él también estaba asustado. Me cogió la mano por debajo de la<br />

mesa y le vi mirar al cielo, haciendo algo que no le había visto hacer nunca: rezar.<br />

“Que Dios nos ayude”, me dijo, “No le dejes que pruebe la sangre humana. Debe ser<br />

uno de los jinetes del Apocalipsis. O uno de los chotos en lo que van montados los<br />

jinetes del Apocalipsis.”<br />

Los brazos de Carmela eran el doble de anchos que mis piernas. Eran grasos y fuertes y<br />

me manejaba como su fuera una marioneta. Me cogía, me levantaba, me quitaba la ropa,<br />

me ponía en un sitio, en el otro, me daba la vuelta. Me intentaba meter en sitios que a<br />

duras penas cabía. Yo era poco más que un muñeco de trapo.<br />

Era mucho menos femenina que las ovejas con las que me había iniciado sexualmente y<br />

su trato mucho menos cariñoso. Su lenguaje era tan basto como su presencia y, por si el<br />

hedor que desprendía su aliento no fuera suficiente, no mostraba ningún escrúpulo al<br />

soltar sus ventosidades.<br />

“No es oro todo lo que reluce”, decía.<br />

Sus dientes estaban moldeados por el demonio, cada uno apuntando a un punto cardinal,<br />

descubriendo, alguno de ellos, puntos cardinales inexistentes hasta el momento. Alguno<br />

de sus dientes apuntaba a una cuarta dimensión. Corría el rumor de que moldeaba las<br />

herraduras con sus dientes y, si examinabas atentamente dentro de ellos, cosa que ni el<br />

estómago más fuerte podría hacer sin tener una nauseabunda arcada, descubrirías<br />

grandes poros llenos de escoria, causantes de parte del desagradable olor.<br />

Sus dedos eran cinco morcillas con uñas negras y rotas y los utilizaba de forma<br />

enfermiza desgarrando mis débiles brazos cada vez que me agarraba. Tenía una voz<br />

muy particular, no excesivamente aguda pero con un timbre característico de personas<br />

de cara muy redonda. Tenía el pelo negro y corto, a la altura de las orejas, al estilo de<br />

las chicas del pueblo.<br />

9


Yo tenía diecisiete años pero mi edad mental y mis conocimientos sobre el amor eran<br />

los que puede poseer un chico de doce. Supongo que nunca llegué a querer a Carmela y<br />

no creo que fuera importante en ese momento para Carmela, pero lo cierto es que me<br />

acostumbré a ella y basé la mayor parte de mi aprendizaje adolescente en sus sórdidas<br />

enseñanzas.<br />

El sexo con ella era lo más parecido a acostarse con un mestizo entre una alimaña, un<br />

cachalote y un doverman, pero mucho más violento y descorazonador.<br />

Flashes de un caluroso atardecer de verano golpean mi mente, trayendo consigo<br />

irrefrenables ganas de echar la papilla. Sin embargo, creo necesario su relato con el fin<br />

de hacer más comprensible la psicología atormentada de quien les escribe.<br />

Habíamos pasado una tarde de verano caminando por los huertos de maíz y nos<br />

encontrábamos, zapatos en mano, refrescándonos los pies en una de las acequias que<br />

irrigan la zona. Siempre he sido mucho mejor oyente que conversador y Carmela, con la<br />

postura didáctica que solía adoptar conmigo, ya había llenado mi cabeza de<br />

barbaridades durante largas horas. Creo que mi cerebro dijo “Suficiente” y buscó<br />

cualquier excusa para terminar con ese adoctrinamiento maníaco. A veces el remedio es<br />

peor que la enfermedad. En este caso, fue peor que la muerte.<br />

Nos sentamos cada uno en un borde de la acequia. Ella parecía haberse bañado en las<br />

sucias aguas completamente, porque su ropa estaba empapada y el olor a sudor llegaba a<br />

ser insoportable. A veces creo que algunas de las partículas que aspiré aquella tarde aún<br />

permanecen escondidas entre los poros de mis fosas nasales, reapareciendo en los<br />

momentos menos esperados, haciéndome despertar entre sudores, gritando, clamando al<br />

cielo y pidiendo al Señor que me lleve con él, lejos de este pestilente mundo.<br />

En las relaciones de pareja siempre hay alguien que da el primer paso. A veces es sólo<br />

una mirada, un gesto, una sonrisa traviesa o una bolsa en la cabeza y, aunque a esa edad<br />

siempre dejé que el mundo y la gente que me rodeaba me guiaran, como un ciego que se<br />

deja guiar erróneamente por un perro ciego, aquella tarde tomé la iniciativa.<br />

Recuerdo mirar sus ojos, muy grandes, muy redondos y muy brillantes y en aquel<br />

momento, fuera de toda explicación lógica, me parecieron preciosos. Le cogí de la mano<br />

y le sonreí de esa manera pícara con la que sonríe un pederasta a sus alumnos, y<br />

Carmela entendió perfectamente que era hora de callarse.<br />

Estiró uno de los jamones que tenía por brazos y, pasándolo por detrás de mi cuello<br />

movió mi cabeza dulcemente –pero no ausente de brusquedad- hacia la suya. En ese<br />

momento nos besamos y, a pesar de que ya habíamos tenido relaciones en numerosas<br />

ocasiones antes, aquel beso fue especial. No fue como los besos anteriores, en los que<br />

tenía la sensación de que un asqueroso oso hormiguero buscaba -y por alguna extraña<br />

razón lo conseguía- sacar hormigas de mi boca. No sé que pasaba por mi cabeza<br />

adolescente pero en aquel momento me pareció algo maravilloso. No sé si cierto<br />

número de horas de Sol veraniego en la cabeza te pueden dañar las conexiones<br />

neuronales de esa manera, pero ese momento tuvo algo y aún hoy, no me produce un<br />

miedo o un asco desgarrador.<br />

Introduje mi mano por dentro de su camiseta y -no me puedo creer que pueda escribir<br />

esto, oscuras pesadillas he tenido al respecto- a pesar del sudor que inundaba la<br />

camiseta y su cuerpo, empecé a tocar aquellas carnes nauseabundas.<br />

A pesar de ser más sebosas que el propio sebo, reconozco que era muy suave y, de<br />

alguna manera enferma, sexy.<br />

10


Ella supo exactamente cual era el siguiente paso y, como una niña que pone y quita las<br />

ropas a su muñeca a su antojo, Carmela se deshizo de mi camisa y pantalón. No podría<br />

haberlo evitado aunque hubiera puesto resistencia. Sus brazos eran fuertes e<br />

impacientes.<br />

Nos tumbamos en la acequia, cortando en parte el flujo de agua sucia, y ella se deshizo<br />

de su camiseta empapada y los pantalones cortos que llevaba.<br />

Carmela nunca daba tiempo a la espera, a la expectación, a esa excitación adicional que<br />

tiene el sexo antes de llegar a él. Con sus toscas y curtidas manos ya estaba tocando mis<br />

partes más íntimas que, supongo que por temas hormonales y cuestión de azar, se<br />

encontraban excitadas. No quiero entrar en detalle, pero usaba mis genitales como si me<br />

estuviera acuchillando, y el placer y el dolor se combinaban de una manera depravada.<br />

Yo introduje mi mano dentro de sus bragas y, las crines de caballo que tantas otras<br />

veces había palpado, resultaban excitantes bañadas en el agua. Intento pensar que sólo<br />

era agua lo que bañaba su pubis y no los asquerosos fluidos que a menudo rondaban la<br />

zona y que en momentos de alta excitación, en los que se ponía muy violenta y<br />

autoritaria, me hacía chupar.<br />

Aquella tarde fue especial y por eso es uno de los pocos momentos que conservo<br />

prácticamente intactos en mi memoria. Ni siquiera el aire estomacal que me transmitía<br />

utilizando los besos como medio de sucio transporte me importó. Creo que fue el primer<br />

día que hubo algo de ternura o algo de pasión en mi vida sentimental. Por primera vez,<br />

antes de tener una relación sexual, no había sentido esa sensación que tiene una niña<br />

antes de ser violada.<br />

Fue uno de esos momentos, creo que el único, que se repitió una y otra vez en mi<br />

cabeza, trayendo una pena inexplicable, cuando Carmela me dejó varios meses más<br />

tarde. Quizás no fuera amor, sino síndrome de Estocolmo. Quizás si te clavan varias<br />

espadas oxidadas y te las dejan clavadas sin llegar a causarte la muerte -pero en este<br />

caso, estando muy cerca de causarla-, al quitártelas te quede una sensación de vacío.<br />

Algo así me ocurrió. No lo sé muy bien, porque nunca he tenido espadas oxidadas<br />

clavadas, pero sí que me tuvieron que poner la antirrábica una vez que Carmela me<br />

arañó con una de esas oxidadas y dentadas uñas.<br />

Supongo que de aquella sórdida experiencia en la acequia debí sacar alguna moraleja<br />

que nunca saqué, sin embargo, la sensación de no sentirme violado era totalmente nueva<br />

para mí. Otras veces, tras hacer el amor con Carmela -si es que se pueden juntar las<br />

palabras “amor” y “Carmela” en una misma frase, sin cometer un delito contra los<br />

derechos humanos-, sólo me apetecía llorar. Ducharme frotando bien toda la carne que<br />

podía haber sido ultrajada y acurrucarme debajo de la cama llorando. El hecho de que la<br />

relación había sido mutua era nuevo para mí.<br />

Aquella tarde, cuando llegué a casa aún con el pelo húmedo, algunas algas en distintas<br />

partes de mi cuerpo y envuelto en oscuros olores, mi tío dijo:<br />

“Parece que a ese ballenato se le ha cortado la digestión. Suerte que pudiste salir de su<br />

estómago”.<br />

Cada vez que veía mi cuerpo magullado y envuelto en manchas de sangre o fluidos, mi<br />

tío deducía correctamente que había hecho el amor con Carmela.<br />

Alfredo no hacía los intentos, siempre fallidos, de un adulto intentando crear cierta<br />

camaradería o complicidad con un adolescente. Yo vivía mi adolescencia de manera<br />

introvertida y ermitaña en casa, y él tampoco era una persona muy habladora y, aunque<br />

11


su sentido del humor era constante, nunca tuve la sensación de que intentara hacer reír a<br />

nadie. Creo que su sentido del humor era para él. Él era el destinatario de sus bromas y,<br />

si a alguien más le hacía gracia, no importaba. Creo que era una manera de darse placer,<br />

de hacer un mundo tan aburrido, a veces tan duro, un poco más agradable, y en cierta<br />

manera, le envidio y le admiro por ello. Aunque ahora no le envidio tanto porque está<br />

muerto, claro. Normalmente la gente intenta hacer gracia a los demás y creo que lo<br />

importante es hacerse gracia a uno mismo. Normalmente mi tía y yo nos mirábamos<br />

confusos mientras Alfredo reía incesante. Como cuando nos gastó aquella broma<br />

meando en la olla de la sopa y confesándolo entre risas, después de haber almorzado. La<br />

sopa no supo mucho peor de lo que solía saber.<br />

A veces creo que, si bien yo vivía o tenía la sensación de vivir dentro de una burbuja de<br />

vidrio grueso y disforme, donde el resto del mundo capta sólo una parte equívoca de mí<br />

y yo captaba sólo una parte equívoca del mundo, mí tío se encontraba en la misma<br />

situación, en una burbuja diferente.<br />

Creo que compartíamos el mismo sentimiento de soledad e incomprensión. Creo que se<br />

sentía sólo en el mundo y, dentro de su burbuja hacía y decía cosas para sí mismo, para<br />

disfrutar lo más posible de su vida y esos actos y palabras llegaban enrarecidos al<br />

mundo, fuera de su burbuja, haciéndolos incomprensibles para el resto de personas.<br />

Hablando de burbujas, no puedo dejar de contar un sueño revelador que tuve en aquella<br />

época.<br />

Era un sueño normal, me encontraba con Daniel en clase o en la calle, sin embargo,<br />

rarezas que tienen los sueños, en los que cambias de ubicación de un segundo a otro,<br />

aparecí en un entierro, ayudando a mi tío. Habíamos cavado ya un hoyo muy profundo,<br />

sin embargo mi tío no dejaba de cavar. No sabía a quién íbamos a enterrar, pero por el<br />

olor, el cuerpo debía llevar muerto varios días y me corroía la impaciencia por<br />

enterrarlo de una vez.<br />

Sin embargo, mi tío no paraba de excavar haciendo el hoyo más y más profundo.<br />

“Cosas así es mejor enterrarlas en el infierno”, me dijo.<br />

Él seguía cavando con su pala. Yo no podía ayudarle. El olor ocupaba mis manos,<br />

tapándome la cara con mi ropa. No podía respirar, sentía que mis pulmones peleaban<br />

por huir de mi cuerpo. El calor parecía aumentar a medida que ahondábamos en aquella<br />

tumba.<br />

“Por favor Alfredo, vámonos de aquí”.<br />

“Ya falta poco”.<br />

El olor empeoraba con cada segundo y yo me revolvía en el suelo, sintiendo en aquel<br />

cubículo exactamente lo que se siente en una cámara de gas.<br />

De repente, comprendí el empeño de mi tío. No intentaba enterrar un cadáver, ¡estaba<br />

desenterrándolo! Con cada golpe de pala, el olor incrementaba. El cadáver debía estar<br />

cerca. Un brazo apareció de entre la tierra, gris y nauseabundo. El miedo me aterraba<br />

pero el olor me impedía reaccionar. De repente el brazo me agarró de una pierna y<br />

empezó a tirar de ella. Me arrastraba y con mis pulmones en huelga, no alcanzaba el<br />

oxígeno necesario para luchar por mi vida.<br />

“Te vienes conmigo”, dijo el cadáver y, extrañamente, sentí con toda claridad que era<br />

Nines quien hablaba.<br />

12


Me desperté de un grito, con el poco aire que había en mis pulmones, para descubrir una<br />

realidad aún mucho menos prometedora. El aire irrespirable que se había colado en mi<br />

sueño seguía ahí en la realidad, y venía sin ninguna duda del intestino de Carmela, que<br />

dormía silenciosa a mi lado.<br />

¡Mis pulmones habían sido ultrajados! Habían sido violados y torturados hasta casi mi<br />

muerte de manera mezquina mientras dormía. De manera cruel y sin compasión.<br />

Y al moverme intentando escapar, aire retenido entre las mantas salía libre, como al<br />

liberar las almas del infierno, golpeando mi cara y llenando mi aparato respiratorio de<br />

enfermedades aún sin cura.<br />

En esos momentos habría llenado mis pulmones con colonia, habría metido una fregona<br />

con lejía por mi esófago o llenado mis pulmones con el humo de mil cigarros de uranio<br />

enriquecido.<br />

No tengo recuerdos claros de cómo logré escapar de aquella situación, seguro que fue<br />

de alguna manera heroica. Lo que sí recuerdo es aquella sensación al volver a respirar<br />

aire puro, similar a la de un recién nacido fumador cuando da su primera calada a un<br />

pitillo, tras meses encerrado en un húmedo pero sexual zulo.<br />

También recuerdo que no quise ver a Carmela durante los días siguientes. No recuerdo<br />

si fingí estar enfermo o estuve realmente enfermo. Ambas opciones tienen mucho<br />

sentido. El suicidio también habría tenido mucho sentido. Creo que de algún modo,<br />

Carmela intentaba enseñarme algo importante: que la vida es dura cuando tienes cerca<br />

una gorda asquerosa a tu lado. Lección aprendida.<br />

No hace falta ser psicoanalista para analizar ese sueño. De una manera espiritual y<br />

compleja, se podría extraer el significado: Carmela estaba podrida por dentro.<br />

Yo, por mi parte, hice otra lectura. Después de aquel suceso, mi imagen de Nines<br />

empezó a cambiar. Es cierto que sólo había sido un sueño, pero teniendo sólo diecisiete<br />

o dieciocho años yo era muy vulnerable y de alguna manera o de otra, sabía que las<br />

palabras de Nines en mi sueño habían sido pronunciadas desde su lecho. De alguna<br />

manera, ese hostil ser era capaz de intervenir en mis sueños. Su pacto con el demonio<br />

había funcionado. La casi fosilizada bruja no estaba muerta por dentro. Sólo había<br />

dejado que la necrosis avanzara por su arrugada carcasa. Concentraba todas sus energías<br />

en sus pensamientos y poderes mentales para arruinarme la vida. Hasta ese momento,<br />

había sentido culpa por desear la muerte de Nines. Luego empecé a tener pensamientos<br />

suicidas. Decían, “Suicida a Nines, suicídala mientras duerme”.<br />

Eso del respeto a los mayores es una invención de lo más estúpida. Somos los jóvenes<br />

los que estamos fuertes y violentos. Son ellos los que deberían respetarnos a nosotros.<br />

Nines, sin embargo, no respetaba nada. Parecía meterse en mi mente y, siempre de<br />

alguna manera sutil para que mis tíos no lo notaran, me torturaba psicológicamente.<br />

Recuerdo en especial –y lo comento porque fue otro de esos hechos que afectaron al<br />

curso de aquellos años- un día, durante la ingesta de bazofia preparada por Ángela.<br />

Nines nunca se quejaba de su comida. Comía lenta, con brazo tembloroso. Cucharada a<br />

cucharada. Durante dos o más horas alimentaba los insectos y ratas que debían habitar<br />

dentro de su cuerpo. Años atrás, mis tíos y yo esperábamos pacientes a que terminara su<br />

plato. En aquella época, recogíamos la mesa y dejábamos a Nines atareada comiendo<br />

durante horas. A menudo seguía comiendo cuando volvía a casa para cenar.<br />

13


Aquella tarde me puse un tazón de leche en el salón y fui a la cocina a por galletas. Al<br />

volver al salón, una bola de espuma blanca naufragaba en mi tazón de leche. Cualquier<br />

otra persona podría haber pensado que se trataba de nata, pero aquel siniestro espécimen<br />

tenía trazas de ese grumo blanco transparente en su labio inferior. Además disimulaba<br />

con su mirada, intentando enfocar algo, sin encontrar nada que atrajera su interés.<br />

“Esto no puede ser”, dije incrédulo.<br />

Mi tía asomó por la puerta. “¿Qué no puede ser?”<br />

“Esta asquerosa y senil arpía ha soltado un gargajo en mi cuenco de leche”.<br />

Mi tía sonrió. “No digas tonterías, eso es nata”.<br />

Sin embargo, Nines apresuró a limpiarse los restos que habían resbalado por sus<br />

cuarteados labios, cuando Ángela no miraba.<br />

Yo había servido esa leche y no había nata. Además, la nata no tiene ese color<br />

transparente, no apesta a mandíbula postiza, ni a gingivitis, ni a carne en<br />

descomposición.<br />

Cuando Ángela se había ido de nuevo, Nines me miró con sus diminutos ojos y me dijo<br />

intentando disimular una sonrisa, “Bébete la leche”.<br />

Intenté pensar que todo habían sido alucinaciones mías y que aquello era realmente nata<br />

y, como entonando una canción de paz, levanté el tazón de leche con ambas manos y me<br />

lo bebí a tragos grandes.<br />

Esto hizo que la vieja rompiera a reír a carcajada limpia. Yo sentí los asquerosos<br />

grumos atravesando mi garganta, infectándome, y rozando la lengua justo en la zona en<br />

la que se detecta el sabor de podrida saliva con moco de una vieja, y comencé a<br />

convulsionar y, mientras las arcadas se convertían en vómitos, ese semidifunto pellejo<br />

no dejaba de llorar de risa hasta casi terminar con su vida.<br />

14


3<br />

Madurar no es llegar a ese punto de tu vida en el que decides hacer algo con ella. No es<br />

empezar a tener erecciones matinales involuntarias, ni dejar de tenerlas, ni caerse de un<br />

árbol y, si no te comen los animales, esperar a que tu peladura ennegrezca. Eso ocurre<br />

sólo si eres un plátano, pero ¿quién es un plátano en estos tiempos?, ¿quién?<br />

Madurar no es querer tener hijos, ni querer asesinarlos, ni sentar la cabeza, ni que te<br />

dejen de excitar las jovencitas. No es ponerse a comer queso como si lo fueran a<br />

prohibir, a lo loco, sin pensar en las consecuencias o cincelarse los genitales de manera<br />

inconsciente. Sin pensar en el futuro. A la gente que asocia la madurez con la<br />

responsabilidad le diría, “Nadie te ha preguntado”.<br />

Madurar es darte cuenta de cómo eres. Darse cuenta de verdad. Es muy fácil sentirse<br />

único, creerse especial y ver el mundo con ojos críticos. El mundo puede darte rabia o<br />

pena pero, cuando eso ocurre, ¿acaso no eres tú el infeliz? Entonces ¿no es posible que<br />

el problema no venga del mundo, si no de ti? Quizás Carmela no fuera tan espantosa.<br />

Quizás Nines no fuera tan malvada. Madurar es hacer esa adaptación de tu forma de ser<br />

que permite que el mundo sea más llevadero. Al menos, para no terminar loco, como un<br />

psicópata o como un sucio francés. En mi caso fue disfrutar de las cosas buenas.<br />

Encontrar algo bueno en todas las personas. Esa gente que tanto odiaba tenía algo<br />

maravilloso. Todo el mundo tiene algo maravilloso: somos mortales.<br />

Mi madurez llegaba lenta y tortuosa, mientras mi vida avanzaba, cabeza baja, como<br />

ternera camino del matadero. Mi vida continuó sin sobresaltos, pasando el tiempo<br />

inmerso en mis estudios y ayudando a mi tío a enterrar algunos de los fiambres que él<br />

no podía atender y, un día del todo inesperado, Carmela me dejó, rompiendo todo tipo<br />

de leyes naturales y lógica humana. Unos extraterrestres que, meses después se<br />

descubrió que estudiaban el comportamiento del ser humano, aparecieron ahorcados el<br />

día siguiente en las afueras del pueblo.<br />

Creo que si Carmela no me hubiera dejado, aún seguiría con ella. No por amor, ni<br />

cariño. Simplemente porque yo era un joven atontado, dormido en un abismo y sin<br />

posibilidad de despertar. Una persona que espera y deja correr su vida como se deja<br />

correr a un conejo antes de darle caza. Podría haber pasado todo este tiempo sin<br />

reaccionar y, aunque fue duro acostumbrarse a la nueva realidad lejos de Carmela, fue<br />

lo mejor que me podía haber pasado. Es duro acostumbrarse a la feliz realidad y a veces<br />

deseaba sentirme acosado por ese brutal orco, tocar su abundante grasa corporal y<br />

compartir los efluvios inmundos que emanaban sus fauces. Atracción fatal, supongo.<br />

Esos peludos dedos no volverían a tocar mi ya deformado y débil cuerpo. Para bien o<br />

para mal.<br />

Durante días me sentí nostálgico y taciturno. Y a veces lloraba, lo cual me hacía<br />

autocompadecerme más aún, puesto que me recordaba a cuando Carmela me desgarraba<br />

durante una de sus violaciones. Supongo que lo que sentía era más el miedo a no saber<br />

qué hacer durante todo ese tiempo que antes pasaba junto a ella.<br />

La tristeza siempre viene en el peor momento. Normalmente cuando te ocurren cosas<br />

malas. En este caso fue al revés. Pero pronto la tristeza desapareció.<br />

15


Por aquel entonces pasaba ocupado la mayor parte del tiempo con mis estudios y<br />

ayudando cada vez más en la tumba de la iglesia. Me había ganado la amistad de los<br />

viejos del pueblo imitando el sentido del humor de mi tío, con su falta de duelo y<br />

respeto hacia los muertos y, en general, hacia todas las razas.<br />

El día en que transcurrió el siguiente capítulo de mi vida, había un entierro cosmopolita.<br />

A menudo, gente de la gran ciudad cuyos padres o abuelos se habían criado en el<br />

pueblo, venían en verano desde la avanzada metrópolis, para pasar unas semanas en las<br />

tierras de sus raíces familiares. Esa gente cosmopolita traía ideas modernas y artilugios<br />

futuristas, a los que nosotros reaccionábamos con palos y piedras, más por miedo a lo<br />

desconocido que por falta de interés.<br />

Tenían carros motorizados, hablaban de manera extravagante y rara, y lucían ropajes<br />

que promovían ideas revolucionarias y desconcertantes. Odiaban pisar los excrementos<br />

de las vacas o incluso los inocuos olores que salen del aparato digestivo.<br />

Se creían muy especiales con sus andares estirados y sus uñas bien cortadas y limpias.<br />

Daniel y yo a menudo lanzábamos un ataque preventivo sobre esta gente, con una de las<br />

técnicas más viejas y eficaces del ser humano: lanzar dos pedradas y salir corriendo.<br />

La cuestión es que a mucha de esa gente de bien le gustaba venir a enterrarse al pueblo<br />

y, aquel día, se trataba de una señora de muy buen ver. Mi tío y yo nos encargábamos de<br />

la obra y, en parte por poner una nota de humor, en parte por hacer un cumplido a la<br />

difunta, dije:<br />

“A ésta aún se le puede hacer un apaño.”<br />

Mi tío sonrió. Miré a la gente esperando recoger una recompensa. Quizás una sonrisa<br />

cómplice, quizás unas carcajadas. Sin embargo, esa muchedumbre metropolitana debía<br />

estar hambrienta porque se ofendieron desmedidamente. Lloros, insultos e intentos de<br />

apaleo siguieron a mi frase.<br />

Recuerdo en especial, cómo me miraba con cara incrédula una chica que no había visto<br />

antes y que, poco después, descubriría que se llamaba Paula. En ese momento, las<br />

feroces voces que clamaban por mi vida me hicieron huir –lo que me hace pensar que el<br />

trabajo quedó a medias. “¿Qué habrá sido de ese cuerpo?”, me pregunto ahora, tras<br />

tantos años. Quizás siga allí, medio enterrado. Quizás todavía se le pueda hacer un<br />

apaño.<br />

Volví a ver a Paula tres horas más tarde, en la iglesia.<br />

Me enamoré de ella en cuanto la vi. Su cara era lisa como el culo de un cochino, sus<br />

ojos pálidos y azules. Sus manos no estaban agrietadas como las de un leproso y sus<br />

orejas no escupían una viscosa jalea real. “¿Qué echará en las tostadas?”, me pregunté.<br />

Su piel parecía suave como una excitante oveja y no agrietada por surcos, como si la<br />

cosechadora pasara por ella cada mañana. Bajo su nariz había una ausencia de pelo<br />

totalmente novedosa para mí. Tenía el pelo largísimo, casi como el vello púbico de<br />

Carmela, pero liso, en lugar de la maraña de alambres de espino que cubría tres cuartas<br />

partes del cuerpo de la citada bestia. Su largo pelo era marrón caoba, como una bonita<br />

mesa hecha de caoba, precisamente.<br />

Tenía una cara tan salada y a la vez tan dulce… como los churros, o como un chorizo<br />

bañado en caramelo, o como sardinas escarchadas. Mí tío la miraba como quien mira a<br />

un extranjero y yo, sin darme tiempo a dudarlo, me acerqué a ella y respiré su perfume.<br />

16


En lugar del olor a establo que acompañaba a Carmela, desprendía olores nuevos y<br />

estimulantes.<br />

Justo cuando rocé su brazo, mi corazón empezó a cantar una canción de mierda sólo a<br />

base de contracciones y arritmias, pero tocada con mucho sentimiento.<br />

La luz celestial de una bombilla caía sobre su cara y, por un momento, me pareció estar<br />

delante de un ángel con dos buenos melones.<br />

Quise disculparme por mi comentario sobre la difunta y a la vez, alagar la belleza de<br />

esta ninfa cosmopolita. La falta de riego sanguíneo me hizo mezclar ambas cosas<br />

desafortunadamente.<br />

“Tú eres más guapa que aquella mujer. Mucho más guapa”.<br />

Ella me examinó de arriba abajo, con cara de no saber qué está pasando.<br />

“Entierro a los fiambres”, añadí para que me ubicara, y señalé al cementerio a un lado<br />

de la iglesia. Ella buscó con la vista a su familia, que se encontraba a varios metros.<br />

Palpó en busca de su spray anti-violaciones antes de contestar.<br />

“Muy bien”, contestó.<br />

Y se alejó de mí como se aleja un gato de un restaurante chino y allí me quedé yo, con<br />

mi carnoso -y lleno de proteínas- corazón en la mano,<br />

Supongo que la primera impresión no fue la mejor primera impresión del mundo. Sin<br />

embargo, la vida te enseña que la primera impresión no siempre es la acertada y una vez<br />

más, como veréis a lo largo de este relato, la primera impresión puede cambiar.<br />

17


4<br />

Los testículos están cubiertos tan solo de una fina y vulnerable capa de piel llamada<br />

bolsa escrotal, muy sensible a los picotazos de gallina. Sin embargo, por muchas<br />

terminaciones que digan que tenemos en el escroto, el amor es un sentimiento mucho<br />

más poderoso que el que puedas sentir al pillarte las pelotas con una puerta.<br />

Aquella noche al llegar a casa no podía pensar en otra cosa que no fuera aquella chica.<br />

La imagen de su cara daba vueltas por mi cabeza. Intentaba reconstruir los momentos<br />

junto a ella y modificarlos, como si se pudiera cambiar el pasado con la mente.<br />

Intentaba cambiar mis palabras, intentaba cambiar su cara de odio por una sonrisa.<br />

Estaba obsesionado como un adicto a la heroína. Sólo que este caso yo no quería<br />

calentarla en una cuchara e inyectármela. Eso habría sido horroroso y muy complicado.<br />

Yo quería abrazarla. Susurrarle al oído esas tonterías bonitas que había aprendido de las<br />

películas. No podía pensar en otra cosa. Había perdido el apetito incluso antes de probar<br />

las asquerosidades que mi tía había cocinado. No podía dormir y sufría, pero a la vez me<br />

sentía feliz. Sentía mariposas en el estómago, como aquella vez que Ángela añadió unos<br />

capullos de seda al cocido.<br />

Todavía tuve ocasión de ver a aquella preciosa chica un par de veces más, antes de que<br />

volviera a su vida urbana de la gran ciudad.<br />

La mañana siguiente al entierro tuvo lugar un encuentro casual, tras una espera de varias<br />

horas delante de su casa. Allí entoné el “Mea culpa” y empezamos de cero. Lo primero,<br />

su nombre: Paula.<br />

Paula era completamente distinta a cualquier chica que hubiera conocido antes.<br />

Carmela, desde su fosa séptica hasta sus cloacas, parecía tener una serie de tubos<br />

conectados con un crematorio. Combustiones y olores horribles salían por cada uno de<br />

esos conductos. Paula olía a flores, a frutas o a vainilla. Era tan delicada que daba miedo<br />

tocarla. Tan delicada que resultaba sucio cogerla de la mano sin haberte limpiado las<br />

manos después de defecar. No podían ser hembras de la misma especie.<br />

Al estar sus familiares cerca, Paula y yo no pudimos hablar todo lo íntimamente que me<br />

habría gustado y sólo entendí la mitad de lo que ella dijo, pero reí de vez en cuando para<br />

parecer simpático. Una risa nerviosa de la que ahora me siento avergonzado. Ella se<br />

sorprendía con cada una de mis ingeniosas frases y cada vez que habría la boca, ella<br />

miraba a sus primas, quienes reían sin parar. A veces, antes de terminar mis frases, ellas<br />

ya se estaban riendo. A veces incluso antes de empezarlas. Cuanto más se miraban entre<br />

ellas, más se reían. Debía caerles tan bien que esa misma tarde, me vieron por la calle y<br />

tuvieron que ocultar sus carcajadas.<br />

Paula era más o menos de mi edad. Era tímida. Reservada. Tenía una voz suave, dulce.<br />

Estudiaba enfermería, lo cual, me sedujo aún más. Me la imaginé vestida sólo con una<br />

bata y tocándome sensualmente, como las ovejas disfrazadas de enfermeras de aquellas<br />

revistas porno que me había dejado mi amigo Daniel.<br />

He de apuntar aquí que la gente de la ciudad es mucho más fría que la del pueblo. No lo<br />

digo por su calor corporal. Eso depende de si la ciudad está en llamas y, además, no<br />

tuve tiempo de comprobarlo. Y cuando lo intenté la cosa se violentó. Aún así, el ceño<br />

18


fruncido de Paula, sus dientes moviéndose unos contra otros, todo tenía un componente<br />

sexual.<br />

“Paula, ¿es posible que nos volvamos a ver? Me gustas tanto que podría matar algún<br />

familiar tuyo, si su entierro es la única manera de hacerte volver a este pueblo”.<br />

Fue emotivo averiguar meses después que la mujer que habíamos enterrado, la madre de<br />

Paula, había sido asesinada. El párroco de la iglesia me había hecho creer una gran sarta<br />

de cosas espirituales, algunas de ellas bastante raras, pero nunca había experimentado<br />

una coincidencia así. Supongo que a veces Dios me susurra las frases más<br />

desafortunadas, con afán científico, sólo para ver qué ocurre.<br />

Era el día de la despedida. La familia de Paula volvía a la ciudad y yo casualmente<br />

estuve allí, esperando hasta que apareció. Le cogí la mano intentando transmitir algún<br />

tipo de electricidad. Pero no electricidad como en aquella broma que me gastó mi tío,<br />

con un cable pelado conectado a la corriente eléctrica. Esta era energía positiva. Al<br />

acariciar su mano, noté que su piel no era la lija que cubría las pezuñas de Carmela. Los<br />

mejillones se habían convertido en delicadas uñas y sus brazos no eran fuertes y<br />

peludos, aunque igualmente se mostraban violentos contra mi persona.<br />

Recordaré aquella despedida toda mi vida. Cada uno de esos segundos en mi memoria<br />

ha escapado de una horrible muerte cada noche de excesos. Otros recuerdos menos<br />

afortunados han perecido en los últimos años. “Esto es un genocidio”, gritan las<br />

neuronas que sobreviven. Cuando sube la marea, sólo las neuronas más selectas tienen<br />

sitio en el bote salvavidas. “¿Tú qué información tienes?”, pregunta una neurona con<br />

una gorra de gendarme. “El secreto de la vida eterna”, “¿Y esa otra neurona?”, “Creo<br />

que recuerdos de una despedida en la que no ocurrió nada, con una desconocida de la<br />

ciudad”. Pues no hay sitio para las dos. El secreto de la vida eterna ha tomar por culo,<br />

neurona que se deja a la deriva y morirá, seguro, antes del amanecer. Sin embargo,<br />

quedan esas otras neuronas que lo aguantan todo. Esas que guardan información<br />

eternamente, por mucho que te empeñes en olvidar.<br />

“¿Podré escribirte? Dame tu dirección y te escribiré”, le dije a Paula.<br />

Ella escribió su dirección o algo así, con una calavera, letras ilegibles dispersas por el<br />

papel y símbolos extraños entre los que había una cruz gamada, y me lo dio. Intenté<br />

descifrar su dirección postal a partir de aquellos garabatos, pero nunca contestó a mis<br />

cartas.<br />

Las semanas pasaron y mi esperanza de volver a saber de Paula se fue desvaneciendo.<br />

¿Qué podía hacer? Supongo que en el fondo no había pasado nada entre los dos, pero en<br />

mi mente infantil y enamoradiza, yo sentía que Paula era para mí. Habíamos nacido el<br />

uno para el otro. Era distinta. Era una princesa en un mundo de Carmelas y su ausencia<br />

me encogía el corazón.<br />

Aquel mismo día de la despedida, horas más tarde, me encontraba en el salón, en casa<br />

de mis tíos. Nines, detectando la pena en mi cara, puso su mano sobre mi hombro. Lo<br />

agarró firmemente y lo apretó. Sentí su afecto y su apoyo en esa huesuda y siniestra<br />

mano. Lo apretó más y más y sus uñas empezaron a clavarse sobre mi piel. Intenté<br />

soltarme pero su garra estaba anclada, apretando más y más fuerte. Unas uñas tan<br />

oxidadas que días después tuve que ir a ponerme la antitetánica. Yo empecé a gritar<br />

pero no conseguía separarla. Ella apretaba y apretaba con fuerza y, cuando<br />

prácticamente sus seniles zarpas alcanzaron mi hueso, apareció mi tía Ángela.<br />

19


Nines rápidamente quitó su mano de mi hombro y yo me alejé corriendo, alterado,<br />

comprobando la profundidad de las heridas y si me estaba desangrando.<br />

“Hay que enterrar a esa bruja”, dije.<br />

“¿Cómo puedes decir eso? ¿No te da vergüenza?”, preguntó mi tía a la vez que se<br />

alejaba hacia la cocina.<br />

Antes de salir del salón, mientras con la otra mano intentaba reubicar el hombro en su<br />

posición para que los huesos rotos soldaran correctamente, miré una vez más a esa<br />

siniestra vieja, y una malévola sonrisa salía de su cara. Sus ojos pequeños y brillantes<br />

me miraban desafiantes.<br />

Siempre pensé que los platos nauseabundos de mi tía nos acortarían la vida a todos y,<br />

por supuesto, también a Nines. Pero ese ancestro viviente parecía perfectamente<br />

acostumbrado a todo. En su boca tenía un vórtice que transportaba esas asquerosidades<br />

alimenticias a otro espacio, quizás a otro planeta a años luz de la Tierra. Donde fuera<br />

que aparecieran, por extrañas costumbres culinarias que tuvieran los extraterrestres que<br />

allí se encontraban, no las recibirían con agrado.<br />

Nines era inmortal. Un día llegó un ser del averno, con cara de calavera, vestido de<br />

negro y una guadaña.<br />

“Vengo buscando a Nines”, dijo.<br />

Le vi entrar en el salón y quedarse quieto durante largo rato mirando a Nines. Tiempo<br />

después se sentó junto a ella, silencioso y paciente.<br />

“No le debe quedar mucho. Me sentaré a esperar”, dijo.<br />

Con el tiempo empezó a mirar el reloj. Pasaron los años y otro día volvió a sonar la<br />

puerta. Abrí y había otro señor, también de negro, cara huesuda y con otra guadaña.<br />

Dijo, “Vengo buscando al Sr. Muerte”.<br />

Nines era de otro mundo. Era funesta. No quería volver a cruzarme con ella. Aquella<br />

noche no quería volver a casa, no hasta que la buena de Nines se hubiera acostado o<br />

muerto, así que fui directo al cementerio, donde sabía que encontraría a mi tío.<br />

Alfredo estaba sentado encima de una caseta de madera observando las luces espaciales<br />

y los agujeros negros y todo eso. Me senté a su lado silencioso.<br />

La luna estaba llena. Era una luna gigante y llena de cráteres y astronautas. Una luna<br />

que me recordaba mucho a una sandía, pero completamente redonda y blanca y sin<br />

pepitas. Y del tamaño de un camión.<br />

Tras varios minutos en silencio, miré a mi tío y le dije, "Estoy enamorado".<br />

Normalmente, en las películas, éste habría sido el momento romántico perfecto para<br />

besarnos, pero mi tío y yo nunca nos habíamos dado el lote. Por lo menos desde que yo<br />

tenía uso de razón. Y, además, tampoco teníamos ningún interés en hacerlo ahora. En<br />

lugar de eso, continué hablando.<br />

"Es una chica de la ciudad. Se ha ido. No sé si la volveré a ver".<br />

Mi tío dejó pasar unos segundos escogiendo sus palabras. "¿Cuala?", dijo.<br />

Acerqué mi cabeza hacia mi tío disimuladamente, intentando olfatear vino o algún otro<br />

fármaco, pero sólo los horribles vapores producto de la comida de mi tía salían de su<br />

boca.<br />

20


"¿Cómo?", repliqué yo.<br />

Ahora mi tío escogió mejor sus palabras.<br />

"Síguela. No la dejes escapar. Vete a la gran ciudad. Ha llegado tu hora de sacar las alas<br />

y volar por ti mismo. Eres un chico joven y listo. No puedes pasarte la vida encerrado<br />

en este pueblo, enterrando gente y viendo tu vida pasar en blanco como tu tío. Sal a ver<br />

mundo y encuéntrala. Además esa chica estaba muy buena", añadió.<br />

La verdad es que la idea era tan esperanzadora como aterradora.<br />

“Yo dejé escapar mi oportunidad para irme de aquí”, continuó mi tío, “Era la mañana de<br />

un sábado. Tenía la maleta hecha y el tren estaba a punto de partir. Sólo tenía que<br />

haberme tirado a la vía y esperar. Sin embargo, dejé pasar mi oportunidad y ahora sigo<br />

aquí.”<br />

¿Había sido eso una broma? Es igual. La cuestión es que mi tío tenía razón. El amor es<br />

algo genial que sólo las personas muy especiales y las prostitutas te pueden dar. Yo al<br />

fin lo había encontrado y tenía que luchar por él. La verdad es que la tarea de encontrar<br />

a Paula en una gran ciudad se presentaba complicada, pero no lo sería tanto encontrar<br />

prostitutas.<br />

No muchas semanas después de aquello y, en ese momento sin demasiado interés, se<br />

fue forjando mi camino hacia un mundo distinto, lejos del pueblo que me había visto<br />

crecer, y de cuyos alrededores prácticamente no había salido desde mi llegada, tras la<br />

sangrienta y macabra muerte de mis padres.<br />

En la escuela no me iba mal y un día vino un personaje de la ciudad de cara inexpresiva<br />

y con un acento de lo más refinado. Trajo unos exámenes a los que él llamaba “tests”.<br />

Sacó conclusiones vejatorias de la enseñanza de nuestro instituto, pero en mi caso<br />

quedó satisfecho. La finalidad de estos “tests” era la posible admisión dentro de alguna<br />

universidad y así, de la noche a la mañana, se me abrió una posibilidad jamás<br />

premeditada que me llevaría a la gran ciudad, en busca del amor y de un futuro digno.<br />

Rebajarme a escribir todas mis intimidades demuestra que no lo conseguí.<br />

Un par de sucesos aceleraron mi marcha del pueblo. Hechos que sesiones de<br />

electroshocks no han conseguido borrar. Me dispongo, por si no lo ha notado el lector, a<br />

narrarlos:<br />

No siempre me ha dado miedo la oscuridad. De joven, los fantasmas y monstruos que<br />

me imaginaba, tenían mala pinta, se mostraban hostiles y está claro que deseaban mi<br />

muerte, pero también estaba claro que no conseguían, porque cada mañana despertaba<br />

ileso y no me faltaba ninguna extremidad ni nada. Así que tras los años, tras muchos<br />

años, había perdido el miedo a la oscuridad. Quizás los monstruos no buscaban mi<br />

muerte, si no el típico joder por joder. Típicas bromas de campamento. Quizás se tiraran<br />

pedos en mi cara o me metieran su fantasmal polla en la boca mientras dormía. Siempre<br />

despierto con un extraño aliento que podría corroborar esas sospechas. En cualquier<br />

caso sus juegos, por mezquinos que fueran, eran inocuos contra mi vida, y el miedo a la<br />

oscuridad desapareció durante meses. Hasta aquella noche.<br />

Era la típica oscura y fría noche de otoño. Adivinen su color. Exacto, negro. Desperté<br />

sobresaltado al notar algo frío tocándome la cara.<br />

El miedo actúa de forma extraña. Todavía conservamos un acto reflejo de nuestros<br />

antepasados calamares, de soltar una mancha negra por la retaguardia en momentos de<br />

pánico. La técnica calamar ya no es de mucha ayuda hoy en día. Sólo en caso de que un<br />

21


asesino muy pulcro intente asesinarte. En caso de no ser tan pulcro, la técnica calamar<br />

sólo añadirá el despojo de tu dignidad a las certeras cuchilladas del asesino.<br />

Fuera lo que fuera lo que me tocó la cara, era rugoso, áspero, frío y estaba vivo. El<br />

pánico activó la técnica calamar y, con los nervios, tardé unos segundos en lograr<br />

encender la luz.<br />

Cuando lo hice no había nadie en mi habitación. No obstante podía detectar una<br />

presencia enemiga. No sé donde, pero sentía que me acechaba. Al mirar mi cama vi,<br />

para el más asqueroso de los ascos, que la dentadura postiza de Nines y una humedad<br />

que nunca sabré que es, yacían sobre la almohada, descomponiendo las sábanas y el<br />

tejido de la almohada como si de ácido sulfúrico se tratara.<br />

Toda mi cena se convulsionó intentando salir tal y como había entrado, sólo que con<br />

una apariencia y un olor algo mejores que cuando mi tía la sirvió en la mesa.<br />

¿Qué mente maníaca podía haber hecho algo así?<br />

Entré en el cuarto de Nines y ella no estaba. Busqué por los pasillos, por la cocina, no<br />

estaba por ninguna parte. Fui de nuevo a la cocina, cogí el cuchillo más largo y afilado<br />

que encontré, y esperé en el salón, sin pestañear, con el cuchillo en la mano hasta que<br />

amaneció.<br />

Cuando mi tío y Nines se sentaron en la mesa para desayunar, yo miré a Nines fijamente<br />

a los ojos. Ella fingía no verme, pero de vez en cuando se sonreía y levantaba la mirada<br />

desafiante. Me aseguré de que mi tía estaba en la cocina y mi tío ocupado, mirando su<br />

tazón de leche.<br />

Nines levantó la cara y le hice, disimuladamente con una mano, la mundialmente<br />

conocida señal de “te voy a cortar el cuello”.<br />

“¿Acabas de amenazar de muerte a la buena de Nines?”, preguntó mi tío de pronto, sin<br />

levantar la cabeza y sin alarmar su voz. Añadió, “Así no te librarías de ella. Sería mejor<br />

enterrarla viva”.<br />

A este comentario Nines no hizo ninguna señal. Seguía masticando muy lentamente,<br />

mirándome de vez en cuando con el rabillo del ojo. ¿Devolver a su tumba a este muerto<br />

viviente? No era mala idea y devolvería el orden de las cosas. Los fósiles han de estar<br />

bajo tierra. No habría que excavar mucho. Cada semana, ese decrepitoso cadáver que de<br />

vez en cuando daba señales de vida, parecía estar consumiéndose más y más. Sin<br />

embargo una y otra vez me venían imágenes de aquella pesadilla en la que<br />

desenterrábamos a Nines y seguía viva, y desprendía aquel olor que causó, años más<br />

tarde, que tuvieran que operarme de la pituitaria. Olor, todo sea dicho, producido en la<br />

fábrica intestinal de la gorda y nauseabunda Carmela. A veces la realidad se cuela de<br />

esa manera en tus sueños. Es como cuando en mitad de una pesadilla en la que te están<br />

violando, te despiertas y dices “Ah, no hay por qué alarmarse. Es papá”.<br />

En esos momentos entró mi tía, dejando unas tostadas de pan rancio y mermelada hecha<br />

con sal y benceno sobre la mesa, cortando mi línea de pensamientos.<br />

Sólo una certera patada en el centro de mi espinilla los reactivó de nuevo. Una patada<br />

que venía, sin ninguna duda, de ese diablo de cara arrugada, Nines. Mi archienemigo.<br />

Mi Némesis.<br />

Allí terminó aquel suceso, sin embargo, para lograr la calma de espíritu que busco, voy<br />

a tener que contarlo todo, recordando incluso momentos que he enterrado y ni el mejor<br />

de los psicólogos en estado de hipnosis ha podido desenterrar. Recuerdo que uno de mis<br />

22


psicólogos, uno con numerosos diplomas en la pared, me susurró, “Hay cosas que es<br />

mejor guardárselas, no contarlas. Al menos no contármelas a mí. Tu pasado es horrible.<br />

No me hagas vivir a mí con ello”.<br />

El desagradable suceso que me dispongo a relatar, tuvo lugar semanas antes del<br />

incidente en el que la dentadura de Nines apareció en mi cama.<br />

Aquel día Ángela me pidió –si es que se puede utilizar el verbo “pedir” para algo así-<br />

que limpiara a Nines, quien parecía haber relajado sus esfínteres. No sé cómo pude<br />

aceptar la tarea. Supongo que era un joven valiente y estúpido. Sin miedo a la muerte.<br />

No recuerdo que mi tía me apuntara con una escopeta, así que supongo que además de<br />

estúpido, era obediente. Al menos Nines parecía dormida, lo que facilitaría el trabajo<br />

mentalmente.<br />

Tengo que secarme las lágrimas para poder escribir esto. Si cualquiera de estas frases<br />

termina abruptamente siendo el final del relato, entienda el lector que no he podido<br />

soportar esta carga.<br />

La cuestión es que mientras limpiaba con un trapo la comida aún no digerida que tenía<br />

ese vegetal por las piernas, y aspirando aquellos vapores infectos, algunos de mis<br />

órganos, renunciando a esa vejación, dejaron de aceptar el turbio oxígeno y se<br />

suicidaron en aquel momento.<br />

“¿Qué hice en una vida pasada para merecer esto?”, me preguntaba, “¿Qué es lo que<br />

hice tan horrible? ¿Crímenes contra la humanidad? ¿Genocidios múltiples? Sea lo que<br />

sea, estoy pagando con creces”.<br />

Y cuando ya casi había terminado, comenzó un sonido similar al que hace un arroyo de<br />

poco caudal entre los guijarros. Lamento la caligrafía, pero he tenido que tomar muchos<br />

ansiolíticos para terminar este párrafo. La vieja había empezado de nuevo su festival de<br />

deshidratación, y lo peor de todo es que estaba despierta y mirándome. ¿Lo había estado<br />

desde el principio?<br />

Y, sonriendo, dijo, “Ahora te toca limpiarlo”.<br />

Y su cara mostraba orgullo, como si todo estuviera planeado desde el principio. Como<br />

si esto fuera la culminación sublime de un plan maestro, diseñado durante años. Años<br />

después, descubrí que así había sido.<br />

23


5<br />

El día que me fui de esa casa lo hice deprisa, sin demasiadas despedidas. Mi tía ya se lo<br />

imaginaba, y la idea flotaba en el aire desde hacía un mes. También Nines se había<br />

comportado de manera distinta las últimas dos semanas. Al menos no hubo incidentes<br />

con ella. Tras los últimos sucesos, yo seguía sin querer saber nada de ella hasta la<br />

ansiada noticia de su muerte, pero quizás Nines comprendiera que, en su estado de<br />

salud, mi marcha podía ser un “hasta siempre” más que un “hasta luego” y mucho más<br />

que un “buenos días”, y creo que dejó de hacerme la vida imposible para ganar algo<br />

cariño. Supongo que todos necesitamos alguien que nos recuerde cuando nos hayamos<br />

ido. De esa manera, es como si tu alma se masturbara sobre los vivos. Espiritualmente,<br />

claro.<br />

El día que me fui, di un abrazo a mi tía y, supongo que por la pena y el miedo que<br />

sentimos todos ante un cambio importante, me acerqué a Nines y, con un beso en la<br />

frente, intenté decirle que le perdonaba por todo y que esperaba que le fuera bien en su<br />

miserable vida. Es algo normal sentirse aprensivo ante los cambios. Nos da miedo<br />

cuando se nos caen los dientes de leche o cuando te acuestas con una mujer y te<br />

despiertas con una cicatriz en el costado y un riñón menos. Luego la vida se supone que<br />

no te cambia tanto. En cualquier caso te queda esa sensación de “¿por qué se habrá<br />

molestado en coserme?”, te preguntas.<br />

Volviendo a aquella despedida, di un beso a Nines en la frente y la muy hija de puta,<br />

conociendo a la perfección la disposición de mi cerebro y, sabiendo de antemano lo que<br />

iba a hacer, anticipándose al futuro, se había rociado la frente con algo tóxico que me<br />

dio alergia y sarpullidos, dejando mis labios del tamaño de dos pimientos rojos durante<br />

días. Esa bruja sudaba alguna sustancia corrosiva.<br />

Al montar en el tren, no sólo me despedía de mi familia y de la que había sido mi casa.<br />

También lo hacía del resto de pueblerinos, de mi único amigo Dani, de mi primer amor<br />

Carmela y del pueblo que me había visto crecer. También me despedía de un pájaro que<br />

tenía en una jaula como mascota, al que olvidé por completo al marcharme a la ciudad,<br />

y el caprichoso destino quiso que muriera de hambre esa misma semana.<br />

En aquel tren sentí la soledad de una manera que no había sentido en toda mi vida. Ni<br />

siquiera cuando estás rodeado de gente y nadie te habla -posiblemente porque se trate de<br />

un entierro- o ni siquiera la soledad que siente un astronauta que ha discutido con su<br />

mujer estando, como casi todos los astronautas, en la Tierra.<br />

Me sentí solo de una manera que no podía soportar. Mi vida empezaba de nuevo. Esta<br />

vez empezaba de cero y todo lo que había conocido hasta ahora no servía. Era el<br />

momento de hacer una criba de neuronas. Borrón y cuenta nueva. No pude controlar las<br />

lágrimas en varias ocasiones al pensar en el pasado como algo que no volvería, al darme<br />

cuenta de que el tiempo era lineal como un recto y no curvo y maloliente como un<br />

intestino grueso.<br />

Por una parte era el miedo a la soledad. Pero sin duda lo que más me aterraba era el<br />

miedo al cambio. Es como cuando vas a comprar pan y en lugar de pan tienen un<br />

pseudo producto llamado pan integral, hecho con restos y, en el momento de su<br />

invención, debía estar destinado únicamente al tercer mundo. Entonces pagas y viene lo<br />

que yo más temo, el cambio.<br />

24


El tren se encontraba medio vacío como un vaso medio lleno, y hasta la mitad del<br />

recorrido no montó nadie en mi cabina, una de esas de seis asientos, enfrentados tres<br />

contra tres. En una parada entró un hombre con bigote y, por tanto, de buena familia.<br />

La cara de color piel, pelo castaño, ya saben, un típico humano. Se sentó en frente de mí<br />

y puso una cesta que olía a pasteles a su lado, y se quedó quieto y erguido en su asiento,<br />

mirándome. Cuando, casi como un acto reflejo, miré a la cesta, él, también como un<br />

acto reflejo, acercó su mano hacia los pasteles, como diciendo “Son míos”.<br />

Parecía simpático. Algo me inspiraba confianza. Puede que fueran sus pasteles. La<br />

gente que come pasteles siempre es mejor persona que la que come bebés muertos.<br />

Mucho mejor persona.<br />

Sin embargo, yo no estaba con el ánimo para hablar y miraba, fingiendo ver algo, por la<br />

ventana. Pero no dejé de notar su punzante mirada sobre mi cara. Mientras<br />

atravesábamos un largo túnel, me dijo, “Es bonito el paisaje, ¿verdad?”.<br />

De esa silvina manera empezamos a conversar. El hombre era un reputado veterinario y,<br />

por motivos de trabajo, había tenido que salir de la ciudad. Yo le comenté mis motivos<br />

para ir a la ciudad y mi estúpida cruzada en busca de Paula, y nos enzarzamos en una<br />

conversación seria.<br />

La calidad humana de ese hijo de puta era digna de mención. Su bondad y generosidad<br />

destacaban por encima de nada, y su amabilidad aún se menta en los clubes más selectos<br />

de gitanos. Tenía una educación tan exquisita, que meterse un dedo por el culo y dárselo<br />

a oler, estaba fuera de lugar.<br />

En un momento dado apareció el revisor y me pidió el billete. Le enseñé mi ticket. Lo<br />

estuvo inspeccionando durante más de un minuto. Le hice un gesto al hombre del bigote<br />

para que sacara su billete, a lo que el revisor preguntó, “¿A quién hablas, chico?”.<br />

“A él”, dije señalando al hombre del bigote.<br />

“Ahí no hay nadie, chico,” y añadió, “Espabila”.<br />

¿Me estaba imaginando a aquel tipo? No podía ser, había traído pasteles. ¿Cómo una<br />

persona imaginaria iba a traer pasteles? Sólo como una prueba científica le pregunté,<br />

“¿Tienes pasteles en esa cesta? ¿Me das uno?”<br />

El tío me lo dio y, retomando el tema de Paula y de mi estúpida búsqueda, añadió:<br />

“En la vida siempre hay que seguir adelante. Hay que superar el pasado. Escalarlo. ¿Ves<br />

aquella montaña?”, dijo mirando por la ventana. Era una gran llanura. “Es como si<br />

quisieras escalarla y no te llegaran las fuerzas”.<br />

“Ya, pero es que es una llanura”, dije yo.<br />

“Aunque no te lleguen las fuerzas, tienes que seguir, clavando tu piolet y subiendo hasta<br />

la cima”.<br />

“¿Y si no tienes piolet?”, pregunté, sonriendo.<br />

“¿No tienes piolet?", preguntó él.<br />

Me estaba perdiendo. Por un momento no supe de qué hablábamos. ¿Qué me estaba<br />

preguntando?<br />

“¿Tú tienes piolet?", pregunté yo.<br />

25


"Yo no escalo montañas. Odio las montañas. Por eso vivo en la ciudad". Mi cerebro<br />

debía estar licuándose. Esto empezaba a perder el sentido, sin embargo, el revisor<br />

apareció de nuevo.<br />

“¿Puedo?”, preguntó al señor del bigote. Cogió uno de sus pasteles y empezó a comer.<br />

“¿Tampoco existen esos pasteles?”, le pregunté al revisor.<br />

“¿Qué pasteles? Aquí no hay ningún pastel”. Y, mientras lo decía, intentaba fingir que<br />

no estaba comiendo, pero pedazos de pastel asomaban por su boca. “¿Me puedes<br />

enseñar tu ticket?”, me preguntó.<br />

Ya se lo había enseñado antes, pero no me costaba nada mostrárselo de nuevo. Lo saqué<br />

del bolsillo y se lo ofrecí.<br />

Él se quedó mirándome con cara de loco, esperando algo más.<br />

“Aquí no hay ningún ticket”.<br />

¿Se estaba quedando conmigo?<br />

“Si no tienes ticket voy a pedirte que te bajes en la siguiente parada”. Se dio media<br />

vuelta y se fue.<br />

Me quedé con cara de loco mirando al hombre del bigote, quien hizo gesto de “Pasa de<br />

él”.<br />

El hombre del digno mostacho era un tipo interesante. Me hizo comprender cosas acerca<br />

de la vida, del amor, de la felicidad. Lo único que recuerdo realmente es a mí, diciendo<br />

“No lo olvidaré nunca, te lo prometo”.<br />

Cuando estábamos a punto de llegar, el hombre del bigote comentó, “Qué raro que no<br />

haya venido el revisor en todo el viaje”. Eso me desconcertó, pero justo medio minuto<br />

después, el revisor entró de nuevo en nuestra cabina y se miraron. De hecho se quedaron<br />

mirándose durante un interminable minuto. “Esto aclarará las cosas”, pensé.<br />

“¿Me enseñas tu ticket?”, le preguntó al tipo con bigote.<br />

Se lo enseñó. El revisor lo inspeccionó detenidamente y se lo devolvió con un gesto de<br />

aprobación. Se dio media vuelta y salió, pero justo antes de cerrar la puerta, asomó la<br />

cabeza de nuevo, y preguntó, “¿No ha montado nadie más en esta cabina?”<br />

“No”, contestó el señor del bigote.<br />

26


6<br />

El tiempo pasa tan deprisa que te arrolla y no da tiempo a echarse a un lado. Si tienes<br />

suerte te deja un zumbido y agradables cosquillas en la oreja. Si no, te espachurra<br />

menguando tu cuerpo y dándole horribles formas como una sucia Carmela. En cualquier<br />

caso, tu vida pasa en un pestañeo. Abres los ojos y estás tocando una asquerosa<br />

placenta, pestañeas y estás tocando un asqueroso lecho de muerte y, entre tanto, ¿qué<br />

hay?, un doctor cortando tu cordón umbilical, la espera en la cola del cine, un<br />

crucigrama interminable, una larga y tediosa vida… el tiempo vuela.<br />

Los cambios y salir de la rutina te hacen creer que los días son más lentos o, quien sabe,<br />

otro tipo de cosas. Crees que toda una vida es suficiente. Pero no lo es, por ejemplo,<br />

para encontrar el amor de tu vida. El mundo es muy grande. Si dicen que es un pañuelo<br />

es porque está lleno fluidos viscosos, pero la verdad es que cada día juega en tu contra y<br />

lo peor es que cada día que pasa y no encuentras el amor de tu vida, ella podría estar<br />

engordando.<br />

La vida universitaria me ilusionaba tanto como un vecino nuevo a un psicópata, y me<br />

centré en ella al cien por cien. Intenté estudiar Historia. No lo conseguí.<br />

Pronto me asenté en un ático oscuro con mis compañeras las ratas, de higiene muy por<br />

encima a la de aquella novia mofletuda de mi adolescencia, Carmela. Era un ático<br />

lúgubre y húmedo y en varios de sus rincones crecía musgo y líquenes. En esos detalles<br />

también me recordaba a los espacios húmedos de mi buena Carmela. No lo sé, puede<br />

que aquella nueva etapa me estuviera volviendo algo nostálgico. “Demencia<br />

prematura”, lo llamó un importante neurólogo años más tarde.<br />

La búsqueda de Paula no fructificaba, por muchos teléfonos que marcara al azar, por<br />

muchas veces que gritara su nombre por las calles, ella no aparecía, como tantas veces<br />

había imaginado, desnuda de entre la gente para echarse a mis brazos. Me la imaginaba<br />

en su casa, mordiendo la goma de un lapicero, mirando por la ventana, pensando en mí<br />

y la oportunidad que habíamos perdido de estar juntos.<br />

En pocas semanas fui abandonando mi búsqueda, aceptando la realidad y a empecé a<br />

conocer gente, sin hacer amigos de verdad.<br />

Pronto empecé a trabajar de celador en una especie de hospital terminal. Hice<br />

entrevistas en distintos lugares de comida rápida y ropa, pero supongo que por estar ya<br />

acostumbrado a trabajar con la muerte, ese parecía mi sitio.<br />

Era un hospital pequeño, muy blanco, luminoso y limpio. Una vez murió un albino allí<br />

y nunca se encontró su cuerpo. Aunque por el olor se sabe la zona aproximada del<br />

cadáver. Sin embargo, en ocasiones el olor a lejía era tan fuerte en ese hospital, que no<br />

dejaba respirar los efluvios de la muerte.<br />

Allí conocí personas tan enfermas que con sólo mirarles te salían sarpullidos en los ojos.<br />

Algunos de ellos dejaban huellas grises en las baldosas, en las que nunca más volvieron<br />

a crecer baldosines. De ese tipo de personas que sabes que su carne estará a salvo de los<br />

buitres y las hienas cuando mueran, lo cual sabes que ocurrirá pronto. Cuando esa gente<br />

te habla, siempre tienes la sensación que se van a quedar a mitad de frase y que vas a<br />

tener que recoger sus desperdicios del suelo. Cuando trabajas de celador en un sitio así,<br />

empiezas a ver a los humanos como grandes montones de carne que, en cualquier<br />

27


momento, dejan de andar y empiezan a descomponerse. Como grandes bolsas de basura<br />

orgánica de varias decenas de kilos. Bolsas de carne no comestible con excrementos y<br />

orina en su interior que en cualquier momento salen a la superficie. A veces deseas que<br />

los pacientes vayan en una bolsa negra de plástico para ahorrarte trabajo.<br />

La cuestión es que mi responsabilidad allí era mínima y, aunque el sueldo no daba ni<br />

para pagar lo que retenía hacienda, mantenía mis horas haciendo algo. A veces es<br />

necesario estar ocupado. Creo que en el mundo no hay gente mala. Sólo hay gente poco<br />

ocupada.<br />

Un día me encontraba en uno de los sofás del área común del hospital, una especie de<br />

salón del centro donde los enfermos hacían sus castillos de naipes, castillos de fichas de<br />

dominó y castillos con otros artículos, algunos de ellos orgánicos, y otros aprovechaban<br />

sus últimos años a tope viendo películas de salvaje desdén cuando, de repente… ¡Pam!<br />

me quedé dormido.<br />

Allí, en aquella endémica sala, con los virus flotando por el aire e intentando colarse por<br />

los poros de mi piel, tuve sueños desconcertantes y, al despertar, aún seguía<br />

empalmado.<br />

La película con la que me dormí ya había terminado y la ventana mostraba el comienzo<br />

de la noche, un eclipse de Sol o algo peor: el enfriamiento solar. Al principio me asusté,<br />

“¿El fin del mundo a estas horas?”. Aquél sofá había actuado de máquina del tiempo<br />

transportándome al futuro, más allá de las fronteras del espacio-tiempo que podemos<br />

comprender. Es cierto que en el espacio no me había desplazado demasiado. Quizás un<br />

poco hacia un lado. Sin embargo el desplazamiento temporal era evidente. Mucho más<br />

allá de lo que las leyes físicas pueden explicar. Las tres horas habían pasado a velocidad<br />

de vértigo. No podía quedarme allí quieto. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Estoy<br />

perdiendo el tiempo. El fin del mundo estaba cerca y yo tenía que continuar mi cruzada<br />

para encontrar el amor de mi vida. Tenía que encontrar a Paula y decirle que la quería.<br />

Sin embargo antes de moverme, parecía razonable esperar a que la erección bajara.<br />

La parte subconsciente del cerebro tiene verdaderos problemas para entender las señales<br />

que le envía la parte consciente. Cuanto más quieres que tu erección baje, más sube.<br />

Igual que si piensas en no crear saliva, tu boca genera saliva a lo bestia, sin pensar en el<br />

mañana. ¿Por qué en aquel momento me pondría a pensar en todo esto? De repente mi<br />

boca empezó a generar saliva como un manantial y, al tener al cerebro ocupado<br />

concentrado en que no se notara mi erección, una catarata surgió de mi boca.<br />

Cuando te echas la siesta o duermes a deshoras, como fue el caso, el cerebro hace cosas<br />

raras. Despiertas desorientado y aturdido. Algunas neuronas creen que la noche ha<br />

llegado y comienzan a transitar por donde no deben y a delinquir.<br />

Cuando duermo a deshoras, a menudo sueño que estoy despierto pero no puedo<br />

moverme. Y en ocasiones una figura me observa. Aquella tarde me había ocurrido.<br />

Había visto la sala blanca, el techo, la televisión, pero no había podido mover mi<br />

cuerpo. Lo extraño es que, durante ese viaje desde el pasado al que podemos referirnos<br />

como “siesta”, me había parecido que era Paula quien me observaba.<br />

¿Me estaba volviendo loco? ¿Paula había estado allí realmente?<br />

Corrí por los pasillos, abrí todas las puertas, los cajones, pero nada… Había sido todo<br />

una ilusión. Me sentí tan desilusionado como un niño al que, en el día de su día de<br />

cumpleaños, le dicen que tiene cáncer. O tan desilusionado como un niño con cáncer a<br />

quien le dicen, el día de su cumpleaños, que no le han regalado nada ya que como va a<br />

28


morir en breve, sería tirar el dinero. Unos padres pragmáticos y ahorradores los de este<br />

ejemplo. Bien por ellos. Es importante enseñar a ahorrar a nuestros menores. Aunque en<br />

este ejemplo las enseñanzas caerán en saco roto.<br />

“Ha sido un momento un poco violento. Además siempre me haces quedar como la<br />

mala de la película”, me imagino a la madre diciendo a su marido tras haber dado las<br />

malas noticias al niño enfermo.<br />

“Calla, zorra”, me imagino diciendo al desalmado marido de este ejemplo.<br />

Volviendo a la realidad, allí me encontraba, obsesionado aún con Paula. Sin poder<br />

quitármela de la cabeza. Seguía ansiando encontrarla y no descansaría de verdad hasta<br />

lograrlo.<br />

A veces el destino se muestra tan caprichoso, que sientes que un niño tonto maneja las<br />

riendas de tu vida y eso, por lo menos a mí, me da bastante rabia. “El amor no se busca,<br />

se encuentra”, resuenan aún las palabras de aquel hombre de gran mostacho con quien<br />

compartí el tren. No se equivocaba.<br />

Un día, durante mi jornada en el hospital, un paciente vomitó la comida. Era<br />

relativamente frecuente eso en algunos pacientes. Aquella deliciosa comida tenía mala<br />

reputación entre los internos. Bondadosas mentiras mantenían el orden del centro.<br />

Se llevaron al hombre y yo me dispuse a fregar el suelo. Sin embargo ocurrió algo.<br />

Entre los restos de la comida eyectada, había una figura. Era una especie de anillo<br />

dorado, con un pequeño pájaro, posiblemente un ruiseñor, azul. “No es oro todo lo que<br />

reluce”, pensé parafraseando a Carmela, mientras hurgaba entre los tropezones.<br />

Algunos pacientes acusaban a los trabajadores de allí de quedarse objetos personales<br />

cuando otros pacientes fallecían. Motivado por eso, aquel hombre debió haberse comido<br />

el anillo.<br />

Me arrodillé y empecé a buscar entre el vómito, ¿qué más ocultaría?<br />

Sin embargo, la gran sorpresa no se escondía en el vómito, si no a tres metros de mí,<br />

mirándome incrédula, seguramente de la emoción.<br />

Al levantar la vista, casualidades inexplicables de la vida, allí estaba ella. Vestida de<br />

blanco como un ángel. Sorprendida y, seguramente feliz –aunque su cara no lo<br />

expresaba así- de verme, Paula.<br />

Me levanté y rápidamente la abracé, en uno de los momentos más enternecedores que<br />

ha habido en la historia del ser humano. Sentir de nuevo su dulce tacto, oler las<br />

fragancias frutales que desprendía su pelo. Fue una experiencia tan espiritual y la vez<br />

tan sexual... fue como tocar su alma con el pene.<br />

Hubo un pequeño malentendido que, aunque gracioso tras los años, me es duro<br />

recordar. Abrazado a ella le susurré, “Por fin volvemos a estar juntos”.<br />

Me apartó como a un violador y dijo:<br />

“¿Cómo? ¿Vives en el mismo mundo que yo? ¿Tienes alguna especie de problema<br />

mental? ¿Te has dado un golpe en la cabeza y, tras apartarte la espuma blanca de la<br />

boca, has venido aquí a ponerte en evidencia?”<br />

Me quedé un poco en blanco. No sabía a dónde quería llegar. Sus palabras no eran<br />

dulces como un limón. Eran más bien agrias como un limón no excesivamente dulce.<br />

Pero algo se me debía estar escapando y Paula, al ver mi cara expectante, intentó<br />

explicarse:<br />

29


“¿Acaso en una operación te extirparon el cerebro humano dañado que tenías, para<br />

ingresarte el de un simio con un ligero retraso mental y, durante la operación, se ha<br />

dañado más que el original?”<br />

Paula se equivocaba. Esa operación no me la practicaron hasta años después y, he de<br />

decir, fue un éxito rotundo.<br />

Es cierto que la chica era ingeniosa, lo cual me enamoró aún más pero, visto en<br />

retrospectiva, hay que reconocer que le faltaba un ápice de tacto. También he de<br />

reconocer que en el momento, con la emoción, la había abrazado sin reparar en los<br />

restos que manchaban mis manos. Su bata blanca ya no lucía tan blanca.<br />

Ella se fue sin decir más y allí me quedé yo, algo confundido. ¿Había querido herir mis<br />

sentimientos o todo aquello tenía una dulce interpretación aún por descubrir? Vi a Paula<br />

alejarse por el pasillo y girar a la derecha al final de él. Al llegar a la esquina giró por<br />

última vez su cara y, con una expresión de éxtasis, señaló a Dios con su dedo corazón,<br />

como expresando un amor devoto a su señor.<br />

Yo me quedé memorizando y analizando sus palabras durante varios minutos. Al cabo<br />

de un rato, capté cierta hostilidad en ellas. Recordé además que, mientras me hablaba,<br />

me había golpeado con un palo, lo cual reducía mucho las posibilidades de una distinta<br />

interpretación más bondadosa.<br />

No sé, creo que fue un poco dura. Hay maneras y “maneras” de decir las cosas. El<br />

lenguaje es una cosa muy poderosa y muy peligrosa si se usa sin control.<br />

El lenguaje tiene palabras tan asquerosas que el sólo pronunciarlas hace revolverse al<br />

estómago. Palabras que sólo un científico maníaco de las palabras puede inventar, con<br />

las técnicas más oscuras y tenebrosas del lenguaje. Me lo imagino atado en una camisa<br />

de fuerza, utilizando sus nocivas ideas para crear palabras impronunciables. Palabras<br />

tales como “heces fecales” o “lefa” (este párrafo contenía palabras tan asquerosas que el<br />

joven lector debía haber evitado leer). Su dañino uso no te deja indiferente. Por ejemplo,<br />

un doctor te dice, "Deposite su muestra de heces fecales y lefa en mi boca". Sólo podría<br />

responderle diciendo, "Doctor, tiene usted un lenguaje asqueroso". El doctor, tras su<br />

análisis, sólo podrá obtener un diagnóstico: "El enfermo soy yo". La tercera palabra en<br />

el ranking de palabras impronunciables es “Enema”. Se me ocurren también ejemplos<br />

con esta palabra, para facilitar su comprensión al lector. Por ejemplo un médico diría,<br />

“Deposite los restos de su enema en mi boca”. Bueno, todo esto es otra cuestión.<br />

30


7<br />

El destino es una de esas cosas que son como son. No puedes cambiarlo. No mires al<br />

pasado pensando en lo que podías haber hecho y no hiciste. Deja que Dios juegue sus<br />

cartas, deja que te mueva a su antojo, porque no vas a poder hacer nada contra él. Deja<br />

que suceda lo que haya planeado, espera paciente y, una vez muerto, cuando le tengas<br />

frente a frente, hazle pagar por la penosa vida que te ha dado.<br />

Aquel reencuentro con Paula en el hospital ocupó mi cabeza durante todo el día. Vale,<br />

no era el reencuentro tal y como lo había soñado, pero nos habíamos encontrado y,<br />

ocupando mi –según Paula- dañado cerebro de simio en esos pensamientos y, estando<br />

esa misma tarde atareado intentando ver a través de las cortinas de los vecinos, llegó<br />

una llamada de mi tía informándome de la muerte de mi tío Alfredo.<br />

Tuve que volver al pueblo para asistir al funeral.<br />

Era mi vuelta a aquellas tierras tras un año. Había muerto el enterrador del pueblo y,<br />

aunque no hace falta ser físico nuclear para desempeñar el cargo, yo era la siguiente<br />

persona con más experiencia.<br />

Sólo había pasado un año desde mi marcha, pero noté el pueblo muy cambiado. Ya no<br />

era de día como aquella mañana en que lo abandoné, si no entrada la tarde. Los<br />

calendarios marcaban un año más y las viejas casas de adobe habían envejecido<br />

muchísimo. Varios meses.<br />

De este viaje no recuerdo nada en especial, pero un sentimiento de inmensa pena<br />

invadió mi páncreas al entrar de nuevo en el salón de la casa de mis tíos. Como si<br />

oscureciera la habitación allí donde se encontraba, aquel muerto viviente arrugado y en<br />

estado de descomposición, aquella bruja inmunda, me miraba con sus ojos más<br />

pequeños y redondos que nunca, como dos botones malditos, y movía la boca<br />

susurrando, con toda seguridad, blasfemias e insultos hacia mi persona.<br />

Ese salón había perdido su color. No había oxígeno y por tanto el silencio era absoluto.<br />

Ni si quiera había moscas. La muerte había cruzado la frontera y se había instalado allí.<br />

En cuanto vi a Nines mis puños se cerraron y sufrí algo cercano a un ataque de<br />

epilepsia.<br />

El infierno nunca abriría sus puertas a ese ser decrépito. “Todos tenemos un límite”, me<br />

imagino al señor de las tinieblas, encogido de hombros, dando explicaciones a San<br />

Pedro, “Entiéndeme. Hay unos mínimos para entrar en cualquier lado”.<br />

Me acerqué a la esquina donde estaba sentada, en su mecedora. Noté además que las<br />

paredes estaban ennegrecidas de manera físicamente inexplicable en aquella esquina, y<br />

recordé a tiempo aquel beso de mi despedida. Desde entonces no había vuelto a crecer<br />

el vello en mi bigote. Nines seguía moviendo su boca soltando palabras al viento,<br />

mirándome de vez en cuando.<br />

La curiosidad me hizo acercar mi oído a su boca:<br />

“Muerte, muerte, muerte”, me pareció oírle de manera casi incomprensible.<br />

¿Qué quería decir? ¿Que había provocado la muerte de Alfredo? ¿Que quería mi propia<br />

muerte?<br />

31


Tras el entierro, yo me negué a probar uno de esos platos con salsa de cicuta que<br />

preparaba mi tía. Mi estómago había perdido su capa protectora después de un año<br />

comiendo alimentos homologados por el cuerpo humano, y mi cuerpo se negó con<br />

fuertes convulsiones y pataleos.<br />

La mañana siguiente, cuando me fui del pueblo para volver a la ciudad, sentí que era el<br />

verdadero adiós. De nuevo, una sensación de nostalgia me inundó. La ocasión anterior<br />

tenía un sabor de “hasta luego”, pero en aquel tren, mientras me alejaba y pensaba en la<br />

muerte de mi tío y lo efímera que es la vida, me estaba despidiendo no sólo de él,<br />

también de mi tía, de esas tierra, de Daniel y de todos mis recuerdos.<br />

También me despedía de aquellos huesecillos de pájaro que había en una jaula en lo que<br />

había sido mi habitación hasta hacía un año.<br />

Me invadió también un sentimiento de culpa por haber abandonado a Daniel en aquel<br />

pueblo, único lugar que Dios no visitaba, para progresar y hacerme un hombre en la<br />

gran ciudad. Ni si quiera me había despedido de él. Por otra parte, tras sólo un año, me<br />

resultaba un completo desconocido y desde mi posición de importante celador a media<br />

jornada –y con un salario inferior al salario mínimo- en el hospital de la muerte, tenía la<br />

sensación de mirar a Daniel por encima del hombro. Me sentía un tipo importante y no<br />

quería apearme del burro.<br />

Supongo que en la vida todo es así. Todo da pena si lo miras con el paso del tiempo.<br />

Todo da nostalgia y de todo, sólo lo bueno queda un tu cabeza. Incluso la noticia del<br />

casamiento de Carmela me trajo tristes recuerdos y momentos de melancolía en la<br />

soledad. Recuerdos de sexo gratis. De compañía femenina. O de gorda, sebosa y<br />

desagradable compañía, en este caso. El amor es ciego y muy hijo de puta.<br />

32


8<br />

Es curioso cómo se desarrollan los acontecimientos en una vida, uno detrás de otro o<br />

agrupados vagamente, en lugar de venir todos en tropel y luego no ocurrir nada durante<br />

el resto de tu vida.<br />

No volví a ver a Paula hasta un par meses después.<br />

Por el hospital, yo caminaba examinando cada rincón, buscando de manera enfermiza<br />

debajo de las mesas, por el lavabo, en el tubo de cremación. Me parecía ver su cara en<br />

todas partes. A veces me parecía ver su cara en gente que huía gritado, “No me toques”.<br />

La mitad de los enfermos de aquel lugar estaban sedados y no muy predispuestos a<br />

ayudarme en aquella difícil empresa.<br />

Había enterrado cadáveres con aspecto más sano que aquellos hombres. Casi todos eran<br />

viejos muy enfermos que tosían cosas de colores con las que, manipuladas diestramente,<br />

se podía completar un puzzle. Pacientes que caminaban perdiendo la piel, los dientes y<br />

partes del cuerpo que estimaban no necesarias por los pasillos. Todos ellos parecían más<br />

saludables que Nines.<br />

Cuando convives con la muerte y te acostumbras a ella, le pierdes el miedo y nunca<br />

piensas que sea una cosa que te pueda pasar a ti. Igual que si convives, por ejemplo, con<br />

un perro, nunca piensas que te vayas a convertir tú en uno.<br />

Pasaron un par de meses hasta que volví a ver a Paula. Mientras yo caminaba hacia mi<br />

apartamento, vi que ella estaba montando en un autobús urbano, cerca del hospital en el<br />

que trabajaba. No tuve tiempo para pensar. Le grité, “Te quiero”, y ella gritó,<br />

“¡Gilipollas!”.<br />

Ese momento fue emotivo pero a la vez doloroso, igual que si alguien te abraza con una<br />

coraza de pinchos. Notaba el cariño en su saludo pero he de reconocer que, de nuevo, no<br />

supe cómo interpretar su contenido.<br />

La puerta del autobús se cerró y vi alejarse a aquella enigmática Paula. El humo negro,<br />

que salía del tubo de escape del autobús, me hundió aún mucho más en el mundo de las<br />

sombras.<br />

En esos momentos me sentía destrozado. En parte, era la vergüenza por haber actuado<br />

sin pensar. ¿A qué había venido aquel “te quiero”? Había sido ridículo. Igual que<br />

cuando un camarero te trae la cuenta y aún así le dices “gracias”. Por otra parte, mi<br />

corazón estaba roto. ¿Era ese “gilipollas” algún mensaje de amor?, ¿tenía una delicada y<br />

amorosa interpretación que aún no era capaz de comprender?, ¿era su preciosa manera<br />

de prometerme amor eterno? Pensé en ello, inmóvil en la parada de autobús durante dos<br />

minutos. No tenía mucho sentido. ¿Por qué seguir engañándome?<br />

Dicen que el amor no correspondido dura toda la vida. No creo que sea cierto del todo.<br />

Hay enfermedades mentales y cirugías muy dañinas que te pueden hacer dejar de amar a<br />

alguien. Sobretodo si la negligente cirugía te la practica tu pareja. Aunque si mueres<br />

durante la operación, el amor sí habrá durado toda la vida, claro. En cualquier caso, la<br />

frase tiene parte de razón. Paula estaría en mi corazón el resto de mi vida, como un<br />

dolor que se intensifica cuando te acuestas, cuando sueñas, cuando te despiertas, cuando<br />

bebes o cuando escuchas canciones de amor.<br />

33


El dolor en el pecho me duró varias semanas y lo que el médico catalogó como<br />

apendicitis, yo sabía que tenía mucho que ver con un corazón roto. Aunque lo cierto es<br />

que una vez que me extirparon el apéndice, el dolor se redujo bastante.<br />

Me sentí tan dolido que, por miedo a cruzarme con Paula, el día siguiente presenté mi<br />

renuncia en el hospital de enfermos terminales o, como el director del centro lo llamaba,<br />

La Casita de los Miserables. El director no lo aceptó y, desconocedor de las leyes,<br />

continué trabajando allí contra mi voluntad y por la mitad de mi sueldo.<br />

Hay momentos en los que te sientes tan tonto que los revives una y otra vez en tu<br />

cabeza, actuando como te habría gustado, intentado cambiar el pasado. La máquina del<br />

tiempo que construí no funcionaba, así que me tuve que conformar con superarlo.<br />

Hacerme fuerte. Lo que no me mata me hace más fuerte, pero me pregunto yo, ¿por qué<br />

no tiene Dios un poco más de puntería?<br />

Supongo que la toma de contacto con la realidad era necesaria. El topetazo con la cruda<br />

verdad. Paula me no me amaba. Bien mirado, diría que ni siquiera me tenía un poco de<br />

aprecio. El amor se parece mucho a la jaula de un hámster. Tienes que darle pipas y<br />

agua, y a cambio recibes sus heces, que además te toca limpiar. Además si metes el<br />

nabo entre los barrotes, puede que el hámster te haga bastante dolor. Bueno, es una<br />

analogía difícil de comprender. No se estrese el lector intentándolo.<br />

Pasaron los días, las semanas, los meses, y no recuerdo en qué invertí aquel tiempo.<br />

Sólo recuerdo revolcarme de pena por el suelo, como un cochino en su cochiquera día y<br />

noche, y compadecerme como si aquel suceso hubiese sido una especie de ruptura entre<br />

Paula y yo.<br />

Se supone que el tiempo lo cura todo pero, ¿cómo fiarme? El tiempo no había curado la<br />

enfermedad crónica, hereditaria y mortal de mi tío. No había curado las horribles<br />

pesadillas con las que Carmela había sellado mi alma. Tampoco había curado el brazo<br />

de aquel hombre manco del pueblo. ¿Por qué iba a curar esto? El tiempo no cura nada.<br />

Al final, lo que cura el mal de amores es conocer a nuevas chicas, así que yo estaba<br />

condenado de por vida.<br />

Sin embargo, una noche estando bebiendo sólo en un bar –me gustaba beber en la<br />

soledad. Mi teoría es que si necesitas algo o a alguien más que el alcohol para divertirte,<br />

es que estás haciendo algo mal. A lo mejor es que el alcohol ya no te sirve y necesitas<br />

drogas más duras- se me acercó una chica.<br />

No desprendía la belleza innata de Paula, pero tampoco la bellota ingrata de Carmela.<br />

Era bastante mona. Yo por entonces cometía el error de comparar todo con Paula, de<br />

manera que nada me complacía. Cuando me miraba en el espejo, nunca me parecía<br />

suficientemente atractivo comparado con Paula. Cuando fui al Zoológico, cualquiera de<br />

los simios me parecía feísimo por el error de compararlos con Paula. Después de<br />

defecar, ese acto casi involuntario de mirar la mercancía resultante, nunca parecía<br />

suficientemente bella comparada con Paula. Ni de lejos.<br />

“¿Quieres compañía?”, preguntó la chica.<br />

“Me basto y me sobro con mi alcohol”, saqué orgullo no sé de dónde para decir esa<br />

gilipollez. Pero cuando ella se dio la vuelta, supliqué casi llorando, “Por favor,<br />

quédate”.<br />

La chica se llamaba Irene. Era muy extrovertida, de estatura baja, de pelo oscuro y<br />

ondulado y, aunque no era tan guapa como Paula, era muy mona de cara, y su risa me<br />

encantaba. Era justo lo que necesitaba. Una chica alegre y muy habladora. Era una chica<br />

34


más o menos de mi edad. Siempre he sido muy malo adivinando la edad de las<br />

personas, lo que un año antes me llevó a una embarazosa situación en las puertas de un<br />

colegio que, por estar el caso abierto, el juez me prohíbe tratar.<br />

Irene tenía un hoyuelo en una de sus mejillas cuando sonreía, y lo que más me gustó es<br />

que no paraba de sonreír. Me encantó la alegría que desprendía, aunque fueran los<br />

efectos de algún tipo de droga.<br />

Irene era una chica jovial como un tonto con una enfermedad mental, y muy lista, como<br />

un hombre inteligente, pero en chica. El hecho de ser chica hacía que muchas de las<br />

cualidades femeninas que tanto sobresalen en las mujeres, estuvieran presentes en Irene.<br />

Ya saben a cuáles me refiero. Esas por las que se indigna tanto al juez cuando las tocas<br />

sin permiso. Creo que no me estoy explicando bien. Me refiero a las tetas.<br />

Tenía también dos ojos como dos luceros, dientes en la boca, una nariz algo afilada,<br />

pero lo que me gustaba eran sus increíbles cualidades femeninas.<br />

Era encantadora, supongo, y esa noche fue mágica, supongo. Nos besamos e hicimos el<br />

amor, por primera vez en mi vida, con amor, supongo. La verdad es que el día siguiente<br />

no recordaba nada más que la primera media hora con ella.<br />

No estaba seguro de cómo era su cara pero pensé que si la volvía a ver, la reconocería.<br />

Así que el día siguiente fui al mismo bar, ordené la misma cantidad ingente de alcohol y<br />

esperé paciente a que apareciera.<br />

También esa segunda noche desperté en casa sin saber cómo había llegado, con un dolor<br />

de cabeza multiplicado por dos, y un olor a alcohol que podía estar afectando al<br />

rendimiento laboral de todo el vecindario. Sin embargo tenía recuerdos nublosos e<br />

imprecisos de estar con ella. Recordaba su sonrisa y recordaba también sus gigantescas<br />

cualidades. Redondas y empezonadas cualidades.<br />

La tercera noche decidí esperarla en el bar, sacrificando un poco de diversión en pro de<br />

mi memoria. Una pequeña fiesta de neuronas causó un dolor muy localizado y agudo en<br />

la parte frontal izquierda de mi cabeza, pero merecía la pena.<br />

Sin embargo esa noche Irene no apareció. Pensamientos paranoicos comenzaron a<br />

atormentarme. ¿Me había imaginado a aquella chica? Tenía recuerdos más o menos<br />

fiables de mi primera noche con ella, pero ¿eran realmente fiables? Y en caso de existir,<br />

¿realmente la había visto la segunda noche? Quizás las ganas de verla se habían<br />

convertido en falsos recuerdos en aquel coma inducido.<br />

Pasaron los días y yo me pasaba las horas en aquel bar. En ocasiones medio sobrio, en<br />

ocasiones medio borracho, dependiendo de mi optimismo. Pero ella no apareció. No<br />

sabía si la volvería a ver. Ni siquiera sabía si existía.<br />

Sin embargo, dentro de mí, sentía que la quería, que necesitaba verla.<br />

Un día, sólo como un experimento científico, experimento que repetía con cierta<br />

frecuencia, le di mi tarjeta de crédito al camarero y le dije, “Sin contemplaciones. No<br />

temas por mí. Yo no temo a nada”. No es que la tarjeta tuviera muchos fondos, pero te<br />

hace sentir importante.<br />

“Como siempre, entonces”, dijo el camarero, al que a esas alturas ya llamaba “Mamá”.<br />

De esa manera comenzó el experimento para volver a ver a Irene que tantas veces había<br />

fallado antes.<br />

35


Bebí todo. Whisky con agua, whisky con ron, vodka con leche, leche cortada con<br />

galletas… y cuando todo empezaba a hacerse pequeño y requería una concentración<br />

máxima para ser observado, apareció ella.<br />

Se sentó a mi lado y me abrazó con uno de sus brazos. Recuerdo decirle, “Te quiero<br />

desde aquí hasta tomar por culo”. Y pasé mi brazo por encima de sus hombros,<br />

apretándola fuerte contra mi cuerpo.<br />

Lo había conseguido. Esta vez sí. Estaba con ella y esta vez no había ninguna duda.<br />

Sin embargo, como si hubiera habido un salto en el tiempo, de repente desperté por la<br />

mañana, y no recordaba nada más de aquella noche. De nuevo me encontraba sudoroso<br />

en mi cama, con un inmenso dolor de cabeza y la boca seca, como si hubiera estado<br />

lamiendo algo salado toda la noche. Mi cabeza a punto de estallar. “No puede ser”, me<br />

pareció oír algún pensamiento entre los fuertes alaridos de dolor. ¿Volvía a no recordar<br />

nada?<br />

Sin embargo esta vez me giré y allí estaba ella. Hecha una bola a un lado de mi cama.<br />

Era real. Es cierto que no estaba lúcido como para hacer logaritmos u hostias neperianas<br />

de esas. No estaba ni como para contar hasta tres. Pero estaba sobrio -relativamente- y<br />

ella seguía allí conmigo. La abracé y le dije: “Estás aquí. Eres real. Todo este tiempo he<br />

estado buscándote. No sabía si te volvería a ver”.<br />

Me miró con cara incrédula.<br />

“¿Hablas en serio?”, dijo, “Llevamos saliendo tres semanas”.<br />

36


9<br />

La entrada de Irene en mi vida fue bastante mejor que la entrada de un herpes y<br />

muchísimo mejor que la entrada de un paro cardíaco en mi corazón. Fue más bien algo<br />

bueno, como la entrada de una caricia en tu colleja o la entrada de un cumplido en tus<br />

oídos a un volumen al que no rompe los tímpanos ni nada.<br />

Por mi parte yo intentaba no entusiasmarme demasiado. Era consciente de mi fragilidad<br />

amorosa, de lo que había sufrido con Paula, y no quería que se volvieran a herir mis<br />

sensibles -pero a su vez muy masculinos- sentimientos.<br />

Con Irene pasé buenos momentos de verdad. Fue una buena época. Dios debía estar<br />

entretenido matando gente en el tercer mundo. Por fin, tras años de sufrida agonía, la<br />

calma. Fue la primera vez que me sentí querido. La brutal Carmela dañaba mi cuerpo<br />

sólo con mirarlo y la sensual Paula dañó mi cuerpo con un palo. Pero Irene, por alguna<br />

extraña razón, era feliz a mi lado. Sin embargo, tontería que tiene la cabeza humana, mi<br />

corazón seguía con Paula allá donde estuviera.<br />

Años después he echado mucho de menos esa época. La recuerdo como con pompas de<br />

jabón flotando. Como con sabor a fresa o bocadillo de lomo con queso.<br />

Al fin había llegado un poco de felicidad. Un momento de calma en mitad de la<br />

tormenta. Una isla de sucia basura en mitad de un océano de mierda. Esta etapa me<br />

sirvió para aprender que hasta la vida más miserable tiene sus momentos menos<br />

negativos, casi neutros.<br />

Durante estos años ocurrieron básicamente dos cosas. El tiempo voló prácticamente en<br />

un suspiro, haciendo de la rutina la manera de vida, y dos, maduré.<br />

Las repercusiones de este proceso de maduración tardía, fueron diversas. En primer<br />

lugar, noté como el tamaño de mi vejiga disminuía por semanas, haciendo casi<br />

insoportable vivir dentro de mi cuerpo. En segundo lugar, por primera vez, empecé a<br />

olvidar a Paula.<br />

La relación con Irene iba viento en popa, como guiada por un director de orquesta ciego<br />

con dos salchichones por batutas. Yo frecuentaba la casa de sus padres, donde ella vivía.<br />

Era una casa inmensa de varios pisos a la que convenía entrar con brújula. De lo<br />

contrario podías entrar en habitaciones en las que no debías entrar, y ver cosas que no<br />

querías ver. Y cosas que los padres de Irene no querían que vieras, como a la madre de<br />

Irene desnuda.<br />

El roce a veces hace el cariño y otras veces hace chispas.<br />

Sus padres me odiaban a muerte, sobre todo porque Irene me gastó la divertida broma<br />

de decirme que se habían quedado prácticamente sordos tras una explosión de gas<br />

butano. ¿Y cómo no habían detectado el escape de gas? Pues porque, años antes, su<br />

madre había perdido el olfato tras una gripe. Por esa razón, yo tenía que hablarles muy<br />

fuerte, muy despacio, y vocalizando exageradamente. Por supuesto, todo era mentira,<br />

pero pasé meses hablando delante de ellos como si fuera retrasado mental, lo cual<br />

concordaba con la explicación que les había dado a ellos, “Es retrasado mental”.<br />

Como consecuencia de esta broma, además, yo dejaba salir mis flatulencias silenciosas<br />

delante de su madre ya que supuestamente no tenía olfato, pero luego pensé, “¿Por qué<br />

37


sólo las silenciosas? ¡Si es sorda!”. Incontinencia que reforzaba la creencia en mis<br />

suegros de que yo tenía cierto retardo. A veces su madre me miraba con una cara<br />

mezcla de suspicacia, recelo y odio. “¿Seguro que tu madre no tiene olfato?”,<br />

preguntaba de vez en cuando a Irene.<br />

Irene y yo éramos así. Siempre estábamos gastando bromas el uno al otro. Siempre<br />

estábamos riendo. A veces las bromas rozaban el mal gusto, y la ira homicida te hacía<br />

pensar que pronto aparecerías entre las noticias de sucesos.<br />

Éramos como niños pequeños. A veces nos hacíamos la zancadilla, a veces ella escupía<br />

en mi copa, a veces yo le despertaba arrojándole un cubo de agua casi congelada sacada<br />

de la nevera, a veces ella metía chinchetas en mis calcetines…<br />

Normalmente los mejores discos de música son aquellos que no te encantan la primera<br />

vez que los escuchas. Te empiezan a gustar más con el tiempo. Con las bromas es igual.<br />

Las mejores bromas son las que a la víctima no le hace gracia en el momento, pero al<br />

cabo de los años, cuenta una y otra vez la historia con una sonrisa en la cara.<br />

La vida nocturna estaba muy presente entre Irene y yo, y a menudo despertaba en su<br />

casa recordando lo justo para saber dónde estaba. Despertar en un sitio extraño puede<br />

desembocar en gritos de miedo y violencia extrema.<br />

Un día su madre había organizado una especie de merienda familiar de las que sólo ella<br />

organizaba. De esas en las que se bebe café y se finge ser muy cosmopolita. Se trataba<br />

del día del que ya os he hablado. Aquel en que la muerte apareció, en su forma olfativa<br />

y se ubicó antojadizamente en mi intestino. Me acababa de despertar en casa de Irene<br />

tras una noche muy larga, y el cuerpo aún estaba convaleciente cuando Irene, con no<br />

poco ingenio, en un momento de descuido, me ató los cordones de las zapatillas de una<br />

manera tan simpática que, al ir a bajar al salón, lo hice a trompadas, muy motivado pero<br />

sin coordinación. Mis huesos debían estar muy festivos aún, porque los noté bailando,<br />

dando palmas y chasquidos por dentro de mi piel.<br />

Los padres de Irene que, al fin y al cabo eran como padres para mí –aunque me odiaban<br />

a muerte- se miraron uno a otro.<br />

Cinco minutos después y viendo que tenía verdaderos problemas para levantarme y,<br />

viendo además que me había atado los cordones erróneamente, tras un resoplido, se<br />

levantaron y vinieron a ayudarme.<br />

No obstante, la caída había removido los efluvios y gases atroces de mi cuerpo y, desde<br />

hacía años, mi intestino no era la dulce y limpia flauta dulce que había sido en mi<br />

juventud. Era más bien una sucia trompeta sacada de las alcantarillas.<br />

El alcohol debe dejar una serie de restos por las tuberías internas que sólo el aire puro<br />

puede rascar y llevarse consigo. Y cuando sale, el aire ya no es tan puro. ¿Qué era ese<br />

olor? ¿Estaba muerto y no lo sabía? ¿Dónde había olido algo parecido antes? Imágenes<br />

de Carmela golpearon mi mente, violentas y desagradables como Carmelas. El padre de<br />

Irene se encontraba ya dentro de la burbuja cuando descubrió su espantosa potencia.<br />

A veces, los seguratas que hay en la puerta del recto no hacen bien su trabajo. No<br />

cachean bien a las moléculas de aire cuando salen. No les hacen vaciar bien sus bolsillos<br />

y restos sólidos salen al exterior, haciendo un efecto metralla.<br />

Con los calzoncillos llenos de metales pesados, la mitad de los huesos rotos y mi<br />

cerebro en huelga, me encontraba minutos después en el baño, ya vacío y desnudo,<br />

38


preparado para darme una ducha que me quitara esa sensación tan hostil del cuerpo. En<br />

ese momento escuché acercarse a alguien.<br />

“Dios, que olor”, dijo.<br />

Era una voz femenina y, puesto que su madre no tenía olfato, sólo podía ser Irene. Le<br />

debía una broma por lo de atarme los cordones de las zapatillas, así que me escondí<br />

detrás de la cortina de la bañera y esperé.<br />

Irene entró en el baño, fue directa al inodoro y tiró de la cadena varias veces, como si no<br />

lo hubiera intentado yo antes. Está claro que el nombre de “inodoro” no es muy<br />

acertado. ¿Cómo podía mantenerse de pie? Aquella nube era lo más cercano a gas Sarín<br />

que puede salir de un cuerpo aún con vida. Si hay universos paralelos, en noventa y<br />

nueve de cada cien habría muerto.<br />

Fue ese el momento de darle un susto de muerte. Antes de hacerlo, tuve esa sensación<br />

que se tiene justo antes de que te expulsen de una familia, pero continué con mis planes<br />

maléficos, agarrándola las dos manos y chillando como si estuviera enajenado.<br />

No se trataba de Irene, si no de su madre y, tras el susto, tuvo un ataque de ansiedad y,<br />

mientras se la llevaba la ambulancia, sentí que las horribles palabras que salían de su<br />

boca eran una despedida.<br />

Aquello cambió mi vida. Los padres de Irene eran muy influyentes. Aún hoy en día,<br />

sicarios recorren la ciudad preguntando por mí.<br />

39


10<br />

La vida es como un delicioso queso que, cuando lo hueles, huele un poco a podrido,<br />

pero cuando lo muerdes, sabes que lo tenías que haber tirado a la basura hace meses.<br />

Cuando el océano estaba en calma, de entre el mundo de las tinieblas y los horrores,<br />

vino mi destino.<br />

La vida da sórdidas vueltas antes de llegar al ansiado final. A veces esa ansia se<br />

incrementa sobremanera por cuestiones de azar y Dios, el destino, alguno de esos<br />

personajes paganos, o quien sea que manejaba los hilos de mi vida, debía haber<br />

encontrado cierta diversión sádica en ello, porque parecía querer cebarse conmigo.<br />

“¿Acaso no tienes compasión?”, grito aún mirando al cielo, recordando algunos hechos<br />

puntuales, pero muy numerosos, de mi vida.<br />

Cuando mi tía empezó a tener achaques, se le ocurrió la brillante idea de que los restos<br />

humanos aún con vida de la vieja putrefacta de Nines estuvieran a mi cargo. Un<br />

inesperado día cuando, al abrir la puerta de mi casa, apareció ese ser horripilante y<br />

maligno en su silla de ruedas, mi corazón paró y mis manos atacaron las cuencas de mis<br />

ojos, intentando eliminar a los testigos de aquella espantosa visión. Bien protegidos por<br />

mis párpados y, notando mis manos que la información ya había llegado al cerebro y<br />

que el daño ya estaba hecho, optaron por intentar arrancar la piel, extremidades y<br />

apéndices de mi cuerpo. De haber tenido las uñas más largas, ahora estaría escribiendo<br />

estas líneas desde el cielo, felizmente muerto.<br />

Cuando, tras aclarar lo sucedido, se fue la policía, yo aún temblaba sudoroso, tila en<br />

mano, negando aún con la cabeza una pesadilla tan grotesca.<br />

La convivencia con Nines, no obstante, no fue tan difícil como esperaba. Todas las<br />

mañanas llegaba un asistente social –que Dios le bendiga- que se hacía cargo de ella<br />

durante la mayor parte del día. Yo ya tenía suficiente con mi trabajo, ayudando a los<br />

enfermos del hospital.<br />

Esa sórdida bruja ya no medía más de un metro. Parecía estar menguando cada segundo,<br />

como si tuviera un pequeño agujero negro en su interior, capaz de absorber también los<br />

colores de la entumecida vieja.<br />

Además, el agujero negro parecía haber absorbido también parte de la fuente del odio<br />

que Nines había portado en su ser, y ya no parecía maquinar astutas tretas contra mi<br />

persona. Sufría de alhzeimer y a veces parecía un bebe, otras una niña de pocos años.<br />

Estaba incoherentemente habladora, aunque hablaba en un idioma incomprensible con<br />

el que, sospecho, se comunicaba con Satán.<br />

Llevaba sólo tres semanas en mi casa cuando pasó algo muy raro. Nines a menudo<br />

llamaba a su madre y me confundía con un tal Raúl quien, saqué la conclusión, había<br />

sido su marido y posiblemente se suicidó. O eso le habría recomendado yo. La<br />

“solución fácil” lo llamaba, años más tarde, un psicólogo pagado amablemente por la<br />

fiscalía. Recuerdo preguntarle, “¿Acaso no es siempre la solución fácil la más<br />

inteligente?”. La semana siguiente aquel psicólogo desapareció, dejando una nota de<br />

despedida para su familia.<br />

Nines parecía no querer morir. Se agarraba a la vida igual que se agarran las garrapatas<br />

a la piel de las zonas más íntimas. Nada parecía afectar a la vieja. Todo encajaba<br />

40


perfectamente en su cuerpo. Alguna vez le preparé una sopa de pilas usadas. Ya sé que<br />

no iba a conseguir que la vieja enfermara, puesto que las enfermedades tenían lista de<br />

espera para entrar en ese cuerpo. Pero el contenedor de pilas usadas quedaba lejos de<br />

casa.<br />

Bueno, como decía, un día ocurrió algo muy raro. Llegué de trabajar y al entrar en el<br />

salón, me miró y dijo, “Nines, ven”.<br />

¿Cómo era posible? Me miraba y me llamaba con su propio nombre. El día siguiente la<br />

cosa fue a peor. Empezó a gritarme, “Nines, Nines”, y al cabo de unos minutos se tornó<br />

a, “Nines, vas a morir”.<br />

Parecía que la momia no vivía recuerdos suyos, si no de otra persona, y se veía a sí<br />

misma reflejada en mi persona.<br />

En circunstancias críticas, y puede confirmarlo cualquier persona que sepa de la<br />

enfermedad, lo más efectivo en estos casos para volver a la calma, es un golpe seco en<br />

la nuca. Con una vara de hierro o similar si se posee. Sin embargo en este caso, antes de<br />

aplicar el correctivo, me quedé escuchando, paralizado, aterrado. No podía entender<br />

algo así.<br />

Casualmente en ese momento llegó una llamada de la agencia que llevaba los asistentes<br />

sociales, diciéndome que mi asistente, la persona que se encargaba de Nines, estaba de<br />

baja por cáncer de estómago. Pronto moriría y su recompensa por dedicar su vida a<br />

ayudar a otras personas llegaría: una agónica muerte.<br />

41


11<br />

Había pasado ya cinco años sin ver a Paula cuando se produjo otra de esas coincidencias<br />

creadas por Dios. “De aquí quito, aquí pongo. A ti te doy un sombrero, a ti una<br />

enfermedad crónica. Tú naces con una nariz chata, tú llevas bigote”. Así me imagino a<br />

Dios, como un niño caprichoso, sentado en un taburete de bar, tocando cosas al azar,<br />

más por hastío que buscando algún objetivo concreto.<br />

Por aquella época Irene y yo compartíamos prácticamente todo. A pesar de las<br />

consecuencias de aquella extraña merienda cosmopolita, tras la cual me habían vetado<br />

la entrada a su casa, Irene pasaba mucho tiempo conmigo. La noche en cuestión se<br />

trataba de una noche espectacular, de esas en las que las estrellas lucen tan fuerte que no<br />

te dejan ver las nubes.<br />

Salimos a cenar a un restaurante con tara donde se podía comer todo tipo de manjares.<br />

Manjares con tara. Lubina al horno quemada, un cordero asado que se ha caído al suelo<br />

y ha sido olisqueado y mordido numerosas veces por un cordero aún no asado, cordero<br />

lechal que no es lechal, o patatas en su punto de sal con excesiva sal. Todo tipo de<br />

comidas exquisitas, con una ligera tara, pero a un precio de lo más asequible. Era ideal<br />

para llevar a cenar a una novia con tara o, como en mi caso, si tu dinero no llegaba para<br />

comida de baja calidad pero sin tara.<br />

Quería que todo fuera perfecto para esa noche. Irene no era Paula, pero en esta vida, el<br />

que no se conforma, no triunfa.<br />

Cuando encontré las agallas necesarias, cogí la mano de Irene y le puse un precioso<br />

anillo dorado con la figura de un pequeño ruiseñor azul. Irene sonrió, mostrando una<br />

vez más el hoyuelo en su mejilla y aceptando encantada el paso que daba nuestra<br />

relación. Todo era perfecto.<br />

Al salir, ella bajaba trotando por las escaleras del restaurante cuando unas cuantas<br />

neuronas llegaron con correo urgente a la centralita de mi cerebro, donde se toman las<br />

decisiones. El correo venía sin remitente, pero la idea que traían era muy urgente y<br />

requería un análisis inmediato. Muchas de las neuronas que toman las decisiones<br />

llevaban bebiendo toda la noche. “¡Procesemos esa magnífica idea!”, dijo el alegre<br />

hombre beodo al mando en esos momentos.<br />

Mi pie se metió entre las piernas de Irene y mi cara sonrió, como tras una gran victoria.<br />

Como si en ese momento yo fuera el tipo más listo y simpático del mundo. Irene<br />

tropezó y cayó, escaleras abajo, de boca contra el suelo. La broma no tenía precio.<br />

No sé qué esperaba en esos momentos. Me recuerdo mirando alrededor, a la gente que<br />

caminaba por la calle, esperando quizás unas carcajadas, un aplauso, algún comentario,<br />

“Eres el mejor y más gracioso novio del mundo”, no sé.<br />

Y allí estaba ella. Paula. Acompañada de unas amigas, mirando atónita. Las<br />

casualidades ocurren pero, ¿qué probabilidad había de aquello? Dios tuvo que saltarse<br />

varias leyes físicas para crear esa situación. Me lo imagino repitiendo esa misma escena<br />

una y otra vez hasta que logró los resultados esperados. No sé por qué Dios disfruta<br />

tanto con estas cosas. Recuerdo que durante varias semanas probé a llevar una careta<br />

para ver si Dios no me reconocía y me perdía la pista, pero el omnipresente averiguó<br />

dónde vivía.<br />

42


Irene levantó la cara, con dos dientes menos y escupiendo sangre. En esos momentos<br />

debió haber un golpe de estado en mi cerebro, y el alegre beodo que estaba al cargo y<br />

las neuronas que trajeron aquella ocurrencia, fueron ejecutados. La nueva gerencia de<br />

mi cerebro decidió que la broma no tenía ni pizca de gracia.<br />

Ni Paula ni el resto de la gente debieron entender la broma. No tuve tiempo de<br />

explicarla. Supongo que el arte de la broma es un arte incomprendido. Siempre ha<br />

habido artistas incomprendidos, como en su momento lo fueron Van Gogh o Hittler. En<br />

pocos segundos empecé a recibir golpes por todas partes. “¡Ataque inminente!”, gritaba<br />

por alguna razón. Toda la gente de la calle parecía muy motivada a asesinarme y me vi<br />

obligado a retirarme. Supongo que Paula pensó que yo era una especia de agresor de<br />

mujeres. La gente dice que la publicidad aunque sea mala, siempre es buena. La gente<br />

es muy gilipollas.<br />

Irene tenía razón. Con veinticinco años ya no eran dientes de leche. “Di a tus padres que<br />

han sido como unos padres para mí”, le dije a Irene cuando cortamos y nos despedimos<br />

para siempre. En ese momento, a sus padres les empezaron a pitar los oídos hasta salir<br />

sangre y explotar sus tímpanos. La mentira de Irene se había hecho realidad.<br />

43


12<br />

Las noches pasaban frías y las mañanas eran solitarias y desconcertantes. Las tostadas<br />

eran dulces y mantecosas y, por si esto fuera poco, afrutadas en función de la<br />

mermelada que portaban. No vais a adivinar de qué color eran los limones. Esta vez era<br />

difícil, grises. Estaba ocurriendo otra vez. Mi vida se hundía y los limones habían<br />

caducado.<br />

Irene me había dejado y de nuevo me encontraba sólo y perdido. Sólo ante el mundo y<br />

con una senil y maldita bruja pudriéndose en casa, y echando males de ojo todo el día.<br />

Un día, al entrar en casa, Nines me escuchó y me llamó.<br />

“Tío Alfredo”.<br />

¿Qué había sido eso? Yo era el único sobrino de mi difunto tío Alfredo. ¿Se supone que<br />

Nines era yo? No era como otras veces, en las que Nines parecía revivir su pasado.<br />

Aquel día parecía creer que era yo. Por momentos pensé, “¿Y si soy yo el que está<br />

postrado en esa silla de ruedas? ¿Y si el resto no es real?”<br />

Hasta ese punto de locura y paranoia llegaban mis pensamientos. ¿Quién soy yo? ¿Y si<br />

despierto ahora, ocupando el cuerpo de Nines? Así de extrañas y simpáticas eran mis<br />

reflexiones. ¿Estaba yo anclado en mi butaca, con mis músculos entumecidos,<br />

balbuceando incoherencias mientras en mi mente vivía una realidad inventada?<br />

Agredir a Nines y comprobar si me dolía. Esa fue mi primera prueba médica.<br />

Oscuros pensamientos recorrían mi cabeza. Esa cosa estaba descomponiéndose viva en<br />

mi salón y parecía querer llevarme consigo. Por el olor estaba claro que su cuerpo se<br />

estaba gangrenando, y cualquier persona disfrazada con una bata de médico, sabría que<br />

un torniquete y amputar era la solución, pero ¿dónde?, ¿a la altura del cuello?<br />

Parecía que la lejía que le mezclaba con su leche no le hacía efecto. La locura parecía<br />

apoderarse de mí, y la leche que añadía a mi lejía no parecía devolverme la cordura.<br />

Sin embargo algo abrió mis ojos. ¿Y si esa senil y cancerosa vieja no estuviera senil?<br />

¿Y si estuviera jugando conmigo, fingiendo ser yo, sólo para enloquecerme?<br />

Había descubierto su maléfico plan. “Te he calado, vieja rata”, susurré al endiablado<br />

ser.<br />

La vida puede ser maravillosa, pero no lo es. Sin embargo esta vez saldría a flote. Mi<br />

sabiduría era suprema. Mi fortaleza mental era la de un sabio súper fuerte. Había<br />

alcanzado el Nirvana seis o siete veces, y estaba preparado para superarlo todo.<br />

No podía ser todo malo. Existe lo que yo llamo la justicia universal. La mala suerte<br />

siempre viene compensada con buena suerte. Por ejemplo, si te toca la lotería, quizás te<br />

aparezca un justiciero infarto cerebral, o si te aparece una, a priori injusta rotura cervical<br />

con su consecuente parálisis, a lo mejor luego vas caminando y te encuentras un<br />

billetazo tirado en la acera, ¡enhorabuena en ese caso! O a lo mejor te atropella un coche<br />

y te tienen que amputar las piernas pero, a cambio, te quedan mejor unos pantalones que<br />

antes te quedaban pesqueros. Es todo muy relativo. Depende de cómo te tomes las cosas<br />

y de si tenías intención de ir a pescar o no. Es lo que intentaba explicar Einstein en su<br />

44


teoría de la relatividad, que luego fue malinterpretada por los físicos, quienes inventaron<br />

ecuaciones y complejidades para que no les retiraran sus subvenciones.<br />

La justicia universal nos afecta desde el momento en que nacemos. Es muy común ver<br />

esas chicas con un cuerpazo increíble pero que, de manera justiciera, tienen un pimiento<br />

verde por nariz. El síndrome de la nariz pimiento es muy frecuente, no se ofendan las<br />

mujeres pimiento-nasales. Como les dice su madre, "No es como un pimiento, hija, es<br />

una preciosa nariz de ogro". Las madres siempre son muy optimistas. No así la madre<br />

de Irene quien, de manera bastante pesimista, predijo mi muerte “¡Te voy a matar!”,<br />

recuerdo oírla gritar mientras la metían en aquella ambulancia.<br />

En cualquier caso, no iba a ser todo malo. Iba a echar de menos a Irene, cierto, pero<br />

Paula había vuelto a aparecer en mi vida y estas cosas, como decía mi padre justo antes<br />

de golpearme con una botella de vodka, ocurren por algo.<br />

El plan era perfecto: encontrarla y seducirla.<br />

Hacía años, cuando vi a Paula en el hospital, hice mis labores de espionaje para<br />

descubrir que era enfermera de ancianos. Era perfecto, porque tenía un oloroso y<br />

suculento cebo pudriéndose en casa. Nines todavía podía hacer una última función antes<br />

de su esperada muerte.<br />

Paula trabajaba en una empresa privada. En principio no tenía relación con el hospital<br />

de enfermos crónicos donde trabajaba yo, pero a veces los destinos de dos personas se<br />

cruzan, como dos trenes que circulan por la misma vía en direcciones opuestas, por el<br />

error de un operario borrachín.<br />

Llamé a la empresa privada donde trabajaba Paula y contraté una enfermera para Nines.<br />

Vinieron muchos enfermeros antes que Paula, a pesar de mis insistencias por teléfono,<br />

“Por favor, envíenme una enfermera muy guapa”. Así que uno a uno, iba despidiendo a<br />

todos los enfermeros con el mismo argumento. “No es suficientemente guapa”, le decía<br />

a la telefonista de manera muy educada. Así pues, el reencuentro con mi amor era<br />

inminente, tanto que tuve erecciones involuntarias y no tan involuntarias.<br />

Recuerdo que pasaba tardes enteras tirado en la cama pensando en ella, rememorando<br />

cada una de esas vivencias amorosas que había compartido con ella en mi imaginación.<br />

Y recuerdo que un día, estando ocioso, escuché a Nines cuchichear desde su silla<br />

ancestral. Llevaba un rato haciéndolo y tardé en percatarme ¿Con quién hablaría?<br />

¿Consigo misma? Era lo más probable. Lo raro es que esta vez parecía que vocalizaba.<br />

Puse atención para entender sus palabras:<br />

“Es una persona malísima. Prepara mi puré con comida para perros y le he visto echar<br />

pilas y lejía y…”. Era extraño. Por primera vez Nines parecía hablar mi idioma. Era la<br />

primera vez que entendía perfectamente lo que decía. Decía, “…me amordaza y me<br />

mete calcetines sudados en la boca. Me maltrata psicológicamente fingiendo que no me<br />

entiende. Se toma mis narcóticos y luego me pega con un bate de béisbol”.<br />

¡Eso era mentira! ¡Yo ni siquiera tenía un bate de béisbol! Así que me levanté de la<br />

cama entrado en cólera, cogí el bate de críquet, y crucé la puerta del salón. Ni que decir<br />

tiene que durante toda la tarde había estado pensando en mi reencuentro con Paula, lo<br />

que, en otras palabras, significa que me había estado masturbando hasta casi salirme<br />

ampollas, y que aún me encontraba desnudo y erecto cuando entré, bate en mano,<br />

gritando, “Te voy a enseñar a diferenciar dos deportes muy nobles”.<br />

45


Y ni que decir tiene que era Paula la persona con la que estaba hablando. ¡Cómo no!<br />

¡Crueles coincidencias del destino!<br />

Paula miró al bate de arriba y al de abajo, y le faltó tiempo para abrir la boca,<br />

seguramente para decir un “Qué alegría verte” o algo del estilo, pero yo estuve más<br />

rápido, aún bate mano –el otro bate lo dejé sobre el sillón-, para estrujarla entre mis<br />

brazos.<br />

Cuando la abracé empecé a sentir un fuerte dolor en el hígado. ¿Estaba sufriendo un<br />

repentino ataque de hepatitis? Por suerte no era así, mi salud era de hierro. Eran los<br />

violentos golpes de Paula contra mi lomo lo que sentía. Contacto carnal, ¿hay algo más<br />

excitante?<br />

Los siguientes recuerdos son confusos. Gritos, Paula golpeándome, el vecino de abajo<br />

golpeándome, la policía golpeándome, yo aún desnudo –y aún erecto- poniéndome<br />

cuatro ropas, el coche de policía, la puerta del calabozo cerrándose…<br />

Todo se había malinterpretado.<br />

La embajadora de la muerte en la tierra, Nines, había conseguido con su astucia<br />

alejarme de Paula una vez más, y esta vez, justo cuando noté que el amor comenzaba a<br />

fluir. La arpía de Nines siempre tan arpía. Por el contrario, su antítesis, la dulce Paula<br />

siempre tan dulce, había conseguido con una serie de denuncias quitarme a Nines de mi<br />

cargo. Siempre le estaré agradecido por ello. “Eres mi ángel de la guarda”, pensaba<br />

durante los días que pasé en el calabozo.<br />

La justicia universal una vez más se aplicaba. Perdía la custodia de aquel diminuto<br />

diablo pero, a cambio, perdía a Paula y me alejaba de ella para siempre. Un siempre de<br />

más de tres meses.<br />

Aquel calabozo era un lugar muy acogedor comparado con mi casa. La comida era<br />

mucho más saludable que los narcóticos de Nines, y podía dedicarme al ocio personal<br />

todo el día, lo cual irritaba profundamente a los guardias, quienes alternaban entre<br />

porrazos y crucigramas para pasar las horas.<br />

Los días allí fueron interminables y no había luz solar, por lo que nunca sabías cuando<br />

terminaba un día y empezaba el día siguiente, salvo por el enorme reloj justo en frente<br />

de mi celda. La vida se convierte en una tediosa rutina que llenaba mi espíritu<br />

completamente. Al fin me estaba sintiendo realizado. Por lo visto, la falta de luz solar<br />

durante mucho tiempo es una causa común de depresión. Por eso los esquimales están<br />

siempre tan tristes. Por eso y porque viven en unas malditas chavolas de hielo, haciendo<br />

agujeros en el suelo para comer asquerosos pescados polares. Les saldría mejor viajar en<br />

patera a cualquier lugar del tercer mundo donde, al menos, disfruten de un buen clima.<br />

Sin embargo, sus piraguas de hielo nunca llegarían a costas tropicales. Yo, por el<br />

contrario, no me deprimí en aquella oscuridad.<br />

Allí en el calabozo tuve mucho tiempo para pensar, cosa que no hice, pero sí que<br />

rondaron mi cabeza ideas genocidas que el juez me prohíbe publicar. Sobretodo contra<br />

esa raza, ya sabéis a cuál me refiero.<br />

Me vienen a la cabeza instantáneas de algo que creía olvidado. Se trata de mi último día<br />

en La Casita de los Miserables. Espero equivocarme y confundir mi pasado con una<br />

serie de horribles recuerdos falsos, inyectados en mi mente a base de impulsos<br />

nerviosos. Jamás debí haber participado en aquellas pruebas médicas. El hombre que<br />

daba a los botones de aquella máquina, con todos esos cables conectados a mi cerebro,<br />

46


ni siquiera parecía doctor. Además no paraba de reír mientras lo hacía, pero esa es otra<br />

cuestión.<br />

Creo que estos recuerdos pertenecen a mi primer día de trabajo, tras salir del calabozo.<br />

Era un espléndido lunes. Las resacas me solían aguantar hasta el miércoles, pero recién<br />

salido de la cárcel, este era un lunes optimista, de energías renovadas. Era un día<br />

soleado de primavera, lleno de mariposas y flores.<br />

“¡Buenos días!”, iba saludando sonriente a todos mis compañeros y pacientes. “¡Tienes<br />

buen color!”, me decían, lo cual se hace extraño tras haber pasado diez días en la<br />

absoluta penumbra. El trato con la gente mejora cuando estás de buen humor y los<br />

pacientes lo agradecen.<br />

A media mañana me dijo un compañero, “Ve a ayudar al paciente de la 666”.<br />

Teniendo en cuenta el número demoníaco, pude haber desconfiado. De hecho, tuve esa<br />

sensación que se tiene justo antes de ser brutalmente torturado. Aún así, supuse que era<br />

una tontería preocuparse, así que alegre, subí las escaleras y abrí la puerta.<br />

“¡Buenos dí…”<br />

Mi Némesis, Nines levantó la vista y, al verme petrificado, esbozó una sonrisa y utilizó<br />

esa habilidad maléfica que el demonio le había otorgado. -“Para ti, mi envejecida y<br />

arrugada esbirro maléfico, te he guardado la mejor de mis armas. Utiliza este don con<br />

los fines más malignos y crea el caos allá por donde fueres”, me imagino diciendo al<br />

príncipe de las tinieblas, utilizando aún un lenguaje arcaico y en desuso, por haber<br />

pasado ya tantos años bajo tierra. Así lo hizo Nines. Abrió el esfínter y dejó salir sus<br />

putrefactas heces líquidas por todo el suelo. Como si hubiera roto aguas estancadas, el<br />

mal se expandía por el suelo, llegando casi hasta mis pies.<br />

“Ahora te toca limpiarlo”, susurró.<br />

Puede que la edad y los narcóticos de Nines me estuvieran volviendo un poco agresivo,<br />

porque me recuerdo exaltado atacando a Nines, peleando contra mis compañeros del<br />

hospital, rompiendo todo a mi paso, golpeando a los pacientes, revolviendo todas las<br />

fichas de dominó de una mesa, mordiendo a un perro policía… creo, a juzgar por los<br />

siguientes recuerdos, que aquel perro había tomado una cantidad aún mayor de<br />

narcóticos de Nines. Aunque los sedantes que me aplicaron después han nublado parte<br />

de esos recuerdos y apaciguaron el dolor y, por suerte, apaciguaron también un<br />

insomnio que duraba ya cinco horas.<br />

Después, tras la tormenta, la calma en mi retiro espiritual, el calabozo. Un lugar idílico<br />

para pensar en lo que has hecho, utilizado por los criminales para planear venganza sin<br />

cometer los mismos fallos.<br />

47


13<br />

Los años vuelan cuando se tiene algo que hacer, pero también cuando no tienes nada<br />

que recordar. Al final, la velocidad del tiempo la pone la cantidad de recuerdos que has<br />

almacenado durante ese tiempo. Cuando miras atrás, el tiempo ha volado si realmente tu<br />

cerebro no ha almacenado nada. O también si lo ha almacenado todo y potentes<br />

narcóticos y electroshocks lo han borrado después. Incluso han volado esos<br />

interminables días intentando recordar cada detalle y aquellas noches intentando<br />

olvidarlo todo.<br />

Mi vida se estaba desviando de nuevo o, como diría un desviado maníaco, enderezando<br />

de nuevo.<br />

Lo había perdido todo: mi trabajo, mi gran amor Paula, mi archienemiga Nines.<br />

Ya no tenía nada que hacer. Ni si quiera trabajar. Por lo visto, cuando te despiden del<br />

trabajo, te dan una especie de dinero durante un tiempo para evitar que delincas, cosa<br />

que es casi imposible evitar. Y es que no siempre se delinque por dinero. “El dinero no<br />

lo es todo”, decía aquel famoso psicópata, Cristóbal Colón, quien tiró toda la fruta por<br />

la borda para ver a sus compañeros morir de escorbuto.<br />

Todos los meses llegaba el cartero con un sobre lleno de billetes calentitos, “Directitos<br />

de la prensadora de billetes”, según sus alegres palabras, que me mantenían sin la<br />

necesidad de buscar un nuevo trabajo. De haberlo sabido antes, no habría invertido tanto<br />

tiempo en esos negocios infructuosos, como los preservativos sabor pene, que tan poco<br />

interés suscitaron, o como aquella cicuta “junior”, con calcio y vitaminas para los más<br />

peques, como aquellas filtros inflamables para hacer cigarros, como aquel alargador de<br />

pene para mujeres, con lo mal que les queda a las mujeres un pene largo, como aquel<br />

champú para cepillarte los dientes cuando se te ha quedado un pelo enredado durante el<br />

sexo oral, o como aquellos paraguas hechos de piel de gremblin.<br />

Mi vida estaba vacía como ya lo había estado antes, tras aquella operación en la que<br />

extirpación ese apéndice maldito que Dios me había injertado cuando era aún un<br />

embrión y apenas podía defenderme. No sé qué lleva la anestesia, pero alguien debió<br />

añadirle droga. Tras aquel día estuve confuso, aletargado, apático, como si algo hubiera<br />

muerto dentro de mí. Puede que parte de mi alma estuviera dentro de aquel infectado<br />

pedazo de carne llamado apéndice, o puede que fueran daños psicológicos irreparables<br />

consecuencia de la precariedad de aquellos enfermeros.<br />

Recuerdo que una vez inyectada la anestesia, los enfermeros y el médico comenzaron a<br />

bromear entre ellos “¡Oh no, Doctor! ¡Es imposible que se salve! ¡Este paciente va a<br />

morir! ¡Doctor, cómo hace usted eso, está matando a un ser vivo! ¡No estirpe las<br />

extremidades del paciente!”. Esas bromas, que serán el día a día de cualquier prestigioso<br />

cirujano, hacen que duermas horriblemente. Con tu cuerpo lleno de droga, todo tipo de<br />

pesadillas recorren tu cerebro, como un rayo que recorre el firmamento para caer<br />

finalmente sobre tus genitales. Recuerdo tener los ojos abiertos y no poder moverme,<br />

exactamente igual que me había pasado en aquellas siestas, en las que veía mi<br />

habitación sin poder moverme, en las que una silueta me miraba fijamente junto a mi<br />

cama. Sin embargo, esta vez las siluetas sacaban todo tipo de charcutería de mi<br />

estómago.<br />

48


Fueron horas tormentosas. Horas de desvaríos mentales que te pueden dejar muy<br />

tocado. Cuando te despiertas sientes que este mundo no te pertenece.<br />

El ser humano aún no sabe dónde se encuentra el alma. Podría estar en el apéndice.<br />

Nadie lo sabe. Aún nos quedan muchos misterios que se muestran esquivos y traviesos.<br />

Muchas incógnitas cuya cualquier posible explicación, parecería burda charlatanería.<br />

Preguntas cuya respuesta son y serán un enigma. Por qué el agua es azul. Por qué no<br />

vuelan las gallinas. Por qué la fuerza de la gravedad no afecta a las cometas. Y hay un<br />

misterio físico más mundano pero igualmente importante. En el baño, la gota que sube<br />

desde el inodoro, la llamada gota fría, sube con una puntería nanométrica y<br />

sorprendentemente se mantiene líquida a una temperatura muy inferior a los cero<br />

grados, y mis sensibles paredes anales así lo afirman.<br />

Nos queda mucho por conocer, muchas fuerzas misteriosas. Ovnis, espíritus, brujería,<br />

sirenas… hay temas que prefiero pensar que no existen.<br />

Como decía, volvía a mi vida esa sensación de vacío tan asfixiante. Sentía que no<br />

pintaba nada en este mundo. Nunca tenía dónde ir, ni qué hacer. Mi cabeza estaba como<br />

en una nube y supongo que los narcóticos de Nines no ayudaban a normalizarla. Sin<br />

embargo, poco después, decidí prescindir de ellos y fue duro quitarlos de mi dieta, ya<br />

que aportaban un sabor mentolado a mi comida que me encantaba y me ayudaban a<br />

mantener el aliento fresco.<br />

El último día que los consumí fue importante para el desarrollo de mi súper intelecto<br />

humano.<br />

Todo ocurrió en un supermercado. Me encontraba allí como por casualidad, como quien<br />

necesita detergente y aparece, por arte de magia, en la sección de detergentes del<br />

supermercado. “Esto es obra divina”, pensé al principio. Pero luego, exprimiendo mi<br />

cerebro, recordé el trayecto desde mi casa hasta el supermercado y, en concreto, hasta la<br />

sección de detergentes. ¿Cómo pude olvidarlo? Fue el trayecto en el que conocí el<br />

verdadero significado de la vida. En cualquier caso, al verme delante de todos aquellos<br />

detergentes, me vi saturado. Todos parecían buenos detergentes. ¿Cómo decidirme?<br />

Antes compraba el que más le gustaba a Nines, pero ahora ella no vivía conmigo y las<br />

propiedades culinarias del detergente habían dejado de ser importantes.<br />

Recuerdo que caminé por el supermercado. Algunos pasillos estaban húmedos y<br />

resbaladizos, como lubricados. Como si una actriz porno muy excitada, para saciar su<br />

libido, se hubiera puesto a fregar por los pasillos del supermercado.<br />

Comencé mi búsqueda de aquella caliente e imaginaria actriz por los pasillos de<br />

alrededor y de paso, miraba a ver si encontraba la sección de embutidos, siempre con la<br />

esperaza de reencontrarme con mi apéndice, hasta que di con ella.<br />

Mis conjeturas detectivescas habían fallado. La mujer que fregaba no tenía nada de<br />

pinta de actriz. Más bien tenía pinta de mujer de la limpieza del supermercado. Pero era<br />

una impostora. Estaba disfrazada y en lugar de fregar, lubricaba con aceites ultra<br />

resbaladizos todos aquellos pasillos, preparando una trampa mortal. Sin embargo,<br />

descubrí tarde sus perversas intenciones. Al intentar escapar de aquella caja de la<br />

muerte, la mujer había estado más rápida fregando mi vía de escape. Era una estratega.<br />

Un Napoleón de la fregona.<br />

Mis pies empezaron a patinar. Miré al suelo para ver si llevaba mis zapatillas de<br />

escalar. No. Sólo unas zapatillas de andar por casa. De hecho, como en mis pesadillas<br />

49


más eróticas, sólo llevaba una bata. Iba desnudo de cintura para abajo. Era extraño,<br />

ahora me parecía recordar más detalles de aquel extraño trayecto hacia el supermercado.<br />

Los gatos y los perros -y puede que algún otro animal, pero aún no está demostrado-,<br />

tienen una mejora en su equilibrio gracias a la cola. Pude comprobar en aquel momento,<br />

que no es así en los seres humanos. Mis brazos intentaron agarrar cualquier cosa para<br />

evitar la caída. Uno agarró algo. Sin embargo, lo que había agarrado fue el otro brazo<br />

que, inmovilizado, no consiguió agarrar nada, tan sólo golpear una de las estanterías<br />

torpemente.<br />

Por suerte el suelo paró mi caída hasta el centro de la Tierra. Alguno de los huesos de la<br />

cabeza mandó un informe de daños que nadie atendió. Años después pondría una<br />

reclamación, aún sin atender.<br />

Una vez yacía en el suelo, boca arriba, vi que de la estantería comenzaron a caer<br />

prendas de lencería, como en una lluvia celestial. “Esto tiene que ser el paraíso”, pensé.<br />

Abrí mis brazos y me quedé quieto esos largos segundos, disfrutando de un momento<br />

casi etéreo. Como un paraíso espiritual y toda esa mierda de la que hablaba Ghandi,<br />

aquel excéntrico hippie. También es cierto que la sangre que brotaba de mi cráneo me<br />

volvía más tonto por segundos, y convertía aquellas prendas puras y divinas en sucias y<br />

menstruales.<br />

Algún cliente, al verme, debió pedir ayuda y poco después me pareció oír una voz<br />

femenina y familiar, “Yo soy enfermera”, dijo.<br />

No necesitaba oír más. No podía ser otra persona. De entre las más de mil personas que<br />

habrá en el mundo, ella. Esa voz. Esa dulce voz… Sin embargo, a pesar de la dulzura de<br />

esa voz, casi empalagosa, sabía que se avecinaba un momento de violencia extrema y,<br />

adelantándome, tape mi cara y mis vergüenzas con lo primero que pude, que en ese<br />

momento eran un puñado de prendas íntimas de mujer, más por protección que por<br />

vergüenza, y esperé a que el vendaval terminara.<br />

No sé si fue la emoción al verme, pero Paula tuvo ella sola un ataque de histeria<br />

colectiva, y gritaba cosas como, “¡Deja de seguirme! ¡Deja de acosarme! ¡Devuélveme<br />

mi cartera y desaparece de mi vida para siempre!”, mientras combinaba sus gritos con<br />

un ritmo más o menos constante de patadas en mis costillas.<br />

Lo de “devolverle la cartera” fue un malentendido. Todo había sido una confusión que<br />

voy a intentar explicar. Ocurrió un mes antes de aquel suceso en el supermercado.<br />

La vida no siempre me ha ido maravillosamente. Me puedo considerar un triunfador, un<br />

héroe de la humanidad, quizás, pero mi vida ha tenido sus momentos bajos, como<br />

cualquier otra vida, supongo. Sé, al menos, de un tipo al que le iba peor que a mí. Le<br />

conocí la segunda vez que ingresé en el calabozo y creo recordar que se llamaba Tebas.<br />

No estoy seguro de su nombre, pero me referiré a él como Tebas, ya que es un nombre<br />

que me encanta para un drogadicto. Si alguna vez tengo un hijo drogadicto, también le<br />

llamaré así.<br />

He tenido muy pocos amigos de verdad. Gracias a Dios, Tebas no fue uno de ellos.<br />

Aunque conociendo a Dios, estoy seguro de que ha hecho todo lo posible para que<br />

nuestros caminos se vuelvan a cruzar.<br />

Se supone que hablando con un drogadicto no coges automáticamente el SIDA, hace<br />

falta que te de por culo o algo así, pero yo sentía partículas de su sarcoma de Kaposi<br />

saliendo de su boca y golpeando mi cara cada vez que hablaba. “Cierra todos los<br />

orificios de tu cuerpo, cierra los poros de la piel, no respires”, ordenaba a mi cerebro.<br />

50


Pero por muy cerrados que estuvieran mis poros, no podían evitar que Tebas me cogiera<br />

del cuello y de los hombros, no interpretando las indudables muecas de asco de mi cara.<br />

Sus uñas largas y llenas de aristas, se movían temerarias cerca de mi piel portando<br />

tétanos, SIDA y otro tipo de infecciones. Sus dientes se mantenían en su boca por puro<br />

azar, con equilibrios imposibles. Tenía los brazos como dos flautas, delgados, llenos de<br />

agujeros e imberbes. Parecía no haber nutrientes en su cuerpo para un capricho como el<br />

vello corporal, y presentaban infinidad de muescas, como si hubiera estado robando un<br />

panal de abejas sin protección. Un panal de abejas yonkis, debo añadir.<br />

En aquel calabozo, Tebas y yo estuvimos hablando de pozos, de acantilados y de otras<br />

cosas muy profundas, y entendió a la perfección el sin-vivir de mi situación con Paula,<br />

ya que él sentía lo mismo por su amada droga. También un guardia que merodeaba los<br />

pasillos del calabozo, escuchando nuestra conversación, sintió empatía por mí.<br />

“Callaros de una puta vez”, dijo.<br />

Cuando un par de meses después vi de nuevo a Tebas, se había tomado la molestia de<br />

trazar un plan maestro para recuperar a Paula. Cuperar, más que recuperar. La idea<br />

parecía haber sido planeada en los delirios de una sobredosis, justo en el momento antes<br />

de morir. Pero no había muerto. Si Dios le había dado otra oportunidad con su venerada<br />

droga, ¿por qué no me la iba a dar a mí también con Paula, mi heroína? Sin embargo, el<br />

sentido común, del que aún recibía visitas, me rogaba que no participara en los<br />

malsanos juegos de aquel toxicómano.<br />

El plan era simple pero parecía eficaz; el clásico héroe-villano. Tebas fingiría robar a<br />

Paula y yo aparecería, como de la nada, para salvarla. Todas las malas impresiones que<br />

se había llevado de mí a lo largo de los años, desaparecerían igual que desaparecen las<br />

malas impresiones tras un eficaz engaño héroe-villano.<br />

Yo ya sabía dónde trabajaba Paula, así que sólo era cuestión de esperarla, seguirla e<br />

impresionarla con una galantería y un saber estar que ríete tú de los condes y duques<br />

que tantas veces me habían expulsado de su propiedad.<br />

Así que aquel mismo día la esperamos y la seguimos a una distancia prudente.<br />

Mientras caminaba junto a Tebas, tenía esa sensación que se tiene antes de un corto<br />

proceso judicial seguido de una larga pena en prisión, aderezada con horribles<br />

violaciones anales. Sin embargo, a veces sigues adelante, desoyendo al consejo de<br />

sabios de tu cabeza que se reúne una vez al mes, y no dejándote intimidar por el destino.<br />

El sucio destino.<br />

“Atrévete”, le decía mi temeraria valentía al destino, como si sólo ella pagara las<br />

consecuencias. El destino, impasible mientras tanto, se rascó los huevos.<br />

Caminábamos a unos metros prudenciales de Paula. Yo estaba nervioso, como si<br />

estuviera cometiendo una fechoría de verdad. Mi actuación era importante. De ella<br />

dependía que la mujer de mi vida me amara o me odiase.<br />

Cuando Paula tomó una calle poco transitada, Tebas se acercó a ella, tiró de su bolso y<br />

comenzó a correr. Todo me pilló por sorpresa. Pensé que antes iba a haber un momento<br />

de presentaciones o algo así. Tardé en reaccionar y comencé a correr detrás de él y, al<br />

pasar cerca de Paula, intenté decir algo en plan, “No te preocupes nena, yo le atrapo”.<br />

Pero todo fue muy rápido. Olvidé los ensayos mentales que tantas veces había repetido<br />

durante la última hora, y descubrí que correr es incompatible con hablar, respirar o<br />

vivir. Al pasar junto a Paula, apenas solté unos balbuceos incomprensibles.<br />

51


No recordaba lo complicado que era correr. Pensé que los narcóticos de Nines servirían<br />

como estímulo para mis músculos y puede que sirvieran, sin embargo, en mis piernas no<br />

había músculos que estimular. Sólo había órganos lacios y vagos. Además, ese<br />

drogadicto desgraciado parecía tener un diseño ergonómico perfecto para la carrera. Sus<br />

descortinadas extremidades trabajaban al unísono. Cada metro que yo avanzaba, él<br />

avanzaba dos. Podría ganar muchas medallas en las próximas olimpiadas yonkis.<br />

Eso es lo último que recuerdo. Mis pulmones se quedaron sin gas y mi vista empezó a<br />

nublarse. Paré, me tumbé en mitad de una calle, y quedé inconsciente durante varias<br />

horas.<br />

No fue el momento más heroico del mundo, pero al menos explica el tema de la cartera<br />

de Paula. Lo importante es que entienda el lector que no soy un villano. Como mucho,<br />

un héroe venido a menos.<br />

Volviendo al ajusticiamiento en aquel supermercado, ajusticiamiento localizado en la<br />

zona de lencería femenina, recuerdo un momento de aprendizaje basado en la memoria.<br />

Lo llamaría más adelante “Aprendizaje Memorial”. Se basa en aprender de tus<br />

recuerdos y no de cosas imaginarias.<br />

La cuestión es que mientras Paula golpeaba mis costillas con una violencia de género<br />

descomunal, mi mente viajó al pasado, escapando de aquellos didácticos y certeros<br />

golpes. Y rebuscando en mi memoria, recuerdos olvidados de aquel hombre<br />

mostachudo que conocí en el tren, en mi primer viaje a la ciudad, recobraron vida.<br />

Recuerdo que mientras el hombre hablaba y me hacía entender cosas cuya complejidad<br />

no está al alcance del iletrado lector, transparente líquido comenzó a salir de su nariz.<br />

Conozco la sensación. Hace cosquillas en los pelos de la nariz y, sólo mirándole,<br />

empecé a sentir una necesidad imperiosa de limpiarme la nariz con un pañuelo. Sin<br />

embargo, aquél hombre no le dio importancia y seguía hablando, como si no notara<br />

nada. Lentamente el moco líquido salió de la nariz y comenzó a bajar muy lentamente.<br />

Por entonces yo hacía rato que había dejado de prestar atención a sus palabras y me<br />

preguntaba “Es extraño, ¿no llevará un pañuelo?”.<br />

Pasaba el tiempo y el hombre no se secaba el bigote impregnado de moco. Y de repente<br />

me di cuenta. “Este hombre es un genio”. Mientras hablaba de la felicidad basada en la<br />

ausencia de preocupaciones, me di cuenta de que intentaba mostrarme un ejemplo<br />

práctico. Estaba predicando con el ejemplo. Me estaba mostrando como ser feliz.<br />

Ignorando todo. Todo le daba igual. ¿Tiene que salir moco líquido de mi nariz? Pues<br />

que salga. Ignorar las señales de tu cuerpo y dedicarse sólo a aquello que es importante.<br />

Sin embargo, tras dos minutos de admiración, ocurrió algo. Durante una pausa en su<br />

interminable e indescifrable sermón, su lengua brotó de entre sus carnosos labios<br />

retorciéndose hacia arriba, afilada como la punta de una flecha.<br />

“No será capaz”, me dije.<br />

Y, con la punta de la lengua contactó con el líquido elemento. No sé en qué parte de la<br />

lengua se detecta el sabor salado, pero seguro que en ese momento sintió sensaciones<br />

saladas.<br />

Y en ese momento me di cuenta de otra cosa. No era un genio. No es que ignorara<br />

sensaciones para centrarse en aquello que quería. No es que le diera igual todo. Es que<br />

era un guarro.<br />

52


Sin embargo el hombre, tras unos segundos, continuó hablando como si nada hubiera<br />

ocurrido. Y unos minutos después, cuando entró el revisor y se le quedó mirando<br />

durante segundos, el hombre del bigote, como oso adicto a la miel y sin apartar la vista<br />

de la del revisor, asomó su afilada lengua de nuevo, haciendo contacto con el húmedo<br />

bigote.<br />

El antihéroe se había convertido en héroe de nuevo. Vale, puede que fuera un guarro,<br />

pero es que además le daba todo igual.<br />

Y reviviendo esos momentos, decidí que nada del mundo exterior te afecta si tú no<br />

quieres. Decidí que me daban igual aquellas patadas de Paula, las costillas rotas, la<br />

desnudez o la sangre que brotaba de mi cabeza. Todo tenía la importancia que yo<br />

quisiera darle. Luego me dijo el doctor que no, que los daños habían sido muy<br />

importantes.<br />

“Irreparables”, añadió. Y esbozó una sonrisa.<br />

Tuve suerte de que el juez tardara en levantar mi cadáver. Si no, habría recuperado la<br />

consciencia en el tanatorio.<br />

En cualquier caso, había adoptado una nueva filosofía de vida. No me he documentado<br />

mucho, pero diría que una filosofía casi budista, donde la mente controla las<br />

sensaciones y no al revés. Y, igual que podía dominar las sensaciones físicas, podía<br />

dominar los sentimientos. En aquel momento empecé a entender que si Paula no sentía<br />

amor por mí… ¿Qué importaba? ¿Por qué basar mi vida en el amor por aquella chica?<br />

¿Por qué vivir atormentado por una chica que a penas conocía? Algo estaba cambiando<br />

dentro de mí y no me refiero a las hemorragias internas. Sus patadas ya no me hacían<br />

mariposas en el estómago.<br />

53


14<br />

Hay momentos en la vida en los que necesitas que haya un punto de inflexión. Hay<br />

momentos en los que tu vida se estanca y sabes que necesitas un cambio, pero, ¿cómo<br />

encontrarlo? Cualquier cambio puede ayudar algo, pero el revulsivo de verdad, ese que<br />

te haga comenzar de nuevo, no va a llegar si no viene de dentro, de las entrañas, y no se<br />

trata de un cambio de apéndice, ni si quiera de un cambio de riñones. Supongo que sólo<br />

un cambio de cerebro podría ser ese cambio interior del que estoy hablando, pero los<br />

cambios de cerebro sólo se habían realizado con monos y hasta diez años más tarde, no<br />

me pudieron practicar aquella operación para injertarme el cerebro de un primate. Con<br />

tan buenos resultados, por cierto.<br />

El caso es que los cambios no llegan por casualidad. No llegan si no los buscas. No van<br />

a llegar fortuitamente. Hay que luchar por ellos.<br />

El cambio me llegó fortuitamente, curiosamente.<br />

Últimamente las noches habían pasado en blanco y los días en negro, intentando<br />

recordar algo de la noche y despertando en casa sin saber cómo había llegado. Alcohol a<br />

bajo precio y amistades rápidas, con las que repetía la misma conversación una y otra<br />

vez. Algunos días despertaba en lo que era ya mi segundo hogar, el calabozo, lleno de<br />

moratones tanto en mi cuerpo como en mi alma. Agujeros negros cerebrales absorbían<br />

neuronas que aún hoy en día siguen desparecidas.<br />

Sin embargo un día, para variar y para gran sorpresa mía, desperté en otro lugar. Una<br />

habitación de decoración muy cursi que ya conocía. Miré al otro lado de la cama y,<br />

exacto, allí estaba Irene, acostada junto a mí, durmiendo silenciosa como uno de esos<br />

gatos que duermen en mitad de la carretera sin reparar en los peligros y, desafiando aún<br />

más a la muerte, con las tripas fuera. Sin vacilar frente al peligroso Sol veraniego<br />

golpeando durante todo el día. Si el Sol es dañino en la piel, más aún lo es en tus<br />

entrañas. Además, ¿para qué querrá un gato tener unos intestinos morenos?<br />

Irene no tenía las tripas fuera. Era perfecta.<br />

No sé qué había pasado, ni cómo había llegado allí, pero esta vez iba a hacer las cosas<br />

bien con Irene y con su familia. Iba a ser más cortés y más educado que la hostia. Iba a<br />

redimirme y a no desaprovechar esa segunda oportunidad.<br />

Así que me levanté, fui al baño, me desnudé y me miré detenidamente en el espejo. Es<br />

cierto, tremendas bolsas colgaban de mis ojos como dos sacos escrotales. En mis ojos<br />

no había sitio para las pupilas entre tanta vena. Mis dientes lucían esplendorosos detrás<br />

de aquella gruesa capa de sarro. Comenzaba a haber arrugas por mi cara como si, tras<br />

perder la piel en un accidente de tráfico, me la hubieran reconstruido con piel genital,<br />

símbolo de una sana madurez, y el hígado sólo me dolía cuando me movía, hablaba o<br />

pensaba en él. “¡Me estoy poniendo maduro como una vulgar fruta!”, pensé.<br />

Estaba claro, me había convertido en un hombre maduro y muy apuesto. Mi cuerpo<br />

estaba moldeándose de manera mágica, como una estatua de Leonardo da Vinci siendo<br />

esculpida por uno de los peores escultores de la época. “Buen trabajo”, pensé para mis<br />

adentros. “Esta es tu mejor obra”, dije mirando al techo y, al relajar mi mente para que<br />

la cabeza no se recalentaba más tras esos complejos pensamientos -no sé como son los<br />

derrames cerebrales, pero líquido gris y viscoso salía de mi oreja-, el aparato digestivo<br />

54


hacía sus complicadas funciones de fumigación de todos aquello gases perniciosos que<br />

se habían introducido en mi cuerpo mientras dormía.<br />

Sentí un gigantesco dejavu. Aquella misma casa. Aquel mismo baño. Alguien dentro de<br />

mí dijo, “Este olor es un grito de socorro. Huye”. Sin embrago, ver el paso del tiempo a<br />

través de aquel espejo, despertó en mí una reflexión profunda acerca del cambio, acerca<br />

de Irene, de formar una familia y de cambiar de vida.<br />

Así que me di una ducha y lavé incluso partes de las que dicen que el agua no debe<br />

tocar. Me puse de nuevo mi ropa que olía repugnante. La ropa coge olor asqueroso en<br />

los bares si la gente fuma tabaco, pero aún mucho peor sería si fumaran heces fecales.<br />

La cuestión es que era mi ocasión de arreglar las cosas con esa familia. Bajé a la cocina<br />

y preparé el desayuno más delicioso y cargado de amor que jamás se ha preparado.<br />

Tostadas, café, zumo, huevos cocidos, entrañas y fruta pelada, troceada en cómicas<br />

figuras, que crearían el ambiente simpático y perfecto para olvidar viejas rencillas y<br />

empezar de cero.<br />

Me sentía excitado haciendo ese desayuno. Creo que mi alma se masturbó. Quién sabe,<br />

puede que fuera mi cuerpo.<br />

Las neuronas más curiosas se asomaban a los ojos a ver qué estaba haciendo. “Sigue<br />

borracho”, decían algunas.<br />

Sin previo aviso apareció el padre de Irene, quien no pareció sorprendido al verme, y<br />

cuando le invité a sentarse dijo, “Yo ya desayuné a la hora de desayunar”.<br />

No obstante se sentó junto a la mesa, y abrió el periódico que traía. Fue extraña su<br />

indiferencia hacia mí.<br />

“¿Algo para picar? ¿Un huevo duro, quizás?”.<br />

El hombre estaba mirando fijamente su periódico por la página de los pasatiempos y,<br />

mientras resolvía mentalmente un crucigrama, contestó sin levantar la vista:<br />

“Soy alérgico al huevo”.<br />

“Entonces nunca chupes una polla”, le dije sonriendo y pegándole suavemente con el<br />

codo. Una nota de humor que aquel recio hombre no pareció comprender.<br />

“Hay que estar muy concentrado para darse cuenta”, dijo, “pero estoy ocupado”.<br />

El ambiente se estaba poniendo frío. Tenía que cambiar de conversación. Ganarme su<br />

confianza. Me senté a su lado y, con voz de anuncio de colonia, le dije, “A propósito,<br />

creo que tu hija y yo vamos a empezar de nuevo una relación”.<br />

Él tosió, como atragantado por su saliva.<br />

“¿Lo sabe ella?”, preguntó.<br />

Me quedé un poco cortado y sin saber qué decir. Pero no hizo falta. El padre de Irene<br />

hizo los honores:<br />

“Escucha hijo, no creo que eso sea un propósito, es más bien un despropósito. Por otra<br />

parte, ¿recuerdas la última vez que hiciste un crucigrama?”.<br />

¿La última vez que hice un crucigrama? La búsqueda de recuerdos comenzó.<br />

¿Cuándo hice mi último crucigrama? Creo que lo recuerdo. Creo que fue un domingo de<br />

aburrimiento, hacía dos o tres años ya. De aquellos domingos en que dejaba pasar las<br />

55


horas viendo llover desde mi ventana. Ver caer las gotas de lluvia es entretenido si te<br />

imaginas que son dagas y que caen sobre Nines.<br />

Así de ocioso pasaba las tardes del domingo, muchas de ellas acompañado de un amigo<br />

al que llamábamos “el Mocho”. Puede que el Mocho no pasara muchos domingos en mi<br />

casa, sin embargo yo tengo la sensación de que fueron todos. Supongo que ese recuerdo<br />

está basado en un par de días. Eso es lo que hace el cerebro para no guardar tanta<br />

información. Generaliza. Memoriza una vez y luego multiplica.<br />

El Mocho no era mal tipo, pero su compañía se hacía pesada. Era una de esas personas<br />

que tienen buen corazón, pero son inaguantables. Igual que le pasaba a Hittler, que era<br />

muy pesado y por eso le costaba hacer amigos. Amigos judíos, sobretodo.<br />

Costaba echar de casa al Mocho. No cogía las indirectas. Podías decirle que tenías<br />

sueño, o que tenías que hacer algo importante, o que se fuera a tomar por culo, y el<br />

Mocho no se daba por aludido.<br />

La verdad es que era tonto. Era muy pesado y muy tonto, y me duele ser tan duro con<br />

gente tan buena, pesada y tonta. Normalmente cuando te cae una portería en la cabeza te<br />

vuelves más tonto, pero a este chico en concreto, cuando era pequeño le cayó una<br />

portería mal anclada en la cabeza y se volvió algo más listo. “El deporte es salud”,<br />

pensé cuando me enteré del rumor.<br />

El Mocho era una de esas bromas pesadas que gasta Dios, como los enanos. Era un<br />

error de la naturaleza. Un tumor con extremidades, cuya extirpación llamaron<br />

erróneamente nacimiento. Sus padres le pusieron un nombre humano, por no haber una<br />

lista homologada de nombres de tumores.<br />

Tenía un nombre compuesto, pero no recuerdo cuál exactamente. Puede que fuera José<br />

Luis o Luis José o alguna mierda así.<br />

Supongo que los padres pensaron en esa mamarrachada de, “Le ponemos muchos<br />

nombres y así que elija cuando sea mayor”. Como prueba de que el chico no salió muy<br />

listo, eligió “Mocho”.<br />

Hay una teoría sociológica que dice que las personas con nombres compuestos sufren<br />

numerosas crisis de identidad. Se vuelven locos y mezquinos. Bien, la teoría es mía y<br />

aún no he podido probarla, pero sólo gente con nombre compuesto la ha negado.<br />

La cuestión es que estando allí, en frente del padre de Irene, recordando a este chico,<br />

tuve una de esas experiencias extrasensoriales que te acercan a lo metafísico y te hacen<br />

comprender la vida de otra manera. Otra pedagógica sesión de Aprendizaje Memorial.<br />

Una de esas visiones que te permiten aprender y vivir una vida mucho más rica y llena<br />

de color. No es mi caso.<br />

Este chico, Luis Javier o José Javier o Mocho o como se llame, tocaba la flauta en un<br />

grupo con gente de su trabajo y, dichoso mundo éste que me ha tocado vivir, tuve que<br />

asistir a uno de sus conciertos. Otro amigo ya me había advertido de que el Mocho tenía<br />

la capacidad musical de un sordo. Pero no de un sordo con suerte, como Beethoven,<br />

quien juntaba notas al azar, sin saber cómo iban a sonar, y por casualidades matemáticas<br />

sonaba bien.<br />

Beethoven componía como quien juega a la lotería, aquí pongo este símbolo, aquí este<br />

otro. Aquí pongo un Do, aquí un Mi, aquí un La ¿Cómo cojones sonará esto? Y un tonto<br />

con batuta dijo, “Este tío es un genio”. Y así nació la farsa más infame del mundo: el<br />

arte moderno. Es lo equivalente a un libro escrito por monos pulsando las teclas de una<br />

56


máquina de escribir al azar. Vaya, teniendo en cuenta mi operación, ese es justo mi<br />

caso.<br />

Recuerdo que en otra vida, siendo un muchacho pecoso y de cara rosada, apuntaba las<br />

notas que Beethoven me iba dictando, ya que Beethoven no sólo era sordo, además era<br />

vago. “Ahora un Mi, ahora un Re, Ahora un Fa”.<br />

“Fa no existe”, le dije, “Esa nota te la has inventado”.<br />

“¿Qué? No te oigo”, Beethoven solía contestar eso casi siempre.<br />

“Que Fa no existe”, repetí.<br />

“¿Qué?”.<br />

Yo pensé, “Bueno, es igual, la meteré aquí entre estas dos notas”. Y es así como nació<br />

el sonido de Fa. Como pupilo de un compositor sordo, me tuve que inventar muchas<br />

más notas como Jo, Fu o Sar, pero ninguna tenía la sonoridad de Fa y con los años<br />

quedaron en desuso.<br />

Estos recuerdos de otra vida los tengo un poco difuminados y puede que sean<br />

inventados.<br />

Bueno, pues el Mocho no disfrutaba de esa suerte compositiva. No disfrutaba de ningún<br />

tipo de suerte, para ser justos.<br />

El caso es que estando allí en su concierto y habiendo preparado mi mente para lo peor,<br />

recuerdo llevarme una grata sorpresa. La cosa no era tan horrible como esperaba. No me<br />

disgustaba por completo. El papel del Mocho en el grupo era pequeño, casi insonoro, y<br />

el resto del grupo sonaba bien. Era uno de esos grupos formados por gente muy distinta<br />

y con gustos muy dispares, que se juntan entre sí por no tener más amigos que toquen<br />

instrumentos. Todos tenían pinta de alcohólicos potenciales, con demasiado poco dinero<br />

para ser alcohólicos de verdad.<br />

En un momento dado, cuando llegó el momento mágico, el éxtasis, mi colega el Mocho<br />

se marcó un solo de flauta. Supuse que venía el momento de apartarme del escenario,<br />

alejarme a las últimas filas, para que no notara la cara de desagrado en mi rostro. Sin<br />

embargo, en el momento en que empezó a tocar, sentí como si mi cuerpo empezara a<br />

flotar, sentí que mis pies se alejaban del suelo, y sentí una punzada en el corazón similar<br />

al de un enamoramiento.<br />

Sentía algo celestial, como si estuviera camino del paraíso. Libertad, felicidad, estaba<br />

flotando, literalmente volando. “¡No me lo puedo creer, puedo volar!”, ¿acaso había<br />

encontrado este tipo la música celestial? Y, frenético, miré al suelo para comprobar si<br />

esa sensación mágica era real.<br />

Y al mirar abajo, allí estaba mi cuerpo acurrucado en el suelo, tirado de costado, con las<br />

manos tapando mis oídos y una cara de espanto que me hacía difícil reconocerme. Sin<br />

embargo no había duda, era yo. Es extraño verse a sí mismo, pero así es cómo ocurrió.<br />

Vi la tensión en mis músculos, la cara de horror de alguien que muere en la más<br />

profunda de las agonías y la gente a mi alrededor, acercándose preocupada y pidiendo<br />

una ambulancia. ¿Qué aberración era aquella?<br />

Ese fue mi momento más cercano a la muerte. Una vez más, la vida, educándote como<br />

sólo ella sabe, me había recordado que la muerte no estaba tan lejos. Acechaba. En<br />

realidad estuve literalmente muerto durante un tiempo. Mi corazón dejó de bombear<br />

57


sangre durante varios minutos. Suficientes, según el médico, para causar daños<br />

irreparables en mi cerebro.<br />

“Siempre está usted con lo mismo, doctor”, le dije, “Usted cure y calle”.<br />

La muerte se había presentado por primera vez e su manera auditiva. Ya la había<br />

experimentado en su forma olfativa antes, e incluso táctil, si tengo en cuenta aquella vez<br />

que Carmela se tumbó encima de mi, y sus afilados y ásperos pezones rajaron mi pecho<br />

dejándolo en carne viva. Perdí un litro de sangre. Capítulo de mi vida que he intentado<br />

omitir en este relato.<br />

Por resumir diré que a veces, por intentar que el Mocho se fuera de mi casa, me ponía a<br />

hacer un crucigrama. Era una manera de decirle que se fuera, porque la otra actividad<br />

igual de solitaria, la masturbación, estaba fuera de lugar.<br />

La cuestión es que habían pasado los años, pero sí me acordaba del último día que había<br />

hecho un crucigrama.<br />

“Sí”, contesté con cierto orgullo e incertidumbre al padre de Irene.<br />

“¿Te molesté?”, preguntó el hombre.<br />

Este hombre era un cretino sin alma. Me quedé en blanco, repitiendo y analizando la<br />

conversación que estábamos teniendo. ¿Me había perdido algo? Sin embargo, poco<br />

después, se giró hacia mí y, mirando fijamente a mis ojos, añadió:<br />

“¿Sabes hijo?, tengo una escopeta de caza. Deberías irte antes de que aparezca mi<br />

mujer”.<br />

No sé cómo Irene había logrado que terminara así la mañana, pero desde luego era la<br />

broma definitiva. Irene había ganado. Minutos después, la madre de Irene estaba<br />

sufriendo un infarto o un ataque de pánico, lo que fue una suerte, puesto que hizo que<br />

empeorara bastante su puntería con la escopeta de su marido.<br />

Y mientras me alejaba de esa casa corriendo y oyendo todo tipo de amenazas y secretos<br />

sobre mi madre que no había sabido hasta ese momento, me giré y miré a Irene para<br />

decirle “Hasta siempre” con los ojos, y vi que en un anillo en su dedo anular llevaba un<br />

pequeño ruiseñor azul, recuerdo de aquel fatídico día en que nos separamos y es que, el<br />

ser humano a veces es así. Preferimos no olvidar los malos momentos. Los guardamos<br />

ahí en los sesos aunque eso nos haga sentir melancólicos, porque sentirnos tristes nos<br />

hace sentirnos únicos y seguramente ella, igual que añora sus dientes frontales, añora<br />

los buenos tiempos que pasamos juntos, y siente presión en el pecho y pierde el apetito<br />

al pensar en mí, igual que yo lo pierdo al pensar en ella o al pensar en Carmela, aunque<br />

en mi caso, intento no pensar en Carmela a la hora de comer. Así de complicado es el<br />

cerebro humano. ¿De qué nos ha servido evolucionar? Darwin nos la estaba jugando.<br />

Allá donde estuviera escondido haciendo pruebas con humanos, torturándoles hasta<br />

límites jamás alcanzados, Darwin elaboraba una segunda teoría mucho más siniestra y<br />

caótica que la anterior. Te maldigo, Darwin.<br />

58


15<br />

Durante una vida hay muchos sueños que no se cumplen. Todos, en concreto. Las<br />

ilusiones se van y todo aquello con lo que soñabas años atrás, quedó tan lejos como lo<br />

estaba al principio. Supongo que los sueños no se cumplen, sólo se persiguen. Te vas<br />

haciendo viejo y ves que el camino por el que tenías que haber ido años atrás, está ahora<br />

lleno de zarzas, alambres de espino y alimañas. Así pues, tienes que arrastrarte como un<br />

reptil gusano y cuando te ve el vecino en su jardín, a menudo se vuelve histérico y llama<br />

a la policía.<br />

Yo no he tenido sueños toda mi vida. Casi no tengo recuerdos de mis primeros años y<br />

las pesadillas eran suficiente entretenimiento durante mi adolescencia. Nunca he tenido<br />

demasiado interés por nada. Quizás el mundo no haya sido demasiado motivador para<br />

mí. O quizás haya sido demasiado complicado.<br />

Me encontraba ya cercano a los treinta años y no tenía nada, ni sueños, ni metas, ni<br />

presente, ni futuro por el que luchar.<br />

Así me encontraba yo, perdido en un mar de dudas, de vacío sentimental, con una<br />

depresión casi perenne y con la necesidad de algo más. Un algo que la vida no me daba.<br />

Sé que la vida no tiene por qué tener sentido. Quizás estando loco se le pueda encontrar<br />

alguno. Quizás la madre de Irene y sus sicarios encontraron una meta en su vida,<br />

obsesionados conmigo y llenos de sentimientos vengativos. Convertir cualquier<br />

capricho en obsesión. Quizás esa sea la manera de encontrar un sentido a todo esto.<br />

Hay gente que intenta llenar ese vacío buscándose a sí misma en algún lugar pobre y<br />

lejano, como la India, como si todos tuviéramos un doble indio esperando a ser<br />

encontrado. Tiene que ser una decepción terrible ir allí y, en lugar de encontrarte a ti<br />

mismo, encontrar al “tú mismo” del Mocho. Bueno, ya de por sí tiene que ser una<br />

decepción terrible ir allí buscando algo. O si vas allí y te encuentras a ti mismo, puedes<br />

descubrir que eres tú el “yo mismo” de un tipo zafio y horrendo.<br />

“Eres el cacho de personalidad que me faltaba”, te dice.<br />

“Genial ¿y tú qué haces?”, le preguntas.<br />

“Pues nada, cazo gatos con este palo y luego me como sus vísceras”.<br />

Recordar aquella funesta experiencia en la que fui sinfónicamente asesinado, había<br />

devuelto mi vida a uno de esos ciclos de reflexión y aprendizaje personal. Tanta<br />

reflexión, según mi profesor de ciencias sociales del instituto, sólo había traído<br />

problemas a la humanidad, “Fíjense en Sócrates, en Aristóteles, en Platón”, decía,<br />

“todos muertos”.<br />

Aquel día había estado muerto varios minutos y no vi al arcángel San Gabriel, ni a<br />

ninguno de sus secuaces. No hubo nada celestial, nada religioso, sólo mi alma huyendo<br />

de aquella música atroz. Quizás todas las mentiras que había aprendido de joven no<br />

fueran verdad. Quizás después de la muerte no hubiera nada.<br />

Igual que cuando el médico examina tu cuerpo en busca de marcas tras una violación,<br />

mi mente buscaba marcas por mi cerebro. ¿Qué consecuencias me dejó aquella<br />

experiencia? ¿Qué ha quedado de aquella melodía? Algo había muerto dentro de mí y<br />

59


cada vez que intentaba reproducir algún fragmento de esa debacle musical en mi<br />

cerebro, terribles depresiones se adueñaban de mi cuerpo.<br />

La muerte me acechaba. La había experimentado. Y aún no había hecho nada de<br />

provecho con mi vida. Sólo había seguido el camino que me habían preparado. A lo<br />

largo de este teatrillo que es la vida, sólo había seguido mi papel. En el reparto de<br />

personajes, debo decir, no estuve muy agraciado. Tenían razón aquellos panfletos<br />

libertarios de la época: sólo éramos marionetas.<br />

Éramos títeres. Peleles controlados por nuestro cerebro. Nuestro malvado y controlador<br />

cerebro. Eso tenía que terminar. Libertad. ¡Libertad! Me tumbé y pensé, “Al habla el<br />

cerebro. Sois libres. El tiempo de opresión ha terminado”. Sin embargo allí se quedaron<br />

mis miembros y órganos. Salvo algún movimiento espasmódico y alguna erección<br />

involuntaria, allí permanecieron los órganos esperando órdenes. No hay duda, somos<br />

esclavos por naturaleza.<br />

Aquella sucesión de recuerdos también me trajo memorias de aquel amigo de nombre<br />

compuesto, simplificado en el magnífico alias del Mocho. ¿Qué habría sido de él? Sólo<br />

Dios lo sabía.<br />

“Ni idea”, me dijo un desconocido al preguntarle. No sé por qué le pregunté a él. Me<br />

pareció Dios. Sin duda, no lo era.<br />

“Te crees mucho”, le dije al desconocido, “pero no eres nadie”.<br />

“¿Por qué no me dejas en paz?”, contestó.<br />

Lo último que supe del Mocho es que alguien le dio con una azada en la cabeza. Resultó<br />

placentero hacerlo. Me imagino. Pero esto ocurrió mucho después.<br />

Tras aquella tropelía musical, yo no volví a asistir a una de esas sesiones de muerte<br />

inducida por flauta. Me encargaba de conseguir el listado de las canciones de sus<br />

conciertos, y siempre abandonaba el local antes de sus solos. Aún así, sentía que era<br />

cómplice de aquella barbarie artística, por no denunciar y por abandonar el local<br />

dejando allí a todos aquellos insensatos. Recuerdo que mientras esperaba en la puerta,<br />

notaba el momento de histeria. Escuchaba alaridos y gritos de horror entre alguna nota<br />

de flauta y en pocos segundos, todo el público salía clamando al cielo y jurando no<br />

volver a escuchar música en su vida. Un día un hombre se abalanzó sobre mí,<br />

echándome las manos al cuello y diciendo, “¡Tú lo sabías! ¡Tú lo sabías y no has hecho<br />

nada!”.<br />

Mi colega era buena persona y por eso no era fácil herir sus sentimientos, pero sí muy<br />

divertido. ¿Cómo hacer que dejara de tocar la flauta? Hay técnicas mentales muy<br />

sofisticadas que hacen que tu subconsciente quiera evitar una actividad. Sin embargo,<br />

meterme la flauta en el culo no había funcionado. Supongo que nunca leí lo suficiente<br />

de Paulov, el anónimo torturador de perros, sin embargo entendí los conceptos básicos y<br />

me dio una buena idea: Una soleada y matinal mañana de Sol, me acerqué a la mochila<br />

del Mocho, mochila que olía peor que sabía, cogí la flauta y la partí en dos, tal y como<br />

había hecho Paulov con el espinazo de un perro. Gracias Paulov, por tu pragmatismo y<br />

odio en general a los animales.<br />

De mi colega Mocho podría contar historias como para llenar un libro. Dejamos de ser<br />

amigos tras unas semanas viviendo juntos. Le acogí cuando le echaron de la casa de su<br />

madre.<br />

60


Según el Mocho, estaba felizmente tocando la flauta, melodías armonizadas y dulces,<br />

cuando escuchó gritos de multitud en la calle. Al asomarse a la terraza, vio que portaban<br />

antorchas, tridentes, una soga, y clamaban por su cuello. Lo que viene siendo un juicio<br />

justo en cualquier pueblo.<br />

“Seguro que tenían envidia de cómo tocas”, le dije al Mocho, para consolarle, dándole<br />

una palmada en la espalda, pero a continuación, para dejar las cosas claras y que no<br />

hubiera confusiones en el futuro, le agarré fuerte por el pescuezo, hice que su cara<br />

apuntara a la mía y, muy serio, mirándole a los ojos, le dije, “A mí o me gusta cómo<br />

tocas. No toques cerca de mí. Nunca”.<br />

Cuando me preguntó si podía vivir conmigo unas pocas semanas, no entré en cólera, ni<br />

hice uso de la violencia más extrema. Ya había convivido con Nines y había<br />

sobrevivido. Era una prueba más. Una prueba de Dios o de algún otro malnacido<br />

celestial. El mundo me estaba haciendo fuerte. Infeliz, pero fuerte. Me iba moldeando<br />

como una espada de hierro, a golpes.<br />

También acepté porque la soledad prolongada me estaba volviendo introvertido y raro.<br />

Supuse que aquella experiencia me vendría bien.<br />

La convivencia con el Mocho no fue mal en primera instancia. Sin embargo, el Mocho<br />

tenía incontinencia verbal, y estar dos horas seguidas con él se me hacía cuesta arriba.<br />

No se callaba para comer, ni para ducharse, ni para leer, ni para callarse.<br />

Recuerdo que un día llevaba comiendo el mismo plato de sopa durante diez minutos.<br />

Pensé, “Qué raro. Llevo comiendo diez minutos y el nivel de sopa no parece disminuir.<br />

Además, no recuerdo que esta sopa llevara trozos de pollo mal masticados”. La<br />

respuesta estaba en frente de mí. Mientras el Mocho soltaba su insulso monólogo,<br />

pequeñas partículas y no tan pequeñas, salían de su boca. Las menos pesadas salían con<br />

fuerza, impactando sobre mi cara y resbalando por ella, dejando un rastro de saliva<br />

similar al que dejaría un caracol. Finalmente caían sobre tus manos o sobre tu ropa. La<br />

experiencia, por si se lo pregunta el lector, es desagradable. Otros pedazos más grandes<br />

y pesados de comida masticada no salían con la fuerza necesaria para alcanzar mi cara,<br />

cayendo dentro de mi plato.<br />

Un día tapé el plato con mis manos y el Mocho, viendo que se le salía la comida de la<br />

boca, se echó a reír. El Mocho necesitaba educación, ¿dónde habría dejado mi bate de<br />

críquet?<br />

Además hablaba a un volumen muy por encima de lo normal y con un timbre agudo y<br />

desagradable. He leído, o quizás sea una de esas cosas que te cuentan y las asumes<br />

como ciertas, que la voz aguda irrita a los hombres, y que es por eso que las relaciones<br />

de pareja duran más cuando ella es muda.<br />

También hizo más difícil la convivencia con el Mocho su higiene en el baño. En pocos<br />

días ya estaba el lavabo atascado, en otros pocos ya estaba la bañera atascada con pelos<br />

y con una sustancia gelatinosa. Aún me recuerdo implorando a Dios que eso no fuera<br />

semen.<br />

El fin de mi convivencia con el Mocho llegó tan sólo dos semanas después.<br />

Un día me encontraba distraído, mirando a la nada y esperando, como por arte de magia,<br />

que repentinamente algo de diversión entrara en mi cuerpo. Así ocurrió. La puerta de mi<br />

casa que tantas veces se había abierto y cerrado a lo largo de los años se encontraba, por<br />

algún casual, cerrada. De entre las miles de posiciones que puede tener una puerta, esta<br />

se encontraba caprichosamente cerrada desde que la cerré yo minutos antes. De esa<br />

61


manera un posible asesino en serie tendría que ingeniárselas para asaltarme y cometer<br />

todo tipo de tropelías sobre mi cuerpo. Un perro callejero o un vagabundo no podrían<br />

pasar al salón y mearse en el sofá sin llamar antes. Además se evitan corrientes de aire<br />

muy molestas en caso de construir un castillo de naipes, cosa que no he hecho, ni quiero<br />

hacer en mi vida.<br />

En aquel apartamento yo tenía vecinos muy raros. Eran apáticos e introvertidos puertas<br />

afuera, pero muy ruidosos en el interior. Recuerdo que durante una época hablaban<br />

entre ellos haciendo sonidos, moviendo muebles y puertas o golpeando las paredes,<br />

intentando que yo no descifrara su código. Los vecinos se comunicaban entre ellos.<br />

Golpeaban cosas buscando sonidos parecidos a sílabas e intentaban, por medio de<br />

onomatopeyas, comunicaciones secretas. Confiando en que yo no entendía su código se<br />

llegaron a comunicar incluso planes para asesinarme, lo que se puede llamar ahora<br />

“Operación Fracaso”. Supongo que usando el teléfono, su perverso juego tenía menos<br />

gracia.<br />

La puerta sonó repetidas veces como si alguien quisiera algo. Siempre me pongo de mal<br />

humor cuado suena la puerta. El timbre se podría considerar como una prolongación de<br />

un bulto en mi pene. Un bulto con sarpullidos sanguinolentos muy dolorosos que no me<br />

gusta que nadie toque, y mucho menos un desconocido.<br />

¿Quién sería? En la cocina no me quedaban cuchillos limpios, así que tuve que abrir la<br />

puerta desarmado.<br />

Un hombre extraño, de profundas ojeras, mustio, gris, despeinado, lo más parecido a un<br />

muerto viviente al que me referiré a partir de ahora como “vecino de abajo”, esperaba al<br />

otro lado. Siempre pensé que su mujer debía tener el síndrome de Diógenes al no echar<br />

a este hombre de casa. Yo nunca fui mal vecino. Quiero decir que si alguien me venía a<br />

pedir un poco de sal, se la daba, tuviera o no tuviera. Y, no teniendo ascensor, cuando<br />

veía a la pobre y reumática abuelita del quinto, subir las pesadas bolsas de la compra a<br />

su piso, le daba los buenos días. Bastante tenía la pobre anciana como para aguantar a<br />

un vecino maleducado.<br />

El caso es que abrí la puerta y el vecino de abajo metió la cabeza en mi propiedad, lo<br />

cual fue avasallador, incluso aunque no fuera mi propiedad y tuviera varias<br />

mensualidades de retraso. Miró a los lados, como buscando algo. Supongo que al mirar<br />

a su derecha debió haber visto la cocina, donde unas cuantos muñecos con sus mejores<br />

atuendos esperaban la hora de comer sentados en la mesa, porque en seguida notó que<br />

invadía mi intimidad.<br />

“Me gustaría enseñarte una cosa”, me dijo.<br />

Su voz misteriosa escondía secretos. Oscuros conocimientos que seguramente le<br />

privaban del sueño. ¿Qué macabro asunto se traería entre manos? Esa cara perturbadora,<br />

esa mirada homicida.<br />

Salí de mi casa sin pensar y le seguí por aquellos pasillos que se mostraban, de repente,<br />

tan extraños y desconocidos. Millones de pensamientos recorrieron mi mente. ¿Qué<br />

secreto gubernamental me sería revelado?<br />

Desde que dejé de tomar los narcóticos de Nines, había estado menos lúcido para<br />

detectar y comprender aquellas conversaciones secretas del vecindario. Habían podido<br />

tramar algo aprovechando mi letargo. Sin embargo, fuera lo que fuera, el vecino de<br />

abajo parecía de mi bando. Quería compartir su secreto. Cientos de preguntas me<br />

62


asaltaban, ¿Qué hora era? ¿Había apagado la olla al salir de casa? De repente, esa pasó a<br />

ser mi mayor obsesión.<br />

“Voy a apagar la olla”, dije al vecino de abajo. “Odio cuando la legumbre sabe a<br />

mierda”, añadí.<br />

No obstante, el hombre no atendía. Estaba sumamente concentrado en aquella misión.<br />

Fuimos por los pasillos más remotos. Escaleras abajo. Estrechas y penumbrosas<br />

cavidades. Escaleras arriba. Hasta llegar al portal. “Que extraño camino para llegar al<br />

portal”, pensé. Estaba claro que evitábamos persecutores.<br />

Allí en el portal abrió una puerta pequeña, ubicada en la pared opuesta a la entrada del<br />

edificio. Una de esas puertas que están siempre cerradas y asumes que no se abren. Era<br />

una puerta metálica y chirriante. Al abrirla, la luz me cegaba. Algún pedazo del Sol o de<br />

alguna otra estrella debía esconderse allí. No podía ver nada. Al fin, secretos galácticos<br />

me serían revelados.<br />

Al quitarme las manos de los ojos y acostumbrarme a aquella luz, lo cual me llevó más<br />

de un minuto, vi que era el patio interior del edificio, donde los vecinos usualmente<br />

tendían la ropa y donde a esas horas, la luz solar entraba vertical. Qué extraño, nunca<br />

había estado en ese patio. No me lo imaginaba así al mirarlo desde arriba.<br />

“¿Notas algo raro?”, Me dijo.<br />

Miré hacia arriba. Varias cuerdas que cruzaban el patio de lado a lado, contenían<br />

prendas tendidas de ropa. Lo más extraño es que no parecían recién lavadas, si no muy<br />

sucias.<br />

“Arriba no”, me dijo el vecino de abajo, “Ahí”, señalando al suelo.<br />

Lo más extraño que había en el suelo, supongo que era la ropa que había tirada y un<br />

perro que la devoraba. También era extraño ver tanta basura y desperdicios. No sé cómo<br />

debería ser un patio interior, pero seguro que no era así como lo imaginó el arquitecto.<br />

“Tu amigo guarda aquí a su perro. Lleva aquí más de una semana”.<br />

Sus labores de investigación eran correctas. Era el perro del Mocho, no había dudas. Un<br />

perro de media estatura, marrón claro y de cara simpática, que portaba como vestimenta<br />

una coraza de pulgas.<br />

“¿Y sabes cómo lo alimenta?”, preguntó el vecino.<br />

“¿Con comida de perro?”, a veces mi cerebro se muestra rápido y eficaz.<br />

La mirada del vecino de abajo me hacía pesar que no era la respuesta correcta.<br />

“Arroja la comida desde vuestra ventana”, dijo.<br />

Me vinieron recuerdos. Los últimos días el Mocho me había sorprendido arrojando<br />

comida al patio interior. Mientras yo tapaba mi comida con ambas manos y protegía mi<br />

propia integridad, para no ser dañado por aquellos perdigones que salían de la boca del<br />

Mocho, me percaté de que él arrojaba parte de su comida por la ventana. Supuse que ya<br />

estaba saciado y no quería más. Tiraba trozos de pan, embutidos, galletas… y, por qué<br />

negarlo, me pareció divertido y una forma eficaz de deshacerse de los desperdicios. Así<br />

que yo también arrojé de todo. Lentejas, restos de latas en conserva, sobras del<br />

estofado… ¿Cómo saber que los vecinos tendían la ropa en el patio de tender la ropa?<br />

“Esto me destroza el corazón, Señor Vecino de Abajo. Tendré que hablar muy<br />

seriamente con el Mocho”, le dije.<br />

63


Y me di media vuelta. Muy adulto. Muy responsable. Muy digno. Y me dirigía hacia las<br />

escaleras cuando el vecino me dijo, “Te dejas al perro”.<br />

La mañana se estaba complicando, pero aún lo haría un poco más al subir a mi piso y<br />

descubrir que al salir no había cogido las llaves.<br />

La puerta no parecía abrirse con fuertes patadas y parecía también inmune a mis insultos<br />

de rabia y gritos de impotencia. Debo aclarar aquí que los gritos, en este caso, no se<br />

debían a una impotencia física. Tampoco pude comprobar que no fuera así, ni era el<br />

momento de comprobarlo. Eran más bien gritos debidos a una impotencia mental. Algo<br />

de la psiquis humana bastante complicado.<br />

Pronto toda la planta empezó a oler a lentejas quemadas, contestando así a mi pregunta<br />

de si había dejado la olla encendida o no.<br />

Esta consecución de despropósitos desencadenó la marcha precipitada del Mocho de mi<br />

casa.<br />

De toda esta situación aprendí que convivir es difícil y que los animales hay que<br />

quererlos y respetarlos. Note el señor juez, que voy aprendiendo lecciones con cada<br />

evento de mi vida.<br />

64


16<br />

La vida es como caminar. Hay que mirar cerca porque si no, puedes tropezar o pisar las<br />

cacas de perro, pero también hay que mirar lejos, porque si no, no sabes a dónde vas.<br />

Eso es más o menos lo que me pasó a mí. Me preocupé demasiado por no pisar esas<br />

metafóricas cacas de perro. Siempre viví mi vida a corto plazo, sin saber qué iba a ser<br />

de mi fututo y sin plantearme alternativas. Nunca miré a lo lejos. No supe mi dirección.<br />

Si al menos hubiera tenido un perro lazarillo de la vida, podría haber tenido relaciones<br />

sexuales con él, metafóricamente hablando.<br />

Cuado de repente me vi bordeando los treinta años, empecé a pesar erróneamente que<br />

era el comienzo del final. Me equivocaba. El final ya había comenzado.<br />

No sé cuándo dejé de pensar en mi futuro. En algún momento de mi vida había perdido<br />

el norte. Nunca había sabido qué dirección llevaba mi vida, pero antes, al menos,<br />

acosaba a aquella chica, Paula, en un intento fallido de no hacer el camino sólo.<br />

Siempre pensé que no viviría tanto como para sufrir la crisis de los treinta. Sin embargo,<br />

no puse todas las medidas necesarias para evitarlo. Cuando ves que el camino no es<br />

infinito, empiezas a ver la vida de una manera distinta. El mundo empieza a tener prisa.<br />

La gente empieza a impacientarse y empieza a cambiar su vida por miedo a quedarse<br />

atrás.<br />

El tiempo pasaba, mi cuerpo iba languideciendo, las ayudas por desempleo finalizaron y<br />

pronto tuve que replantearme mi vida. Por las noches, en bares o discotecas, me sentía<br />

mayor, y empezaba a tener esa sensación de “Yo no debería estar aquí”. Supongo que el<br />

cambio llegaba a la fuerza. El ser humano es muy miedoso para hacer cambios<br />

voluntariamente. Con “ser humano” me refiero, puede que injustamente, a mí.<br />

En cualquier caso, tuve suerte de poder cruzar el umbral acompañado. Me había sentido<br />

sólo durante un tiempo pero, cuando más lo necesitaba, apareció Estefanía.<br />

Por aquella época, empecé a trabajar en un restaurante de comida basura. La palabra<br />

comida es algo pretenciosa. Sin embargo, era un lugar en el que se comía por poco<br />

dinero. Todo era asqueroso pero económico. Era una estafa barata. La comida tenía tan<br />

mala pinta que, en una ocasión, un cliente, mirando al resto de las mesas de la terraza,<br />

dijo “Quiero lo que come ese señor”. Cuando vi a quién señalaba, le tuve que contestar<br />

muy educadamente:<br />

“Señor, lo que come ese mendigo no ha sido servido en este restaurante.”<br />

Estefanía ya trabajaba allí cuando me contrataron. Me instruyó en las complicadas artes<br />

de la fritura y me reveló algunos trucos para evitar aquellas medidas de higiene tan<br />

neuróticas.<br />

Era una chica jovial. Tan sólo un par de años menor que yo. Comento la edad porque,<br />

según el juez, es muy importante.<br />

Estefanía y yo éramos muy afines y pronto empezamos a vernos fuera del trabajo.<br />

También fuera de nuestras ropas. Sin darnos cuenta empezamos a hacer cosas de pareja,<br />

como ir al cine, cenar o caminar cogidos de la mano, una de las causas de contagio de<br />

enfermedades más comunes. Estábamos así de locos.<br />

65


Estefanía era una chica. Era alta, de nariz redonda y pequeña, rubia y de raza humana.<br />

Era un poco pálida, como una bola de yeso y delgada como un palo de carne. Tenía los<br />

mofletes rosados, incluso sin abofetearla. Una capa de piel cubría su cuerpo, lo que<br />

ocultaba las horribles vísceras. Una peladura cárnica que embellecía a la vez que<br />

protegía. Cara estrecha y ovalada. Tenía un cuerpo bastante sexy y por la condición de<br />

ser chica, era suave. Cuando me acariciaba lo hacía con la delicadeza de un algodón de<br />

azúcar humanoide. Años atrás, cuando Carmela me acariciaba, me quitaba las células<br />

muertas y otras las mataba.<br />

Con Estefanía todo era más fácil que estando sólo. El sexo oral, doblar las sábanas,<br />

montar en tándem o jugar al ajedrez. Aunque lo cierto es que nunca llegamos a jugar al<br />

ajedrez y, ahora que hago memoria, no he montado en tándem en mi vida. Tampoco en<br />

bicicleta. Es una cuenta que tengo pendiente y un verdadero reto si alguna vez me quedo<br />

sin piernas.<br />

Un día llevé a Estefanía al cine, ya que no vivíamos allí. De hecho fuimos a ver una<br />

película. Por aquel entonces era muy común que las parejas fueran al cine, porque así<br />

evitabas hablar con tu chica y evitabas, por tanto, parecer tonto. Hay que apuntar aquí,<br />

que las mujeres robot aún no existían. Tan sólo había una versión preliminar, de<br />

plástico. Yendo al cine con frecuencia la relación duraba mucho más, ya que hablar es<br />

uno de los errores de pareja más comunes y que más acortan la relación.<br />

La película aquella noche era abominable. De esas para mentes infantiles donde el amor<br />

se fusiona, con espanto, con escenas de escaso valor cómico. De esas donde suenan<br />

flautas y violines al compás de los movimientos de la película. Sólo faltaba un perro<br />

parlante. De haberlo sabido, podíamos haber ido a los cines con tara, en los que emitían<br />

películas con problemas técnicos, pero a bajo coste. Era una de esas películas que te<br />

ponen de mal humor y generan odio contra el ser humano. Sobre todo contra el<br />

guionista, contra el director y contra el dueño de los cines que permitía ese sacrificio<br />

intelectual en su sala. La película te tele transportaba allí donde los sueños de un<br />

sociópata se hacen realidad. Sientes como tu dignidad humana es analmente violada.<br />

A Estefanía debió calarle hondo el mensaje romántico de la película, porque cuando<br />

salimos estaba especialmente cariñosa, y agarraba mi mano sin darle importancia al<br />

sudor, ni a los restos que podía contener mi mano. Es una cosa que pienso cuando doy<br />

la mano a alguien. Un pensamiento que me atormenta. ¿Se habrá lavado las manos<br />

desde la última vez que se masturbó?<br />

La noche era preciosa. La brisa corría, la cara de Estefanía lucia rojo pasión y nadie se<br />

creería de qué color eran los árboles. Exacto, marrones. Uno de mis colores favoritos<br />

para un árbol. Los árboles tienen una cosa muy especial que me hace sentir confortable:<br />

La madera.<br />

Esa noche nos besamos e hicimos el amor tierna y cariñosamente detrás de unos<br />

contenedores, y con eso y unas palabras dulces, nos convertimos en novios.<br />

El trabajo en el restaurante se volvió mágico después de aquel día. Siempre había algún<br />

encuentro para un guiño cómplice, para unos mimos con el pene en el baño, o para unas<br />

palabras picantes al oído que me hacían servir las mesas con una mal disimulada<br />

erección y con dos manchas de lactosa en mi camiseta.<br />

Mi vida mejoró. La relación con Estefanía iba viento en popa, como un robusto navío a<br />

la deriva. Era la pareja perfecta que siempre había necesitado. Podía acariciar y explorar<br />

su cuerpo sin que mi buzón se llenara de citaciones judiciales. Conocía sus curvas a la<br />

perfección. Sabía cómo era cada milímetro de su cuerpo, cada molécula, cada átomo. El<br />

66


principio de incertidumbre de Heisenberg dice que no podemos saber la posición exacta<br />

de un átomo y su movimiento atómico. Se equivocaba. Heisenberg no contaba con la<br />

observación a través de la lengua.<br />

Me había mudado a un piso mucho más luminoso y limpio en otra zona de la ciudad,<br />

tenía un trabajo estable y una novia que me quería y me apoyaba. La vida no me podía<br />

ir mejor.<br />

Sin embargo, pronto perdí aquel trabajo.<br />

En ese restaurante se hacían cosas que no admitiría cualquier inspector de sanidad<br />

corrupto. Creo que era el único sitio que preparaba platos con vello púbico como<br />

ingrediente principal.<br />

Si venía alguien quejándose porque había un pelo entre sus patatas, nos tocaba dar la<br />

cara a los camareros, “¡Sólo uno! Perdone a nuestro chef, debe tener los huevos ya en<br />

carne viva. Ahora mismo le cambio el plato”, y gritaba hacia la cocina, “Han debido<br />

caer patatas en el plato de vello púbico. Prepara otro con extra de cabellos”.<br />

Recuerdo una vez sirviendo el segundo plato, vi a los clientes mirarlo como con asco y,<br />

para que no se preocupara, le di a uno de ellos una palmada en la espalda y le dije, “No<br />

os preocupéis, lo peor ya os lo habéis comido”. Ni que decir tiene que esa acción me<br />

costó el trabajo, así que supongo que lo que hice estuvo mal, pero odio ver a la gente<br />

sufrir.<br />

Si yo fuera a atracar a alguien con una pistola y veo que la víctima lo está pasando mal,<br />

está nerviosa porque no sabe si le vas a pegar un tiro o no, lo que yo haría es pegarle un<br />

tiro de primeras y luego le diría, “Tranquilo, lo peor ya ha pasado. No voy a volver a<br />

dispararte.”<br />

Tengo un corazón gigante. Me pierde la bondad. Siempre he tenido empatía con los<br />

hijos de puta.<br />

Durante esos años no fue el único sitio del que fui despedido. Puede que fuera<br />

demasiado honrado para conservar mis empleos. Ni siquiera fui capaz de conservarlo en<br />

aquel buffet de sicarios. Y eso que el trabajo era tranquilo. Me gustaba el papeleo y la<br />

burocracia en aquella oficina coordinadora de sicarios. En el club de la estafa también<br />

trabajé a gusto unos meses, aunque por no sé qué problema, nunca llegaron a pagarme.<br />

De la fábrica de mascotas prefiero no hablar. Sólo aguanté allí dos semanas. No tenía ni<br />

idea de que las mascotas se fabricaran así. El trabajo era cruento y sanguinolento.<br />

Además, había que madrugar mucho.<br />

Trabajé en los horribles sitios que ni los inmigrantes quieren. Hice cosas tan denigrantes<br />

y horribles como madrugar y otras que, cuando años después las confesé a un cura, en<br />

un vano intento de limpiar mi alma, el cura se abalanzó sobre mí, y comenzó a<br />

golpearme con una de esas cruces de madera, mientras gritaba palabras en latín o algún<br />

otro idioma inventado.<br />

Quizás no me haya realizado profesionalmente aún. Como decía Estefanía por aquel<br />

entonces, “Era un gilipollas en busca de un sueño”. Pero no importaba. El dinero no lo<br />

era todo. Aún tenía algo de valor. Algo de menos valor que el dinero y que<br />

burlonamente podríamos llamar “dinero de segunda clase”. Me estoy refiriendo al amor.<br />

Estefanía era la media naranja que le faltaba a mi zumo. La segunda opinión que<br />

necesita todo estadista. Era un cojón de estrellas en un cielo estrellado. Me daba<br />

67


hondonadas de cariño en un mundo frío y apático. Era la loba capitolina y yo cualquiera<br />

de esos bebés pervertidos. Era la pieza que faltaba en mi puzzle de dos piezas.<br />

A su lado era feliz. Sin embargo, la felicidad parecía acelerar la velocidad del paso del<br />

tiempo. Cuando te das cuenta de lo rápido que pasa la vida, te das cuenta de todo el<br />

tiempo que has perdido haciendo estupideces.<br />

Cuando naces, deberían darte un cronómetro que cuente los segundos de vida que te<br />

quedan. La gente dejaría de perder el tiempo viendo estúpidos programas de televisión.<br />

Los crucigramas desaparecerían. De la meditación prefiero ni hablar. De esta manera<br />

enfermiza comencé a ver la vida. El paso del tiempo como una carrera contrarreloj que<br />

no conducía a ninguna parte. Esa enfermedad que sufre el primer mundo y nos hace<br />

querer aprovechar el tiempo al máximo, sin disfrutar de él.<br />

A los treinta empecé a pensar en lo que piensa todo el mundo. En dar la vuelta al<br />

mundo, en tocar el piano, en comprarme una moto… pero ¿por qué hacer con treinta<br />

años cosas que habrían sido mucho más fáciles de joven? Es como, ¿por qué dejarse<br />

coleta cuando ya estás medio calvo? o ¿por qué si no has leído un libro en su vida, te<br />

quedas ciego, y te dedicas a aprender Braille? o ¿por qué si no has hecho deporte en<br />

toda tu vida, tienes un accidente que te deja sin piernas y te dedicas a jugar al<br />

baloncesto? Eso es querer luchar contra la justicia universal. Una aberración sacrílega.<br />

Y una falta de respeto para el bondadoso ser que prepara, con tanta devoción, nuestros<br />

espinosos caminos.<br />

Es un poco el quiero lo que no puedo. El ser humano es así. Esa falsa sensación de “aún<br />

puedo hacer de todo”. No sé, no me gusta ser hiriente, pero veo moverse mis dedos de<br />

los pies como diciendo “Hasta luego”, y pienso “¿Puedes hacer tú esto?”<br />

Por aquella época a mis amigos les iban llegando las crisis de los treinta de maneras<br />

muy dispares, y mi amistad con ellos iba terminando en función del nacimiento de sus<br />

hijos. Realmente terminaba antes, con el embarazo de sus novias. Podría haber<br />

mantenido la amistad durante sus últimos nueve meses de libertad, pero era deprimente<br />

y se me hacía raro. Su compañía olía a despedida. No quería conservar la amistad<br />

sabiendo que tenía fecha de caducidad. Es como cuando tienes un amigo con cáncer.<br />

Pude recuperar una amistad tras el parto de su mujer, puesto que fue un embarazo<br />

psicológico, sin embargo, mi amigo y su novia decidieron tenerlo igualmente. Recuerdo<br />

cruzarme con ellos mientras paseaban a su hijo psicológico, que consistía, para el resto<br />

de la gente, en pasear un carrito vacío.<br />

Estefanía y yo nunca llegamos a hablar de dar siguientes pasos. Ese fue el éxito de<br />

nuestra relación. Evitar hablar de ciertos asuntos. La manera de cimentar una relación<br />

que nunca se acaba. Auque lo cierto es que luego cortamos.<br />

68


17<br />

Es curioso cómo cuando piensas en el pasado, no sabes muy bien qué recordar. Piensas,<br />

“Lo recuerdo todo, pero ¿qué quiero recordar? No se me ocurre nada”. La realidad es<br />

que al final siempre te acuerdas de las mismas cosas. Ya no sabes si las recuerdas, o<br />

sólo te acuerdas de la última vez que las recordaste. Intento pensar en Estefanía y en<br />

todo el tiempo que pasamos juntos. Intento recordarlo todo, lo bueno y lo malo, y me<br />

acuerdo siempre de las mismas cuatro o cinco situaciones. Siempre las mismas.<br />

Supongo que todas aquellas situaciones en las que no he pensado en los últimos años,<br />

han quedado en el olvido.<br />

Creo que mi cerebro no se concentra lo suficiente para guardar muchos recuerdos. No se<br />

esfuerza. No lo da todo por la causa. Lo he tratado con mimo y devoción durante años,<br />

evitando golpes y llevando un casco de obra incluso a misa, pero es un cerebro<br />

caprichoso y selectivo. Sólo mantiene en mi memoria los buenos momentos. Pensando<br />

en Estefanía, me acuerdo más de sus virtudes que de sus defectos. Supongo que con<br />

todas las personas que han pasado por mi vida, es más o menos igual. Aunque para que<br />

ocurra esto, evidentemente, la persona en cuestión tiene que tener alguna virtud.<br />

Viéndolo tras los años, me parece que Estefanía era perfecta, en sus dulces formas y en<br />

su salado sabor. Pero a veces es inevitable que los caminos se separen, igual que se<br />

separan los dientes de un joven que necesita aparato y su familia se lo ha negado por<br />

comprar un televisor nuevo.<br />

Mi relación con Estefanía se vino abajo y no tuvo nada que ver con una relación extra<br />

conyugal que tuve yo. Un desliz amoroso. Ella nunca lo supo pero, aunque no influyera<br />

en nuestra posterior ruptura, yo lo recuerdo con muchísima vergüenza y culpa.<br />

Era una mañana invernal. Seca pero fría. Mi paladar estaba seco porque había estado<br />

comiendo polvorones, desoyendo explícitamente los consejos de mi doctor, y mis<br />

manos estaban cuarteadas y llenas de padrastros, porque había estado revolviendo el<br />

cajón de los padrastros. No recuerdo qué estaba buscando, porque en ese cajón sólo<br />

había padrastros. A Estefanía le parecía repugnante que los guardara en un cajón.<br />

Me encontraba en una consulta en el hospital. Recuerdo que hacía frío y, medio<br />

desnudo, la piel de gallina cubría mi cuerpo. Mi mirada perdida apuntando a una de las<br />

paredes blancas con algún póster, de esos que hay en las consultas, con gente mostrando<br />

orgullosa sus enfermedades sin cura. Intentaba divagar y alejar mi mente de mi cuerpo.<br />

“Recuerda aquella enseñanza del hombre con bigote”, pensaba. “Todo tiene la<br />

importancia que tú quieras darle. Puedes alejarte de sus sentidos. No siento nada. Soy<br />

un ente sin cuerpo”.<br />

Pero no lo conseguí. Sentí uno de esos fríos que llegan hasta el alma. Me sentía sucio.<br />

Muerto por dentro. ¿Es este mi cuerpo? ¿Es así como se siente? Cuando el médico<br />

terminó su examen, me giré hacia atrás y pregunté.<br />

“¿Qué tal está mi próstata?”<br />

Y al girarme, vi que el seductor doctor había utilizado para su diagnóstico una parte del<br />

cuerpo que normalmente no se usa para diagnósticos. Una parte del cuerpo que por lo<br />

visto tiene mucha sensibilidad, lo cual podría justificar su uso para palpamientos.<br />

“Muy, pero que muy suave”, contestó.<br />

69


Y así, ese hombre abrochó su bata, me guiñó un ojo invitándome a irme, se despidió de<br />

mí con un frío apretón de manos, y cerró la puerta de su consulta, dejando tras de sí un<br />

corazón roto y un hombre herido, a pesar del saludable estado de mi próstata.<br />

Cuando llegué a casa y Estefanía me preguntó qué tal me había ido, corrí hacia mi<br />

cuarto y me encerré allí. Preferí guardarme el secreto y vivir con mis miserias.<br />

Estefanía no lo habría comprendido. Y nunca me lo habría perdonado. Ella era muy<br />

estricta en el control de entrada y salida de objetos por la retaguardia. Me lo había<br />

dejado claro durante nuestra relación.<br />

Con todo lo que sabía ya de la vida no iba a caer en la treta de ser sincero con ella, por<br />

hacerme el valiente, y arriesgar nuestra relación. Como decía aquel abogado que tuve,<br />

“A veces no hace falta que mientas. Sólo imagina que la sala está llena de niños y les<br />

estás contando un cuento”.<br />

El fin de mi relación con Estefanía comenzó con otro suceso para nada relacionado.<br />

He intentado no pensar en esto durante los últimos meses, por el dolor que me produce.<br />

Sin embargo, tras la ruptura sí pensé mucho en ello. Tuve un psicólogo que me hacía<br />

hablar mucho de aquella ruptura y de mi sufrimiento. Decía, “¡Sigue hablando, no pares<br />

ahora!”, mientras se movía arriba y abajo una sospechosa manta con la que tapaba su<br />

mitad inferior. Supongo que los psicólogos sienten cierta excitación con los problemas<br />

ajenos. Es una especie de sadismo sexual.<br />

Es duro recordar todo esto, pero necesario, por ser un hecho trascendente en mi vida.<br />

Un día me encontraba yo, como tantas otras veces, admirando el arte neo clásico con<br />

una de las revistas de tirada semanal. Las sensuales curvas arquitectónicas en aquellos<br />

sudorosos arcos, aquellas inmensas bóvedas rematadas con un afilado y lechoso pezón,<br />

las gigantescas y venosas columnas, hechas como de roca, encajando en aquellas<br />

aberturas, y los más que sugerentes grabados. Acompañaba a tan cultural afición, una<br />

serena cata de cerveza. Puede que todas las latas fueran de la misma marca, pero con la<br />

cata intentaba detectar pequeñas variaciones en su acidez y sabor. No detecté nada. Es<br />

una cata que repetía casi todas las tardes.<br />

Sin previo aviso, llegó una extraña llamada. La persona al otro lado del teléfono decía<br />

ser mi abogado.<br />

“Yo no tengo ningún abogado”, dije ofuscado y colgué bruscamente.<br />

El teléfono volvió a sonar, ahora más fuerte y con un timbre más agudo que antes. Esta<br />

vez cogió Estefanía, mientras yo miraba con enfado a la par que intriga.<br />

Estefanía escuchó durante cinco segundos, se giró hacia mí y dijo, “Es tu abogado”.<br />

Era verdad. Era mi abogado.<br />

No esperaba volver a tratar con él. No me había defendido correctamente en los muchos<br />

de los delitos que había cometido contra la salud pública, algunos de ellos ya<br />

preescritos. Los jueces no olvidan cuando están sus hijos entre las víctimas. No<br />

funcionó la defensa de mi abogado basada en “¿Qué hay más honrado que ganar dinero<br />

a toda costa?” o, como llamaba mi abogado al dinero, “felicidad en su forma más pura,<br />

felicidad sin cortar”.<br />

“Señor juez”, me recuerdo diciendo en el juicio, cuando tuve la ocasión de hablar.<br />

Poniendo voz solemne, apaciguadora, como si todo el sentido común del mundo, del<br />

universo, estuviera concentrado en mí. Como si abriera los ojos a los oyentes y ofreciera<br />

70


un poco de luz ante todo ese delirio. “No me tenga usted rencor por estar su hijo<br />

implicado. No tenga usted un apego a su hijo tan enfermizo. Está usted enfermo, Su<br />

Señorita”.<br />

“¿Su Señorita?”, gritaba el señor juez, “¡Su Señoría! ¡Su Señoría! ¡Te lo he dicho un<br />

millón de veces!”<br />

A este señor abogado le conocí porque años atrás representaba el hospital donde había<br />

trabajado. Aquel hospital de gente chunga. Hablando con él por teléfono, te dabas<br />

cuenta de lo desagradable que era su voz, como la voz de casi toda la gente de baja<br />

estatura. La voz humana equivalente a los ladridos de un caniche.<br />

Llamó para informarme del estado moribundo de una tal Josefa. Yo no conocía a<br />

ninguna Josefa. “Pues que se muera esa zorra”, pensé. A veces mis pensamientos son<br />

fríos y maléficos.<br />

Por lo visto, la muerte de esta tal Josefa era inminente. Sin embargo, el que se hacía<br />

llamar abogado, añadió, “Tú eres su única familia”.<br />

A veces no pongo mucha atención a las cosas que suceden fuera de mi cerebro y las<br />

palabras entran desordenadas y desfasadas en el tiempo. Entran con voz de ultratumba,<br />

como si tuviera dos conos hechos con periódico en las orejas, con el vértice del cono<br />

apuntando hacia afuera. Tardó varios segundos el encargado en mi hipotálamo en<br />

despertar de su plácida siesta y enviar, de puño y letra, un manuscrito con la nueva<br />

información.<br />

¿Familia?, ¿había dicho familia? Así que, ¿toda esa soledad a lo largo de mi vida había<br />

sido en vano?<br />

“Tu hermana”, añadió la vocecilla desagradable al otro lado del teléfono.<br />

En ese momento mi mente viajó en el tiempo a los inicios. Tuve un flashback tan real,<br />

que por un momento pensé que se trataba de una ruptura espacio-temporal. “Esto va a<br />

deshacer varias ecuaciones del señor Stephen Hawkings”, pensé. Y añadí mentalmente,<br />

“Que se joda”. Como comentaba antes, a veces mi cerebro se comporta travieso y<br />

mezquino.<br />

Mi mente me llevó a los inicios. De toda una inmensidad en el tiempo, casi eterna desde<br />

que el mundo es mundo, mi mente me llevó a mi juventud, a aquella época dorada en la<br />

que preocupaciones y responsabilidad eran palabras demasiado complicadas. El pasado<br />

aún no me atormentaba cada noche. Era el presente. Los miedos infundados, los<br />

fantasmas, aquel Dios vengativo, las patrañas, todo volvía a recorrer mi mente. Veo a<br />

mi padre dándome cuidados y protección de todas sus falacias y a mi madre,<br />

arropándome y protegiéndome de un frío inexistente.<br />

Los recuerdos parecían tan reales que parecía poder tocarlos con un palo. Yo no era aún<br />

el hombre sabio que presumo ser ahora, si no un niño pequeño y lleno de la sabiduría<br />

infantil que sólo un ignorante debe tener. Demasiada responsabilidad para un niño tan<br />

pequeño y tonto. Demasiados conocimientos para un niño gilipollas y zafio.<br />

Los niños de la televisión siempre dan consejos a sus mayores. Saben de sentimientos.<br />

Algunos fingen ser genios informáticos y otros llevan gafas, como si supieran cosas. Yo<br />

no sabía ni qué eran las gafas. Yo debí haber nacido mal. Debí nacer de lado o quizás al<br />

nacer no estuviera bien dilatado el útero de mi madre o, como supongo que lo llamaría<br />

ella, “mi coño”. El mundo era un complicado enigma lleno de acertijos y complicadas<br />

ecuaciones en una mesa muy alta. Inalcanzable para un niño.<br />

71


Allí me encontraba, en la época de mi infancia, viendo una típica escena familiar del<br />

pasado, sintiendo como si estuviera presente, observándome a mí mismo unos treinta<br />

años antes y a mi madre, quien me arropaba en la cama y me deseaba cosas antes de<br />

dormir.<br />

El flashback era tan real, era tan viva la sensación de estar ahí, que incluso me pareció<br />

que mi madre detectó mi presencia intrusa y, dirigiéndose a mí en el pasado, el pequeño<br />

niño que estaba arropado, le dijo, "No mires a tu futuro. Es horrible".<br />

No sé si el viaje cronoespacial era auténtico. Me habría gustado intervenir, hablar con<br />

mi madre, pero siempre he creído en eso de no alterar el pasado. “Cuando viajes al<br />

pasado, nunca toques nada.”, decía mi mente.<br />

Y allí, escuché a mi madre susurrar en el oído de aquel niño arropado, “Cuando viajes al<br />

pasado, nunca toques nada”.<br />

Entró más gente en esa habitación. Era una niña con aparato. Debía ser mi hermana.<br />

Debía ser esa tal Josefa. Tenía la cara rara, deformada. Miraba a mi cama curiosa, pero<br />

al intentar acercarse, mi madre la sacó de la habitación.<br />

¿Era esa mi hermana? Todo apuntaba a que sí. Una serie de nuevos recuerdos me hacían<br />

pensar que había tenido una hermana en mi niñez.<br />

Es curioso cómo se comporta la memoria, escurridiza y juguetona, mostrando sólo<br />

aquello que cree que necesitamos saber.<br />

En cualquier caso, ¿de dónde salían estos recuerdos que creía olvidados? Llevaba años<br />

buscándolos. Quizás en aquella época en la que malvadas moléculas de alcohol<br />

arrasaban los distintos feudos de mi cerebro, recuerdos valiosos como esos fueron<br />

sacados y escondidos en otro punto del cuerpo, quizás lejos del cerebro. En alguna parte<br />

del cuerpo donde jamás querría estar una molécula de alcohol. La parte con menos<br />

fiesta del cuerpo, la vesícula.<br />

Las noticias no podían ser peores. Mi hermana, mi única familia, estaba en el hospital<br />

moribunda.<br />

“Por cierto, tengo la sentencia de tu juicio. Tengo una noticia buena y una mala”, dijo el<br />

abogado, cuando ya me había olvidado de que seguía al otro lado de la línea. <strong>“La</strong> buena<br />

es que no me juzgaban a mí”, añadió con una carcajada.<br />

Así que, con la intención de conocer a mi hermana, monté en uno de esos pestilentes<br />

autobuses urbanos acompañado de Estefanía, y crucé la ciudad volviendo a mi viejo<br />

barrio, allí donde se encontraba el fatal hospital.<br />

Recuerdo mi sensación agridulce en aquel trayecto. Por una parte la ansiedad. La<br />

sensación de engaño y de pena por descubrir de una manera tan triste, algo tan<br />

importante para mí. Por otra parte, sabía que no había estado sólo todos aquellos años<br />

adolescentes. No había estado sólo cuando celebraba sólo mi cumpleaños. No había<br />

estado sólo cuando en una boda, cuya invitación decía “más acompañante”, me presenté<br />

sólo, siendo el hazme reír. No había estado sólo cuando me masturbaba, precisamente<br />

creyendo que estaba sólo.<br />

“¿En qué piensas?”, preguntó Estefanía.<br />

Las chicas tienen esa perturbadora costumbre de querer saberlo todo. Esa invasión<br />

continua de la intimidad.<br />

“Lo digo porque te estás empalmando”, añadió.<br />

72


Cuando llegamos al hospital pregunté en recepción y subí corriendo a la habitación<br />

donde se encontraba mi hermana. Estefanía me seguía detrás. Entramos en la<br />

habitación.<br />

“Dios, hemos llegado tarde”, le dije a Estefanía, “Por el olor debe llevar muerta<br />

semanas.<br />

Mi corazón se encogió ante esa noticia. Me di media vuelta y metí mi cabeza entre el<br />

cuello y el pecho de Estefanía, usándola como máscara de gas, intentando captar su<br />

perfume y desodorante para amortiguar aquel espanto olfativo.<br />

“No hagas el tonto”, dijo Estefanía, “No es para tanto”.<br />

Pero mentía. Era insoportable. Notaba la necrosis entrar por mis pulmones y distribuirse<br />

a través de mi sangre. Una necrosis que olía familiar. Olía a familia.<br />

Sin embargo, al acercarme a la cama, el destino me tenía preparado un vuelco al<br />

corazón aún mayor. Las sábanas parecían moverse. Creí que eran los gases post<br />

mortem. Me acerqué, retiré las sábanas y la siniestra Nines estaba allí, con sus<br />

diminutos ojos mirando malignos y disparando todo tipo de hechizos de brujería y mal<br />

de ojos hacia mi persona.<br />

Nines había matado a mi hermana y remplazado su inocente cuerpo por el suyo. Y lo<br />

peor es que la diminuta vieja seguía viva. Moviendo su agrietada boca y orando algún<br />

tipo de rezo satánico.<br />

La sensación fue tan horrible que salí de la habitación corriendo y Estefanía vino a<br />

consolarme, con cuidado de no mancharse con mi vómito.<br />

Allí en el pasillo del hospital, recuerdo quedarme sin aire, perder el contacto con la<br />

realidad. No lo podía entender. Hacía tiempo que Nines había desparecido de mi vida.<br />

La mitad de las noches ya no me despertaban aterradoras pesadillas con ella como<br />

protagonista. Y la otra mitad había decidido aceptarlo. Había decidido que no me<br />

importaba, que iba a ser feliz igualmente, incluso aquellas noches en que amanecía entre<br />

lloros y gritando en agónicos despertares.<br />

“¿Es esa tu hermana?, preguntó Estefanía.<br />

“¡No!”, grité.<br />

Aunque claro, no lo había pensado así. Podía tener sentido. Recuerdo golpear a Nines<br />

años atrás, cuando era un crío, y veo imágenes de mi tío diciendo, “No pegues a tu<br />

hermana”. Siempre pensé que lo de “hermana” lo decía como colegueo, como los<br />

negratas.<br />

¿Era ese ser inmundo familia mía? Aún no era tan fuerte espiritualmente como para<br />

aceptar eso. Había un cubo de la fregona junto a la pared del pasillo, pero no pude<br />

terminar con mi tormento, porque no tenía sed.<br />

La realidad es que Nines iba a morir. Parece que por fin la carrera de química le había<br />

dado resultados a la Muerte. Hacía años que había cambiado la guadaña por probetas y<br />

pizarras llenas de fórmulas. Con una bata blanca para no manchar sus infernales<br />

atuendos, y las típicas gafas de pasta que sólo una mente enferma puede usar, la muerte<br />

invertía los días diseñando enfermedades, hasta ahora sin éxito.<br />

Iba a morir mi única familia. Debía volver y despedirme de aquel inmundo ser. Había<br />

uniones metafísicas con ella. Uniones de sangre. No quería, pero tenía que hacerlo.<br />

Estefanía siempre me ayudaba a tomar esas decisiones contra mi voluntad. Las mujeres<br />

73


siempre tienen esa capacidad de hacerte reflexionar y actuar correctamente o no. Lo<br />

hizo Eva Brown con su novio, -un novio que tuvo antes de salir con Adolf. Con Adolf<br />

no lo consiguió-. También lo hizo la mujer de Gandhi. Le dijo:<br />

“Ghandi”, su mujer le llamaba por el apellido, porque no sabía su nombre, igual que me<br />

pasa a mí, “Deja esa escopeta en casa e intenta hacer las cosas más pacíficamente”.<br />

Esa capacidad de convicción femenina se concentra en los pechos. Algunos hombres<br />

gordos, también disfrutan de esta capacidad.<br />

La cuestión, según Estefanía, es que nunca me perdonaría no haber ido a despedir al<br />

único ser que me ataba con mi pasado, con mi infancia. Qué equivocada estaba.<br />

La palabra “familia”, el miedo y la curiosidad se apoderaron de mí. La historia de Caín<br />

y Abel me había enseñado que la familia siempre ha de estar unida hasta la muerte.<br />

Además Estefanía carecía de ese odio desmesurado a la vieja y poseía un inocente<br />

apego por los humanos, y con sus dulces palabras me convenció. Al fin y al cabo, era un<br />

“Adiós”. Si yo no perdonaba a esa miserable rata, ¿quién iba a hacerlo?<br />

Mojé mis dedos en el cubo de la fregona y me impregné los orificios de la nariz, pero la<br />

lejía no conseguía apagar completamente el hedor a vejez. Entré en la habitación y me<br />

acerqué a ella.<br />

Estaba cadavérica, como un siniestro muñeco tumbado en la cama, y de su boca salía un<br />

ligero susurro.<br />

“Ven hermano, abrázame”, me parecía oír.<br />

Acerqué mi oreja a su boca para entender lo que decía. En ese momento ella mordió mi<br />

oreja. Yo tiré de ella intentando despegarme. Pero con sus potentes encías y algún<br />

diente incipiente que parecía salir, como de un nuevo renacer, estaba anclada a mí. Lo<br />

peor no era el daño en la oreja, si no los sonidos horripilantes que hacía y que jamás<br />

seré capaz de olvidar. El miedo bloquea tu cuerpo, te hace irracional y hay ocasiones en<br />

las que tu cuerpo se paraliza. Ahora mismo no se me ocurre ninguna, pero sé que las<br />

hay.<br />

Tiré con fuerza y oí cómo los cartílagos de mi oreja crujían. “Puedo vivir sin una oreja”,<br />

pensé, y tiré con tesón, pero la infernal estatua maligna se agarraba como si necesitara<br />

carne humana.<br />

Es así como perdí el veinte por cien de mi oreja derecha. Puede parecer un porcentaje<br />

bajo, pero se nota y se echa de menos. Y mi cuerpo pesa más de un lado que del otro, lo<br />

que me está derivando en problemas de espalda.<br />

Veo a la gente mirar disimuladamente a esa ausencia cuando camino. Los más nerviosos<br />

tienen ese movimiento involuntario de tocarse la oreja cuando me ven, como<br />

comprobando que a ellos no se les ha desprendido parte de la suya. Es un trozo de carne<br />

que nunca recuperé. No apareció entre los objetos personales de Nines y el juez me<br />

prohíbe exhumar su cadáver, así que supongo que tendré que resignarme y aceptar la<br />

pérdida. Supongo que Nines se lo llevó al otro mundo, como prueba de una vida<br />

dedicada al mal.<br />

No quiero que se me trate como a un héroe por escapar de aquella situación. Aunque sí<br />

me gustaría que se me respetara como a un humano.<br />

No obstante, la violencia mostrada y la falta de apego familiar sorprendieron<br />

negativamente a Estefanía.<br />

74


Las semanas siguientes fueron silenciosas e incómodas y un día me dijo que su<br />

atracción hacia mí había disminuido. ¿Acaso es una oreja una pieza tan importante en el<br />

atractivo humano? Yo nunca he mirado a las orejas de las mujeres. Si Dios quisiera que<br />

miráramos a las orejas de la gente, les habría puesto un par de pezones.<br />

Las semanas pasaron en blanco, cada vez con menos contacto carnal y audiovisual. La<br />

relación se enfriaba igual que se calienta una estrella en una sartén.<br />

“Tengo una buena y una mala noticia”, me dijo un día, <strong>“La</strong> buena es que aún siento<br />

amor. La mala es que no es hacia ti”.<br />

Supongo que el detonante del fin de nuestra relación, fue que ella se fue de casa para<br />

irse con otro hombre. Ese parece claramente el detonante, aunque por entonces yo<br />

buscaba razones más allá. Razones que me hacían sentir culpable en su mayor parte.<br />

Cuando se fue de casa, una inmensa sensación de vacío invadió cada habitación. Yo<br />

siempre esperé que volviera a recoger las cosas que se había dejado, para tener una<br />

oportunidad de hablar con ella y recuperarla. Pero nunca volvió, así que estuve<br />

duchándome durante días sin ninguna necesidad.<br />

75


18<br />

Los siguientes meses pasaron veloces en aquella época, insultantemente insulsos para<br />

una persona con demencia senil, y tan solo ligeramente intrépidos para una persona con<br />

parálisis cerebral. Tan rápido como la vida de un galgo de carreras, que es atropellado<br />

por un camión a la tierna edad de tres meses, y tan tediosa como la vida de un galgo que<br />

odia las carreras y, tristemente, su amo le hace asistir a las carreras de motos en las que<br />

participa. Supongo que he nacido en una mala época. No es mi culpa, son unos años<br />

insulsos. Simplemente es una época aburrida. Es tarde para montar en dinosaurio y<br />

pronto para ir en nave espacial o en dinosaurios robot. En cuanto al sexo, hace siglos<br />

que terminaron las orgías griegas con dinosaurios y las novias robot se pinchaban<br />

fácilmente. Y no te limpiaban la casa. En aquella época, además, los perros y otras<br />

mascotas aún no estaban tan bien amaestrados como ahora.<br />

Mi vida se encontraba estancada, igual que el lavabo de un hombre barbudo, o súper<br />

estancada, igual que el bidé de una mujer muy vellosa. No tenía trabajo. No tenía novia,<br />

ni verdaderos amigos. El dinero se había terminado y el dueño de la casa se negaba a<br />

cobrar cuando pagaba con unos billetes de mi invención, de mucho más valor que los<br />

originales.<br />

Mi ciclo en la ciudad había terminado. No me quedaba nada que hacer allí. No tenía<br />

ninguna atadura que me retuviera. Había aprendido muchas cosas, creo que todo lo que<br />

la ciudad me podía enseñar. Pero, ¿qué me quedaba tras aquellos años? Nada. Sólo<br />

recuerdos amargos, soledad y un futuro incierto. Recuerdos tan amargos como una de<br />

esas almendras podridas cuyo sabor perdura durante minutos. Ojalá hubiera una<br />

máquina capaz de separar las almendras buenas de las podridas. Si la hubiera, se podría<br />

vender bolsas de almendras podridas a mitad de precio, que ya hay que ser gilipollas<br />

para comérselas gratis. Pero el mundo está lleno de incertidumbres, de ecuaciones sin<br />

resolver. A veces la mejor idea es la más criticada. Ya pasó con la inquisición.<br />

La gente del pueblo creía que irse a la ciudad era sinónimo de prosperar, pero la vida en<br />

la ciudad sólo era un puñado de ilusiones vacías. Ya no me aportaba nada. No tenía<br />

nada que ofrecerme.<br />

La gente de ciudad vive de una manera muy distinta a la vida que recordaba en el<br />

pueblo. No es sólo porque tengan una higiene mucho más salubre. Viven su vida<br />

deprisa, corriendo incluso en su tiempo libre. Asumen que tienen que estar ocupados<br />

todo el tiempo, que tienen que trabajar la mitad de su vida para poder tener de todo. El<br />

resto del tiempo son obligaciones. Incluso la diversión pasa a ser una obligación. Del<br />

trabajo se pasa a la diversión, de la diversión al trabajo, del trabajo a la mira<br />

contemplativa de del techo, tumbado en la cama. Hay prisa incluso para no hacer nada.<br />

No hay tiempo para el descanso, para tomar aire y retenerlo durante varios minutos. No<br />

hay tiempo ni si quiera para aclarar todas estas ideas en mi cabeza. Yo mismo sufría esa<br />

enfermedad. Esa prisa sin sentido.<br />

La gente vive asustada por el futuro. Vive asustada por una época en la que<br />

posiblemente ya estemos muertos. Intentan almacenar dinero en lugar de disfrutar del<br />

tiempo. No sabes qué hay al otro lado de la esquina. Podría llegar la muerte o un ataque<br />

extraterrestre con la consecuente colonización alien. Lo primero que harán los alien es<br />

76


falsificar la firma de toda esa gente y sacar el dinero que tengan en el banco. ¿Para qué<br />

habrá servido ganarlo entonces?<br />

Bueno, por las abducciones que tengo conocidas, sé que lo primero que harán los alien<br />

es introducirnos sondas anales. Sus trabajos de investigación sobre los humanos no han<br />

sido muy precisos e intentan comunicarse con nosotros a través de un orificio cuyo<br />

objetivo no es la comunicación. Se van a llevar un concepto muy desagradable de lo que<br />

es la raza humana. “Qué raros saben los humanos”, me imagino a un alien hablando al<br />

otro lado del tubo, erróneamente enchufado en el humano.<br />

Por otra parte, entiendo que una nave nodriza preparada para viajes interestelares,<br />

requiera unos niveles de limpieza más altos que una nave a pie de calle, así que las<br />

sondas son importantes<br />

La cuestión es que yo no he perdido el tiempo trabajando más de lo que he necesitado<br />

para vivir. De hecho, años de mendicidad demuestran que he trabajado algo de menos.<br />

Ya tendré tiempo de trabajar en las minas de carbón de los alien colonizadores.<br />

La vida no es una carrera. Es más bien como un paseo veloz o como una huida donde<br />

compites contra la muerte por una medalla. Da igual lo que corras. La muerte es un mal<br />

perdedor. Si ganas y te vas con la medalla a casa, al entrar en tu portal la muerte te<br />

asaltará y te pegará un tiro en el estómago. Así actúa: traicionera y rabiosa.<br />

Se supone que la vida dura un suspiro, por eso hay que disfrutarla y estar siempre<br />

contento, pero, ¿quién puede sonreír mientras duerme?, ¿quién puede sonreír cuando<br />

está en el dentista? o ¿quién puede sonreír mientras llora? No se puede estar contento<br />

todo el tiempo, por mucho que lo haya intentado con potentes fármacos. Y, si por unas<br />

horas lo consigues, luego recuerdas cosas tristes como cuando murió mi tía, o como<br />

aquel día en el que Estefanía me dejó por otro, cerrando la puerta tras de sí y dejándome<br />

al otro lado, desnudo y con fuerte apetito sexual.<br />

Creo que al final todo el mundo es igual de feliz. Es una especie de justicia universal<br />

global. Todo el mundo se acostumbra a su realidad y vive como puede, buscando lo<br />

positivo y lo negativo de su vida. Da igual si eres un millonario o un miserable<br />

trabajador. Bueno, en este caso no es así. No es una comparación justa, porque el que<br />

tiene más dinero, es evidentemente más feliz. Si embargo, el millonario también tendrá<br />

preocupaciones en la cabeza, porque es así como se comportan los cerebros. Tenemos<br />

una sección reservada para las preocupaciones y tenemos la necesidad de llenarla.<br />

Un millonario, por ejemplo, se puede preocupar por cómo derrochar su dinero, por<br />

cómo superar un día tan divertido como el de ayer, o por cómo ser más feliz cuando se<br />

ha llegado a la felicidad absoluta. Un trabajador, por su parte, tendrá un número de<br />

preocupaciones parecido, aunque éstas sean muy distintas. Se preocupará por cuál es la<br />

manera de suicidarse menos dolorosa, por cómo conseguir un arma y asesinar a todos<br />

los presentes, o por cómo arañar unas virutas de “eso” a lo que llaman felicidad.<br />

La cuestión es que en la ciudad no me quedaba nada y en el pueblo, al menos tenía la<br />

casa de mis tíos. Volver parecía lo más razonable.<br />

Recogí las pocas cosas que había de valor entre mis pertenencias, y me fui directo a la<br />

estación de tren, donde compré un billete para mi pueblo.<br />

El tren estaba casi vacío, igual que las anteriores veces que había montado en él, hacía<br />

años, cuando las ilusiones estaban hechas de adoquines de apariencia robusta pero mal<br />

cimentados, y el futuro aún lucía un supuesto bañado en oro, que resultó ser triste chapa<br />

con pintura dorada. El tren estaba tan vacío que podías sentarte donde quisieras, en un<br />

77


asiento, en el suelo, encima de una señora que me miraba con inquina, o incluso en la<br />

cabina del maquinista, donde serías expulsado minutos después. Ahí no podías.<br />

Uno se preguntaba si merecía la pena cubrir esa ruta estando el tren tan vacío. Mirabas a<br />

un lado y a otro y no veías a casi nadie. Al salir del baño y volver a mi sitio, por el<br />

contrario, sí había bastante gente. Mucha, además.<br />

Un chaval de unos dieciséis años se había sentado en mi vagón, en frente de mi sitio.<br />

Era un chico moreno, de pelo cortado por su madre y granos colocados al azar pero en<br />

distintos niveles de concentración, siendo la frente y ambos lados de la boca, las zonas<br />

de pus más efervescentes. Tenía la mirada perdida en el cristal de la ventana. La<br />

situación me recordó infinitamente a aquella que viví yo, cuando fui por primera vez a<br />

la ciudad, acompañado de aquel hombre con bigote.<br />

Esta vez los papeles se habían invertido. Yo era la fuente de sabiduría y me vi en la<br />

obligación de darle sabios consejos, igual que tiempo atrás, aquel hombre bigotudo me<br />

había asesorado a mí. La vida tiene que ser algo así. Algo recíproco. Si alguien se porta<br />

bien contigo, tienes que responder al mundo siendo amable e intentando ayudar a la<br />

gente. Es como la justicia universal pero en la otra dirección. Pagar a la vida con su<br />

misma moneda. El mundo te da a ti a justicia universal, pues tú le das al mundo justicia<br />

universal.<br />

“¿Te gusta el horizonte, hijo?”, le pregunté, coincidiendo casualmente con un túnel.<br />

“No”, dijo el insensato y terco chiquillo.<br />

“Pues te gustará. El horizonte está lleno de cosas mágicas, joven chico”, dije<br />

haciéndome el profeta. Aproveché para mesarme la barba que tenía, tras varias semanas<br />

de abandono personal. “No te conozco de nada, pero te voy a ahorrar mucho<br />

sufrimiento, muchas dudas. La vida es A, B, C. Es siempre lo mismo. Por donde pasas<br />

tú, pasé yo antes. Te crees único. Crees que eres distinto y que mi vida no tiene nada<br />

que ver con la tuya. Crees que todo lo puedes aprender por ti mismo y puede que sea<br />

así, pero te llevará muchos años, muchos golpes, muchos disgustos”.<br />

Estaba captando su atención. El chico se giró hacia mí, con interés camuflado de<br />

desagrado.<br />

“Te escucho”, dijo.<br />

“Calla y escucha”, le dije. “El mundo parece complicado pero es muy sencillo. Nadie ha<br />

inventado nada”.<br />

“¿Nadie ha inventado el tren, por ejemplo?”, me interrumpió el talentoso y prometedor<br />

joven.<br />

“¿El tren de la vida, te refieres?”, dije. El chico parecía hablar metafóricamente.<br />

“¿Es éste un tren de la vida?”<br />

“¿Te refieres con éste, a este tren que nos lleva por tortuosos caminos, a veces más<br />

deprisa, a veces más despacio, a un horrible destino?”, le pregunté.<br />

“No lo sé. ¿En ese tren vamos sentados en estos dos sillones?”<br />

“Sí, pero maniatados”, le contesté.<br />

“Entonces no. Me refiero a este tren en el que no vamos maniatados. A éste que estoy<br />

tocando con la mano”.<br />

78


Observé su mano. Se prolongaba indefinidamente hasta un trozo de metal. Una visión<br />

más amplia te permitía contemplar una ventana, unos asientos… Efectivamente, era el<br />

tren.<br />

“¿Qué le pasa a este tren?”, pregunté.<br />

“¿No lo ha inventado nadie?”<br />

Pensé en el diseño del tren. Tenía ruedas, formas regulares y simétricas. Parecía claro,<br />

alguien habían inventado aquel tren, sin embargo, una zona puntual de mi cerebro se<br />

empeñaba en creer que el objetivo de la conversación se estaba desviando.<br />

“Creo que fue Edison”, dije rápidamente para impresionar al joven, pero con voz baja e<br />

insegura, avergonzado por haberme inventado un nombre tan estúpido.<br />

El chaval me miraba atento, como juzgándome. ¿Por qué me miraba tan intensamente?<br />

Miré a los lados, nervioso, y comprobé que la cremallera de mi pantalón estaba subida.<br />

“En cualquier caso”, continué, “no podemos controlar el destino. Podemos luchar por ir<br />

hacia un destino u otro, pero no está en nuestras manos. Las vías no se mueven. El<br />

destino no depende de nosotros”.<br />

“¿Dónde quieres llegar?”, dijo, “¿Te has equivocado de tren? Tengo un plano de los<br />

trenes de la zona. Si quieres puedes bajarte en la siguiente estación y coger otro.”<br />

“¿Hablamos del tren de la vida?”, le pregunté.<br />

Pasaron diez segundos en silencio. Y me dijo muy serio, “Te voy a plantear un<br />

problema que pondrá a prueba tus sentidos y tu concentración hasta límites que<br />

posiblemente no hayas llegado antes”, hizo una pausa y continuó, “¿Vamos montados<br />

en un tren?”<br />

No nos estábamos entendiendo. Me recosté sobre mi asiento con resignación y miré a<br />

ambos lados con disimulo, para no errar en la respuesta. “Claro”, dije tras un resoplido.<br />

“Enhorabuena”, contestó, “Has acertado”.<br />

Supongo que el conocimiento, la esencia de una vida, no se puede pasar de una<br />

generación a otra. Esto es lo que he aprendido. Los conocimientos de la vida, aquellos<br />

que te ayudan a comprender el mundo, aquellos que tienen que ver con la filosofía y la<br />

metafísica, no se pueden enseñar. Se tienen que vivir. Cada uno tiene que aprender de su<br />

vida, porque nadie aprende de la vida de otro y la razón es muy simple: Es muy difícil<br />

hablar de estas cosas.<br />

79


19<br />

Allí me encontraba, tras tantos años, de nuevo en el pueblo de mi juventud. Olores a<br />

prado, maizales y ganado irrumpieron en mi cerebro, haciendo olvidar por cada minuto,<br />

un día vivido en la ciudad. Y, caminando por aquellos paisajes, innumerables recuerdos<br />

atravesaron mis pensamientos: Paseando junto a Carmela a la orilla de los juncos,<br />

corriendo detrás de las ovejas junto a mi amigo de la infancia, Daniel, o bebiendo agua<br />

del caño y meando poco después en el mismo caño, antes de que pusieran el cartel de<br />

“Agua no potable”.<br />

La casa de mis tíos estaba vieja, con el mismo aspecto de abandonada que toman las<br />

casas cuando las habitan unos gitanos. Por dentro olía al inconfundible olor de Nines,<br />

que aún impregnaba la pared, con lo cual, no olía mucho mejor que las casas habitadas<br />

por gitanos. La esquina donde permanecía la mecedora de Nines no había recobrado su<br />

color, y supongo que no lo haría, aún dando cuatro o cinco manos de pintura. Por<br />

primera vez, una enfermedad humana había mutado para contagiar una casa.<br />

En mi cuarto, tras una madera que se movía en el suelo, aún permanecían cosas<br />

escondidas de mi juventud: unas bragas pueblerinas de la rolliza y ruda Carmela, que<br />

pude usar como sábanas la primera noche, el colmillo de un ogro o alguna otra bestia,<br />

que apareció en mi cama una mañana tras haber dormido con Carmela, y un papel con<br />

el dibujo de una calavera, una cruz gamada y otros garabatos bastante hostiles y letras al<br />

azar, simulando una dirección, pero ocultando entre ellas, como si se tratara de una sopa<br />

de letras, fuertes insultos.<br />

Y mirando aquellos recuerdos, me acordé de aquella chica, Paula, que durante tantos<br />

años había poseído mi corazón. Con ella había empezado todo. Aquella cruzada en la<br />

ciudad y aquella búsqueda sin sentido de la felicidad ¿Qué habría sido de ella? Y,<br />

pensando en todo esto, sentí que de alguna manera seguía atado a ella y, aunque fuera<br />

de una manera primaria e infantil, seguía enamorado de aquella chica. Sentía que aún<br />

estaba a tiempo de poseerla.<br />

Se me ocurrió que sólo en los momentos más horribles y más humillantes de mi vida,<br />

ella había aparecido, y me entró en la cabeza también, que si hacía algo lo<br />

suficientemente degradante y vergonzoso, ella aparecería de nuevo para vislumbrarlo.<br />

Al fin y al cabo, Paula debía tener familia en el pueblo y, aunque remotas, había<br />

probabilidades de que pisara ese lugar de nuevo.<br />

Así que me salté la verja de uno de los prados y busqué entre las ovejas, a la más<br />

exuberante y esbelta. Recordé una frase de mi tío, <strong>“La</strong>s mujeres son ovejas con dos<br />

patas” y tenía razón. A primera vista pueden parecer todas igual de eróticas, pero si<br />

pones atención, hay distintos niveles de coquetería y glamour entre ellas.<br />

Las ovejas más atractivas eran más exigentes y se mostraban reacias a mis encantos, así<br />

que tuve que conformarme con una oveja más discreta. Me bajé los pantalones y la<br />

seduje como pude, con suaves caricias y tocamientos. Tuve profundos dejavus mientras<br />

esto ocurría.<br />

Al principio me sentía frío y falto de libido, pero Paula se retrasaba y al final la oveja,<br />

que al principio se mostraba modosita y tímida, resultó ser una salvaje amante y<br />

también me sedujo a mí. Al acariciar aquel algodón suave que tenía por piel, instantes<br />

de mi pasado recorrieron mi cerebro: Un jersey de lana de Irene, los brazos peludos de<br />

80


Carmela… he de reconocer que la erección fue suprema y, aunque pensé que poner esto<br />

por escrito iba a ser complicado, tengo que admitir que aún hoy tengo una erección al<br />

recordarlo.<br />

Por un momento me sentí en contacto con la naturaleza. Mi corazón rugía con fuerza.<br />

Estaba de vuelta en el pueblo, en mi mundo, y me sentía bien. El resto del mundo había<br />

desaparecido. Estábamos yo y esa seductora oveja. El coito estaba siendo tan perfecto,<br />

que me pareció que algunas de las ovejas más galanas miraban con envidia. Bombeé<br />

con fuerza, olvidando del todo la razón por la que estaba allí y, justo en el momento del<br />

orgasmo, como en un momento mágico casi orquestado por una sinfonía sin escrúpulos,<br />

allí apareció Paula. Mundo casual éste.<br />

El momento fue mágico. Se unieron el placer del sexo y el amor que parecía apagado,<br />

brotando de nuevo, como un fuego mal apagado que brota de nuevo y termina por<br />

arrasar el establo de tu vecino, llegando meses después una carta de la fiscalía a tu<br />

buzón.<br />

Paula seguía casi tan guapa como lo había estado siempre. Algo más madura, pero sin<br />

perder un ápice de su belleza. Me miraba con ojos de sorpresa, atónita, incrédula. Su<br />

belleza se veía momentáneamente truncada por arrugas incipientes en una mueca de<br />

repulsión. Algunos músculos en su cara se retorcían violentos. Sus ojos, aunque claros y<br />

preciosos, mostraban un claro desprecio sobre mi persona, y sus alaridos agudos y<br />

cargados de emociones, no hacían sino incrementar mi sensación de orgía animal en la<br />

que nos encontrábamos.<br />

Supongo que Paula era un caso perdido. La experiencia pudo ser traumática, pero lejos<br />

de sentirme repudiado, como un animal de granja cuando le llevan al matadero, muy al<br />

contrario, la experiencia fue inolvidable y maravillosa, y creo que me voy a hacer una<br />

perita en dulce en cuanto termine estas líneas.<br />

81


Fin<br />

A veces el destino se escribe con pluma de plata, como si tú mismo, con tu propia<br />

imaginación, lo crearas a tu antojo, ignorando leyes naturales y físicas que para<br />

cualquier ingeniero serían irrompibles. Como cuando cambia tu suerte repentinamente<br />

para que algún observador que mira atento a tu vida, no piense que eres un fracasado,<br />

mi suerte cambió.<br />

Meses después de aquel encuentro con Paula, ocurrió algo más.<br />

Sonó la puerta y, al abrirla, me encontré una vez más a Paula, preciosa y con un traje<br />

muy sexy, que enseñaba la parte superior de sus pechos, hasta el círculo polar pechil,<br />

esa línea imaginaria que delimita los pezones, como una aureola invisible que marca,<br />

según el juez, la parte que no puedes tocar.<br />

Me quedé en blanco y antes de saber que decir, ella dijo:<br />

“Te quiero”<br />

Se abalanzó sobre mí y nos abrazamos, y ella me besó, metiéndome la lengua tan<br />

profundamente que pudo saborear mis anginas, y luego pasamos el resto de nuestra vida<br />

juntos, hasta que morimos de viejos, dentro de veinte años.<br />

Supongo que todo esto es difícil de comprender. Casi como una falacia que entra ingrata<br />

por los oídos de un incrédulo lector, despertando todo tipo de suspicacias y sorna. No<br />

me extraña, ¿a quién pretendo engaña? Todo este último capítulo es mentira. Paula no<br />

volvió a aparecer. Perra vida… pero, ¿a quién le gusta ser un perdedor?<br />

De hecho, me consta que Paula vendió los terrenos de su familia del pueblo y se fue a<br />

vivir a otro país, a tomar por culo de aquí. También me han dicho que cambió su<br />

nombre y apellidos, y que pidió una orden alejamiento. El juez se la concedió. Fue<br />

cruel, pero justo.<br />

¿Cómo reconocer un presente peor que la muerte? ¿Cómo poner en palabras que vivo<br />

con el animal bastardo de Carmela, que cada día de vida es peor que una eternidad en el<br />

infierno, y que este libro sólo es un último adiós antes de un merecido suicidio? No hace<br />

falta hacer ningún inciso en mi piel. Sólo pensando en esa vaca repugnante y hostil, la<br />

sangre brota a través de mis poros intentando escapar.<br />

No sienta pena por mí el lector. A todos los cerdos les llega su San Martín.<br />

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