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<strong>“La</strong> <strong>Obra</strong> <strong>Maestra”</strong><br />
Asier Aguirre Laso
Prólogo<br />
En Mayo de 1941 no había apenas medios para comunicarse con el mundo habitando<br />
una pequeña villa de la estepa manchega. Aunque eso no ocurre ahora y, además, no<br />
tiene nada que ver con el propósito de este relato.<br />
No es que me guste mucho el queso manchego, único producto que conozco de aquella<br />
noble tierra, sin embargo, su aroma y sabor despiertan memorias que esperaba olvidadas<br />
a estas alturas de mi vida. Me trae recuerdos de cuando comía bocadillos de lomo con<br />
queso. Sobretodo por la parte del queso. Algunos son recuerdos lejanos que evocan una<br />
parte casi olvidada de mí. Me transportan a mi juventud y me veo jovial y<br />
despreocupado, mordiendo un bocadillo de lomo con queso. Otros son recuerdos no tan<br />
lejanos pero también olvidados, de la semana pasada, mordiendo una versión más<br />
futurista del susodicho bocadillo de lomo con queso.<br />
El queso tiene su contrapunto, por eso no me posiciono ni a favor ni en contra de él de<br />
una forma tajante. Hace ya años que abandoné aquella elitista asociación abolicionista<br />
del queso, ya que se estaba radicalizando demasiado. Por una parte, el queso te aporta<br />
nutrientes necesarios para la vida. Por otra parte, me transporta al pasado, a momentos<br />
tan amargos, que sólo el fétido aroma del queso podrido podría asemejarse.<br />
Yo no siempre he sido neutral hacia el queso. Mi relación amor-odio comenzó durante<br />
mi estancia en la ciudad, en mi juventud. Ocurrió en un puesto de comida árabe donde,<br />
sin previo aviso, el amable comerciante inundó mi aperitivo de un asqueroso queso de<br />
cabra. No estaba derretido, como ese otro queso que se confundiría fácilmente con el<br />
semen de un macaco, así que pude quitarlo, sin embargo no estoy a favor de tirar algo<br />
que ya he pagado, por nauseabundo que sea.<br />
Aquel vendedor estaba claramente enfermo. No lo digo por su color de piel, ya sé que<br />
en la ciudad hay gente de colores variopintos. Sin embargo, su piel cuarteada, sus<br />
manos temblorosas y unos abultados montículos que sujetaban un cartel que decía<br />
“Cáncer aquí”, me recordaron que no vivimos eternamente. Parecía haber una<br />
manifestación de tumores en la piel de ese hombre. Olía a la misma muerte y actuaba<br />
como sabiendo que podían ser sus últimos actos. No sé si oí sus últimas palabras pero<br />
desde luego, su aliento sí olía a último aliento. No luchaba, todo sea dicho, por ganarse<br />
el cielo, añadiendo aquel pestilente y venenoso queso, que minutos después terminaría<br />
en mi estómago. Fuera lo que fuera lo que le esperaba en el más allá, quería irse<br />
acompañado.<br />
Esta necro-reflexión continuó la mañana siguiente. Sentí que algo no marchaba bien<br />
dentro de mí. Noté mis intestinos muy calientes, como si estuvieran rellenos de viscosos<br />
productos químicos reaccionando entre sí y, al mover la sábana, una horda de muertos<br />
vivientes parecía haber compartido cama conmigo con pésima higiene. Ese hedor no se<br />
encontraba allí por casualidad. Parecía que las puertas del infierno se habían ubicado<br />
antojadizamente en mi contraportada, más concretamente en mi ojete. Sentí como si<br />
dentro de mi estómago tuviera un cadáver en avanzado estado de descomposición y éste<br />
a su vez estuviera tirándose pedos y eructos estomacales dentro de mí.<br />
Algo me dolía en la tripa y fui al baño a averiguar qué era. Era mierda. Es extraño, no<br />
recuerdo haberla comido. Fue ese queso. Fue ese madito queso. En mi cabeza resonaba<br />
la risa de aquel moribundo vendedor árabe blandiendo su queso macabro. Este terrible<br />
1
despertar trajo de vuelta a mi cabeza que la muerte nos acecha, que estamos en el<br />
mundo de pasada y que incluso yo, algún día podría tener el aspecto deplorable de aquel<br />
vendedor callejero.<br />
El tiempo pasa tan deprisa que no da tiempo a perseguir metas ni sueños. Pasa tan<br />
rápido que si te paras a reflexionar, tu vida pasa por delante, se evapora. En un<br />
momento estás desayunando y, casi sin darte cuenta, estás recogiendo el desayuno. Y<br />
parece que fue ayer.<br />
Corre tanto el tiempo que un día eres tan sólo un adolescente lleno de sueños y de<br />
ilusiones y, el día siguiente, ya eres un día más viejo aunque aún adolescente, pero más<br />
iluso y con más sueño. Pasa tan deprisa, que te acuestas por la noche y cuando<br />
despiertas, ya es un día distinto. Sólo te queda el recuerdo de profundos sueños y la<br />
eterna espera al amanecer.<br />
Ese mismo día hice grandes decisiones de cambio. Decidí que tenía que buscar una<br />
meta, buscar la felicidad a toda costa y hacer algo útil con mi vida. Ese mismo día a la<br />
hora de comer ya había olvidado aquellos buenos propósitos.<br />
Apareció de nuevo el queso en mi vida, esta vez en otra de sus distintas formas,<br />
mostrándose en estado líquido entre los pliegues de mi escroto y testículos durante mi<br />
madurez.<br />
Mis manos, mi cuerpo, mi voz, mi cara, todo ha ido languideciendo y diciéndome en el<br />
espejo que la carrera está a punto de terminar, y esa es la razón que me ha animado a<br />
dejar un rastro de mí, contado en este relato que espero que sirva como guía al lector,<br />
puesto que la vida no deja de ser un ciclo que se repite una y otra vez y todos, de alguna<br />
manera, vivimos una vida parecida. Eso es lo que nos permite aprender unos de otros.<br />
Puede que aquel primer encontronazo con la muerte se olvidara tan rápidamente como<br />
apareció, incluso puede que aquel moribundo y fétido vendedor no cayera finalmente en<br />
la gracia de Dios, con quien tendrá que rendir cuentas por su religión hereje y maldita,<br />
pero el extraño aroma apareció semanas después de aquel suceso, esta vez consecuencia<br />
de una borrachera algo desmedida.<br />
Recuerdo que por la mañana, la rica cerveza nocturna se había evaporado en horribles<br />
gases. El olor de la cerveza aún líquida no hacía pensar que en su forma gaseosa pudiera<br />
tener esa pestilencia. Imposible presagiar una metamorfosis tan maquiavélica. Fue como<br />
si un cirujano maníaco me hubiera abierto en canal mientras dormía y hubiera rellenado<br />
mi aparato digestivo con heces putrefactas y animales muertos que ahora recobraban<br />
vida.<br />
Defecar suele ser una experiencia placentera. Suele ser una sensación de calma tras la<br />
tempestad, como si un negro de rabo gigante te estuviera sodomizando y de repente,<br />
como guiado por la gracia de Dios, parara. Sin embargo, en esta ocasión no lo fue. No<br />
fue placentera ni lo más mínimo. Más bien al contrario. Sentí como si en el tubo de<br />
ventilación tuviera un volcán repleto de lava que, extrañamente, estaba más caliente que<br />
la temperatura de mi cuerpo, y desgarraba y deshacía mis paredes anales según las<br />
rozaba.<br />
Fuera lo que fuera parecía querer salir en tropel y así lo permití. No tuve otra opción. Si<br />
fuera un nacimiento, mi caso habría sido un aborto por necesidad. El mulatito no era ni<br />
siquiera disforme. La placenta acompañada de un macabro olor no dejaba lugar a dudas:<br />
nacía muerto. Me agarré a la taza y clamé al cielo para que me diera fuerzas, “Lo único<br />
2
importante ahora es sobrevivir”, pensé. Una vez roto aguas pude comprobar el<br />
resultado, unas natillas choco-sabrosas. Ni rastro sólido del feto prematuro.<br />
Esta analogía con el nacimiento humano, tan representativa a su vez del nacimiento de<br />
Lucifer, me hizo comprender la cara oculta del ser humano, como está lleno de maldad,<br />
de vapores malignos, y cómo su nacimiento trae consigo un pequeño demonio, de una<br />
manera que no sabría explicar ahora.<br />
Este segundo reencuentro con la muerte fue el verdadero motor del cambio. Decidí que<br />
tenía que atesorar el tiempo, disfrutarlo y compartir todo lo que pudiera con mis seres<br />
queridos. Decidí que tenía que ser mejor persona, ayudar al prójimo e intentar que la<br />
gente me recuerde cuando falte. Pensé que si una buena acción puede hacer borrar diez<br />
calamidades, tendría que darme bastante prisa para llegar empatados al día de mi<br />
muerte.<br />
Así comencé un profundo cambio de mi persona, que me ha llevado más de veinte años<br />
completar. Es lo que llamo últimamente -si bien es cierto que nadie lo ha escuchado- La<br />
<strong>Obra</strong> Maestra.<br />
3
1<br />
De mi niñez casi no queda nada, recuerdos infructuosos de una época en la que no<br />
aprendí gran cosa. Puede que la mitad de esos recuerdos se hayan distorsionado tanto de<br />
la realidad, que no guarden relación con mi verdadero pasado. Puede que aquellos<br />
meses en el Campamento del Olvido no fueran una buena idea después de todo. O<br />
quizás debí haber evitado aquel burbujeante refresco que, según las autoridades<br />
sanitarias, aceleraba el alzheimer. Sin embargo habían logrado un sabor muy cercano al<br />
refresco de naranja de toda la vida y un poco más barato así que, ¿cómo resistirse?<br />
He tenido enterrada mi memoria durante tantos años que los pocos recuerdos que<br />
guardo están a estrenar. En la casa de mis tíos, hace no demasiado tiempo, encontré una<br />
foto mía junto a otras personas y junto a aquellos viejos muebles con los que se supone<br />
que había compartido mi vida, y al verla, esperaba que recuerdos con olor a nuevo<br />
salieran a la superficie. Sin embargo esa foto era ajena a mí. No me reconocía. No tenía<br />
la sensación de haber vivido con aquellas personas que se suponía que habían sido mis<br />
padres. Había incluso una niña con aparato posando a mi lado que no reconocía.<br />
De niño llevé la vida calamitosa del típico ser humano que no despierta hasta la<br />
adolescencia. Era difícil aprender todas esas cosas que evitan llevarte palos a lo largo de<br />
una vida. Sólo con palos las pude aprender. Intento pensar por qué todo ese tiempo ha<br />
volado dejando tras de sí tan pocos recuerdos y la explicación la encuentro dentro de mí<br />
mismo: Tumor cerebral.<br />
De mi vida con mis padres casi no recuerdo nada. Su sanguinolenta muerte hizo que me<br />
mudara con muy pocos años al pueblo de mis tíos.<br />
Crecí con mis tíos, Ángela y Alfredo.<br />
Alfredo era un hombre delgado pero fibroso, de pelo en pecho, barba de varios días<br />
incluso recién afeitado y de ojos pequeños y metidos dentro de su cara entre varias<br />
capas de piel. De esas personas que parece que tienen una nube negra flotando alrededor<br />
de los ojos. De esa gente que da malas vibraciones incluso aunque sean de tu familia.<br />
Era muy introvertido, pero poseía un ácido sentido del humor y, reflexionando sobre él<br />
ahora que han pasado los años, tengo esa triste sensación de no haber llegado a<br />
conocerle de verdad. Y ahora descansa a varios metros bajo la tierra. Vamos, que la<br />
espichó. Le gustaba enterrar a la gente, pues esa era su profesión en el pequeño pueblo<br />
entre los bastos campos castellanos en los que me crié. Aún le recuerdo agarrándome de<br />
los hombros y diciendo, “Algún día te enterraré junto a tu tía”.<br />
Mi tía Ángela era muy habladora. Era la típica mujer de pueblo, de extraño acento,<br />
extraño incluso para el resto de habitantes del pueblo, gruesa de complexión y carácter<br />
bonachón. Cocinaba con un sadismo atroz. Supongo que preparaba los guisos al viejo<br />
estilo, cuando el ser humano todavía no tenía papilas gustativas. No recuerdo<br />
exactamente los nombres de los platos: mofeta con arroz, residuos nucleares con<br />
patatas, bazofia sobre una cama de excrementos… Cocinaba igual que se hacía en los<br />
campos de concentración, sin mucho esmero, sin mucho cuidado. Le ponía amor, sí,<br />
pero aderezado con mierda. La delgadez de mi tío Alfredo confirmaba que<br />
compartíamos gustos culinarios. Siempre decía que la carne de los guisos de Ángela<br />
venía de alguno de los difuntos que él enterraba. Aún hoy, creo que era verdad.<br />
4
El olor de esa comida que, por cierto, recordaba bastante al olor de la muerte, si no en el<br />
infierno, esa comida debía estar hecha al menos en el purgatorio y, si bien es cierto que<br />
el purgatorio debe estar habitado por ángeles, no me extrañaría que dichos ángeles<br />
arrojaran heces de mono y sus propios excrementos a la perola. Así nunca vais a<br />
conseguir vuestras alas, ángeles hijos de puta.<br />
Habitaba también la casa un mueble con forma de anciana a la que mis tíos llamaban<br />
Nines y de la cual nunca obtenían respuesta. Al pensar en ella, tengo la terrible<br />
tentación de coger el cuchillo del pan, clavarlo en mi cráneo e ir deshilvanado porciones<br />
de mi cerebro, buscando la parte que guarda esos escabrosos recuerdos y eliminarlos<br />
para siempre. Más de una vez lo he intentado sin éxito. Otros recuerdos de mi pasado,<br />
no esenciales para este relato, desaparecieron en estas operaciones negligentes.<br />
Esta senil y decrépita momia parecía interactuar sólo conmigo y la media hora que<br />
pasaba despierta al día la dedicaba, sin ninguna duda, a crearme traumas y miedos que<br />
se transformarían en depresiones y ataques de pánico en años posteriores. Nunca supe<br />
qué relación guardaban mis tíos con aquel nauseabundo engendro y supuse que la<br />
mantenían allí, presumo que por votación popular, viendo que la muerte era inminente<br />
en ella y de esa manera ahorrar desplazamientos a mí tío, puesto que era el enterrador.<br />
En los pueblos funciona todo así. Con una violenta democracia.<br />
Aquel era un pueblo pequeño, con muy poca gente de mi edad, cerrado a las ideas<br />
modernas que llegaban de la ciudad, de juicios a mano alzada y de leyes no escritas muy<br />
particulares.<br />
Difícil infancia, soledad, hambre y otras penurias a esa edad suelen hacer madurar a las<br />
personas mucho más rápido. Te hacen crecer a la fuerza y crecer más espabilado que<br />
una persona que crece acomodada. En mi caso no fue así ni de lejos. Creo que nunca he<br />
aprendido nada sin haberme llevado uno o varios tortazos. Ese ha sido mi método de<br />
aprendizaje y, podría decir que no me ha ido mal, pero lo cierto es que de haber sabido<br />
como iba a ser mi vida, habría tomado decisiones suicidas hace años.<br />
Mi tiempo hasta la adolescencia pasó rápido, asistiendo a clase y ayudando a mi tío<br />
durante los entierros. La visión de la muerte que tiene la gente en la ciudad está sesgada.<br />
No se le mira directamente, no se habla de ella, no existe. En los pueblos no es así. Por<br />
eso huelen tan raros. Allí la gente se conoce toda. Toda la gente quiere conocerse y la<br />
razón es sencilla, no quieres que hagan chorizos contigo. La gente de la ciudad se come<br />
esos chorizos y no sabe cuantas vidas humanas han costado. En los pueblos la gente se<br />
muere y se afronta con normalidad.<br />
Sólo había una persona de mi edad y de etnia no gitana en el pueblo, su nombre era<br />
Daniel y, por cuestiones de soledad mutua y cercanía, fue mi único amigo. Mi tío<br />
carecía de esa amplitud de mente de la que se presume, sin llegar a existir, en la ciudad.<br />
Siempre me inculcó extrañas ideas que me evitaron acercarme a los gitanos.<br />
“No lo llames racismo”, decía, “llámalo instinto de supervivencia”.<br />
Hace ya mucho de esto, pero recuerdo con relativa nitidez el día en que fui a vivir con<br />
mis tíos.<br />
Había perdido a mis padres recientemente y apenas conocía a Alfredo, quien tras un<br />
viaje de seis horas en silencio en su camioneta, paró delante de una chabola y bajamos<br />
del coche. La casa consistía en una serie de planchas de metal y ropa vieja que nunca<br />
sabré si era la colada o pilares fundamentales de la construcción. ¿Aquel era mi nuevo<br />
5
hogar? Unos chavales que jugaban en frente de la casa pararon y giraron la cabeza al<br />
detenerse el coche.<br />
“Estos son tus nuevos hermanos”, dijo mi tío.<br />
Cuando dos de los chicos sacaros sus navajas, mi tío asustado, pero sonriendo, gritó<br />
“¡Corre! Que nos matan”. Subimos al coche y huimos. El sentido del humor de mi tío<br />
era así.<br />
No creo que estas reflexiones me ayuden a comprender mi futuro, pero sí a querer<br />
olvidar el pasado, lo cual es igualmente importante.<br />
En aquella chiquillosa juventud, yo era la típica persona a la que le falta un golpe. Pero<br />
a Daniel le faltaba una paliza. Al pensar en él me sigo poniendo nervioso. Era lento.<br />
Muy lento. Me daban ganas de cogerle de los hombros y agitarle violentamente, de<br />
despertarle del letargo que gobernaba su vida, de gritarle mientras su cabeza se<br />
zarandeaba violenta “¡Despierta Dani! ¡Espabila! ¡Despierta de tu letargo!”<br />
Todo el mundo tiene un amigo así. Se trata de personas de cerebro entumecido. Parece<br />
como que duermen despiertas. Te miran atentos, como intentando atravesarte con la<br />
mirada, como intentando concentrarse al doscientos por cien para coger toda la<br />
información que puedan y, si les preguntas cualquier cosa, siempre responden con un<br />
dudoso “sí”, pero al cabo de un rato te das cuenta de que no se están enterando de nada.<br />
Todo el mundo tiene un amigo así y si piensas que tú no tienes uno, es que eres tú el<br />
amigo lento. La teoría de Darwin no ha funcionado con ese gen de la lentitud cerebral.<br />
Aún sigue con nosotros.<br />
Por las venas de esta gente no corre la sangre. No sé qué es, pero es mucho más viscoso.<br />
Puede que sea queso fundido pero de color rojo, como si les hubieran hecho una<br />
transfusión con la leche de una oveja herida en el pezón.<br />
Y esa era mi nueva vida con mis tíos. De la noche a la mañana cambié de hogar, de<br />
familia y de amigos y nunca me quejé, nunca eché nada en falta, porque a esas edades<br />
aún no sabemos qué es la nostalgia, la pena o la alegría. El ser humano es muy<br />
maleable, se adapta a todo y si de mayores pensamos que no es así, es porque nos<br />
volvemos caprichosos y especiales, y creemos que la vida tiene que ser como la<br />
esperamos.<br />
Casi no tengo recuerdos de mis primeros años en casa de mis tíos, supongo que me<br />
limité a obedecer sus normas y a hacer lo que se esperaba de mí, antes de que apareciera<br />
en mí algo de eso que llamamos incorrectamente “personalidad”. Así pasé los años<br />
haciendo nada, hasta que de repente llegó la maravilla de la metamorfosis. La ansiada<br />
adolescencia. Como una libélula que se transforma en otro bicho, un insecto que se<br />
transforma en una mariposa o tu mujer que se transforma, casi de la noche a la mañana,<br />
en una zorra, mi cuerpo empezó a cambiar. No de la misma manera que estos animales.<br />
No me salieron alas, ni patas arácnidas, ni colmillos, ni vello por todo el cuerpo. Bueno,<br />
esto último sí. Y, en sobacos y genitales, excesivamente rizado para mi gusto.<br />
Mi cuerpo no se deformó todo lo que cabía esperar a juzgar por la comida de Ángela.<br />
Cualquier experto nuclear habría establecido un perímetro de seguridad alrededor de<br />
ella y recuerdo que al ingerirla, notaba el sabor ácido de la radiación bajando por mi<br />
garganta. Notaba la leucemia expandiéndose por todo mi cuerpo a cada nuevo bocado<br />
que le daba. “¿Es todo esto necesario?”, se preguntaban algunos de mis órganos internos<br />
al contactar con el asco ingerido. Los riñones se miraban uno al otro como diciendo, “O<br />
tú o yo”. Mis entrañas se retorcían de dolor, algunas rugían furiosas y clamaban<br />
6
libertad. Algunos órganos intentaban escapar por los orificios de mi cuerpo,<br />
normalmente sin éxito.<br />
A veces mi cuerpo se revelaba y rechazaba las órdenes que enviaba mi cerebro,<br />
negándose a introducir más de aquellas toxinas que mi tía llamaba alimentos dentro de<br />
mi boca. Mi tío a menudo me invitaba a mi autodestrucción, más por ganar la<br />
aprobación de mi tía que por motivación personal con algún:<br />
“No hagas enfadar a tu tía. Cómete esa bazofia, anda.”<br />
Frases de este tipo sonaban más a comentario que ha petición y, a juzgar por la cara de<br />
sonrisa intentando ser ocultada, sonaban más a palabras de apoyo que a orden.<br />
Mi estómago hizo de tripas corazón y pudo extraer algunos nutrientes de aquellos<br />
guisos y mi cuerpo se transformó y empezó a ser, como algunas chicas lo denominaron,<br />
singular. Había sido moldeado por las suaves manos divinas y aterciopeladas de un<br />
herrero. De un herrero imaginativo y ocurrente, pero quizás no muy mañoso.<br />
La rebeldía de la adolescencia empezó a mellar la relación con mis tíos y a forjar una<br />
personalidad que aún hoy no tengo muy clara. Las palabras de mis tíos cada vez me<br />
parecían más lejanas. No así cuando me hablaban de cerca. Sin embargo, lejos o cerca,<br />
me sentía sólo. Sentí que mis tíos vivían en un mundo arcaico, que eran incapaces de<br />
seguir mis pensamientos y de comprenderme, y sus órdenes sonaban a autoridad y a<br />
esclavitud en mis oídos.<br />
Nines permaneció durante todos aquellos años en el salón, perenne e inalterable, como<br />
un mueble viejo que tras años de uso, ha quedado inútil, almacenando suciedad,<br />
insectos y roedores que van a morir a su interior alterando, en no demasía, su olor.<br />
Aquel ser casi invisible que ocupaba un espacio en el salón como un complemento de la<br />
mecedora, aún no había muerto y su existencia hacía más difícil la mía. Mis<br />
obligaciones con ella iban a más. Tenía que ayudarle a vestirse, a bajar las escaleras<br />
desde su habitación, a ir al baño.<br />
En aquella época empecé a comprender que Nines no era una persona normal. De<br />
alguna manera sentía que poseía poderes sobrenaturales, de brujería. Supongo que el<br />
tener medio espectro en la zona de los muertos es una ventaja para dominar y ejercer la<br />
magia negra. En el caso de Nines, sólo unas pequeñas partículas seguían en el espectro<br />
de los vivos. Era siniestra. Se metía en mis sueños, detectaba mi miedo, mi culpa. Podía<br />
leer mis ojos. Me aterraba.<br />
Hasta entonces, Nines había pasado desapercibida por vida, como un saco de<br />
obligaciones con olor a carcamal, sin crear ningún sentimiento en mí salvo una ligera<br />
animadversión. Pero esa inocente antipatía, pronto se convirtió en odio atroz. La<br />
repulsión fue creciendo. Me empecé a dar cuenta de que deseaba su muerte y eso,<br />
supongo, me hacía sentir culpable. Aunque lo cierto es que mirando recientemente en<br />
los cajones del que fue mi cuarto en aquella vieja casa, encontré varios planes de<br />
asesinato de la vieja. Aún hoy en día me pregunto qué falló.<br />
Por aquel entonces comenzaba mi adolescencia y comencé a sentir el apetito sexual, un<br />
sentimiento que no ha dejado de crecer desde entonces, lo que me hace pensar que cada<br />
vez soy más adolescente, y que me llevó en aquellos años a violentas situaciones, como<br />
aquella en que me masturbé oliendo las bragas de Nines por error. No quiero hablar de<br />
ese tema y menos tras la inflamación que tuve en la pituitaria tras el suceso, pero<br />
recuerdo durante la cena a Nines mirándome muy fijamente. Yo fingí no darme cuenta,<br />
aunque en mi cabeza no dejé de preguntarme, “¿Lo sabe?”.<br />
7
Más tarde, cuando supo que la observaba, la muy bruja me guiñó un ojo y entre los<br />
miles de pliegues que rodeaban su boca, me pareció ver una pérfida sonrisa.<br />
Mis inquietudes sexuales no se limitaron al típico romance con la mano derecha, soy un<br />
hombre de mundo, un aventurero, un alma inquieta, me atrevería a decir. Pronto llegó la<br />
ansiada inauguración del pene con una hembra.<br />
En los pueblos la primera experiencia sexual nunca es una experiencia mágica con la<br />
chica de tus sueños. Lo más femenino que había en aquella época eran las gallinas,<br />
descartadas desde hacía tiempo por una serie de cuestiones que corrían de boca en boca<br />
y prefiero no mentar.<br />
La ciencia de la época aún no había diagnosticado muchas de las enfermedades que<br />
portaban las ovejas del pueblo y su suave lana las convertía en un compañero ideal para<br />
la práctica amorosa.<br />
Había un viejo caserón apartado del pueblo habitado por un violento pastor que, según<br />
los rumores, no se mostraba tan violento con sus ovejas. Daniel y yo nos pusimos la<br />
ropa de los domingos, aún siendo sábado por la noche, y nos dejamos caer por allí,<br />
mostrándonos simpáticos y sagaces, intentando seducir a los animales. Las ovejas<br />
parece que no, pero no son tan frescas como las pintan. Respetan a su amo y no se van<br />
con desconocidos y, siendo herbívoros, saben dónde morder pero sin disfrutar de los<br />
placeres de la carne.<br />
La verdad es que la experiencia fue horrenda e irrefrenables ganas de arrancarme los<br />
ojos me vienen al recordarla, pero me sirvió para ver una faceta de Daniel nueva para<br />
mí, completamente desconocida y sorprendente. Mostró un ímpetu que no había visto<br />
antes en él. La persona sin sangre parecía tener actitud. Estaba activo, incluso lúcido,<br />
para cercar a una de las ovejas en una esquina estrecha del establo, o incluso para<br />
escapar, cuando el violento pastor salió en nuestra búsqueda.<br />
Al volver a nuestras casas, recuerdo la culpa como una gran carga sobre mis hombros.<br />
No habíamos sido educados con esas ovejas. No habíamos sido los caballeros que se<br />
suponía que debíamos ser con las damas. La culpa me oprimía el estómago. Las<br />
estrellas no lucían tan vivas y el aire parecía más espeso.<br />
Nines no hablaba ninguna palabra con Alfredo y prácticamente ninguna con Ángela. Sin<br />
embargo, conmigo y cuando sabía que nadie más escuchaba, siempre encontraba las<br />
palabras necesarias para quitarme el sueño. Aquella noche en la que perdí mi virginidad,<br />
de nuevo durante la cena, detectó algo en mi cara. Quizás durante las varias horas que<br />
pasaba muerta al día, había tenido tiempo de espiarme espiritualmente.<br />
Me miraba atenta. La nauseabunda comida de Ángela no quería ni pasar del píloro. Se<br />
me estaba indigestando antes de lo habitual. La intensa mirada de Nines a través de esos<br />
ojos de botón impedía a mi aparato digestivo trabajar con indigesta normalidad, y esos<br />
dientes afilados de rata que asomaban de su boca me quitaban el hambre aún más que el<br />
olor de aquellos horribles guisos. Nines lo sabía. Sabía todo.<br />
8
2<br />
A la tierna edad de diecisiete años conocí a mi primer amor. Puede que la palabra amor<br />
sea un tanto excesiva. Puede que la palabra amistad también quede grande para la<br />
ocasión.<br />
Se llamaba Carmela, tenía unos veinticinco años y era fea, gorda, rosada como un<br />
cochino y tenía la cara redonda, mofletuda y llena de pecas.<br />
Mi tío siempre bromeaba con su aspecto y aunque no le faltaba razón, a esa edad<br />
cualquier comentario de un familiar entrometiéndose en tu relación sentimental es mal<br />
venido. La palabra “sentimental” aquí tampoco ha sido bien empleada.<br />
Recuerdo el primer día que invité a Carmela a comer a casa.<br />
“Que alguien le dé el tiro de gracia”, dijo mi tío, según entró.<br />
Fue un espectáculo dantesco, para olvidar. Carmela comía como si no hubiera mañana.<br />
Sus carnosos brazos se movían por toda la mesa, rápidos e incontrolados. Todo lo que<br />
tocaba se lo llevaba a la boca. Se comió incluso dos gatos de porcelana que tenía mi tía<br />
de adorno. Daba miedo. “Por favor”, pensé, “que no toque por error mi brazo y me lo<br />
desgarre de un bocado”.<br />
Miré a mi tío y vi que él también estaba asustado. Me cogió la mano por debajo de la<br />
mesa y le vi mirar al cielo, haciendo algo que no le había visto hacer nunca: rezar.<br />
“Que Dios nos ayude”, me dijo, “No le dejes que pruebe la sangre humana. Debe ser<br />
uno de los jinetes del Apocalipsis. O uno de los chotos en lo que van montados los<br />
jinetes del Apocalipsis.”<br />
Los brazos de Carmela eran el doble de anchos que mis piernas. Eran grasos y fuertes y<br />
me manejaba como su fuera una marioneta. Me cogía, me levantaba, me quitaba la ropa,<br />
me ponía en un sitio, en el otro, me daba la vuelta. Me intentaba meter en sitios que a<br />
duras penas cabía. Yo era poco más que un muñeco de trapo.<br />
Era mucho menos femenina que las ovejas con las que me había iniciado sexualmente y<br />
su trato mucho menos cariñoso. Su lenguaje era tan basto como su presencia y, por si el<br />
hedor que desprendía su aliento no fuera suficiente, no mostraba ningún escrúpulo al<br />
soltar sus ventosidades.<br />
“No es oro todo lo que reluce”, decía.<br />
Sus dientes estaban moldeados por el demonio, cada uno apuntando a un punto cardinal,<br />
descubriendo, alguno de ellos, puntos cardinales inexistentes hasta el momento. Alguno<br />
de sus dientes apuntaba a una cuarta dimensión. Corría el rumor de que moldeaba las<br />
herraduras con sus dientes y, si examinabas atentamente dentro de ellos, cosa que ni el<br />
estómago más fuerte podría hacer sin tener una nauseabunda arcada, descubrirías<br />
grandes poros llenos de escoria, causantes de parte del desagradable olor.<br />
Sus dedos eran cinco morcillas con uñas negras y rotas y los utilizaba de forma<br />
enfermiza desgarrando mis débiles brazos cada vez que me agarraba. Tenía una voz<br />
muy particular, no excesivamente aguda pero con un timbre característico de personas<br />
de cara muy redonda. Tenía el pelo negro y corto, a la altura de las orejas, al estilo de<br />
las chicas del pueblo.<br />
9
Yo tenía diecisiete años pero mi edad mental y mis conocimientos sobre el amor eran<br />
los que puede poseer un chico de doce. Supongo que nunca llegué a querer a Carmela y<br />
no creo que fuera importante en ese momento para Carmela, pero lo cierto es que me<br />
acostumbré a ella y basé la mayor parte de mi aprendizaje adolescente en sus sórdidas<br />
enseñanzas.<br />
El sexo con ella era lo más parecido a acostarse con un mestizo entre una alimaña, un<br />
cachalote y un doverman, pero mucho más violento y descorazonador.<br />
Flashes de un caluroso atardecer de verano golpean mi mente, trayendo consigo<br />
irrefrenables ganas de echar la papilla. Sin embargo, creo necesario su relato con el fin<br />
de hacer más comprensible la psicología atormentada de quien les escribe.<br />
Habíamos pasado una tarde de verano caminando por los huertos de maíz y nos<br />
encontrábamos, zapatos en mano, refrescándonos los pies en una de las acequias que<br />
irrigan la zona. Siempre he sido mucho mejor oyente que conversador y Carmela, con la<br />
postura didáctica que solía adoptar conmigo, ya había llenado mi cabeza de<br />
barbaridades durante largas horas. Creo que mi cerebro dijo “Suficiente” y buscó<br />
cualquier excusa para terminar con ese adoctrinamiento maníaco. A veces el remedio es<br />
peor que la enfermedad. En este caso, fue peor que la muerte.<br />
Nos sentamos cada uno en un borde de la acequia. Ella parecía haberse bañado en las<br />
sucias aguas completamente, porque su ropa estaba empapada y el olor a sudor llegaba a<br />
ser insoportable. A veces creo que algunas de las partículas que aspiré aquella tarde aún<br />
permanecen escondidas entre los poros de mis fosas nasales, reapareciendo en los<br />
momentos menos esperados, haciéndome despertar entre sudores, gritando, clamando al<br />
cielo y pidiendo al Señor que me lleve con él, lejos de este pestilente mundo.<br />
En las relaciones de pareja siempre hay alguien que da el primer paso. A veces es sólo<br />
una mirada, un gesto, una sonrisa traviesa o una bolsa en la cabeza y, aunque a esa edad<br />
siempre dejé que el mundo y la gente que me rodeaba me guiaran, como un ciego que se<br />
deja guiar erróneamente por un perro ciego, aquella tarde tomé la iniciativa.<br />
Recuerdo mirar sus ojos, muy grandes, muy redondos y muy brillantes y en aquel<br />
momento, fuera de toda explicación lógica, me parecieron preciosos. Le cogí de la mano<br />
y le sonreí de esa manera pícara con la que sonríe un pederasta a sus alumnos, y<br />
Carmela entendió perfectamente que era hora de callarse.<br />
Estiró uno de los jamones que tenía por brazos y, pasándolo por detrás de mi cuello<br />
movió mi cabeza dulcemente –pero no ausente de brusquedad- hacia la suya. En ese<br />
momento nos besamos y, a pesar de que ya habíamos tenido relaciones en numerosas<br />
ocasiones antes, aquel beso fue especial. No fue como los besos anteriores, en los que<br />
tenía la sensación de que un asqueroso oso hormiguero buscaba -y por alguna extraña<br />
razón lo conseguía- sacar hormigas de mi boca. No sé que pasaba por mi cabeza<br />
adolescente pero en aquel momento me pareció algo maravilloso. No sé si cierto<br />
número de horas de Sol veraniego en la cabeza te pueden dañar las conexiones<br />
neuronales de esa manera, pero ese momento tuvo algo y aún hoy, no me produce un<br />
miedo o un asco desgarrador.<br />
Introduje mi mano por dentro de su camiseta y -no me puedo creer que pueda escribir<br />
esto, oscuras pesadillas he tenido al respecto- a pesar del sudor que inundaba la<br />
camiseta y su cuerpo, empecé a tocar aquellas carnes nauseabundas.<br />
A pesar de ser más sebosas que el propio sebo, reconozco que era muy suave y, de<br />
alguna manera enferma, sexy.<br />
10
Ella supo exactamente cual era el siguiente paso y, como una niña que pone y quita las<br />
ropas a su muñeca a su antojo, Carmela se deshizo de mi camisa y pantalón. No podría<br />
haberlo evitado aunque hubiera puesto resistencia. Sus brazos eran fuertes e<br />
impacientes.<br />
Nos tumbamos en la acequia, cortando en parte el flujo de agua sucia, y ella se deshizo<br />
de su camiseta empapada y los pantalones cortos que llevaba.<br />
Carmela nunca daba tiempo a la espera, a la expectación, a esa excitación adicional que<br />
tiene el sexo antes de llegar a él. Con sus toscas y curtidas manos ya estaba tocando mis<br />
partes más íntimas que, supongo que por temas hormonales y cuestión de azar, se<br />
encontraban excitadas. No quiero entrar en detalle, pero usaba mis genitales como si me<br />
estuviera acuchillando, y el placer y el dolor se combinaban de una manera depravada.<br />
Yo introduje mi mano dentro de sus bragas y, las crines de caballo que tantas otras<br />
veces había palpado, resultaban excitantes bañadas en el agua. Intento pensar que sólo<br />
era agua lo que bañaba su pubis y no los asquerosos fluidos que a menudo rondaban la<br />
zona y que en momentos de alta excitación, en los que se ponía muy violenta y<br />
autoritaria, me hacía chupar.<br />
Aquella tarde fue especial y por eso es uno de los pocos momentos que conservo<br />
prácticamente intactos en mi memoria. Ni siquiera el aire estomacal que me transmitía<br />
utilizando los besos como medio de sucio transporte me importó. Creo que fue el primer<br />
día que hubo algo de ternura o algo de pasión en mi vida sentimental. Por primera vez,<br />
antes de tener una relación sexual, no había sentido esa sensación que tiene una niña<br />
antes de ser violada.<br />
Fue uno de esos momentos, creo que el único, que se repitió una y otra vez en mi<br />
cabeza, trayendo una pena inexplicable, cuando Carmela me dejó varios meses más<br />
tarde. Quizás no fuera amor, sino síndrome de Estocolmo. Quizás si te clavan varias<br />
espadas oxidadas y te las dejan clavadas sin llegar a causarte la muerte -pero en este<br />
caso, estando muy cerca de causarla-, al quitártelas te quede una sensación de vacío.<br />
Algo así me ocurrió. No lo sé muy bien, porque nunca he tenido espadas oxidadas<br />
clavadas, pero sí que me tuvieron que poner la antirrábica una vez que Carmela me<br />
arañó con una de esas oxidadas y dentadas uñas.<br />
Supongo que de aquella sórdida experiencia en la acequia debí sacar alguna moraleja<br />
que nunca saqué, sin embargo, la sensación de no sentirme violado era totalmente nueva<br />
para mí. Otras veces, tras hacer el amor con Carmela -si es que se pueden juntar las<br />
palabras “amor” y “Carmela” en una misma frase, sin cometer un delito contra los<br />
derechos humanos-, sólo me apetecía llorar. Ducharme frotando bien toda la carne que<br />
podía haber sido ultrajada y acurrucarme debajo de la cama llorando. El hecho de que la<br />
relación había sido mutua era nuevo para mí.<br />
Aquella tarde, cuando llegué a casa aún con el pelo húmedo, algunas algas en distintas<br />
partes de mi cuerpo y envuelto en oscuros olores, mi tío dijo:<br />
“Parece que a ese ballenato se le ha cortado la digestión. Suerte que pudiste salir de su<br />
estómago”.<br />
Cada vez que veía mi cuerpo magullado y envuelto en manchas de sangre o fluidos, mi<br />
tío deducía correctamente que había hecho el amor con Carmela.<br />
Alfredo no hacía los intentos, siempre fallidos, de un adulto intentando crear cierta<br />
camaradería o complicidad con un adolescente. Yo vivía mi adolescencia de manera<br />
introvertida y ermitaña en casa, y él tampoco era una persona muy habladora y, aunque<br />
11
su sentido del humor era constante, nunca tuve la sensación de que intentara hacer reír a<br />
nadie. Creo que su sentido del humor era para él. Él era el destinatario de sus bromas y,<br />
si a alguien más le hacía gracia, no importaba. Creo que era una manera de darse placer,<br />
de hacer un mundo tan aburrido, a veces tan duro, un poco más agradable, y en cierta<br />
manera, le envidio y le admiro por ello. Aunque ahora no le envidio tanto porque está<br />
muerto, claro. Normalmente la gente intenta hacer gracia a los demás y creo que lo<br />
importante es hacerse gracia a uno mismo. Normalmente mi tía y yo nos mirábamos<br />
confusos mientras Alfredo reía incesante. Como cuando nos gastó aquella broma<br />
meando en la olla de la sopa y confesándolo entre risas, después de haber almorzado. La<br />
sopa no supo mucho peor de lo que solía saber.<br />
A veces creo que, si bien yo vivía o tenía la sensación de vivir dentro de una burbuja de<br />
vidrio grueso y disforme, donde el resto del mundo capta sólo una parte equívoca de mí<br />
y yo captaba sólo una parte equívoca del mundo, mí tío se encontraba en la misma<br />
situación, en una burbuja diferente.<br />
Creo que compartíamos el mismo sentimiento de soledad e incomprensión. Creo que se<br />
sentía sólo en el mundo y, dentro de su burbuja hacía y decía cosas para sí mismo, para<br />
disfrutar lo más posible de su vida y esos actos y palabras llegaban enrarecidos al<br />
mundo, fuera de su burbuja, haciéndolos incomprensibles para el resto de personas.<br />
Hablando de burbujas, no puedo dejar de contar un sueño revelador que tuve en aquella<br />
época.<br />
Era un sueño normal, me encontraba con Daniel en clase o en la calle, sin embargo,<br />
rarezas que tienen los sueños, en los que cambias de ubicación de un segundo a otro,<br />
aparecí en un entierro, ayudando a mi tío. Habíamos cavado ya un hoyo muy profundo,<br />
sin embargo mi tío no dejaba de cavar. No sabía a quién íbamos a enterrar, pero por el<br />
olor, el cuerpo debía llevar muerto varios días y me corroía la impaciencia por<br />
enterrarlo de una vez.<br />
Sin embargo, mi tío no paraba de excavar haciendo el hoyo más y más profundo.<br />
“Cosas así es mejor enterrarlas en el infierno”, me dijo.<br />
Él seguía cavando con su pala. Yo no podía ayudarle. El olor ocupaba mis manos,<br />
tapándome la cara con mi ropa. No podía respirar, sentía que mis pulmones peleaban<br />
por huir de mi cuerpo. El calor parecía aumentar a medida que ahondábamos en aquella<br />
tumba.<br />
“Por favor Alfredo, vámonos de aquí”.<br />
“Ya falta poco”.<br />
El olor empeoraba con cada segundo y yo me revolvía en el suelo, sintiendo en aquel<br />
cubículo exactamente lo que se siente en una cámara de gas.<br />
De repente, comprendí el empeño de mi tío. No intentaba enterrar un cadáver, ¡estaba<br />
desenterrándolo! Con cada golpe de pala, el olor incrementaba. El cadáver debía estar<br />
cerca. Un brazo apareció de entre la tierra, gris y nauseabundo. El miedo me aterraba<br />
pero el olor me impedía reaccionar. De repente el brazo me agarró de una pierna y<br />
empezó a tirar de ella. Me arrastraba y con mis pulmones en huelga, no alcanzaba el<br />
oxígeno necesario para luchar por mi vida.<br />
“Te vienes conmigo”, dijo el cadáver y, extrañamente, sentí con toda claridad que era<br />
Nines quien hablaba.<br />
12
Me desperté de un grito, con el poco aire que había en mis pulmones, para descubrir una<br />
realidad aún mucho menos prometedora. El aire irrespirable que se había colado en mi<br />
sueño seguía ahí en la realidad, y venía sin ninguna duda del intestino de Carmela, que<br />
dormía silenciosa a mi lado.<br />
¡Mis pulmones habían sido ultrajados! Habían sido violados y torturados hasta casi mi<br />
muerte de manera mezquina mientras dormía. De manera cruel y sin compasión.<br />
Y al moverme intentando escapar, aire retenido entre las mantas salía libre, como al<br />
liberar las almas del infierno, golpeando mi cara y llenando mi aparato respiratorio de<br />
enfermedades aún sin cura.<br />
En esos momentos habría llenado mis pulmones con colonia, habría metido una fregona<br />
con lejía por mi esófago o llenado mis pulmones con el humo de mil cigarros de uranio<br />
enriquecido.<br />
No tengo recuerdos claros de cómo logré escapar de aquella situación, seguro que fue<br />
de alguna manera heroica. Lo que sí recuerdo es aquella sensación al volver a respirar<br />
aire puro, similar a la de un recién nacido fumador cuando da su primera calada a un<br />
pitillo, tras meses encerrado en un húmedo pero sexual zulo.<br />
También recuerdo que no quise ver a Carmela durante los días siguientes. No recuerdo<br />
si fingí estar enfermo o estuve realmente enfermo. Ambas opciones tienen mucho<br />
sentido. El suicidio también habría tenido mucho sentido. Creo que de algún modo,<br />
Carmela intentaba enseñarme algo importante: que la vida es dura cuando tienes cerca<br />
una gorda asquerosa a tu lado. Lección aprendida.<br />
No hace falta ser psicoanalista para analizar ese sueño. De una manera espiritual y<br />
compleja, se podría extraer el significado: Carmela estaba podrida por dentro.<br />
Yo, por mi parte, hice otra lectura. Después de aquel suceso, mi imagen de Nines<br />
empezó a cambiar. Es cierto que sólo había sido un sueño, pero teniendo sólo diecisiete<br />
o dieciocho años yo era muy vulnerable y de alguna manera o de otra, sabía que las<br />
palabras de Nines en mi sueño habían sido pronunciadas desde su lecho. De alguna<br />
manera, ese hostil ser era capaz de intervenir en mis sueños. Su pacto con el demonio<br />
había funcionado. La casi fosilizada bruja no estaba muerta por dentro. Sólo había<br />
dejado que la necrosis avanzara por su arrugada carcasa. Concentraba todas sus energías<br />
en sus pensamientos y poderes mentales para arruinarme la vida. Hasta ese momento,<br />
había sentido culpa por desear la muerte de Nines. Luego empecé a tener pensamientos<br />
suicidas. Decían, “Suicida a Nines, suicídala mientras duerme”.<br />
Eso del respeto a los mayores es una invención de lo más estúpida. Somos los jóvenes<br />
los que estamos fuertes y violentos. Son ellos los que deberían respetarnos a nosotros.<br />
Nines, sin embargo, no respetaba nada. Parecía meterse en mi mente y, siempre de<br />
alguna manera sutil para que mis tíos no lo notaran, me torturaba psicológicamente.<br />
Recuerdo en especial –y lo comento porque fue otro de esos hechos que afectaron al<br />
curso de aquellos años- un día, durante la ingesta de bazofia preparada por Ángela.<br />
Nines nunca se quejaba de su comida. Comía lenta, con brazo tembloroso. Cucharada a<br />
cucharada. Durante dos o más horas alimentaba los insectos y ratas que debían habitar<br />
dentro de su cuerpo. Años atrás, mis tíos y yo esperábamos pacientes a que terminara su<br />
plato. En aquella época, recogíamos la mesa y dejábamos a Nines atareada comiendo<br />
durante horas. A menudo seguía comiendo cuando volvía a casa para cenar.<br />
13
Aquella tarde me puse un tazón de leche en el salón y fui a la cocina a por galletas. Al<br />
volver al salón, una bola de espuma blanca naufragaba en mi tazón de leche. Cualquier<br />
otra persona podría haber pensado que se trataba de nata, pero aquel siniestro espécimen<br />
tenía trazas de ese grumo blanco transparente en su labio inferior. Además disimulaba<br />
con su mirada, intentando enfocar algo, sin encontrar nada que atrajera su interés.<br />
“Esto no puede ser”, dije incrédulo.<br />
Mi tía asomó por la puerta. “¿Qué no puede ser?”<br />
“Esta asquerosa y senil arpía ha soltado un gargajo en mi cuenco de leche”.<br />
Mi tía sonrió. “No digas tonterías, eso es nata”.<br />
Sin embargo, Nines apresuró a limpiarse los restos que habían resbalado por sus<br />
cuarteados labios, cuando Ángela no miraba.<br />
Yo había servido esa leche y no había nata. Además, la nata no tiene ese color<br />
transparente, no apesta a mandíbula postiza, ni a gingivitis, ni a carne en<br />
descomposición.<br />
Cuando Ángela se había ido de nuevo, Nines me miró con sus diminutos ojos y me dijo<br />
intentando disimular una sonrisa, “Bébete la leche”.<br />
Intenté pensar que todo habían sido alucinaciones mías y que aquello era realmente nata<br />
y, como entonando una canción de paz, levanté el tazón de leche con ambas manos y me<br />
lo bebí a tragos grandes.<br />
Esto hizo que la vieja rompiera a reír a carcajada limpia. Yo sentí los asquerosos<br />
grumos atravesando mi garganta, infectándome, y rozando la lengua justo en la zona en<br />
la que se detecta el sabor de podrida saliva con moco de una vieja, y comencé a<br />
convulsionar y, mientras las arcadas se convertían en vómitos, ese semidifunto pellejo<br />
no dejaba de llorar de risa hasta casi terminar con su vida.<br />
14
3<br />
Madurar no es llegar a ese punto de tu vida en el que decides hacer algo con ella. No es<br />
empezar a tener erecciones matinales involuntarias, ni dejar de tenerlas, ni caerse de un<br />
árbol y, si no te comen los animales, esperar a que tu peladura ennegrezca. Eso ocurre<br />
sólo si eres un plátano, pero ¿quién es un plátano en estos tiempos?, ¿quién?<br />
Madurar no es querer tener hijos, ni querer asesinarlos, ni sentar la cabeza, ni que te<br />
dejen de excitar las jovencitas. No es ponerse a comer queso como si lo fueran a<br />
prohibir, a lo loco, sin pensar en las consecuencias o cincelarse los genitales de manera<br />
inconsciente. Sin pensar en el futuro. A la gente que asocia la madurez con la<br />
responsabilidad le diría, “Nadie te ha preguntado”.<br />
Madurar es darte cuenta de cómo eres. Darse cuenta de verdad. Es muy fácil sentirse<br />
único, creerse especial y ver el mundo con ojos críticos. El mundo puede darte rabia o<br />
pena pero, cuando eso ocurre, ¿acaso no eres tú el infeliz? Entonces ¿no es posible que<br />
el problema no venga del mundo, si no de ti? Quizás Carmela no fuera tan espantosa.<br />
Quizás Nines no fuera tan malvada. Madurar es hacer esa adaptación de tu forma de ser<br />
que permite que el mundo sea más llevadero. Al menos, para no terminar loco, como un<br />
psicópata o como un sucio francés. En mi caso fue disfrutar de las cosas buenas.<br />
Encontrar algo bueno en todas las personas. Esa gente que tanto odiaba tenía algo<br />
maravilloso. Todo el mundo tiene algo maravilloso: somos mortales.<br />
Mi madurez llegaba lenta y tortuosa, mientras mi vida avanzaba, cabeza baja, como<br />
ternera camino del matadero. Mi vida continuó sin sobresaltos, pasando el tiempo<br />
inmerso en mis estudios y ayudando a mi tío a enterrar algunos de los fiambres que él<br />
no podía atender y, un día del todo inesperado, Carmela me dejó, rompiendo todo tipo<br />
de leyes naturales y lógica humana. Unos extraterrestres que, meses después se<br />
descubrió que estudiaban el comportamiento del ser humano, aparecieron ahorcados el<br />
día siguiente en las afueras del pueblo.<br />
Creo que si Carmela no me hubiera dejado, aún seguiría con ella. No por amor, ni<br />
cariño. Simplemente porque yo era un joven atontado, dormido en un abismo y sin<br />
posibilidad de despertar. Una persona que espera y deja correr su vida como se deja<br />
correr a un conejo antes de darle caza. Podría haber pasado todo este tiempo sin<br />
reaccionar y, aunque fue duro acostumbrarse a la nueva realidad lejos de Carmela, fue<br />
lo mejor que me podía haber pasado. Es duro acostumbrarse a la feliz realidad y a veces<br />
deseaba sentirme acosado por ese brutal orco, tocar su abundante grasa corporal y<br />
compartir los efluvios inmundos que emanaban sus fauces. Atracción fatal, supongo.<br />
Esos peludos dedos no volverían a tocar mi ya deformado y débil cuerpo. Para bien o<br />
para mal.<br />
Durante días me sentí nostálgico y taciturno. Y a veces lloraba, lo cual me hacía<br />
autocompadecerme más aún, puesto que me recordaba a cuando Carmela me desgarraba<br />
durante una de sus violaciones. Supongo que lo que sentía era más el miedo a no saber<br />
qué hacer durante todo ese tiempo que antes pasaba junto a ella.<br />
La tristeza siempre viene en el peor momento. Normalmente cuando te ocurren cosas<br />
malas. En este caso fue al revés. Pero pronto la tristeza desapareció.<br />
15
Por aquel entonces pasaba ocupado la mayor parte del tiempo con mis estudios y<br />
ayudando cada vez más en la tumba de la iglesia. Me había ganado la amistad de los<br />
viejos del pueblo imitando el sentido del humor de mi tío, con su falta de duelo y<br />
respeto hacia los muertos y, en general, hacia todas las razas.<br />
El día en que transcurrió el siguiente capítulo de mi vida, había un entierro cosmopolita.<br />
A menudo, gente de la gran ciudad cuyos padres o abuelos se habían criado en el<br />
pueblo, venían en verano desde la avanzada metrópolis, para pasar unas semanas en las<br />
tierras de sus raíces familiares. Esa gente cosmopolita traía ideas modernas y artilugios<br />
futuristas, a los que nosotros reaccionábamos con palos y piedras, más por miedo a lo<br />
desconocido que por falta de interés.<br />
Tenían carros motorizados, hablaban de manera extravagante y rara, y lucían ropajes<br />
que promovían ideas revolucionarias y desconcertantes. Odiaban pisar los excrementos<br />
de las vacas o incluso los inocuos olores que salen del aparato digestivo.<br />
Se creían muy especiales con sus andares estirados y sus uñas bien cortadas y limpias.<br />
Daniel y yo a menudo lanzábamos un ataque preventivo sobre esta gente, con una de las<br />
técnicas más viejas y eficaces del ser humano: lanzar dos pedradas y salir corriendo.<br />
La cuestión es que a mucha de esa gente de bien le gustaba venir a enterrarse al pueblo<br />
y, aquel día, se trataba de una señora de muy buen ver. Mi tío y yo nos encargábamos de<br />
la obra y, en parte por poner una nota de humor, en parte por hacer un cumplido a la<br />
difunta, dije:<br />
“A ésta aún se le puede hacer un apaño.”<br />
Mi tío sonrió. Miré a la gente esperando recoger una recompensa. Quizás una sonrisa<br />
cómplice, quizás unas carcajadas. Sin embargo, esa muchedumbre metropolitana debía<br />
estar hambrienta porque se ofendieron desmedidamente. Lloros, insultos e intentos de<br />
apaleo siguieron a mi frase.<br />
Recuerdo en especial, cómo me miraba con cara incrédula una chica que no había visto<br />
antes y que, poco después, descubriría que se llamaba Paula. En ese momento, las<br />
feroces voces que clamaban por mi vida me hicieron huir –lo que me hace pensar que el<br />
trabajo quedó a medias. “¿Qué habrá sido de ese cuerpo?”, me pregunto ahora, tras<br />
tantos años. Quizás siga allí, medio enterrado. Quizás todavía se le pueda hacer un<br />
apaño.<br />
Volví a ver a Paula tres horas más tarde, en la iglesia.<br />
Me enamoré de ella en cuanto la vi. Su cara era lisa como el culo de un cochino, sus<br />
ojos pálidos y azules. Sus manos no estaban agrietadas como las de un leproso y sus<br />
orejas no escupían una viscosa jalea real. “¿Qué echará en las tostadas?”, me pregunté.<br />
Su piel parecía suave como una excitante oveja y no agrietada por surcos, como si la<br />
cosechadora pasara por ella cada mañana. Bajo su nariz había una ausencia de pelo<br />
totalmente novedosa para mí. Tenía el pelo largísimo, casi como el vello púbico de<br />
Carmela, pero liso, en lugar de la maraña de alambres de espino que cubría tres cuartas<br />
partes del cuerpo de la citada bestia. Su largo pelo era marrón caoba, como una bonita<br />
mesa hecha de caoba, precisamente.<br />
Tenía una cara tan salada y a la vez tan dulce… como los churros, o como un chorizo<br />
bañado en caramelo, o como sardinas escarchadas. Mí tío la miraba como quien mira a<br />
un extranjero y yo, sin darme tiempo a dudarlo, me acerqué a ella y respiré su perfume.<br />
16
En lugar del olor a establo que acompañaba a Carmela, desprendía olores nuevos y<br />
estimulantes.<br />
Justo cuando rocé su brazo, mi corazón empezó a cantar una canción de mierda sólo a<br />
base de contracciones y arritmias, pero tocada con mucho sentimiento.<br />
La luz celestial de una bombilla caía sobre su cara y, por un momento, me pareció estar<br />
delante de un ángel con dos buenos melones.<br />
Quise disculparme por mi comentario sobre la difunta y a la vez, alagar la belleza de<br />
esta ninfa cosmopolita. La falta de riego sanguíneo me hizo mezclar ambas cosas<br />
desafortunadamente.<br />
“Tú eres más guapa que aquella mujer. Mucho más guapa”.<br />
Ella me examinó de arriba abajo, con cara de no saber qué está pasando.<br />
“Entierro a los fiambres”, añadí para que me ubicara, y señalé al cementerio a un lado<br />
de la iglesia. Ella buscó con la vista a su familia, que se encontraba a varios metros.<br />
Palpó en busca de su spray anti-violaciones antes de contestar.<br />
“Muy bien”, contestó.<br />
Y se alejó de mí como se aleja un gato de un restaurante chino y allí me quedé yo, con<br />
mi carnoso -y lleno de proteínas- corazón en la mano,<br />
Supongo que la primera impresión no fue la mejor primera impresión del mundo. Sin<br />
embargo, la vida te enseña que la primera impresión no siempre es la acertada y una vez<br />
más, como veréis a lo largo de este relato, la primera impresión puede cambiar.<br />
17
4<br />
Los testículos están cubiertos tan solo de una fina y vulnerable capa de piel llamada<br />
bolsa escrotal, muy sensible a los picotazos de gallina. Sin embargo, por muchas<br />
terminaciones que digan que tenemos en el escroto, el amor es un sentimiento mucho<br />
más poderoso que el que puedas sentir al pillarte las pelotas con una puerta.<br />
Aquella noche al llegar a casa no podía pensar en otra cosa que no fuera aquella chica.<br />
La imagen de su cara daba vueltas por mi cabeza. Intentaba reconstruir los momentos<br />
junto a ella y modificarlos, como si se pudiera cambiar el pasado con la mente.<br />
Intentaba cambiar mis palabras, intentaba cambiar su cara de odio por una sonrisa.<br />
Estaba obsesionado como un adicto a la heroína. Sólo que este caso yo no quería<br />
calentarla en una cuchara e inyectármela. Eso habría sido horroroso y muy complicado.<br />
Yo quería abrazarla. Susurrarle al oído esas tonterías bonitas que había aprendido de las<br />
películas. No podía pensar en otra cosa. Había perdido el apetito incluso antes de probar<br />
las asquerosidades que mi tía había cocinado. No podía dormir y sufría, pero a la vez me<br />
sentía feliz. Sentía mariposas en el estómago, como aquella vez que Ángela añadió unos<br />
capullos de seda al cocido.<br />
Todavía tuve ocasión de ver a aquella preciosa chica un par de veces más, antes de que<br />
volviera a su vida urbana de la gran ciudad.<br />
La mañana siguiente al entierro tuvo lugar un encuentro casual, tras una espera de varias<br />
horas delante de su casa. Allí entoné el “Mea culpa” y empezamos de cero. Lo primero,<br />
su nombre: Paula.<br />
Paula era completamente distinta a cualquier chica que hubiera conocido antes.<br />
Carmela, desde su fosa séptica hasta sus cloacas, parecía tener una serie de tubos<br />
conectados con un crematorio. Combustiones y olores horribles salían por cada uno de<br />
esos conductos. Paula olía a flores, a frutas o a vainilla. Era tan delicada que daba miedo<br />
tocarla. Tan delicada que resultaba sucio cogerla de la mano sin haberte limpiado las<br />
manos después de defecar. No podían ser hembras de la misma especie.<br />
Al estar sus familiares cerca, Paula y yo no pudimos hablar todo lo íntimamente que me<br />
habría gustado y sólo entendí la mitad de lo que ella dijo, pero reí de vez en cuando para<br />
parecer simpático. Una risa nerviosa de la que ahora me siento avergonzado. Ella se<br />
sorprendía con cada una de mis ingeniosas frases y cada vez que habría la boca, ella<br />
miraba a sus primas, quienes reían sin parar. A veces, antes de terminar mis frases, ellas<br />
ya se estaban riendo. A veces incluso antes de empezarlas. Cuanto más se miraban entre<br />
ellas, más se reían. Debía caerles tan bien que esa misma tarde, me vieron por la calle y<br />
tuvieron que ocultar sus carcajadas.<br />
Paula era más o menos de mi edad. Era tímida. Reservada. Tenía una voz suave, dulce.<br />
Estudiaba enfermería, lo cual, me sedujo aún más. Me la imaginé vestida sólo con una<br />
bata y tocándome sensualmente, como las ovejas disfrazadas de enfermeras de aquellas<br />
revistas porno que me había dejado mi amigo Daniel.<br />
He de apuntar aquí que la gente de la ciudad es mucho más fría que la del pueblo. No lo<br />
digo por su calor corporal. Eso depende de si la ciudad está en llamas y, además, no<br />
tuve tiempo de comprobarlo. Y cuando lo intenté la cosa se violentó. Aún así, el ceño<br />
18
fruncido de Paula, sus dientes moviéndose unos contra otros, todo tenía un componente<br />
sexual.<br />
“Paula, ¿es posible que nos volvamos a ver? Me gustas tanto que podría matar algún<br />
familiar tuyo, si su entierro es la única manera de hacerte volver a este pueblo”.<br />
Fue emotivo averiguar meses después que la mujer que habíamos enterrado, la madre de<br />
Paula, había sido asesinada. El párroco de la iglesia me había hecho creer una gran sarta<br />
de cosas espirituales, algunas de ellas bastante raras, pero nunca había experimentado<br />
una coincidencia así. Supongo que a veces Dios me susurra las frases más<br />
desafortunadas, con afán científico, sólo para ver qué ocurre.<br />
Era el día de la despedida. La familia de Paula volvía a la ciudad y yo casualmente<br />
estuve allí, esperando hasta que apareció. Le cogí la mano intentando transmitir algún<br />
tipo de electricidad. Pero no electricidad como en aquella broma que me gastó mi tío,<br />
con un cable pelado conectado a la corriente eléctrica. Esta era energía positiva. Al<br />
acariciar su mano, noté que su piel no era la lija que cubría las pezuñas de Carmela. Los<br />
mejillones se habían convertido en delicadas uñas y sus brazos no eran fuertes y<br />
peludos, aunque igualmente se mostraban violentos contra mi persona.<br />
Recordaré aquella despedida toda mi vida. Cada uno de esos segundos en mi memoria<br />
ha escapado de una horrible muerte cada noche de excesos. Otros recuerdos menos<br />
afortunados han perecido en los últimos años. “Esto es un genocidio”, gritan las<br />
neuronas que sobreviven. Cuando sube la marea, sólo las neuronas más selectas tienen<br />
sitio en el bote salvavidas. “¿Tú qué información tienes?”, pregunta una neurona con<br />
una gorra de gendarme. “El secreto de la vida eterna”, “¿Y esa otra neurona?”, “Creo<br />
que recuerdos de una despedida en la que no ocurrió nada, con una desconocida de la<br />
ciudad”. Pues no hay sitio para las dos. El secreto de la vida eterna ha tomar por culo,<br />
neurona que se deja a la deriva y morirá, seguro, antes del amanecer. Sin embargo,<br />
quedan esas otras neuronas que lo aguantan todo. Esas que guardan información<br />
eternamente, por mucho que te empeñes en olvidar.<br />
“¿Podré escribirte? Dame tu dirección y te escribiré”, le dije a Paula.<br />
Ella escribió su dirección o algo así, con una calavera, letras ilegibles dispersas por el<br />
papel y símbolos extraños entre los que había una cruz gamada, y me lo dio. Intenté<br />
descifrar su dirección postal a partir de aquellos garabatos, pero nunca contestó a mis<br />
cartas.<br />
Las semanas pasaron y mi esperanza de volver a saber de Paula se fue desvaneciendo.<br />
¿Qué podía hacer? Supongo que en el fondo no había pasado nada entre los dos, pero en<br />
mi mente infantil y enamoradiza, yo sentía que Paula era para mí. Habíamos nacido el<br />
uno para el otro. Era distinta. Era una princesa en un mundo de Carmelas y su ausencia<br />
me encogía el corazón.<br />
Aquel mismo día de la despedida, horas más tarde, me encontraba en el salón, en casa<br />
de mis tíos. Nines, detectando la pena en mi cara, puso su mano sobre mi hombro. Lo<br />
agarró firmemente y lo apretó. Sentí su afecto y su apoyo en esa huesuda y siniestra<br />
mano. Lo apretó más y más y sus uñas empezaron a clavarse sobre mi piel. Intenté<br />
soltarme pero su garra estaba anclada, apretando más y más fuerte. Unas uñas tan<br />
oxidadas que días después tuve que ir a ponerme la antitetánica. Yo empecé a gritar<br />
pero no conseguía separarla. Ella apretaba y apretaba con fuerza y, cuando<br />
prácticamente sus seniles zarpas alcanzaron mi hueso, apareció mi tía Ángela.<br />
19
Nines rápidamente quitó su mano de mi hombro y yo me alejé corriendo, alterado,<br />
comprobando la profundidad de las heridas y si me estaba desangrando.<br />
“Hay que enterrar a esa bruja”, dije.<br />
“¿Cómo puedes decir eso? ¿No te da vergüenza?”, preguntó mi tía a la vez que se<br />
alejaba hacia la cocina.<br />
Antes de salir del salón, mientras con la otra mano intentaba reubicar el hombro en su<br />
posición para que los huesos rotos soldaran correctamente, miré una vez más a esa<br />
siniestra vieja, y una malévola sonrisa salía de su cara. Sus ojos pequeños y brillantes<br />
me miraban desafiantes.<br />
Siempre pensé que los platos nauseabundos de mi tía nos acortarían la vida a todos y,<br />
por supuesto, también a Nines. Pero ese ancestro viviente parecía perfectamente<br />
acostumbrado a todo. En su boca tenía un vórtice que transportaba esas asquerosidades<br />
alimenticias a otro espacio, quizás a otro planeta a años luz de la Tierra. Donde fuera<br />
que aparecieran, por extrañas costumbres culinarias que tuvieran los extraterrestres que<br />
allí se encontraban, no las recibirían con agrado.<br />
Nines era inmortal. Un día llegó un ser del averno, con cara de calavera, vestido de<br />
negro y una guadaña.<br />
“Vengo buscando a Nines”, dijo.<br />
Le vi entrar en el salón y quedarse quieto durante largo rato mirando a Nines. Tiempo<br />
después se sentó junto a ella, silencioso y paciente.<br />
“No le debe quedar mucho. Me sentaré a esperar”, dijo.<br />
Con el tiempo empezó a mirar el reloj. Pasaron los años y otro día volvió a sonar la<br />
puerta. Abrí y había otro señor, también de negro, cara huesuda y con otra guadaña.<br />
Dijo, “Vengo buscando al Sr. Muerte”.<br />
Nines era de otro mundo. Era funesta. No quería volver a cruzarme con ella. Aquella<br />
noche no quería volver a casa, no hasta que la buena de Nines se hubiera acostado o<br />
muerto, así que fui directo al cementerio, donde sabía que encontraría a mi tío.<br />
Alfredo estaba sentado encima de una caseta de madera observando las luces espaciales<br />
y los agujeros negros y todo eso. Me senté a su lado silencioso.<br />
La luna estaba llena. Era una luna gigante y llena de cráteres y astronautas. Una luna<br />
que me recordaba mucho a una sandía, pero completamente redonda y blanca y sin<br />
pepitas. Y del tamaño de un camión.<br />
Tras varios minutos en silencio, miré a mi tío y le dije, "Estoy enamorado".<br />
Normalmente, en las películas, éste habría sido el momento romántico perfecto para<br />
besarnos, pero mi tío y yo nunca nos habíamos dado el lote. Por lo menos desde que yo<br />
tenía uso de razón. Y, además, tampoco teníamos ningún interés en hacerlo ahora. En<br />
lugar de eso, continué hablando.<br />
"Es una chica de la ciudad. Se ha ido. No sé si la volveré a ver".<br />
Mi tío dejó pasar unos segundos escogiendo sus palabras. "¿Cuala?", dijo.<br />
Acerqué mi cabeza hacia mi tío disimuladamente, intentando olfatear vino o algún otro<br />
fármaco, pero sólo los horribles vapores producto de la comida de mi tía salían de su<br />
boca.<br />
20
"¿Cómo?", repliqué yo.<br />
Ahora mi tío escogió mejor sus palabras.<br />
"Síguela. No la dejes escapar. Vete a la gran ciudad. Ha llegado tu hora de sacar las alas<br />
y volar por ti mismo. Eres un chico joven y listo. No puedes pasarte la vida encerrado<br />
en este pueblo, enterrando gente y viendo tu vida pasar en blanco como tu tío. Sal a ver<br />
mundo y encuéntrala. Además esa chica estaba muy buena", añadió.<br />
La verdad es que la idea era tan esperanzadora como aterradora.<br />
“Yo dejé escapar mi oportunidad para irme de aquí”, continuó mi tío, “Era la mañana de<br />
un sábado. Tenía la maleta hecha y el tren estaba a punto de partir. Sólo tenía que<br />
haberme tirado a la vía y esperar. Sin embargo, dejé pasar mi oportunidad y ahora sigo<br />
aquí.”<br />
¿Había sido eso una broma? Es igual. La cuestión es que mi tío tenía razón. El amor es<br />
algo genial que sólo las personas muy especiales y las prostitutas te pueden dar. Yo al<br />
fin lo había encontrado y tenía que luchar por él. La verdad es que la tarea de encontrar<br />
a Paula en una gran ciudad se presentaba complicada, pero no lo sería tanto encontrar<br />
prostitutas.<br />
No muchas semanas después de aquello y, en ese momento sin demasiado interés, se<br />
fue forjando mi camino hacia un mundo distinto, lejos del pueblo que me había visto<br />
crecer, y de cuyos alrededores prácticamente no había salido desde mi llegada, tras la<br />
sangrienta y macabra muerte de mis padres.<br />
En la escuela no me iba mal y un día vino un personaje de la ciudad de cara inexpresiva<br />
y con un acento de lo más refinado. Trajo unos exámenes a los que él llamaba “tests”.<br />
Sacó conclusiones vejatorias de la enseñanza de nuestro instituto, pero en mi caso<br />
quedó satisfecho. La finalidad de estos “tests” era la posible admisión dentro de alguna<br />
universidad y así, de la noche a la mañana, se me abrió una posibilidad jamás<br />
premeditada que me llevaría a la gran ciudad, en busca del amor y de un futuro digno.<br />
Rebajarme a escribir todas mis intimidades demuestra que no lo conseguí.<br />
Un par de sucesos aceleraron mi marcha del pueblo. Hechos que sesiones de<br />
electroshocks no han conseguido borrar. Me dispongo, por si no lo ha notado el lector, a<br />
narrarlos:<br />
No siempre me ha dado miedo la oscuridad. De joven, los fantasmas y monstruos que<br />
me imaginaba, tenían mala pinta, se mostraban hostiles y está claro que deseaban mi<br />
muerte, pero también estaba claro que no conseguían, porque cada mañana despertaba<br />
ileso y no me faltaba ninguna extremidad ni nada. Así que tras los años, tras muchos<br />
años, había perdido el miedo a la oscuridad. Quizás los monstruos no buscaban mi<br />
muerte, si no el típico joder por joder. Típicas bromas de campamento. Quizás se tiraran<br />
pedos en mi cara o me metieran su fantasmal polla en la boca mientras dormía. Siempre<br />
despierto con un extraño aliento que podría corroborar esas sospechas. En cualquier<br />
caso sus juegos, por mezquinos que fueran, eran inocuos contra mi vida, y el miedo a la<br />
oscuridad desapareció durante meses. Hasta aquella noche.<br />
Era la típica oscura y fría noche de otoño. Adivinen su color. Exacto, negro. Desperté<br />
sobresaltado al notar algo frío tocándome la cara.<br />
El miedo actúa de forma extraña. Todavía conservamos un acto reflejo de nuestros<br />
antepasados calamares, de soltar una mancha negra por la retaguardia en momentos de<br />
pánico. La técnica calamar ya no es de mucha ayuda hoy en día. Sólo en caso de que un<br />
21
asesino muy pulcro intente asesinarte. En caso de no ser tan pulcro, la técnica calamar<br />
sólo añadirá el despojo de tu dignidad a las certeras cuchilladas del asesino.<br />
Fuera lo que fuera lo que me tocó la cara, era rugoso, áspero, frío y estaba vivo. El<br />
pánico activó la técnica calamar y, con los nervios, tardé unos segundos en lograr<br />
encender la luz.<br />
Cuando lo hice no había nadie en mi habitación. No obstante podía detectar una<br />
presencia enemiga. No sé donde, pero sentía que me acechaba. Al mirar mi cama vi,<br />
para el más asqueroso de los ascos, que la dentadura postiza de Nines y una humedad<br />
que nunca sabré que es, yacían sobre la almohada, descomponiendo las sábanas y el<br />
tejido de la almohada como si de ácido sulfúrico se tratara.<br />
Toda mi cena se convulsionó intentando salir tal y como había entrado, sólo que con<br />
una apariencia y un olor algo mejores que cuando mi tía la sirvió en la mesa.<br />
¿Qué mente maníaca podía haber hecho algo así?<br />
Entré en el cuarto de Nines y ella no estaba. Busqué por los pasillos, por la cocina, no<br />
estaba por ninguna parte. Fui de nuevo a la cocina, cogí el cuchillo más largo y afilado<br />
que encontré, y esperé en el salón, sin pestañear, con el cuchillo en la mano hasta que<br />
amaneció.<br />
Cuando mi tío y Nines se sentaron en la mesa para desayunar, yo miré a Nines fijamente<br />
a los ojos. Ella fingía no verme, pero de vez en cuando se sonreía y levantaba la mirada<br />
desafiante. Me aseguré de que mi tía estaba en la cocina y mi tío ocupado, mirando su<br />
tazón de leche.<br />
Nines levantó la cara y le hice, disimuladamente con una mano, la mundialmente<br />
conocida señal de “te voy a cortar el cuello”.<br />
“¿Acabas de amenazar de muerte a la buena de Nines?”, preguntó mi tío de pronto, sin<br />
levantar la cabeza y sin alarmar su voz. Añadió, “Así no te librarías de ella. Sería mejor<br />
enterrarla viva”.<br />
A este comentario Nines no hizo ninguna señal. Seguía masticando muy lentamente,<br />
mirándome de vez en cuando con el rabillo del ojo. ¿Devolver a su tumba a este muerto<br />
viviente? No era mala idea y devolvería el orden de las cosas. Los fósiles han de estar<br />
bajo tierra. No habría que excavar mucho. Cada semana, ese decrepitoso cadáver que de<br />
vez en cuando daba señales de vida, parecía estar consumiéndose más y más. Sin<br />
embargo una y otra vez me venían imágenes de aquella pesadilla en la que<br />
desenterrábamos a Nines y seguía viva, y desprendía aquel olor que causó, años más<br />
tarde, que tuvieran que operarme de la pituitaria. Olor, todo sea dicho, producido en la<br />
fábrica intestinal de la gorda y nauseabunda Carmela. A veces la realidad se cuela de<br />
esa manera en tus sueños. Es como cuando en mitad de una pesadilla en la que te están<br />
violando, te despiertas y dices “Ah, no hay por qué alarmarse. Es papá”.<br />
En esos momentos entró mi tía, dejando unas tostadas de pan rancio y mermelada hecha<br />
con sal y benceno sobre la mesa, cortando mi línea de pensamientos.<br />
Sólo una certera patada en el centro de mi espinilla los reactivó de nuevo. Una patada<br />
que venía, sin ninguna duda, de ese diablo de cara arrugada, Nines. Mi archienemigo.<br />
Mi Némesis.<br />
Allí terminó aquel suceso, sin embargo, para lograr la calma de espíritu que busco, voy<br />
a tener que contarlo todo, recordando incluso momentos que he enterrado y ni el mejor<br />
de los psicólogos en estado de hipnosis ha podido desenterrar. Recuerdo que uno de mis<br />
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psicólogos, uno con numerosos diplomas en la pared, me susurró, “Hay cosas que es<br />
mejor guardárselas, no contarlas. Al menos no contármelas a mí. Tu pasado es horrible.<br />
No me hagas vivir a mí con ello”.<br />
El desagradable suceso que me dispongo a relatar, tuvo lugar semanas antes del<br />
incidente en el que la dentadura de Nines apareció en mi cama.<br />
Aquel día Ángela me pidió –si es que se puede utilizar el verbo “pedir” para algo así-<br />
que limpiara a Nines, quien parecía haber relajado sus esfínteres. No sé cómo pude<br />
aceptar la tarea. Supongo que era un joven valiente y estúpido. Sin miedo a la muerte.<br />
No recuerdo que mi tía me apuntara con una escopeta, así que supongo que además de<br />
estúpido, era obediente. Al menos Nines parecía dormida, lo que facilitaría el trabajo<br />
mentalmente.<br />
Tengo que secarme las lágrimas para poder escribir esto. Si cualquiera de estas frases<br />
termina abruptamente siendo el final del relato, entienda el lector que no he podido<br />
soportar esta carga.<br />
La cuestión es que mientras limpiaba con un trapo la comida aún no digerida que tenía<br />
ese vegetal por las piernas, y aspirando aquellos vapores infectos, algunos de mis<br />
órganos, renunciando a esa vejación, dejaron de aceptar el turbio oxígeno y se<br />
suicidaron en aquel momento.<br />
“¿Qué hice en una vida pasada para merecer esto?”, me preguntaba, “¿Qué es lo que<br />
hice tan horrible? ¿Crímenes contra la humanidad? ¿Genocidios múltiples? Sea lo que<br />
sea, estoy pagando con creces”.<br />
Y cuando ya casi había terminado, comenzó un sonido similar al que hace un arroyo de<br />
poco caudal entre los guijarros. Lamento la caligrafía, pero he tenido que tomar muchos<br />
ansiolíticos para terminar este párrafo. La vieja había empezado de nuevo su festival de<br />
deshidratación, y lo peor de todo es que estaba despierta y mirándome. ¿Lo había estado<br />
desde el principio?<br />
Y, sonriendo, dijo, “Ahora te toca limpiarlo”.<br />
Y su cara mostraba orgullo, como si todo estuviera planeado desde el principio. Como<br />
si esto fuera la culminación sublime de un plan maestro, diseñado durante años. Años<br />
después, descubrí que así había sido.<br />
23
5<br />
El día que me fui de esa casa lo hice deprisa, sin demasiadas despedidas. Mi tía ya se lo<br />
imaginaba, y la idea flotaba en el aire desde hacía un mes. También Nines se había<br />
comportado de manera distinta las últimas dos semanas. Al menos no hubo incidentes<br />
con ella. Tras los últimos sucesos, yo seguía sin querer saber nada de ella hasta la<br />
ansiada noticia de su muerte, pero quizás Nines comprendiera que, en su estado de<br />
salud, mi marcha podía ser un “hasta siempre” más que un “hasta luego” y mucho más<br />
que un “buenos días”, y creo que dejó de hacerme la vida imposible para ganar algo<br />
cariño. Supongo que todos necesitamos alguien que nos recuerde cuando nos hayamos<br />
ido. De esa manera, es como si tu alma se masturbara sobre los vivos. Espiritualmente,<br />
claro.<br />
El día que me fui, di un abrazo a mi tía y, supongo que por la pena y el miedo que<br />
sentimos todos ante un cambio importante, me acerqué a Nines y, con un beso en la<br />
frente, intenté decirle que le perdonaba por todo y que esperaba que le fuera bien en su<br />
miserable vida. Es algo normal sentirse aprensivo ante los cambios. Nos da miedo<br />
cuando se nos caen los dientes de leche o cuando te acuestas con una mujer y te<br />
despiertas con una cicatriz en el costado y un riñón menos. Luego la vida se supone que<br />
no te cambia tanto. En cualquier caso te queda esa sensación de “¿por qué se habrá<br />
molestado en coserme?”, te preguntas.<br />
Volviendo a aquella despedida, di un beso a Nines en la frente y la muy hija de puta,<br />
conociendo a la perfección la disposición de mi cerebro y, sabiendo de antemano lo que<br />
iba a hacer, anticipándose al futuro, se había rociado la frente con algo tóxico que me<br />
dio alergia y sarpullidos, dejando mis labios del tamaño de dos pimientos rojos durante<br />
días. Esa bruja sudaba alguna sustancia corrosiva.<br />
Al montar en el tren, no sólo me despedía de mi familia y de la que había sido mi casa.<br />
También lo hacía del resto de pueblerinos, de mi único amigo Dani, de mi primer amor<br />
Carmela y del pueblo que me había visto crecer. También me despedía de un pájaro que<br />
tenía en una jaula como mascota, al que olvidé por completo al marcharme a la ciudad,<br />
y el caprichoso destino quiso que muriera de hambre esa misma semana.<br />
En aquel tren sentí la soledad de una manera que no había sentido en toda mi vida. Ni<br />
siquiera cuando estás rodeado de gente y nadie te habla -posiblemente porque se trate de<br />
un entierro- o ni siquiera la soledad que siente un astronauta que ha discutido con su<br />
mujer estando, como casi todos los astronautas, en la Tierra.<br />
Me sentí solo de una manera que no podía soportar. Mi vida empezaba de nuevo. Esta<br />
vez empezaba de cero y todo lo que había conocido hasta ahora no servía. Era el<br />
momento de hacer una criba de neuronas. Borrón y cuenta nueva. No pude controlar las<br />
lágrimas en varias ocasiones al pensar en el pasado como algo que no volvería, al darme<br />
cuenta de que el tiempo era lineal como un recto y no curvo y maloliente como un<br />
intestino grueso.<br />
Por una parte era el miedo a la soledad. Pero sin duda lo que más me aterraba era el<br />
miedo al cambio. Es como cuando vas a comprar pan y en lugar de pan tienen un<br />
pseudo producto llamado pan integral, hecho con restos y, en el momento de su<br />
invención, debía estar destinado únicamente al tercer mundo. Entonces pagas y viene lo<br />
que yo más temo, el cambio.<br />
24
El tren se encontraba medio vacío como un vaso medio lleno, y hasta la mitad del<br />
recorrido no montó nadie en mi cabina, una de esas de seis asientos, enfrentados tres<br />
contra tres. En una parada entró un hombre con bigote y, por tanto, de buena familia.<br />
La cara de color piel, pelo castaño, ya saben, un típico humano. Se sentó en frente de mí<br />
y puso una cesta que olía a pasteles a su lado, y se quedó quieto y erguido en su asiento,<br />
mirándome. Cuando, casi como un acto reflejo, miré a la cesta, él, también como un<br />
acto reflejo, acercó su mano hacia los pasteles, como diciendo “Son míos”.<br />
Parecía simpático. Algo me inspiraba confianza. Puede que fueran sus pasteles. La<br />
gente que come pasteles siempre es mejor persona que la que come bebés muertos.<br />
Mucho mejor persona.<br />
Sin embargo, yo no estaba con el ánimo para hablar y miraba, fingiendo ver algo, por la<br />
ventana. Pero no dejé de notar su punzante mirada sobre mi cara. Mientras<br />
atravesábamos un largo túnel, me dijo, “Es bonito el paisaje, ¿verdad?”.<br />
De esa silvina manera empezamos a conversar. El hombre era un reputado veterinario y,<br />
por motivos de trabajo, había tenido que salir de la ciudad. Yo le comenté mis motivos<br />
para ir a la ciudad y mi estúpida cruzada en busca de Paula, y nos enzarzamos en una<br />
conversación seria.<br />
La calidad humana de ese hijo de puta era digna de mención. Su bondad y generosidad<br />
destacaban por encima de nada, y su amabilidad aún se menta en los clubes más selectos<br />
de gitanos. Tenía una educación tan exquisita, que meterse un dedo por el culo y dárselo<br />
a oler, estaba fuera de lugar.<br />
En un momento dado apareció el revisor y me pidió el billete. Le enseñé mi ticket. Lo<br />
estuvo inspeccionando durante más de un minuto. Le hice un gesto al hombre del bigote<br />
para que sacara su billete, a lo que el revisor preguntó, “¿A quién hablas, chico?”.<br />
“A él”, dije señalando al hombre del bigote.<br />
“Ahí no hay nadie, chico,” y añadió, “Espabila”.<br />
¿Me estaba imaginando a aquel tipo? No podía ser, había traído pasteles. ¿Cómo una<br />
persona imaginaria iba a traer pasteles? Sólo como una prueba científica le pregunté,<br />
“¿Tienes pasteles en esa cesta? ¿Me das uno?”<br />
El tío me lo dio y, retomando el tema de Paula y de mi estúpida búsqueda, añadió:<br />
“En la vida siempre hay que seguir adelante. Hay que superar el pasado. Escalarlo. ¿Ves<br />
aquella montaña?”, dijo mirando por la ventana. Era una gran llanura. “Es como si<br />
quisieras escalarla y no te llegaran las fuerzas”.<br />
“Ya, pero es que es una llanura”, dije yo.<br />
“Aunque no te lleguen las fuerzas, tienes que seguir, clavando tu piolet y subiendo hasta<br />
la cima”.<br />
“¿Y si no tienes piolet?”, pregunté, sonriendo.<br />
“¿No tienes piolet?", preguntó él.<br />
Me estaba perdiendo. Por un momento no supe de qué hablábamos. ¿Qué me estaba<br />
preguntando?<br />
“¿Tú tienes piolet?", pregunté yo.<br />
25
"Yo no escalo montañas. Odio las montañas. Por eso vivo en la ciudad". Mi cerebro<br />
debía estar licuándose. Esto empezaba a perder el sentido, sin embargo, el revisor<br />
apareció de nuevo.<br />
“¿Puedo?”, preguntó al señor del bigote. Cogió uno de sus pasteles y empezó a comer.<br />
“¿Tampoco existen esos pasteles?”, le pregunté al revisor.<br />
“¿Qué pasteles? Aquí no hay ningún pastel”. Y, mientras lo decía, intentaba fingir que<br />
no estaba comiendo, pero pedazos de pastel asomaban por su boca. “¿Me puedes<br />
enseñar tu ticket?”, me preguntó.<br />
Ya se lo había enseñado antes, pero no me costaba nada mostrárselo de nuevo. Lo saqué<br />
del bolsillo y se lo ofrecí.<br />
Él se quedó mirándome con cara de loco, esperando algo más.<br />
“Aquí no hay ningún ticket”.<br />
¿Se estaba quedando conmigo?<br />
“Si no tienes ticket voy a pedirte que te bajes en la siguiente parada”. Se dio media<br />
vuelta y se fue.<br />
Me quedé con cara de loco mirando al hombre del bigote, quien hizo gesto de “Pasa de<br />
él”.<br />
El hombre del digno mostacho era un tipo interesante. Me hizo comprender cosas acerca<br />
de la vida, del amor, de la felicidad. Lo único que recuerdo realmente es a mí, diciendo<br />
“No lo olvidaré nunca, te lo prometo”.<br />
Cuando estábamos a punto de llegar, el hombre del bigote comentó, “Qué raro que no<br />
haya venido el revisor en todo el viaje”. Eso me desconcertó, pero justo medio minuto<br />
después, el revisor entró de nuevo en nuestra cabina y se miraron. De hecho se quedaron<br />
mirándose durante un interminable minuto. “Esto aclarará las cosas”, pensé.<br />
“¿Me enseñas tu ticket?”, le preguntó al tipo con bigote.<br />
Se lo enseñó. El revisor lo inspeccionó detenidamente y se lo devolvió con un gesto de<br />
aprobación. Se dio media vuelta y salió, pero justo antes de cerrar la puerta, asomó la<br />
cabeza de nuevo, y preguntó, “¿No ha montado nadie más en esta cabina?”<br />
“No”, contestó el señor del bigote.<br />
26
6<br />
El tiempo pasa tan deprisa que te arrolla y no da tiempo a echarse a un lado. Si tienes<br />
suerte te deja un zumbido y agradables cosquillas en la oreja. Si no, te espachurra<br />
menguando tu cuerpo y dándole horribles formas como una sucia Carmela. En cualquier<br />
caso, tu vida pasa en un pestañeo. Abres los ojos y estás tocando una asquerosa<br />
placenta, pestañeas y estás tocando un asqueroso lecho de muerte y, entre tanto, ¿qué<br />
hay?, un doctor cortando tu cordón umbilical, la espera en la cola del cine, un<br />
crucigrama interminable, una larga y tediosa vida… el tiempo vuela.<br />
Los cambios y salir de la rutina te hacen creer que los días son más lentos o, quien sabe,<br />
otro tipo de cosas. Crees que toda una vida es suficiente. Pero no lo es, por ejemplo,<br />
para encontrar el amor de tu vida. El mundo es muy grande. Si dicen que es un pañuelo<br />
es porque está lleno fluidos viscosos, pero la verdad es que cada día juega en tu contra y<br />
lo peor es que cada día que pasa y no encuentras el amor de tu vida, ella podría estar<br />
engordando.<br />
La vida universitaria me ilusionaba tanto como un vecino nuevo a un psicópata, y me<br />
centré en ella al cien por cien. Intenté estudiar Historia. No lo conseguí.<br />
Pronto me asenté en un ático oscuro con mis compañeras las ratas, de higiene muy por<br />
encima a la de aquella novia mofletuda de mi adolescencia, Carmela. Era un ático<br />
lúgubre y húmedo y en varios de sus rincones crecía musgo y líquenes. En esos detalles<br />
también me recordaba a los espacios húmedos de mi buena Carmela. No lo sé, puede<br />
que aquella nueva etapa me estuviera volviendo algo nostálgico. “Demencia<br />
prematura”, lo llamó un importante neurólogo años más tarde.<br />
La búsqueda de Paula no fructificaba, por muchos teléfonos que marcara al azar, por<br />
muchas veces que gritara su nombre por las calles, ella no aparecía, como tantas veces<br />
había imaginado, desnuda de entre la gente para echarse a mis brazos. Me la imaginaba<br />
en su casa, mordiendo la goma de un lapicero, mirando por la ventana, pensando en mí<br />
y la oportunidad que habíamos perdido de estar juntos.<br />
En pocas semanas fui abandonando mi búsqueda, aceptando la realidad y a empecé a<br />
conocer gente, sin hacer amigos de verdad.<br />
Pronto empecé a trabajar de celador en una especie de hospital terminal. Hice<br />
entrevistas en distintos lugares de comida rápida y ropa, pero supongo que por estar ya<br />
acostumbrado a trabajar con la muerte, ese parecía mi sitio.<br />
Era un hospital pequeño, muy blanco, luminoso y limpio. Una vez murió un albino allí<br />
y nunca se encontró su cuerpo. Aunque por el olor se sabe la zona aproximada del<br />
cadáver. Sin embargo, en ocasiones el olor a lejía era tan fuerte en ese hospital, que no<br />
dejaba respirar los efluvios de la muerte.<br />
Allí conocí personas tan enfermas que con sólo mirarles te salían sarpullidos en los ojos.<br />
Algunos de ellos dejaban huellas grises en las baldosas, en las que nunca más volvieron<br />
a crecer baldosines. De ese tipo de personas que sabes que su carne estará a salvo de los<br />
buitres y las hienas cuando mueran, lo cual sabes que ocurrirá pronto. Cuando esa gente<br />
te habla, siempre tienes la sensación que se van a quedar a mitad de frase y que vas a<br />
tener que recoger sus desperdicios del suelo. Cuando trabajas de celador en un sitio así,<br />
empiezas a ver a los humanos como grandes montones de carne que, en cualquier<br />
27
momento, dejan de andar y empiezan a descomponerse. Como grandes bolsas de basura<br />
orgánica de varias decenas de kilos. Bolsas de carne no comestible con excrementos y<br />
orina en su interior que en cualquier momento salen a la superficie. A veces deseas que<br />
los pacientes vayan en una bolsa negra de plástico para ahorrarte trabajo.<br />
La cuestión es que mi responsabilidad allí era mínima y, aunque el sueldo no daba ni<br />
para pagar lo que retenía hacienda, mantenía mis horas haciendo algo. A veces es<br />
necesario estar ocupado. Creo que en el mundo no hay gente mala. Sólo hay gente poco<br />
ocupada.<br />
Un día me encontraba en uno de los sofás del área común del hospital, una especie de<br />
salón del centro donde los enfermos hacían sus castillos de naipes, castillos de fichas de<br />
dominó y castillos con otros artículos, algunos de ellos orgánicos, y otros aprovechaban<br />
sus últimos años a tope viendo películas de salvaje desdén cuando, de repente… ¡Pam!<br />
me quedé dormido.<br />
Allí, en aquella endémica sala, con los virus flotando por el aire e intentando colarse por<br />
los poros de mi piel, tuve sueños desconcertantes y, al despertar, aún seguía<br />
empalmado.<br />
La película con la que me dormí ya había terminado y la ventana mostraba el comienzo<br />
de la noche, un eclipse de Sol o algo peor: el enfriamiento solar. Al principio me asusté,<br />
“¿El fin del mundo a estas horas?”. Aquél sofá había actuado de máquina del tiempo<br />
transportándome al futuro, más allá de las fronteras del espacio-tiempo que podemos<br />
comprender. Es cierto que en el espacio no me había desplazado demasiado. Quizás un<br />
poco hacia un lado. Sin embargo el desplazamiento temporal era evidente. Mucho más<br />
allá de lo que las leyes físicas pueden explicar. Las tres horas habían pasado a velocidad<br />
de vértigo. No podía quedarme allí quieto. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Estoy<br />
perdiendo el tiempo. El fin del mundo estaba cerca y yo tenía que continuar mi cruzada<br />
para encontrar el amor de mi vida. Tenía que encontrar a Paula y decirle que la quería.<br />
Sin embargo antes de moverme, parecía razonable esperar a que la erección bajara.<br />
La parte subconsciente del cerebro tiene verdaderos problemas para entender las señales<br />
que le envía la parte consciente. Cuanto más quieres que tu erección baje, más sube.<br />
Igual que si piensas en no crear saliva, tu boca genera saliva a lo bestia, sin pensar en el<br />
mañana. ¿Por qué en aquel momento me pondría a pensar en todo esto? De repente mi<br />
boca empezó a generar saliva como un manantial y, al tener al cerebro ocupado<br />
concentrado en que no se notara mi erección, una catarata surgió de mi boca.<br />
Cuando te echas la siesta o duermes a deshoras, como fue el caso, el cerebro hace cosas<br />
raras. Despiertas desorientado y aturdido. Algunas neuronas creen que la noche ha<br />
llegado y comienzan a transitar por donde no deben y a delinquir.<br />
Cuando duermo a deshoras, a menudo sueño que estoy despierto pero no puedo<br />
moverme. Y en ocasiones una figura me observa. Aquella tarde me había ocurrido.<br />
Había visto la sala blanca, el techo, la televisión, pero no había podido mover mi<br />
cuerpo. Lo extraño es que, durante ese viaje desde el pasado al que podemos referirnos<br />
como “siesta”, me había parecido que era Paula quien me observaba.<br />
¿Me estaba volviendo loco? ¿Paula había estado allí realmente?<br />
Corrí por los pasillos, abrí todas las puertas, los cajones, pero nada… Había sido todo<br />
una ilusión. Me sentí tan desilusionado como un niño al que, en el día de su día de<br />
cumpleaños, le dicen que tiene cáncer. O tan desilusionado como un niño con cáncer a<br />
quien le dicen, el día de su cumpleaños, que no le han regalado nada ya que como va a<br />
28
morir en breve, sería tirar el dinero. Unos padres pragmáticos y ahorradores los de este<br />
ejemplo. Bien por ellos. Es importante enseñar a ahorrar a nuestros menores. Aunque en<br />
este ejemplo las enseñanzas caerán en saco roto.<br />
“Ha sido un momento un poco violento. Además siempre me haces quedar como la<br />
mala de la película”, me imagino a la madre diciendo a su marido tras haber dado las<br />
malas noticias al niño enfermo.<br />
“Calla, zorra”, me imagino diciendo al desalmado marido de este ejemplo.<br />
Volviendo a la realidad, allí me encontraba, obsesionado aún con Paula. Sin poder<br />
quitármela de la cabeza. Seguía ansiando encontrarla y no descansaría de verdad hasta<br />
lograrlo.<br />
A veces el destino se muestra tan caprichoso, que sientes que un niño tonto maneja las<br />
riendas de tu vida y eso, por lo menos a mí, me da bastante rabia. “El amor no se busca,<br />
se encuentra”, resuenan aún las palabras de aquel hombre de gran mostacho con quien<br />
compartí el tren. No se equivocaba.<br />
Un día, durante mi jornada en el hospital, un paciente vomitó la comida. Era<br />
relativamente frecuente eso en algunos pacientes. Aquella deliciosa comida tenía mala<br />
reputación entre los internos. Bondadosas mentiras mantenían el orden del centro.<br />
Se llevaron al hombre y yo me dispuse a fregar el suelo. Sin embargo ocurrió algo.<br />
Entre los restos de la comida eyectada, había una figura. Era una especie de anillo<br />
dorado, con un pequeño pájaro, posiblemente un ruiseñor, azul. “No es oro todo lo que<br />
reluce”, pensé parafraseando a Carmela, mientras hurgaba entre los tropezones.<br />
Algunos pacientes acusaban a los trabajadores de allí de quedarse objetos personales<br />
cuando otros pacientes fallecían. Motivado por eso, aquel hombre debió haberse comido<br />
el anillo.<br />
Me arrodillé y empecé a buscar entre el vómito, ¿qué más ocultaría?<br />
Sin embargo, la gran sorpresa no se escondía en el vómito, si no a tres metros de mí,<br />
mirándome incrédula, seguramente de la emoción.<br />
Al levantar la vista, casualidades inexplicables de la vida, allí estaba ella. Vestida de<br />
blanco como un ángel. Sorprendida y, seguramente feliz –aunque su cara no lo<br />
expresaba así- de verme, Paula.<br />
Me levanté y rápidamente la abracé, en uno de los momentos más enternecedores que<br />
ha habido en la historia del ser humano. Sentir de nuevo su dulce tacto, oler las<br />
fragancias frutales que desprendía su pelo. Fue una experiencia tan espiritual y la vez<br />
tan sexual... fue como tocar su alma con el pene.<br />
Hubo un pequeño malentendido que, aunque gracioso tras los años, me es duro<br />
recordar. Abrazado a ella le susurré, “Por fin volvemos a estar juntos”.<br />
Me apartó como a un violador y dijo:<br />
“¿Cómo? ¿Vives en el mismo mundo que yo? ¿Tienes alguna especie de problema<br />
mental? ¿Te has dado un golpe en la cabeza y, tras apartarte la espuma blanca de la<br />
boca, has venido aquí a ponerte en evidencia?”<br />
Me quedé un poco en blanco. No sabía a dónde quería llegar. Sus palabras no eran<br />
dulces como un limón. Eran más bien agrias como un limón no excesivamente dulce.<br />
Pero algo se me debía estar escapando y Paula, al ver mi cara expectante, intentó<br />
explicarse:<br />
29
“¿Acaso en una operación te extirparon el cerebro humano dañado que tenías, para<br />
ingresarte el de un simio con un ligero retraso mental y, durante la operación, se ha<br />
dañado más que el original?”<br />
Paula se equivocaba. Esa operación no me la practicaron hasta años después y, he de<br />
decir, fue un éxito rotundo.<br />
Es cierto que la chica era ingeniosa, lo cual me enamoró aún más pero, visto en<br />
retrospectiva, hay que reconocer que le faltaba un ápice de tacto. También he de<br />
reconocer que en el momento, con la emoción, la había abrazado sin reparar en los<br />
restos que manchaban mis manos. Su bata blanca ya no lucía tan blanca.<br />
Ella se fue sin decir más y allí me quedé yo, algo confundido. ¿Había querido herir mis<br />
sentimientos o todo aquello tenía una dulce interpretación aún por descubrir? Vi a Paula<br />
alejarse por el pasillo y girar a la derecha al final de él. Al llegar a la esquina giró por<br />
última vez su cara y, con una expresión de éxtasis, señaló a Dios con su dedo corazón,<br />
como expresando un amor devoto a su señor.<br />
Yo me quedé memorizando y analizando sus palabras durante varios minutos. Al cabo<br />
de un rato, capté cierta hostilidad en ellas. Recordé además que, mientras me hablaba,<br />
me había golpeado con un palo, lo cual reducía mucho las posibilidades de una distinta<br />
interpretación más bondadosa.<br />
No sé, creo que fue un poco dura. Hay maneras y “maneras” de decir las cosas. El<br />
lenguaje es una cosa muy poderosa y muy peligrosa si se usa sin control.<br />
El lenguaje tiene palabras tan asquerosas que el sólo pronunciarlas hace revolverse al<br />
estómago. Palabras que sólo un científico maníaco de las palabras puede inventar, con<br />
las técnicas más oscuras y tenebrosas del lenguaje. Me lo imagino atado en una camisa<br />
de fuerza, utilizando sus nocivas ideas para crear palabras impronunciables. Palabras<br />
tales como “heces fecales” o “lefa” (este párrafo contenía palabras tan asquerosas que el<br />
joven lector debía haber evitado leer). Su dañino uso no te deja indiferente. Por ejemplo,<br />
un doctor te dice, "Deposite su muestra de heces fecales y lefa en mi boca". Sólo podría<br />
responderle diciendo, "Doctor, tiene usted un lenguaje asqueroso". El doctor, tras su<br />
análisis, sólo podrá obtener un diagnóstico: "El enfermo soy yo". La tercera palabra en<br />
el ranking de palabras impronunciables es “Enema”. Se me ocurren también ejemplos<br />
con esta palabra, para facilitar su comprensión al lector. Por ejemplo un médico diría,<br />
“Deposite los restos de su enema en mi boca”. Bueno, todo esto es otra cuestión.<br />
30
7<br />
El destino es una de esas cosas que son como son. No puedes cambiarlo. No mires al<br />
pasado pensando en lo que podías haber hecho y no hiciste. Deja que Dios juegue sus<br />
cartas, deja que te mueva a su antojo, porque no vas a poder hacer nada contra él. Deja<br />
que suceda lo que haya planeado, espera paciente y, una vez muerto, cuando le tengas<br />
frente a frente, hazle pagar por la penosa vida que te ha dado.<br />
Aquel reencuentro con Paula en el hospital ocupó mi cabeza durante todo el día. Vale,<br />
no era el reencuentro tal y como lo había soñado, pero nos habíamos encontrado y,<br />
ocupando mi –según Paula- dañado cerebro de simio en esos pensamientos y, estando<br />
esa misma tarde atareado intentando ver a través de las cortinas de los vecinos, llegó<br />
una llamada de mi tía informándome de la muerte de mi tío Alfredo.<br />
Tuve que volver al pueblo para asistir al funeral.<br />
Era mi vuelta a aquellas tierras tras un año. Había muerto el enterrador del pueblo y,<br />
aunque no hace falta ser físico nuclear para desempeñar el cargo, yo era la siguiente<br />
persona con más experiencia.<br />
Sólo había pasado un año desde mi marcha, pero noté el pueblo muy cambiado. Ya no<br />
era de día como aquella mañana en que lo abandoné, si no entrada la tarde. Los<br />
calendarios marcaban un año más y las viejas casas de adobe habían envejecido<br />
muchísimo. Varios meses.<br />
De este viaje no recuerdo nada en especial, pero un sentimiento de inmensa pena<br />
invadió mi páncreas al entrar de nuevo en el salón de la casa de mis tíos. Como si<br />
oscureciera la habitación allí donde se encontraba, aquel muerto viviente arrugado y en<br />
estado de descomposición, aquella bruja inmunda, me miraba con sus ojos más<br />
pequeños y redondos que nunca, como dos botones malditos, y movía la boca<br />
susurrando, con toda seguridad, blasfemias e insultos hacia mi persona.<br />
Ese salón había perdido su color. No había oxígeno y por tanto el silencio era absoluto.<br />
Ni si quiera había moscas. La muerte había cruzado la frontera y se había instalado allí.<br />
En cuanto vi a Nines mis puños se cerraron y sufrí algo cercano a un ataque de<br />
epilepsia.<br />
El infierno nunca abriría sus puertas a ese ser decrépito. “Todos tenemos un límite”, me<br />
imagino al señor de las tinieblas, encogido de hombros, dando explicaciones a San<br />
Pedro, “Entiéndeme. Hay unos mínimos para entrar en cualquier lado”.<br />
Me acerqué a la esquina donde estaba sentada, en su mecedora. Noté además que las<br />
paredes estaban ennegrecidas de manera físicamente inexplicable en aquella esquina, y<br />
recordé a tiempo aquel beso de mi despedida. Desde entonces no había vuelto a crecer<br />
el vello en mi bigote. Nines seguía moviendo su boca soltando palabras al viento,<br />
mirándome de vez en cuando.<br />
La curiosidad me hizo acercar mi oído a su boca:<br />
“Muerte, muerte, muerte”, me pareció oírle de manera casi incomprensible.<br />
¿Qué quería decir? ¿Que había provocado la muerte de Alfredo? ¿Que quería mi propia<br />
muerte?<br />
31
Tras el entierro, yo me negué a probar uno de esos platos con salsa de cicuta que<br />
preparaba mi tía. Mi estómago había perdido su capa protectora después de un año<br />
comiendo alimentos homologados por el cuerpo humano, y mi cuerpo se negó con<br />
fuertes convulsiones y pataleos.<br />
La mañana siguiente, cuando me fui del pueblo para volver a la ciudad, sentí que era el<br />
verdadero adiós. De nuevo, una sensación de nostalgia me inundó. La ocasión anterior<br />
tenía un sabor de “hasta luego”, pero en aquel tren, mientras me alejaba y pensaba en la<br />
muerte de mi tío y lo efímera que es la vida, me estaba despidiendo no sólo de él,<br />
también de mi tía, de esas tierra, de Daniel y de todos mis recuerdos.<br />
También me despedía de aquellos huesecillos de pájaro que había en una jaula en lo que<br />
había sido mi habitación hasta hacía un año.<br />
Me invadió también un sentimiento de culpa por haber abandonado a Daniel en aquel<br />
pueblo, único lugar que Dios no visitaba, para progresar y hacerme un hombre en la<br />
gran ciudad. Ni si quiera me había despedido de él. Por otra parte, tras sólo un año, me<br />
resultaba un completo desconocido y desde mi posición de importante celador a media<br />
jornada –y con un salario inferior al salario mínimo- en el hospital de la muerte, tenía la<br />
sensación de mirar a Daniel por encima del hombro. Me sentía un tipo importante y no<br />
quería apearme del burro.<br />
Supongo que en la vida todo es así. Todo da pena si lo miras con el paso del tiempo.<br />
Todo da nostalgia y de todo, sólo lo bueno queda un tu cabeza. Incluso la noticia del<br />
casamiento de Carmela me trajo tristes recuerdos y momentos de melancolía en la<br />
soledad. Recuerdos de sexo gratis. De compañía femenina. O de gorda, sebosa y<br />
desagradable compañía, en este caso. El amor es ciego y muy hijo de puta.<br />
32
8<br />
Es curioso cómo se desarrollan los acontecimientos en una vida, uno detrás de otro o<br />
agrupados vagamente, en lugar de venir todos en tropel y luego no ocurrir nada durante<br />
el resto de tu vida.<br />
No volví a ver a Paula hasta un par meses después.<br />
Por el hospital, yo caminaba examinando cada rincón, buscando de manera enfermiza<br />
debajo de las mesas, por el lavabo, en el tubo de cremación. Me parecía ver su cara en<br />
todas partes. A veces me parecía ver su cara en gente que huía gritado, “No me toques”.<br />
La mitad de los enfermos de aquel lugar estaban sedados y no muy predispuestos a<br />
ayudarme en aquella difícil empresa.<br />
Había enterrado cadáveres con aspecto más sano que aquellos hombres. Casi todos eran<br />
viejos muy enfermos que tosían cosas de colores con las que, manipuladas diestramente,<br />
se podía completar un puzzle. Pacientes que caminaban perdiendo la piel, los dientes y<br />
partes del cuerpo que estimaban no necesarias por los pasillos. Todos ellos parecían más<br />
saludables que Nines.<br />
Cuando convives con la muerte y te acostumbras a ella, le pierdes el miedo y nunca<br />
piensas que sea una cosa que te pueda pasar a ti. Igual que si convives, por ejemplo, con<br />
un perro, nunca piensas que te vayas a convertir tú en uno.<br />
Pasaron un par de meses hasta que volví a ver a Paula. Mientras yo caminaba hacia mi<br />
apartamento, vi que ella estaba montando en un autobús urbano, cerca del hospital en el<br />
que trabajaba. No tuve tiempo para pensar. Le grité, “Te quiero”, y ella gritó,<br />
“¡Gilipollas!”.<br />
Ese momento fue emotivo pero a la vez doloroso, igual que si alguien te abraza con una<br />
coraza de pinchos. Notaba el cariño en su saludo pero he de reconocer que, de nuevo, no<br />
supe cómo interpretar su contenido.<br />
La puerta del autobús se cerró y vi alejarse a aquella enigmática Paula. El humo negro,<br />
que salía del tubo de escape del autobús, me hundió aún mucho más en el mundo de las<br />
sombras.<br />
En esos momentos me sentía destrozado. En parte, era la vergüenza por haber actuado<br />
sin pensar. ¿A qué había venido aquel “te quiero”? Había sido ridículo. Igual que<br />
cuando un camarero te trae la cuenta y aún así le dices “gracias”. Por otra parte, mi<br />
corazón estaba roto. ¿Era ese “gilipollas” algún mensaje de amor?, ¿tenía una delicada y<br />
amorosa interpretación que aún no era capaz de comprender?, ¿era su preciosa manera<br />
de prometerme amor eterno? Pensé en ello, inmóvil en la parada de autobús durante dos<br />
minutos. No tenía mucho sentido. ¿Por qué seguir engañándome?<br />
Dicen que el amor no correspondido dura toda la vida. No creo que sea cierto del todo.<br />
Hay enfermedades mentales y cirugías muy dañinas que te pueden hacer dejar de amar a<br />
alguien. Sobretodo si la negligente cirugía te la practica tu pareja. Aunque si mueres<br />
durante la operación, el amor sí habrá durado toda la vida, claro. En cualquier caso, la<br />
frase tiene parte de razón. Paula estaría en mi corazón el resto de mi vida, como un<br />
dolor que se intensifica cuando te acuestas, cuando sueñas, cuando te despiertas, cuando<br />
bebes o cuando escuchas canciones de amor.<br />
33
El dolor en el pecho me duró varias semanas y lo que el médico catalogó como<br />
apendicitis, yo sabía que tenía mucho que ver con un corazón roto. Aunque lo cierto es<br />
que una vez que me extirparon el apéndice, el dolor se redujo bastante.<br />
Me sentí tan dolido que, por miedo a cruzarme con Paula, el día siguiente presenté mi<br />
renuncia en el hospital de enfermos terminales o, como el director del centro lo llamaba,<br />
La Casita de los Miserables. El director no lo aceptó y, desconocedor de las leyes,<br />
continué trabajando allí contra mi voluntad y por la mitad de mi sueldo.<br />
Hay momentos en los que te sientes tan tonto que los revives una y otra vez en tu<br />
cabeza, actuando como te habría gustado, intentado cambiar el pasado. La máquina del<br />
tiempo que construí no funcionaba, así que me tuve que conformar con superarlo.<br />
Hacerme fuerte. Lo que no me mata me hace más fuerte, pero me pregunto yo, ¿por qué<br />
no tiene Dios un poco más de puntería?<br />
Supongo que la toma de contacto con la realidad era necesaria. El topetazo con la cruda<br />
verdad. Paula me no me amaba. Bien mirado, diría que ni siquiera me tenía un poco de<br />
aprecio. El amor se parece mucho a la jaula de un hámster. Tienes que darle pipas y<br />
agua, y a cambio recibes sus heces, que además te toca limpiar. Además si metes el<br />
nabo entre los barrotes, puede que el hámster te haga bastante dolor. Bueno, es una<br />
analogía difícil de comprender. No se estrese el lector intentándolo.<br />
Pasaron los días, las semanas, los meses, y no recuerdo en qué invertí aquel tiempo.<br />
Sólo recuerdo revolcarme de pena por el suelo, como un cochino en su cochiquera día y<br />
noche, y compadecerme como si aquel suceso hubiese sido una especie de ruptura entre<br />
Paula y yo.<br />
Se supone que el tiempo lo cura todo pero, ¿cómo fiarme? El tiempo no había curado la<br />
enfermedad crónica, hereditaria y mortal de mi tío. No había curado las horribles<br />
pesadillas con las que Carmela había sellado mi alma. Tampoco había curado el brazo<br />
de aquel hombre manco del pueblo. ¿Por qué iba a curar esto? El tiempo no cura nada.<br />
Al final, lo que cura el mal de amores es conocer a nuevas chicas, así que yo estaba<br />
condenado de por vida.<br />
Sin embargo, una noche estando bebiendo sólo en un bar –me gustaba beber en la<br />
soledad. Mi teoría es que si necesitas algo o a alguien más que el alcohol para divertirte,<br />
es que estás haciendo algo mal. A lo mejor es que el alcohol ya no te sirve y necesitas<br />
drogas más duras- se me acercó una chica.<br />
No desprendía la belleza innata de Paula, pero tampoco la bellota ingrata de Carmela.<br />
Era bastante mona. Yo por entonces cometía el error de comparar todo con Paula, de<br />
manera que nada me complacía. Cuando me miraba en el espejo, nunca me parecía<br />
suficientemente atractivo comparado con Paula. Cuando fui al Zoológico, cualquiera de<br />
los simios me parecía feísimo por el error de compararlos con Paula. Después de<br />
defecar, ese acto casi involuntario de mirar la mercancía resultante, nunca parecía<br />
suficientemente bella comparada con Paula. Ni de lejos.<br />
“¿Quieres compañía?”, preguntó la chica.<br />
“Me basto y me sobro con mi alcohol”, saqué orgullo no sé de dónde para decir esa<br />
gilipollez. Pero cuando ella se dio la vuelta, supliqué casi llorando, “Por favor,<br />
quédate”.<br />
La chica se llamaba Irene. Era muy extrovertida, de estatura baja, de pelo oscuro y<br />
ondulado y, aunque no era tan guapa como Paula, era muy mona de cara, y su risa me<br />
encantaba. Era justo lo que necesitaba. Una chica alegre y muy habladora. Era una chica<br />
34
más o menos de mi edad. Siempre he sido muy malo adivinando la edad de las<br />
personas, lo que un año antes me llevó a una embarazosa situación en las puertas de un<br />
colegio que, por estar el caso abierto, el juez me prohíbe tratar.<br />
Irene tenía un hoyuelo en una de sus mejillas cuando sonreía, y lo que más me gustó es<br />
que no paraba de sonreír. Me encantó la alegría que desprendía, aunque fueran los<br />
efectos de algún tipo de droga.<br />
Irene era una chica jovial como un tonto con una enfermedad mental, y muy lista, como<br />
un hombre inteligente, pero en chica. El hecho de ser chica hacía que muchas de las<br />
cualidades femeninas que tanto sobresalen en las mujeres, estuvieran presentes en Irene.<br />
Ya saben a cuáles me refiero. Esas por las que se indigna tanto al juez cuando las tocas<br />
sin permiso. Creo que no me estoy explicando bien. Me refiero a las tetas.<br />
Tenía también dos ojos como dos luceros, dientes en la boca, una nariz algo afilada,<br />
pero lo que me gustaba eran sus increíbles cualidades femeninas.<br />
Era encantadora, supongo, y esa noche fue mágica, supongo. Nos besamos e hicimos el<br />
amor, por primera vez en mi vida, con amor, supongo. La verdad es que el día siguiente<br />
no recordaba nada más que la primera media hora con ella.<br />
No estaba seguro de cómo era su cara pero pensé que si la volvía a ver, la reconocería.<br />
Así que el día siguiente fui al mismo bar, ordené la misma cantidad ingente de alcohol y<br />
esperé paciente a que apareciera.<br />
También esa segunda noche desperté en casa sin saber cómo había llegado, con un dolor<br />
de cabeza multiplicado por dos, y un olor a alcohol que podía estar afectando al<br />
rendimiento laboral de todo el vecindario. Sin embargo tenía recuerdos nublosos e<br />
imprecisos de estar con ella. Recordaba su sonrisa y recordaba también sus gigantescas<br />
cualidades. Redondas y empezonadas cualidades.<br />
La tercera noche decidí esperarla en el bar, sacrificando un poco de diversión en pro de<br />
mi memoria. Una pequeña fiesta de neuronas causó un dolor muy localizado y agudo en<br />
la parte frontal izquierda de mi cabeza, pero merecía la pena.<br />
Sin embargo esa noche Irene no apareció. Pensamientos paranoicos comenzaron a<br />
atormentarme. ¿Me había imaginado a aquella chica? Tenía recuerdos más o menos<br />
fiables de mi primera noche con ella, pero ¿eran realmente fiables? Y en caso de existir,<br />
¿realmente la había visto la segunda noche? Quizás las ganas de verla se habían<br />
convertido en falsos recuerdos en aquel coma inducido.<br />
Pasaron los días y yo me pasaba las horas en aquel bar. En ocasiones medio sobrio, en<br />
ocasiones medio borracho, dependiendo de mi optimismo. Pero ella no apareció. No<br />
sabía si la volvería a ver. Ni siquiera sabía si existía.<br />
Sin embargo, dentro de mí, sentía que la quería, que necesitaba verla.<br />
Un día, sólo como un experimento científico, experimento que repetía con cierta<br />
frecuencia, le di mi tarjeta de crédito al camarero y le dije, “Sin contemplaciones. No<br />
temas por mí. Yo no temo a nada”. No es que la tarjeta tuviera muchos fondos, pero te<br />
hace sentir importante.<br />
“Como siempre, entonces”, dijo el camarero, al que a esas alturas ya llamaba “Mamá”.<br />
De esa manera comenzó el experimento para volver a ver a Irene que tantas veces había<br />
fallado antes.<br />
35
Bebí todo. Whisky con agua, whisky con ron, vodka con leche, leche cortada con<br />
galletas… y cuando todo empezaba a hacerse pequeño y requería una concentración<br />
máxima para ser observado, apareció ella.<br />
Se sentó a mi lado y me abrazó con uno de sus brazos. Recuerdo decirle, “Te quiero<br />
desde aquí hasta tomar por culo”. Y pasé mi brazo por encima de sus hombros,<br />
apretándola fuerte contra mi cuerpo.<br />
Lo había conseguido. Esta vez sí. Estaba con ella y esta vez no había ninguna duda.<br />
Sin embargo, como si hubiera habido un salto en el tiempo, de repente desperté por la<br />
mañana, y no recordaba nada más de aquella noche. De nuevo me encontraba sudoroso<br />
en mi cama, con un inmenso dolor de cabeza y la boca seca, como si hubiera estado<br />
lamiendo algo salado toda la noche. Mi cabeza a punto de estallar. “No puede ser”, me<br />
pareció oír algún pensamiento entre los fuertes alaridos de dolor. ¿Volvía a no recordar<br />
nada?<br />
Sin embargo esta vez me giré y allí estaba ella. Hecha una bola a un lado de mi cama.<br />
Era real. Es cierto que no estaba lúcido como para hacer logaritmos u hostias neperianas<br />
de esas. No estaba ni como para contar hasta tres. Pero estaba sobrio -relativamente- y<br />
ella seguía allí conmigo. La abracé y le dije: “Estás aquí. Eres real. Todo este tiempo he<br />
estado buscándote. No sabía si te volvería a ver”.<br />
Me miró con cara incrédula.<br />
“¿Hablas en serio?”, dijo, “Llevamos saliendo tres semanas”.<br />
36
9<br />
La entrada de Irene en mi vida fue bastante mejor que la entrada de un herpes y<br />
muchísimo mejor que la entrada de un paro cardíaco en mi corazón. Fue más bien algo<br />
bueno, como la entrada de una caricia en tu colleja o la entrada de un cumplido en tus<br />
oídos a un volumen al que no rompe los tímpanos ni nada.<br />
Por mi parte yo intentaba no entusiasmarme demasiado. Era consciente de mi fragilidad<br />
amorosa, de lo que había sufrido con Paula, y no quería que se volvieran a herir mis<br />
sensibles -pero a su vez muy masculinos- sentimientos.<br />
Con Irene pasé buenos momentos de verdad. Fue una buena época. Dios debía estar<br />
entretenido matando gente en el tercer mundo. Por fin, tras años de sufrida agonía, la<br />
calma. Fue la primera vez que me sentí querido. La brutal Carmela dañaba mi cuerpo<br />
sólo con mirarlo y la sensual Paula dañó mi cuerpo con un palo. Pero Irene, por alguna<br />
extraña razón, era feliz a mi lado. Sin embargo, tontería que tiene la cabeza humana, mi<br />
corazón seguía con Paula allá donde estuviera.<br />
Años después he echado mucho de menos esa época. La recuerdo como con pompas de<br />
jabón flotando. Como con sabor a fresa o bocadillo de lomo con queso.<br />
Al fin había llegado un poco de felicidad. Un momento de calma en mitad de la<br />
tormenta. Una isla de sucia basura en mitad de un océano de mierda. Esta etapa me<br />
sirvió para aprender que hasta la vida más miserable tiene sus momentos menos<br />
negativos, casi neutros.<br />
Durante estos años ocurrieron básicamente dos cosas. El tiempo voló prácticamente en<br />
un suspiro, haciendo de la rutina la manera de vida, y dos, maduré.<br />
Las repercusiones de este proceso de maduración tardía, fueron diversas. En primer<br />
lugar, noté como el tamaño de mi vejiga disminuía por semanas, haciendo casi<br />
insoportable vivir dentro de mi cuerpo. En segundo lugar, por primera vez, empecé a<br />
olvidar a Paula.<br />
La relación con Irene iba viento en popa, como guiada por un director de orquesta ciego<br />
con dos salchichones por batutas. Yo frecuentaba la casa de sus padres, donde ella vivía.<br />
Era una casa inmensa de varios pisos a la que convenía entrar con brújula. De lo<br />
contrario podías entrar en habitaciones en las que no debías entrar, y ver cosas que no<br />
querías ver. Y cosas que los padres de Irene no querían que vieras, como a la madre de<br />
Irene desnuda.<br />
El roce a veces hace el cariño y otras veces hace chispas.<br />
Sus padres me odiaban a muerte, sobre todo porque Irene me gastó la divertida broma<br />
de decirme que se habían quedado prácticamente sordos tras una explosión de gas<br />
butano. ¿Y cómo no habían detectado el escape de gas? Pues porque, años antes, su<br />
madre había perdido el olfato tras una gripe. Por esa razón, yo tenía que hablarles muy<br />
fuerte, muy despacio, y vocalizando exageradamente. Por supuesto, todo era mentira,<br />
pero pasé meses hablando delante de ellos como si fuera retrasado mental, lo cual<br />
concordaba con la explicación que les había dado a ellos, “Es retrasado mental”.<br />
Como consecuencia de esta broma, además, yo dejaba salir mis flatulencias silenciosas<br />
delante de su madre ya que supuestamente no tenía olfato, pero luego pensé, “¿Por qué<br />
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sólo las silenciosas? ¡Si es sorda!”. Incontinencia que reforzaba la creencia en mis<br />
suegros de que yo tenía cierto retardo. A veces su madre me miraba con una cara<br />
mezcla de suspicacia, recelo y odio. “¿Seguro que tu madre no tiene olfato?”,<br />
preguntaba de vez en cuando a Irene.<br />
Irene y yo éramos así. Siempre estábamos gastando bromas el uno al otro. Siempre<br />
estábamos riendo. A veces las bromas rozaban el mal gusto, y la ira homicida te hacía<br />
pensar que pronto aparecerías entre las noticias de sucesos.<br />
Éramos como niños pequeños. A veces nos hacíamos la zancadilla, a veces ella escupía<br />
en mi copa, a veces yo le despertaba arrojándole un cubo de agua casi congelada sacada<br />
de la nevera, a veces ella metía chinchetas en mis calcetines…<br />
Normalmente los mejores discos de música son aquellos que no te encantan la primera<br />
vez que los escuchas. Te empiezan a gustar más con el tiempo. Con las bromas es igual.<br />
Las mejores bromas son las que a la víctima no le hace gracia en el momento, pero al<br />
cabo de los años, cuenta una y otra vez la historia con una sonrisa en la cara.<br />
La vida nocturna estaba muy presente entre Irene y yo, y a menudo despertaba en su<br />
casa recordando lo justo para saber dónde estaba. Despertar en un sitio extraño puede<br />
desembocar en gritos de miedo y violencia extrema.<br />
Un día su madre había organizado una especie de merienda familiar de las que sólo ella<br />
organizaba. De esas en las que se bebe café y se finge ser muy cosmopolita. Se trataba<br />
del día del que ya os he hablado. Aquel en que la muerte apareció, en su forma olfativa<br />
y se ubicó antojadizamente en mi intestino. Me acababa de despertar en casa de Irene<br />
tras una noche muy larga, y el cuerpo aún estaba convaleciente cuando Irene, con no<br />
poco ingenio, en un momento de descuido, me ató los cordones de las zapatillas de una<br />
manera tan simpática que, al ir a bajar al salón, lo hice a trompadas, muy motivado pero<br />
sin coordinación. Mis huesos debían estar muy festivos aún, porque los noté bailando,<br />
dando palmas y chasquidos por dentro de mi piel.<br />
Los padres de Irene que, al fin y al cabo eran como padres para mí –aunque me odiaban<br />
a muerte- se miraron uno a otro.<br />
Cinco minutos después y viendo que tenía verdaderos problemas para levantarme y,<br />
viendo además que me había atado los cordones erróneamente, tras un resoplido, se<br />
levantaron y vinieron a ayudarme.<br />
No obstante, la caída había removido los efluvios y gases atroces de mi cuerpo y, desde<br />
hacía años, mi intestino no era la dulce y limpia flauta dulce que había sido en mi<br />
juventud. Era más bien una sucia trompeta sacada de las alcantarillas.<br />
El alcohol debe dejar una serie de restos por las tuberías internas que sólo el aire puro<br />
puede rascar y llevarse consigo. Y cuando sale, el aire ya no es tan puro. ¿Qué era ese<br />
olor? ¿Estaba muerto y no lo sabía? ¿Dónde había olido algo parecido antes? Imágenes<br />
de Carmela golpearon mi mente, violentas y desagradables como Carmelas. El padre de<br />
Irene se encontraba ya dentro de la burbuja cuando descubrió su espantosa potencia.<br />
A veces, los seguratas que hay en la puerta del recto no hacen bien su trabajo. No<br />
cachean bien a las moléculas de aire cuando salen. No les hacen vaciar bien sus bolsillos<br />
y restos sólidos salen al exterior, haciendo un efecto metralla.<br />
Con los calzoncillos llenos de metales pesados, la mitad de los huesos rotos y mi<br />
cerebro en huelga, me encontraba minutos después en el baño, ya vacío y desnudo,<br />
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preparado para darme una ducha que me quitara esa sensación tan hostil del cuerpo. En<br />
ese momento escuché acercarse a alguien.<br />
“Dios, que olor”, dijo.<br />
Era una voz femenina y, puesto que su madre no tenía olfato, sólo podía ser Irene. Le<br />
debía una broma por lo de atarme los cordones de las zapatillas, así que me escondí<br />
detrás de la cortina de la bañera y esperé.<br />
Irene entró en el baño, fue directa al inodoro y tiró de la cadena varias veces, como si no<br />
lo hubiera intentado yo antes. Está claro que el nombre de “inodoro” no es muy<br />
acertado. ¿Cómo podía mantenerse de pie? Aquella nube era lo más cercano a gas Sarín<br />
que puede salir de un cuerpo aún con vida. Si hay universos paralelos, en noventa y<br />
nueve de cada cien habría muerto.<br />
Fue ese el momento de darle un susto de muerte. Antes de hacerlo, tuve esa sensación<br />
que se tiene justo antes de que te expulsen de una familia, pero continué con mis planes<br />
maléficos, agarrándola las dos manos y chillando como si estuviera enajenado.<br />
No se trataba de Irene, si no de su madre y, tras el susto, tuvo un ataque de ansiedad y,<br />
mientras se la llevaba la ambulancia, sentí que las horribles palabras que salían de su<br />
boca eran una despedida.<br />
Aquello cambió mi vida. Los padres de Irene eran muy influyentes. Aún hoy en día,<br />
sicarios recorren la ciudad preguntando por mí.<br />
39
10<br />
La vida es como un delicioso queso que, cuando lo hueles, huele un poco a podrido,<br />
pero cuando lo muerdes, sabes que lo tenías que haber tirado a la basura hace meses.<br />
Cuando el océano estaba en calma, de entre el mundo de las tinieblas y los horrores,<br />
vino mi destino.<br />
La vida da sórdidas vueltas antes de llegar al ansiado final. A veces esa ansia se<br />
incrementa sobremanera por cuestiones de azar y Dios, el destino, alguno de esos<br />
personajes paganos, o quien sea que manejaba los hilos de mi vida, debía haber<br />
encontrado cierta diversión sádica en ello, porque parecía querer cebarse conmigo.<br />
“¿Acaso no tienes compasión?”, grito aún mirando al cielo, recordando algunos hechos<br />
puntuales, pero muy numerosos, de mi vida.<br />
Cuando mi tía empezó a tener achaques, se le ocurrió la brillante idea de que los restos<br />
humanos aún con vida de la vieja putrefacta de Nines estuvieran a mi cargo. Un<br />
inesperado día cuando, al abrir la puerta de mi casa, apareció ese ser horripilante y<br />
maligno en su silla de ruedas, mi corazón paró y mis manos atacaron las cuencas de mis<br />
ojos, intentando eliminar a los testigos de aquella espantosa visión. Bien protegidos por<br />
mis párpados y, notando mis manos que la información ya había llegado al cerebro y<br />
que el daño ya estaba hecho, optaron por intentar arrancar la piel, extremidades y<br />
apéndices de mi cuerpo. De haber tenido las uñas más largas, ahora estaría escribiendo<br />
estas líneas desde el cielo, felizmente muerto.<br />
Cuando, tras aclarar lo sucedido, se fue la policía, yo aún temblaba sudoroso, tila en<br />
mano, negando aún con la cabeza una pesadilla tan grotesca.<br />
La convivencia con Nines, no obstante, no fue tan difícil como esperaba. Todas las<br />
mañanas llegaba un asistente social –que Dios le bendiga- que se hacía cargo de ella<br />
durante la mayor parte del día. Yo ya tenía suficiente con mi trabajo, ayudando a los<br />
enfermos del hospital.<br />
Esa sórdida bruja ya no medía más de un metro. Parecía estar menguando cada segundo,<br />
como si tuviera un pequeño agujero negro en su interior, capaz de absorber también los<br />
colores de la entumecida vieja.<br />
Además, el agujero negro parecía haber absorbido también parte de la fuente del odio<br />
que Nines había portado en su ser, y ya no parecía maquinar astutas tretas contra mi<br />
persona. Sufría de alhzeimer y a veces parecía un bebe, otras una niña de pocos años.<br />
Estaba incoherentemente habladora, aunque hablaba en un idioma incomprensible con<br />
el que, sospecho, se comunicaba con Satán.<br />
Llevaba sólo tres semanas en mi casa cuando pasó algo muy raro. Nines a menudo<br />
llamaba a su madre y me confundía con un tal Raúl quien, saqué la conclusión, había<br />
sido su marido y posiblemente se suicidó. O eso le habría recomendado yo. La<br />
“solución fácil” lo llamaba, años más tarde, un psicólogo pagado amablemente por la<br />
fiscalía. Recuerdo preguntarle, “¿Acaso no es siempre la solución fácil la más<br />
inteligente?”. La semana siguiente aquel psicólogo desapareció, dejando una nota de<br />
despedida para su familia.<br />
Nines parecía no querer morir. Se agarraba a la vida igual que se agarran las garrapatas<br />
a la piel de las zonas más íntimas. Nada parecía afectar a la vieja. Todo encajaba<br />
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perfectamente en su cuerpo. Alguna vez le preparé una sopa de pilas usadas. Ya sé que<br />
no iba a conseguir que la vieja enfermara, puesto que las enfermedades tenían lista de<br />
espera para entrar en ese cuerpo. Pero el contenedor de pilas usadas quedaba lejos de<br />
casa.<br />
Bueno, como decía, un día ocurrió algo muy raro. Llegué de trabajar y al entrar en el<br />
salón, me miró y dijo, “Nines, ven”.<br />
¿Cómo era posible? Me miraba y me llamaba con su propio nombre. El día siguiente la<br />
cosa fue a peor. Empezó a gritarme, “Nines, Nines”, y al cabo de unos minutos se tornó<br />
a, “Nines, vas a morir”.<br />
Parecía que la momia no vivía recuerdos suyos, si no de otra persona, y se veía a sí<br />
misma reflejada en mi persona.<br />
En circunstancias críticas, y puede confirmarlo cualquier persona que sepa de la<br />
enfermedad, lo más efectivo en estos casos para volver a la calma, es un golpe seco en<br />
la nuca. Con una vara de hierro o similar si se posee. Sin embargo en este caso, antes de<br />
aplicar el correctivo, me quedé escuchando, paralizado, aterrado. No podía entender<br />
algo así.<br />
Casualmente en ese momento llegó una llamada de la agencia que llevaba los asistentes<br />
sociales, diciéndome que mi asistente, la persona que se encargaba de Nines, estaba de<br />
baja por cáncer de estómago. Pronto moriría y su recompensa por dedicar su vida a<br />
ayudar a otras personas llegaría: una agónica muerte.<br />
41
11<br />
Había pasado ya cinco años sin ver a Paula cuando se produjo otra de esas coincidencias<br />
creadas por Dios. “De aquí quito, aquí pongo. A ti te doy un sombrero, a ti una<br />
enfermedad crónica. Tú naces con una nariz chata, tú llevas bigote”. Así me imagino a<br />
Dios, como un niño caprichoso, sentado en un taburete de bar, tocando cosas al azar,<br />
más por hastío que buscando algún objetivo concreto.<br />
Por aquella época Irene y yo compartíamos prácticamente todo. A pesar de las<br />
consecuencias de aquella extraña merienda cosmopolita, tras la cual me habían vetado<br />
la entrada a su casa, Irene pasaba mucho tiempo conmigo. La noche en cuestión se<br />
trataba de una noche espectacular, de esas en las que las estrellas lucen tan fuerte que no<br />
te dejan ver las nubes.<br />
Salimos a cenar a un restaurante con tara donde se podía comer todo tipo de manjares.<br />
Manjares con tara. Lubina al horno quemada, un cordero asado que se ha caído al suelo<br />
y ha sido olisqueado y mordido numerosas veces por un cordero aún no asado, cordero<br />
lechal que no es lechal, o patatas en su punto de sal con excesiva sal. Todo tipo de<br />
comidas exquisitas, con una ligera tara, pero a un precio de lo más asequible. Era ideal<br />
para llevar a cenar a una novia con tara o, como en mi caso, si tu dinero no llegaba para<br />
comida de baja calidad pero sin tara.<br />
Quería que todo fuera perfecto para esa noche. Irene no era Paula, pero en esta vida, el<br />
que no se conforma, no triunfa.<br />
Cuando encontré las agallas necesarias, cogí la mano de Irene y le puse un precioso<br />
anillo dorado con la figura de un pequeño ruiseñor azul. Irene sonrió, mostrando una<br />
vez más el hoyuelo en su mejilla y aceptando encantada el paso que daba nuestra<br />
relación. Todo era perfecto.<br />
Al salir, ella bajaba trotando por las escaleras del restaurante cuando unas cuantas<br />
neuronas llegaron con correo urgente a la centralita de mi cerebro, donde se toman las<br />
decisiones. El correo venía sin remitente, pero la idea que traían era muy urgente y<br />
requería un análisis inmediato. Muchas de las neuronas que toman las decisiones<br />
llevaban bebiendo toda la noche. “¡Procesemos esa magnífica idea!”, dijo el alegre<br />
hombre beodo al mando en esos momentos.<br />
Mi pie se metió entre las piernas de Irene y mi cara sonrió, como tras una gran victoria.<br />
Como si en ese momento yo fuera el tipo más listo y simpático del mundo. Irene<br />
tropezó y cayó, escaleras abajo, de boca contra el suelo. La broma no tenía precio.<br />
No sé qué esperaba en esos momentos. Me recuerdo mirando alrededor, a la gente que<br />
caminaba por la calle, esperando quizás unas carcajadas, un aplauso, algún comentario,<br />
“Eres el mejor y más gracioso novio del mundo”, no sé.<br />
Y allí estaba ella. Paula. Acompañada de unas amigas, mirando atónita. Las<br />
casualidades ocurren pero, ¿qué probabilidad había de aquello? Dios tuvo que saltarse<br />
varias leyes físicas para crear esa situación. Me lo imagino repitiendo esa misma escena<br />
una y otra vez hasta que logró los resultados esperados. No sé por qué Dios disfruta<br />
tanto con estas cosas. Recuerdo que durante varias semanas probé a llevar una careta<br />
para ver si Dios no me reconocía y me perdía la pista, pero el omnipresente averiguó<br />
dónde vivía.<br />
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Irene levantó la cara, con dos dientes menos y escupiendo sangre. En esos momentos<br />
debió haber un golpe de estado en mi cerebro, y el alegre beodo que estaba al cargo y<br />
las neuronas que trajeron aquella ocurrencia, fueron ejecutados. La nueva gerencia de<br />
mi cerebro decidió que la broma no tenía ni pizca de gracia.<br />
Ni Paula ni el resto de la gente debieron entender la broma. No tuve tiempo de<br />
explicarla. Supongo que el arte de la broma es un arte incomprendido. Siempre ha<br />
habido artistas incomprendidos, como en su momento lo fueron Van Gogh o Hittler. En<br />
pocos segundos empecé a recibir golpes por todas partes. “¡Ataque inminente!”, gritaba<br />
por alguna razón. Toda la gente de la calle parecía muy motivada a asesinarme y me vi<br />
obligado a retirarme. Supongo que Paula pensó que yo era una especia de agresor de<br />
mujeres. La gente dice que la publicidad aunque sea mala, siempre es buena. La gente<br />
es muy gilipollas.<br />
Irene tenía razón. Con veinticinco años ya no eran dientes de leche. “Di a tus padres que<br />
han sido como unos padres para mí”, le dije a Irene cuando cortamos y nos despedimos<br />
para siempre. En ese momento, a sus padres les empezaron a pitar los oídos hasta salir<br />
sangre y explotar sus tímpanos. La mentira de Irene se había hecho realidad.<br />
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12<br />
Las noches pasaban frías y las mañanas eran solitarias y desconcertantes. Las tostadas<br />
eran dulces y mantecosas y, por si esto fuera poco, afrutadas en función de la<br />
mermelada que portaban. No vais a adivinar de qué color eran los limones. Esta vez era<br />
difícil, grises. Estaba ocurriendo otra vez. Mi vida se hundía y los limones habían<br />
caducado.<br />
Irene me había dejado y de nuevo me encontraba sólo y perdido. Sólo ante el mundo y<br />
con una senil y maldita bruja pudriéndose en casa, y echando males de ojo todo el día.<br />
Un día, al entrar en casa, Nines me escuchó y me llamó.<br />
“Tío Alfredo”.<br />
¿Qué había sido eso? Yo era el único sobrino de mi difunto tío Alfredo. ¿Se supone que<br />
Nines era yo? No era como otras veces, en las que Nines parecía revivir su pasado.<br />
Aquel día parecía creer que era yo. Por momentos pensé, “¿Y si soy yo el que está<br />
postrado en esa silla de ruedas? ¿Y si el resto no es real?”<br />
Hasta ese punto de locura y paranoia llegaban mis pensamientos. ¿Quién soy yo? ¿Y si<br />
despierto ahora, ocupando el cuerpo de Nines? Así de extrañas y simpáticas eran mis<br />
reflexiones. ¿Estaba yo anclado en mi butaca, con mis músculos entumecidos,<br />
balbuceando incoherencias mientras en mi mente vivía una realidad inventada?<br />
Agredir a Nines y comprobar si me dolía. Esa fue mi primera prueba médica.<br />
Oscuros pensamientos recorrían mi cabeza. Esa cosa estaba descomponiéndose viva en<br />
mi salón y parecía querer llevarme consigo. Por el olor estaba claro que su cuerpo se<br />
estaba gangrenando, y cualquier persona disfrazada con una bata de médico, sabría que<br />
un torniquete y amputar era la solución, pero ¿dónde?, ¿a la altura del cuello?<br />
Parecía que la lejía que le mezclaba con su leche no le hacía efecto. La locura parecía<br />
apoderarse de mí, y la leche que añadía a mi lejía no parecía devolverme la cordura.<br />
Sin embargo algo abrió mis ojos. ¿Y si esa senil y cancerosa vieja no estuviera senil?<br />
¿Y si estuviera jugando conmigo, fingiendo ser yo, sólo para enloquecerme?<br />
Había descubierto su maléfico plan. “Te he calado, vieja rata”, susurré al endiablado<br />
ser.<br />
La vida puede ser maravillosa, pero no lo es. Sin embargo esta vez saldría a flote. Mi<br />
sabiduría era suprema. Mi fortaleza mental era la de un sabio súper fuerte. Había<br />
alcanzado el Nirvana seis o siete veces, y estaba preparado para superarlo todo.<br />
No podía ser todo malo. Existe lo que yo llamo la justicia universal. La mala suerte<br />
siempre viene compensada con buena suerte. Por ejemplo, si te toca la lotería, quizás te<br />
aparezca un justiciero infarto cerebral, o si te aparece una, a priori injusta rotura cervical<br />
con su consecuente parálisis, a lo mejor luego vas caminando y te encuentras un<br />
billetazo tirado en la acera, ¡enhorabuena en ese caso! O a lo mejor te atropella un coche<br />
y te tienen que amputar las piernas pero, a cambio, te quedan mejor unos pantalones que<br />
antes te quedaban pesqueros. Es todo muy relativo. Depende de cómo te tomes las cosas<br />
y de si tenías intención de ir a pescar o no. Es lo que intentaba explicar Einstein en su<br />
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teoría de la relatividad, que luego fue malinterpretada por los físicos, quienes inventaron<br />
ecuaciones y complejidades para que no les retiraran sus subvenciones.<br />
La justicia universal nos afecta desde el momento en que nacemos. Es muy común ver<br />
esas chicas con un cuerpazo increíble pero que, de manera justiciera, tienen un pimiento<br />
verde por nariz. El síndrome de la nariz pimiento es muy frecuente, no se ofendan las<br />
mujeres pimiento-nasales. Como les dice su madre, "No es como un pimiento, hija, es<br />
una preciosa nariz de ogro". Las madres siempre son muy optimistas. No así la madre<br />
de Irene quien, de manera bastante pesimista, predijo mi muerte “¡Te voy a matar!”,<br />
recuerdo oírla gritar mientras la metían en aquella ambulancia.<br />
En cualquier caso, no iba a ser todo malo. Iba a echar de menos a Irene, cierto, pero<br />
Paula había vuelto a aparecer en mi vida y estas cosas, como decía mi padre justo antes<br />
de golpearme con una botella de vodka, ocurren por algo.<br />
El plan era perfecto: encontrarla y seducirla.<br />
Hacía años, cuando vi a Paula en el hospital, hice mis labores de espionaje para<br />
descubrir que era enfermera de ancianos. Era perfecto, porque tenía un oloroso y<br />
suculento cebo pudriéndose en casa. Nines todavía podía hacer una última función antes<br />
de su esperada muerte.<br />
Paula trabajaba en una empresa privada. En principio no tenía relación con el hospital<br />
de enfermos crónicos donde trabajaba yo, pero a veces los destinos de dos personas se<br />
cruzan, como dos trenes que circulan por la misma vía en direcciones opuestas, por el<br />
error de un operario borrachín.<br />
Llamé a la empresa privada donde trabajaba Paula y contraté una enfermera para Nines.<br />
Vinieron muchos enfermeros antes que Paula, a pesar de mis insistencias por teléfono,<br />
“Por favor, envíenme una enfermera muy guapa”. Así que uno a uno, iba despidiendo a<br />
todos los enfermeros con el mismo argumento. “No es suficientemente guapa”, le decía<br />
a la telefonista de manera muy educada. Así pues, el reencuentro con mi amor era<br />
inminente, tanto que tuve erecciones involuntarias y no tan involuntarias.<br />
Recuerdo que pasaba tardes enteras tirado en la cama pensando en ella, rememorando<br />
cada una de esas vivencias amorosas que había compartido con ella en mi imaginación.<br />
Y recuerdo que un día, estando ocioso, escuché a Nines cuchichear desde su silla<br />
ancestral. Llevaba un rato haciéndolo y tardé en percatarme ¿Con quién hablaría?<br />
¿Consigo misma? Era lo más probable. Lo raro es que esta vez parecía que vocalizaba.<br />
Puse atención para entender sus palabras:<br />
“Es una persona malísima. Prepara mi puré con comida para perros y le he visto echar<br />
pilas y lejía y…”. Era extraño. Por primera vez Nines parecía hablar mi idioma. Era la<br />
primera vez que entendía perfectamente lo que decía. Decía, “…me amordaza y me<br />
mete calcetines sudados en la boca. Me maltrata psicológicamente fingiendo que no me<br />
entiende. Se toma mis narcóticos y luego me pega con un bate de béisbol”.<br />
¡Eso era mentira! ¡Yo ni siquiera tenía un bate de béisbol! Así que me levanté de la<br />
cama entrado en cólera, cogí el bate de críquet, y crucé la puerta del salón. Ni que decir<br />
tiene que durante toda la tarde había estado pensando en mi reencuentro con Paula, lo<br />
que, en otras palabras, significa que me había estado masturbando hasta casi salirme<br />
ampollas, y que aún me encontraba desnudo y erecto cuando entré, bate en mano,<br />
gritando, “Te voy a enseñar a diferenciar dos deportes muy nobles”.<br />
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Y ni que decir tiene que era Paula la persona con la que estaba hablando. ¡Cómo no!<br />
¡Crueles coincidencias del destino!<br />
Paula miró al bate de arriba y al de abajo, y le faltó tiempo para abrir la boca,<br />
seguramente para decir un “Qué alegría verte” o algo del estilo, pero yo estuve más<br />
rápido, aún bate mano –el otro bate lo dejé sobre el sillón-, para estrujarla entre mis<br />
brazos.<br />
Cuando la abracé empecé a sentir un fuerte dolor en el hígado. ¿Estaba sufriendo un<br />
repentino ataque de hepatitis? Por suerte no era así, mi salud era de hierro. Eran los<br />
violentos golpes de Paula contra mi lomo lo que sentía. Contacto carnal, ¿hay algo más<br />
excitante?<br />
Los siguientes recuerdos son confusos. Gritos, Paula golpeándome, el vecino de abajo<br />
golpeándome, la policía golpeándome, yo aún desnudo –y aún erecto- poniéndome<br />
cuatro ropas, el coche de policía, la puerta del calabozo cerrándose…<br />
Todo se había malinterpretado.<br />
La embajadora de la muerte en la tierra, Nines, había conseguido con su astucia<br />
alejarme de Paula una vez más, y esta vez, justo cuando noté que el amor comenzaba a<br />
fluir. La arpía de Nines siempre tan arpía. Por el contrario, su antítesis, la dulce Paula<br />
siempre tan dulce, había conseguido con una serie de denuncias quitarme a Nines de mi<br />
cargo. Siempre le estaré agradecido por ello. “Eres mi ángel de la guarda”, pensaba<br />
durante los días que pasé en el calabozo.<br />
La justicia universal una vez más se aplicaba. Perdía la custodia de aquel diminuto<br />
diablo pero, a cambio, perdía a Paula y me alejaba de ella para siempre. Un siempre de<br />
más de tres meses.<br />
Aquel calabozo era un lugar muy acogedor comparado con mi casa. La comida era<br />
mucho más saludable que los narcóticos de Nines, y podía dedicarme al ocio personal<br />
todo el día, lo cual irritaba profundamente a los guardias, quienes alternaban entre<br />
porrazos y crucigramas para pasar las horas.<br />
Los días allí fueron interminables y no había luz solar, por lo que nunca sabías cuando<br />
terminaba un día y empezaba el día siguiente, salvo por el enorme reloj justo en frente<br />
de mi celda. La vida se convierte en una tediosa rutina que llenaba mi espíritu<br />
completamente. Al fin me estaba sintiendo realizado. Por lo visto, la falta de luz solar<br />
durante mucho tiempo es una causa común de depresión. Por eso los esquimales están<br />
siempre tan tristes. Por eso y porque viven en unas malditas chavolas de hielo, haciendo<br />
agujeros en el suelo para comer asquerosos pescados polares. Les saldría mejor viajar en<br />
patera a cualquier lugar del tercer mundo donde, al menos, disfruten de un buen clima.<br />
Sin embargo, sus piraguas de hielo nunca llegarían a costas tropicales. Yo, por el<br />
contrario, no me deprimí en aquella oscuridad.<br />
Allí en el calabozo tuve mucho tiempo para pensar, cosa que no hice, pero sí que<br />
rondaron mi cabeza ideas genocidas que el juez me prohíbe publicar. Sobretodo contra<br />
esa raza, ya sabéis a cuál me refiero.<br />
Me vienen a la cabeza instantáneas de algo que creía olvidado. Se trata de mi último día<br />
en La Casita de los Miserables. Espero equivocarme y confundir mi pasado con una<br />
serie de horribles recuerdos falsos, inyectados en mi mente a base de impulsos<br />
nerviosos. Jamás debí haber participado en aquellas pruebas médicas. El hombre que<br />
daba a los botones de aquella máquina, con todos esos cables conectados a mi cerebro,<br />
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ni siquiera parecía doctor. Además no paraba de reír mientras lo hacía, pero esa es otra<br />
cuestión.<br />
Creo que estos recuerdos pertenecen a mi primer día de trabajo, tras salir del calabozo.<br />
Era un espléndido lunes. Las resacas me solían aguantar hasta el miércoles, pero recién<br />
salido de la cárcel, este era un lunes optimista, de energías renovadas. Era un día<br />
soleado de primavera, lleno de mariposas y flores.<br />
“¡Buenos días!”, iba saludando sonriente a todos mis compañeros y pacientes. “¡Tienes<br />
buen color!”, me decían, lo cual se hace extraño tras haber pasado diez días en la<br />
absoluta penumbra. El trato con la gente mejora cuando estás de buen humor y los<br />
pacientes lo agradecen.<br />
A media mañana me dijo un compañero, “Ve a ayudar al paciente de la 666”.<br />
Teniendo en cuenta el número demoníaco, pude haber desconfiado. De hecho, tuve esa<br />
sensación que se tiene justo antes de ser brutalmente torturado. Aún así, supuse que era<br />
una tontería preocuparse, así que alegre, subí las escaleras y abrí la puerta.<br />
“¡Buenos dí…”<br />
Mi Némesis, Nines levantó la vista y, al verme petrificado, esbozó una sonrisa y utilizó<br />
esa habilidad maléfica que el demonio le había otorgado. -“Para ti, mi envejecida y<br />
arrugada esbirro maléfico, te he guardado la mejor de mis armas. Utiliza este don con<br />
los fines más malignos y crea el caos allá por donde fueres”, me imagino diciendo al<br />
príncipe de las tinieblas, utilizando aún un lenguaje arcaico y en desuso, por haber<br />
pasado ya tantos años bajo tierra. Así lo hizo Nines. Abrió el esfínter y dejó salir sus<br />
putrefactas heces líquidas por todo el suelo. Como si hubiera roto aguas estancadas, el<br />
mal se expandía por el suelo, llegando casi hasta mis pies.<br />
“Ahora te toca limpiarlo”, susurró.<br />
Puede que la edad y los narcóticos de Nines me estuvieran volviendo un poco agresivo,<br />
porque me recuerdo exaltado atacando a Nines, peleando contra mis compañeros del<br />
hospital, rompiendo todo a mi paso, golpeando a los pacientes, revolviendo todas las<br />
fichas de dominó de una mesa, mordiendo a un perro policía… creo, a juzgar por los<br />
siguientes recuerdos, que aquel perro había tomado una cantidad aún mayor de<br />
narcóticos de Nines. Aunque los sedantes que me aplicaron después han nublado parte<br />
de esos recuerdos y apaciguaron el dolor y, por suerte, apaciguaron también un<br />
insomnio que duraba ya cinco horas.<br />
Después, tras la tormenta, la calma en mi retiro espiritual, el calabozo. Un lugar idílico<br />
para pensar en lo que has hecho, utilizado por los criminales para planear venganza sin<br />
cometer los mismos fallos.<br />
47
13<br />
Los años vuelan cuando se tiene algo que hacer, pero también cuando no tienes nada<br />
que recordar. Al final, la velocidad del tiempo la pone la cantidad de recuerdos que has<br />
almacenado durante ese tiempo. Cuando miras atrás, el tiempo ha volado si realmente tu<br />
cerebro no ha almacenado nada. O también si lo ha almacenado todo y potentes<br />
narcóticos y electroshocks lo han borrado después. Incluso han volado esos<br />
interminables días intentando recordar cada detalle y aquellas noches intentando<br />
olvidarlo todo.<br />
Mi vida se estaba desviando de nuevo o, como diría un desviado maníaco, enderezando<br />
de nuevo.<br />
Lo había perdido todo: mi trabajo, mi gran amor Paula, mi archienemiga Nines.<br />
Ya no tenía nada que hacer. Ni si quiera trabajar. Por lo visto, cuando te despiden del<br />
trabajo, te dan una especie de dinero durante un tiempo para evitar que delincas, cosa<br />
que es casi imposible evitar. Y es que no siempre se delinque por dinero. “El dinero no<br />
lo es todo”, decía aquel famoso psicópata, Cristóbal Colón, quien tiró toda la fruta por<br />
la borda para ver a sus compañeros morir de escorbuto.<br />
Todos los meses llegaba el cartero con un sobre lleno de billetes calentitos, “Directitos<br />
de la prensadora de billetes”, según sus alegres palabras, que me mantenían sin la<br />
necesidad de buscar un nuevo trabajo. De haberlo sabido antes, no habría invertido tanto<br />
tiempo en esos negocios infructuosos, como los preservativos sabor pene, que tan poco<br />
interés suscitaron, o como aquella cicuta “junior”, con calcio y vitaminas para los más<br />
peques, como aquellas filtros inflamables para hacer cigarros, como aquel alargador de<br />
pene para mujeres, con lo mal que les queda a las mujeres un pene largo, como aquel<br />
champú para cepillarte los dientes cuando se te ha quedado un pelo enredado durante el<br />
sexo oral, o como aquellos paraguas hechos de piel de gremblin.<br />
Mi vida estaba vacía como ya lo había estado antes, tras aquella operación en la que<br />
extirpación ese apéndice maldito que Dios me había injertado cuando era aún un<br />
embrión y apenas podía defenderme. No sé qué lleva la anestesia, pero alguien debió<br />
añadirle droga. Tras aquel día estuve confuso, aletargado, apático, como si algo hubiera<br />
muerto dentro de mí. Puede que parte de mi alma estuviera dentro de aquel infectado<br />
pedazo de carne llamado apéndice, o puede que fueran daños psicológicos irreparables<br />
consecuencia de la precariedad de aquellos enfermeros.<br />
Recuerdo que una vez inyectada la anestesia, los enfermeros y el médico comenzaron a<br />
bromear entre ellos “¡Oh no, Doctor! ¡Es imposible que se salve! ¡Este paciente va a<br />
morir! ¡Doctor, cómo hace usted eso, está matando a un ser vivo! ¡No estirpe las<br />
extremidades del paciente!”. Esas bromas, que serán el día a día de cualquier prestigioso<br />
cirujano, hacen que duermas horriblemente. Con tu cuerpo lleno de droga, todo tipo de<br />
pesadillas recorren tu cerebro, como un rayo que recorre el firmamento para caer<br />
finalmente sobre tus genitales. Recuerdo tener los ojos abiertos y no poder moverme,<br />
exactamente igual que me había pasado en aquellas siestas, en las que veía mi<br />
habitación sin poder moverme, en las que una silueta me miraba fijamente junto a mi<br />
cama. Sin embargo, esta vez las siluetas sacaban todo tipo de charcutería de mi<br />
estómago.<br />
48
Fueron horas tormentosas. Horas de desvaríos mentales que te pueden dejar muy<br />
tocado. Cuando te despiertas sientes que este mundo no te pertenece.<br />
El ser humano aún no sabe dónde se encuentra el alma. Podría estar en el apéndice.<br />
Nadie lo sabe. Aún nos quedan muchos misterios que se muestran esquivos y traviesos.<br />
Muchas incógnitas cuya cualquier posible explicación, parecería burda charlatanería.<br />
Preguntas cuya respuesta son y serán un enigma. Por qué el agua es azul. Por qué no<br />
vuelan las gallinas. Por qué la fuerza de la gravedad no afecta a las cometas. Y hay un<br />
misterio físico más mundano pero igualmente importante. En el baño, la gota que sube<br />
desde el inodoro, la llamada gota fría, sube con una puntería nanométrica y<br />
sorprendentemente se mantiene líquida a una temperatura muy inferior a los cero<br />
grados, y mis sensibles paredes anales así lo afirman.<br />
Nos queda mucho por conocer, muchas fuerzas misteriosas. Ovnis, espíritus, brujería,<br />
sirenas… hay temas que prefiero pensar que no existen.<br />
Como decía, volvía a mi vida esa sensación de vacío tan asfixiante. Sentía que no<br />
pintaba nada en este mundo. Nunca tenía dónde ir, ni qué hacer. Mi cabeza estaba como<br />
en una nube y supongo que los narcóticos de Nines no ayudaban a normalizarla. Sin<br />
embargo, poco después, decidí prescindir de ellos y fue duro quitarlos de mi dieta, ya<br />
que aportaban un sabor mentolado a mi comida que me encantaba y me ayudaban a<br />
mantener el aliento fresco.<br />
El último día que los consumí fue importante para el desarrollo de mi súper intelecto<br />
humano.<br />
Todo ocurrió en un supermercado. Me encontraba allí como por casualidad, como quien<br />
necesita detergente y aparece, por arte de magia, en la sección de detergentes del<br />
supermercado. “Esto es obra divina”, pensé al principio. Pero luego, exprimiendo mi<br />
cerebro, recordé el trayecto desde mi casa hasta el supermercado y, en concreto, hasta la<br />
sección de detergentes. ¿Cómo pude olvidarlo? Fue el trayecto en el que conocí el<br />
verdadero significado de la vida. En cualquier caso, al verme delante de todos aquellos<br />
detergentes, me vi saturado. Todos parecían buenos detergentes. ¿Cómo decidirme?<br />
Antes compraba el que más le gustaba a Nines, pero ahora ella no vivía conmigo y las<br />
propiedades culinarias del detergente habían dejado de ser importantes.<br />
Recuerdo que caminé por el supermercado. Algunos pasillos estaban húmedos y<br />
resbaladizos, como lubricados. Como si una actriz porno muy excitada, para saciar su<br />
libido, se hubiera puesto a fregar por los pasillos del supermercado.<br />
Comencé mi búsqueda de aquella caliente e imaginaria actriz por los pasillos de<br />
alrededor y de paso, miraba a ver si encontraba la sección de embutidos, siempre con la<br />
esperaza de reencontrarme con mi apéndice, hasta que di con ella.<br />
Mis conjeturas detectivescas habían fallado. La mujer que fregaba no tenía nada de<br />
pinta de actriz. Más bien tenía pinta de mujer de la limpieza del supermercado. Pero era<br />
una impostora. Estaba disfrazada y en lugar de fregar, lubricaba con aceites ultra<br />
resbaladizos todos aquellos pasillos, preparando una trampa mortal. Sin embargo,<br />
descubrí tarde sus perversas intenciones. Al intentar escapar de aquella caja de la<br />
muerte, la mujer había estado más rápida fregando mi vía de escape. Era una estratega.<br />
Un Napoleón de la fregona.<br />
Mis pies empezaron a patinar. Miré al suelo para ver si llevaba mis zapatillas de<br />
escalar. No. Sólo unas zapatillas de andar por casa. De hecho, como en mis pesadillas<br />
49
más eróticas, sólo llevaba una bata. Iba desnudo de cintura para abajo. Era extraño,<br />
ahora me parecía recordar más detalles de aquel extraño trayecto hacia el supermercado.<br />
Los gatos y los perros -y puede que algún otro animal, pero aún no está demostrado-,<br />
tienen una mejora en su equilibrio gracias a la cola. Pude comprobar en aquel momento,<br />
que no es así en los seres humanos. Mis brazos intentaron agarrar cualquier cosa para<br />
evitar la caída. Uno agarró algo. Sin embargo, lo que había agarrado fue el otro brazo<br />
que, inmovilizado, no consiguió agarrar nada, tan sólo golpear una de las estanterías<br />
torpemente.<br />
Por suerte el suelo paró mi caída hasta el centro de la Tierra. Alguno de los huesos de la<br />
cabeza mandó un informe de daños que nadie atendió. Años después pondría una<br />
reclamación, aún sin atender.<br />
Una vez yacía en el suelo, boca arriba, vi que de la estantería comenzaron a caer<br />
prendas de lencería, como en una lluvia celestial. “Esto tiene que ser el paraíso”, pensé.<br />
Abrí mis brazos y me quedé quieto esos largos segundos, disfrutando de un momento<br />
casi etéreo. Como un paraíso espiritual y toda esa mierda de la que hablaba Ghandi,<br />
aquel excéntrico hippie. También es cierto que la sangre que brotaba de mi cráneo me<br />
volvía más tonto por segundos, y convertía aquellas prendas puras y divinas en sucias y<br />
menstruales.<br />
Algún cliente, al verme, debió pedir ayuda y poco después me pareció oír una voz<br />
femenina y familiar, “Yo soy enfermera”, dijo.<br />
No necesitaba oír más. No podía ser otra persona. De entre las más de mil personas que<br />
habrá en el mundo, ella. Esa voz. Esa dulce voz… Sin embargo, a pesar de la dulzura de<br />
esa voz, casi empalagosa, sabía que se avecinaba un momento de violencia extrema y,<br />
adelantándome, tape mi cara y mis vergüenzas con lo primero que pude, que en ese<br />
momento eran un puñado de prendas íntimas de mujer, más por protección que por<br />
vergüenza, y esperé a que el vendaval terminara.<br />
No sé si fue la emoción al verme, pero Paula tuvo ella sola un ataque de histeria<br />
colectiva, y gritaba cosas como, “¡Deja de seguirme! ¡Deja de acosarme! ¡Devuélveme<br />
mi cartera y desaparece de mi vida para siempre!”, mientras combinaba sus gritos con<br />
un ritmo más o menos constante de patadas en mis costillas.<br />
Lo de “devolverle la cartera” fue un malentendido. Todo había sido una confusión que<br />
voy a intentar explicar. Ocurrió un mes antes de aquel suceso en el supermercado.<br />
La vida no siempre me ha ido maravillosamente. Me puedo considerar un triunfador, un<br />
héroe de la humanidad, quizás, pero mi vida ha tenido sus momentos bajos, como<br />
cualquier otra vida, supongo. Sé, al menos, de un tipo al que le iba peor que a mí. Le<br />
conocí la segunda vez que ingresé en el calabozo y creo recordar que se llamaba Tebas.<br />
No estoy seguro de su nombre, pero me referiré a él como Tebas, ya que es un nombre<br />
que me encanta para un drogadicto. Si alguna vez tengo un hijo drogadicto, también le<br />
llamaré así.<br />
He tenido muy pocos amigos de verdad. Gracias a Dios, Tebas no fue uno de ellos.<br />
Aunque conociendo a Dios, estoy seguro de que ha hecho todo lo posible para que<br />
nuestros caminos se vuelvan a cruzar.<br />
Se supone que hablando con un drogadicto no coges automáticamente el SIDA, hace<br />
falta que te de por culo o algo así, pero yo sentía partículas de su sarcoma de Kaposi<br />
saliendo de su boca y golpeando mi cara cada vez que hablaba. “Cierra todos los<br />
orificios de tu cuerpo, cierra los poros de la piel, no respires”, ordenaba a mi cerebro.<br />
50
Pero por muy cerrados que estuvieran mis poros, no podían evitar que Tebas me cogiera<br />
del cuello y de los hombros, no interpretando las indudables muecas de asco de mi cara.<br />
Sus uñas largas y llenas de aristas, se movían temerarias cerca de mi piel portando<br />
tétanos, SIDA y otro tipo de infecciones. Sus dientes se mantenían en su boca por puro<br />
azar, con equilibrios imposibles. Tenía los brazos como dos flautas, delgados, llenos de<br />
agujeros e imberbes. Parecía no haber nutrientes en su cuerpo para un capricho como el<br />
vello corporal, y presentaban infinidad de muescas, como si hubiera estado robando un<br />
panal de abejas sin protección. Un panal de abejas yonkis, debo añadir.<br />
En aquel calabozo, Tebas y yo estuvimos hablando de pozos, de acantilados y de otras<br />
cosas muy profundas, y entendió a la perfección el sin-vivir de mi situación con Paula,<br />
ya que él sentía lo mismo por su amada droga. También un guardia que merodeaba los<br />
pasillos del calabozo, escuchando nuestra conversación, sintió empatía por mí.<br />
“Callaros de una puta vez”, dijo.<br />
Cuando un par de meses después vi de nuevo a Tebas, se había tomado la molestia de<br />
trazar un plan maestro para recuperar a Paula. Cuperar, más que recuperar. La idea<br />
parecía haber sido planeada en los delirios de una sobredosis, justo en el momento antes<br />
de morir. Pero no había muerto. Si Dios le había dado otra oportunidad con su venerada<br />
droga, ¿por qué no me la iba a dar a mí también con Paula, mi heroína? Sin embargo, el<br />
sentido común, del que aún recibía visitas, me rogaba que no participara en los<br />
malsanos juegos de aquel toxicómano.<br />
El plan era simple pero parecía eficaz; el clásico héroe-villano. Tebas fingiría robar a<br />
Paula y yo aparecería, como de la nada, para salvarla. Todas las malas impresiones que<br />
se había llevado de mí a lo largo de los años, desaparecerían igual que desaparecen las<br />
malas impresiones tras un eficaz engaño héroe-villano.<br />
Yo ya sabía dónde trabajaba Paula, así que sólo era cuestión de esperarla, seguirla e<br />
impresionarla con una galantería y un saber estar que ríete tú de los condes y duques<br />
que tantas veces me habían expulsado de su propiedad.<br />
Así que aquel mismo día la esperamos y la seguimos a una distancia prudente.<br />
Mientras caminaba junto a Tebas, tenía esa sensación que se tiene antes de un corto<br />
proceso judicial seguido de una larga pena en prisión, aderezada con horribles<br />
violaciones anales. Sin embargo, a veces sigues adelante, desoyendo al consejo de<br />
sabios de tu cabeza que se reúne una vez al mes, y no dejándote intimidar por el destino.<br />
El sucio destino.<br />
“Atrévete”, le decía mi temeraria valentía al destino, como si sólo ella pagara las<br />
consecuencias. El destino, impasible mientras tanto, se rascó los huevos.<br />
Caminábamos a unos metros prudenciales de Paula. Yo estaba nervioso, como si<br />
estuviera cometiendo una fechoría de verdad. Mi actuación era importante. De ella<br />
dependía que la mujer de mi vida me amara o me odiase.<br />
Cuando Paula tomó una calle poco transitada, Tebas se acercó a ella, tiró de su bolso y<br />
comenzó a correr. Todo me pilló por sorpresa. Pensé que antes iba a haber un momento<br />
de presentaciones o algo así. Tardé en reaccionar y comencé a correr detrás de él y, al<br />
pasar cerca de Paula, intenté decir algo en plan, “No te preocupes nena, yo le atrapo”.<br />
Pero todo fue muy rápido. Olvidé los ensayos mentales que tantas veces había repetido<br />
durante la última hora, y descubrí que correr es incompatible con hablar, respirar o<br />
vivir. Al pasar junto a Paula, apenas solté unos balbuceos incomprensibles.<br />
51
No recordaba lo complicado que era correr. Pensé que los narcóticos de Nines servirían<br />
como estímulo para mis músculos y puede que sirvieran, sin embargo, en mis piernas no<br />
había músculos que estimular. Sólo había órganos lacios y vagos. Además, ese<br />
drogadicto desgraciado parecía tener un diseño ergonómico perfecto para la carrera. Sus<br />
descortinadas extremidades trabajaban al unísono. Cada metro que yo avanzaba, él<br />
avanzaba dos. Podría ganar muchas medallas en las próximas olimpiadas yonkis.<br />
Eso es lo último que recuerdo. Mis pulmones se quedaron sin gas y mi vista empezó a<br />
nublarse. Paré, me tumbé en mitad de una calle, y quedé inconsciente durante varias<br />
horas.<br />
No fue el momento más heroico del mundo, pero al menos explica el tema de la cartera<br />
de Paula. Lo importante es que entienda el lector que no soy un villano. Como mucho,<br />
un héroe venido a menos.<br />
Volviendo al ajusticiamiento en aquel supermercado, ajusticiamiento localizado en la<br />
zona de lencería femenina, recuerdo un momento de aprendizaje basado en la memoria.<br />
Lo llamaría más adelante “Aprendizaje Memorial”. Se basa en aprender de tus<br />
recuerdos y no de cosas imaginarias.<br />
La cuestión es que mientras Paula golpeaba mis costillas con una violencia de género<br />
descomunal, mi mente viajó al pasado, escapando de aquellos didácticos y certeros<br />
golpes. Y rebuscando en mi memoria, recuerdos olvidados de aquel hombre<br />
mostachudo que conocí en el tren, en mi primer viaje a la ciudad, recobraron vida.<br />
Recuerdo que mientras el hombre hablaba y me hacía entender cosas cuya complejidad<br />
no está al alcance del iletrado lector, transparente líquido comenzó a salir de su nariz.<br />
Conozco la sensación. Hace cosquillas en los pelos de la nariz y, sólo mirándole,<br />
empecé a sentir una necesidad imperiosa de limpiarme la nariz con un pañuelo. Sin<br />
embargo, aquél hombre no le dio importancia y seguía hablando, como si no notara<br />
nada. Lentamente el moco líquido salió de la nariz y comenzó a bajar muy lentamente.<br />
Por entonces yo hacía rato que había dejado de prestar atención a sus palabras y me<br />
preguntaba “Es extraño, ¿no llevará un pañuelo?”.<br />
Pasaba el tiempo y el hombre no se secaba el bigote impregnado de moco. Y de repente<br />
me di cuenta. “Este hombre es un genio”. Mientras hablaba de la felicidad basada en la<br />
ausencia de preocupaciones, me di cuenta de que intentaba mostrarme un ejemplo<br />
práctico. Estaba predicando con el ejemplo. Me estaba mostrando como ser feliz.<br />
Ignorando todo. Todo le daba igual. ¿Tiene que salir moco líquido de mi nariz? Pues<br />
que salga. Ignorar las señales de tu cuerpo y dedicarse sólo a aquello que es importante.<br />
Sin embargo, tras dos minutos de admiración, ocurrió algo. Durante una pausa en su<br />
interminable e indescifrable sermón, su lengua brotó de entre sus carnosos labios<br />
retorciéndose hacia arriba, afilada como la punta de una flecha.<br />
“No será capaz”, me dije.<br />
Y, con la punta de la lengua contactó con el líquido elemento. No sé en qué parte de la<br />
lengua se detecta el sabor salado, pero seguro que en ese momento sintió sensaciones<br />
saladas.<br />
Y en ese momento me di cuenta de otra cosa. No era un genio. No es que ignorara<br />
sensaciones para centrarse en aquello que quería. No es que le diera igual todo. Es que<br />
era un guarro.<br />
52
Sin embargo el hombre, tras unos segundos, continuó hablando como si nada hubiera<br />
ocurrido. Y unos minutos después, cuando entró el revisor y se le quedó mirando<br />
durante segundos, el hombre del bigote, como oso adicto a la miel y sin apartar la vista<br />
de la del revisor, asomó su afilada lengua de nuevo, haciendo contacto con el húmedo<br />
bigote.<br />
El antihéroe se había convertido en héroe de nuevo. Vale, puede que fuera un guarro,<br />
pero es que además le daba todo igual.<br />
Y reviviendo esos momentos, decidí que nada del mundo exterior te afecta si tú no<br />
quieres. Decidí que me daban igual aquellas patadas de Paula, las costillas rotas, la<br />
desnudez o la sangre que brotaba de mi cabeza. Todo tenía la importancia que yo<br />
quisiera darle. Luego me dijo el doctor que no, que los daños habían sido muy<br />
importantes.<br />
“Irreparables”, añadió. Y esbozó una sonrisa.<br />
Tuve suerte de que el juez tardara en levantar mi cadáver. Si no, habría recuperado la<br />
consciencia en el tanatorio.<br />
En cualquier caso, había adoptado una nueva filosofía de vida. No me he documentado<br />
mucho, pero diría que una filosofía casi budista, donde la mente controla las<br />
sensaciones y no al revés. Y, igual que podía dominar las sensaciones físicas, podía<br />
dominar los sentimientos. En aquel momento empecé a entender que si Paula no sentía<br />
amor por mí… ¿Qué importaba? ¿Por qué basar mi vida en el amor por aquella chica?<br />
¿Por qué vivir atormentado por una chica que a penas conocía? Algo estaba cambiando<br />
dentro de mí y no me refiero a las hemorragias internas. Sus patadas ya no me hacían<br />
mariposas en el estómago.<br />
53
14<br />
Hay momentos en la vida en los que necesitas que haya un punto de inflexión. Hay<br />
momentos en los que tu vida se estanca y sabes que necesitas un cambio, pero, ¿cómo<br />
encontrarlo? Cualquier cambio puede ayudar algo, pero el revulsivo de verdad, ese que<br />
te haga comenzar de nuevo, no va a llegar si no viene de dentro, de las entrañas, y no se<br />
trata de un cambio de apéndice, ni si quiera de un cambio de riñones. Supongo que sólo<br />
un cambio de cerebro podría ser ese cambio interior del que estoy hablando, pero los<br />
cambios de cerebro sólo se habían realizado con monos y hasta diez años más tarde, no<br />
me pudieron practicar aquella operación para injertarme el cerebro de un primate. Con<br />
tan buenos resultados, por cierto.<br />
El caso es que los cambios no llegan por casualidad. No llegan si no los buscas. No van<br />
a llegar fortuitamente. Hay que luchar por ellos.<br />
El cambio me llegó fortuitamente, curiosamente.<br />
Últimamente las noches habían pasado en blanco y los días en negro, intentando<br />
recordar algo de la noche y despertando en casa sin saber cómo había llegado. Alcohol a<br />
bajo precio y amistades rápidas, con las que repetía la misma conversación una y otra<br />
vez. Algunos días despertaba en lo que era ya mi segundo hogar, el calabozo, lleno de<br />
moratones tanto en mi cuerpo como en mi alma. Agujeros negros cerebrales absorbían<br />
neuronas que aún hoy en día siguen desparecidas.<br />
Sin embargo un día, para variar y para gran sorpresa mía, desperté en otro lugar. Una<br />
habitación de decoración muy cursi que ya conocía. Miré al otro lado de la cama y,<br />
exacto, allí estaba Irene, acostada junto a mí, durmiendo silenciosa como uno de esos<br />
gatos que duermen en mitad de la carretera sin reparar en los peligros y, desafiando aún<br />
más a la muerte, con las tripas fuera. Sin vacilar frente al peligroso Sol veraniego<br />
golpeando durante todo el día. Si el Sol es dañino en la piel, más aún lo es en tus<br />
entrañas. Además, ¿para qué querrá un gato tener unos intestinos morenos?<br />
Irene no tenía las tripas fuera. Era perfecta.<br />
No sé qué había pasado, ni cómo había llegado allí, pero esta vez iba a hacer las cosas<br />
bien con Irene y con su familia. Iba a ser más cortés y más educado que la hostia. Iba a<br />
redimirme y a no desaprovechar esa segunda oportunidad.<br />
Así que me levanté, fui al baño, me desnudé y me miré detenidamente en el espejo. Es<br />
cierto, tremendas bolsas colgaban de mis ojos como dos sacos escrotales. En mis ojos<br />
no había sitio para las pupilas entre tanta vena. Mis dientes lucían esplendorosos detrás<br />
de aquella gruesa capa de sarro. Comenzaba a haber arrugas por mi cara como si, tras<br />
perder la piel en un accidente de tráfico, me la hubieran reconstruido con piel genital,<br />
símbolo de una sana madurez, y el hígado sólo me dolía cuando me movía, hablaba o<br />
pensaba en él. “¡Me estoy poniendo maduro como una vulgar fruta!”, pensé.<br />
Estaba claro, me había convertido en un hombre maduro y muy apuesto. Mi cuerpo<br />
estaba moldeándose de manera mágica, como una estatua de Leonardo da Vinci siendo<br />
esculpida por uno de los peores escultores de la época. “Buen trabajo”, pensé para mis<br />
adentros. “Esta es tu mejor obra”, dije mirando al techo y, al relajar mi mente para que<br />
la cabeza no se recalentaba más tras esos complejos pensamientos -no sé como son los<br />
derrames cerebrales, pero líquido gris y viscoso salía de mi oreja-, el aparato digestivo<br />
54
hacía sus complicadas funciones de fumigación de todos aquello gases perniciosos que<br />
se habían introducido en mi cuerpo mientras dormía.<br />
Sentí un gigantesco dejavu. Aquella misma casa. Aquel mismo baño. Alguien dentro de<br />
mí dijo, “Este olor es un grito de socorro. Huye”. Sin embrago, ver el paso del tiempo a<br />
través de aquel espejo, despertó en mí una reflexión profunda acerca del cambio, acerca<br />
de Irene, de formar una familia y de cambiar de vida.<br />
Así que me di una ducha y lavé incluso partes de las que dicen que el agua no debe<br />
tocar. Me puse de nuevo mi ropa que olía repugnante. La ropa coge olor asqueroso en<br />
los bares si la gente fuma tabaco, pero aún mucho peor sería si fumaran heces fecales.<br />
La cuestión es que era mi ocasión de arreglar las cosas con esa familia. Bajé a la cocina<br />
y preparé el desayuno más delicioso y cargado de amor que jamás se ha preparado.<br />
Tostadas, café, zumo, huevos cocidos, entrañas y fruta pelada, troceada en cómicas<br />
figuras, que crearían el ambiente simpático y perfecto para olvidar viejas rencillas y<br />
empezar de cero.<br />
Me sentía excitado haciendo ese desayuno. Creo que mi alma se masturbó. Quién sabe,<br />
puede que fuera mi cuerpo.<br />
Las neuronas más curiosas se asomaban a los ojos a ver qué estaba haciendo. “Sigue<br />
borracho”, decían algunas.<br />
Sin previo aviso apareció el padre de Irene, quien no pareció sorprendido al verme, y<br />
cuando le invité a sentarse dijo, “Yo ya desayuné a la hora de desayunar”.<br />
No obstante se sentó junto a la mesa, y abrió el periódico que traía. Fue extraña su<br />
indiferencia hacia mí.<br />
“¿Algo para picar? ¿Un huevo duro, quizás?”.<br />
El hombre estaba mirando fijamente su periódico por la página de los pasatiempos y,<br />
mientras resolvía mentalmente un crucigrama, contestó sin levantar la vista:<br />
“Soy alérgico al huevo”.<br />
“Entonces nunca chupes una polla”, le dije sonriendo y pegándole suavemente con el<br />
codo. Una nota de humor que aquel recio hombre no pareció comprender.<br />
“Hay que estar muy concentrado para darse cuenta”, dijo, “pero estoy ocupado”.<br />
El ambiente se estaba poniendo frío. Tenía que cambiar de conversación. Ganarme su<br />
confianza. Me senté a su lado y, con voz de anuncio de colonia, le dije, “A propósito,<br />
creo que tu hija y yo vamos a empezar de nuevo una relación”.<br />
Él tosió, como atragantado por su saliva.<br />
“¿Lo sabe ella?”, preguntó.<br />
Me quedé un poco cortado y sin saber qué decir. Pero no hizo falta. El padre de Irene<br />
hizo los honores:<br />
“Escucha hijo, no creo que eso sea un propósito, es más bien un despropósito. Por otra<br />
parte, ¿recuerdas la última vez que hiciste un crucigrama?”.<br />
¿La última vez que hice un crucigrama? La búsqueda de recuerdos comenzó.<br />
¿Cuándo hice mi último crucigrama? Creo que lo recuerdo. Creo que fue un domingo de<br />
aburrimiento, hacía dos o tres años ya. De aquellos domingos en que dejaba pasar las<br />
55
horas viendo llover desde mi ventana. Ver caer las gotas de lluvia es entretenido si te<br />
imaginas que son dagas y que caen sobre Nines.<br />
Así de ocioso pasaba las tardes del domingo, muchas de ellas acompañado de un amigo<br />
al que llamábamos “el Mocho”. Puede que el Mocho no pasara muchos domingos en mi<br />
casa, sin embargo yo tengo la sensación de que fueron todos. Supongo que ese recuerdo<br />
está basado en un par de días. Eso es lo que hace el cerebro para no guardar tanta<br />
información. Generaliza. Memoriza una vez y luego multiplica.<br />
El Mocho no era mal tipo, pero su compañía se hacía pesada. Era una de esas personas<br />
que tienen buen corazón, pero son inaguantables. Igual que le pasaba a Hittler, que era<br />
muy pesado y por eso le costaba hacer amigos. Amigos judíos, sobretodo.<br />
Costaba echar de casa al Mocho. No cogía las indirectas. Podías decirle que tenías<br />
sueño, o que tenías que hacer algo importante, o que se fuera a tomar por culo, y el<br />
Mocho no se daba por aludido.<br />
La verdad es que era tonto. Era muy pesado y muy tonto, y me duele ser tan duro con<br />
gente tan buena, pesada y tonta. Normalmente cuando te cae una portería en la cabeza te<br />
vuelves más tonto, pero a este chico en concreto, cuando era pequeño le cayó una<br />
portería mal anclada en la cabeza y se volvió algo más listo. “El deporte es salud”,<br />
pensé cuando me enteré del rumor.<br />
El Mocho era una de esas bromas pesadas que gasta Dios, como los enanos. Era un<br />
error de la naturaleza. Un tumor con extremidades, cuya extirpación llamaron<br />
erróneamente nacimiento. Sus padres le pusieron un nombre humano, por no haber una<br />
lista homologada de nombres de tumores.<br />
Tenía un nombre compuesto, pero no recuerdo cuál exactamente. Puede que fuera José<br />
Luis o Luis José o alguna mierda así.<br />
Supongo que los padres pensaron en esa mamarrachada de, “Le ponemos muchos<br />
nombres y así que elija cuando sea mayor”. Como prueba de que el chico no salió muy<br />
listo, eligió “Mocho”.<br />
Hay una teoría sociológica que dice que las personas con nombres compuestos sufren<br />
numerosas crisis de identidad. Se vuelven locos y mezquinos. Bien, la teoría es mía y<br />
aún no he podido probarla, pero sólo gente con nombre compuesto la ha negado.<br />
La cuestión es que estando allí, en frente del padre de Irene, recordando a este chico,<br />
tuve una de esas experiencias extrasensoriales que te acercan a lo metafísico y te hacen<br />
comprender la vida de otra manera. Otra pedagógica sesión de Aprendizaje Memorial.<br />
Una de esas visiones que te permiten aprender y vivir una vida mucho más rica y llena<br />
de color. No es mi caso.<br />
Este chico, Luis Javier o José Javier o Mocho o como se llame, tocaba la flauta en un<br />
grupo con gente de su trabajo y, dichoso mundo éste que me ha tocado vivir, tuve que<br />
asistir a uno de sus conciertos. Otro amigo ya me había advertido de que el Mocho tenía<br />
la capacidad musical de un sordo. Pero no de un sordo con suerte, como Beethoven,<br />
quien juntaba notas al azar, sin saber cómo iban a sonar, y por casualidades matemáticas<br />
sonaba bien.<br />
Beethoven componía como quien juega a la lotería, aquí pongo este símbolo, aquí este<br />
otro. Aquí pongo un Do, aquí un Mi, aquí un La ¿Cómo cojones sonará esto? Y un tonto<br />
con batuta dijo, “Este tío es un genio”. Y así nació la farsa más infame del mundo: el<br />
arte moderno. Es lo equivalente a un libro escrito por monos pulsando las teclas de una<br />
56
máquina de escribir al azar. Vaya, teniendo en cuenta mi operación, ese es justo mi<br />
caso.<br />
Recuerdo que en otra vida, siendo un muchacho pecoso y de cara rosada, apuntaba las<br />
notas que Beethoven me iba dictando, ya que Beethoven no sólo era sordo, además era<br />
vago. “Ahora un Mi, ahora un Re, Ahora un Fa”.<br />
“Fa no existe”, le dije, “Esa nota te la has inventado”.<br />
“¿Qué? No te oigo”, Beethoven solía contestar eso casi siempre.<br />
“Que Fa no existe”, repetí.<br />
“¿Qué?”.<br />
Yo pensé, “Bueno, es igual, la meteré aquí entre estas dos notas”. Y es así como nació<br />
el sonido de Fa. Como pupilo de un compositor sordo, me tuve que inventar muchas<br />
más notas como Jo, Fu o Sar, pero ninguna tenía la sonoridad de Fa y con los años<br />
quedaron en desuso.<br />
Estos recuerdos de otra vida los tengo un poco difuminados y puede que sean<br />
inventados.<br />
Bueno, pues el Mocho no disfrutaba de esa suerte compositiva. No disfrutaba de ningún<br />
tipo de suerte, para ser justos.<br />
El caso es que estando allí en su concierto y habiendo preparado mi mente para lo peor,<br />
recuerdo llevarme una grata sorpresa. La cosa no era tan horrible como esperaba. No me<br />
disgustaba por completo. El papel del Mocho en el grupo era pequeño, casi insonoro, y<br />
el resto del grupo sonaba bien. Era uno de esos grupos formados por gente muy distinta<br />
y con gustos muy dispares, que se juntan entre sí por no tener más amigos que toquen<br />
instrumentos. Todos tenían pinta de alcohólicos potenciales, con demasiado poco dinero<br />
para ser alcohólicos de verdad.<br />
En un momento dado, cuando llegó el momento mágico, el éxtasis, mi colega el Mocho<br />
se marcó un solo de flauta. Supuse que venía el momento de apartarme del escenario,<br />
alejarme a las últimas filas, para que no notara la cara de desagrado en mi rostro. Sin<br />
embargo, en el momento en que empezó a tocar, sentí como si mi cuerpo empezara a<br />
flotar, sentí que mis pies se alejaban del suelo, y sentí una punzada en el corazón similar<br />
al de un enamoramiento.<br />
Sentía algo celestial, como si estuviera camino del paraíso. Libertad, felicidad, estaba<br />
flotando, literalmente volando. “¡No me lo puedo creer, puedo volar!”, ¿acaso había<br />
encontrado este tipo la música celestial? Y, frenético, miré al suelo para comprobar si<br />
esa sensación mágica era real.<br />
Y al mirar abajo, allí estaba mi cuerpo acurrucado en el suelo, tirado de costado, con las<br />
manos tapando mis oídos y una cara de espanto que me hacía difícil reconocerme. Sin<br />
embargo no había duda, era yo. Es extraño verse a sí mismo, pero así es cómo ocurrió.<br />
Vi la tensión en mis músculos, la cara de horror de alguien que muere en la más<br />
profunda de las agonías y la gente a mi alrededor, acercándose preocupada y pidiendo<br />
una ambulancia. ¿Qué aberración era aquella?<br />
Ese fue mi momento más cercano a la muerte. Una vez más, la vida, educándote como<br />
sólo ella sabe, me había recordado que la muerte no estaba tan lejos. Acechaba. En<br />
realidad estuve literalmente muerto durante un tiempo. Mi corazón dejó de bombear<br />
57
sangre durante varios minutos. Suficientes, según el médico, para causar daños<br />
irreparables en mi cerebro.<br />
“Siempre está usted con lo mismo, doctor”, le dije, “Usted cure y calle”.<br />
La muerte se había presentado por primera vez e su manera auditiva. Ya la había<br />
experimentado en su forma olfativa antes, e incluso táctil, si tengo en cuenta aquella vez<br />
que Carmela se tumbó encima de mi, y sus afilados y ásperos pezones rajaron mi pecho<br />
dejándolo en carne viva. Perdí un litro de sangre. Capítulo de mi vida que he intentado<br />
omitir en este relato.<br />
Por resumir diré que a veces, por intentar que el Mocho se fuera de mi casa, me ponía a<br />
hacer un crucigrama. Era una manera de decirle que se fuera, porque la otra actividad<br />
igual de solitaria, la masturbación, estaba fuera de lugar.<br />
La cuestión es que habían pasado los años, pero sí me acordaba del último día que había<br />
hecho un crucigrama.<br />
“Sí”, contesté con cierto orgullo e incertidumbre al padre de Irene.<br />
“¿Te molesté?”, preguntó el hombre.<br />
Este hombre era un cretino sin alma. Me quedé en blanco, repitiendo y analizando la<br />
conversación que estábamos teniendo. ¿Me había perdido algo? Sin embargo, poco<br />
después, se giró hacia mí y, mirando fijamente a mis ojos, añadió:<br />
“¿Sabes hijo?, tengo una escopeta de caza. Deberías irte antes de que aparezca mi<br />
mujer”.<br />
No sé cómo Irene había logrado que terminara así la mañana, pero desde luego era la<br />
broma definitiva. Irene había ganado. Minutos después, la madre de Irene estaba<br />
sufriendo un infarto o un ataque de pánico, lo que fue una suerte, puesto que hizo que<br />
empeorara bastante su puntería con la escopeta de su marido.<br />
Y mientras me alejaba de esa casa corriendo y oyendo todo tipo de amenazas y secretos<br />
sobre mi madre que no había sabido hasta ese momento, me giré y miré a Irene para<br />
decirle “Hasta siempre” con los ojos, y vi que en un anillo en su dedo anular llevaba un<br />
pequeño ruiseñor azul, recuerdo de aquel fatídico día en que nos separamos y es que, el<br />
ser humano a veces es así. Preferimos no olvidar los malos momentos. Los guardamos<br />
ahí en los sesos aunque eso nos haga sentir melancólicos, porque sentirnos tristes nos<br />
hace sentirnos únicos y seguramente ella, igual que añora sus dientes frontales, añora<br />
los buenos tiempos que pasamos juntos, y siente presión en el pecho y pierde el apetito<br />
al pensar en mí, igual que yo lo pierdo al pensar en ella o al pensar en Carmela, aunque<br />
en mi caso, intento no pensar en Carmela a la hora de comer. Así de complicado es el<br />
cerebro humano. ¿De qué nos ha servido evolucionar? Darwin nos la estaba jugando.<br />
Allá donde estuviera escondido haciendo pruebas con humanos, torturándoles hasta<br />
límites jamás alcanzados, Darwin elaboraba una segunda teoría mucho más siniestra y<br />
caótica que la anterior. Te maldigo, Darwin.<br />
58
15<br />
Durante una vida hay muchos sueños que no se cumplen. Todos, en concreto. Las<br />
ilusiones se van y todo aquello con lo que soñabas años atrás, quedó tan lejos como lo<br />
estaba al principio. Supongo que los sueños no se cumplen, sólo se persiguen. Te vas<br />
haciendo viejo y ves que el camino por el que tenías que haber ido años atrás, está ahora<br />
lleno de zarzas, alambres de espino y alimañas. Así pues, tienes que arrastrarte como un<br />
reptil gusano y cuando te ve el vecino en su jardín, a menudo se vuelve histérico y llama<br />
a la policía.<br />
Yo no he tenido sueños toda mi vida. Casi no tengo recuerdos de mis primeros años y<br />
las pesadillas eran suficiente entretenimiento durante mi adolescencia. Nunca he tenido<br />
demasiado interés por nada. Quizás el mundo no haya sido demasiado motivador para<br />
mí. O quizás haya sido demasiado complicado.<br />
Me encontraba ya cercano a los treinta años y no tenía nada, ni sueños, ni metas, ni<br />
presente, ni futuro por el que luchar.<br />
Así me encontraba yo, perdido en un mar de dudas, de vacío sentimental, con una<br />
depresión casi perenne y con la necesidad de algo más. Un algo que la vida no me daba.<br />
Sé que la vida no tiene por qué tener sentido. Quizás estando loco se le pueda encontrar<br />
alguno. Quizás la madre de Irene y sus sicarios encontraron una meta en su vida,<br />
obsesionados conmigo y llenos de sentimientos vengativos. Convertir cualquier<br />
capricho en obsesión. Quizás esa sea la manera de encontrar un sentido a todo esto.<br />
Hay gente que intenta llenar ese vacío buscándose a sí misma en algún lugar pobre y<br />
lejano, como la India, como si todos tuviéramos un doble indio esperando a ser<br />
encontrado. Tiene que ser una decepción terrible ir allí y, en lugar de encontrarte a ti<br />
mismo, encontrar al “tú mismo” del Mocho. Bueno, ya de por sí tiene que ser una<br />
decepción terrible ir allí buscando algo. O si vas allí y te encuentras a ti mismo, puedes<br />
descubrir que eres tú el “yo mismo” de un tipo zafio y horrendo.<br />
“Eres el cacho de personalidad que me faltaba”, te dice.<br />
“Genial ¿y tú qué haces?”, le preguntas.<br />
“Pues nada, cazo gatos con este palo y luego me como sus vísceras”.<br />
Recordar aquella funesta experiencia en la que fui sinfónicamente asesinado, había<br />
devuelto mi vida a uno de esos ciclos de reflexión y aprendizaje personal. Tanta<br />
reflexión, según mi profesor de ciencias sociales del instituto, sólo había traído<br />
problemas a la humanidad, “Fíjense en Sócrates, en Aristóteles, en Platón”, decía,<br />
“todos muertos”.<br />
Aquel día había estado muerto varios minutos y no vi al arcángel San Gabriel, ni a<br />
ninguno de sus secuaces. No hubo nada celestial, nada religioso, sólo mi alma huyendo<br />
de aquella música atroz. Quizás todas las mentiras que había aprendido de joven no<br />
fueran verdad. Quizás después de la muerte no hubiera nada.<br />
Igual que cuando el médico examina tu cuerpo en busca de marcas tras una violación,<br />
mi mente buscaba marcas por mi cerebro. ¿Qué consecuencias me dejó aquella<br />
experiencia? ¿Qué ha quedado de aquella melodía? Algo había muerto dentro de mí y<br />
59
cada vez que intentaba reproducir algún fragmento de esa debacle musical en mi<br />
cerebro, terribles depresiones se adueñaban de mi cuerpo.<br />
La muerte me acechaba. La había experimentado. Y aún no había hecho nada de<br />
provecho con mi vida. Sólo había seguido el camino que me habían preparado. A lo<br />
largo de este teatrillo que es la vida, sólo había seguido mi papel. En el reparto de<br />
personajes, debo decir, no estuve muy agraciado. Tenían razón aquellos panfletos<br />
libertarios de la época: sólo éramos marionetas.<br />
Éramos títeres. Peleles controlados por nuestro cerebro. Nuestro malvado y controlador<br />
cerebro. Eso tenía que terminar. Libertad. ¡Libertad! Me tumbé y pensé, “Al habla el<br />
cerebro. Sois libres. El tiempo de opresión ha terminado”. Sin embargo allí se quedaron<br />
mis miembros y órganos. Salvo algún movimiento espasmódico y alguna erección<br />
involuntaria, allí permanecieron los órganos esperando órdenes. No hay duda, somos<br />
esclavos por naturaleza.<br />
Aquella sucesión de recuerdos también me trajo memorias de aquel amigo de nombre<br />
compuesto, simplificado en el magnífico alias del Mocho. ¿Qué habría sido de él? Sólo<br />
Dios lo sabía.<br />
“Ni idea”, me dijo un desconocido al preguntarle. No sé por qué le pregunté a él. Me<br />
pareció Dios. Sin duda, no lo era.<br />
“Te crees mucho”, le dije al desconocido, “pero no eres nadie”.<br />
“¿Por qué no me dejas en paz?”, contestó.<br />
Lo último que supe del Mocho es que alguien le dio con una azada en la cabeza. Resultó<br />
placentero hacerlo. Me imagino. Pero esto ocurrió mucho después.<br />
Tras aquella tropelía musical, yo no volví a asistir a una de esas sesiones de muerte<br />
inducida por flauta. Me encargaba de conseguir el listado de las canciones de sus<br />
conciertos, y siempre abandonaba el local antes de sus solos. Aún así, sentía que era<br />
cómplice de aquella barbarie artística, por no denunciar y por abandonar el local<br />
dejando allí a todos aquellos insensatos. Recuerdo que mientras esperaba en la puerta,<br />
notaba el momento de histeria. Escuchaba alaridos y gritos de horror entre alguna nota<br />
de flauta y en pocos segundos, todo el público salía clamando al cielo y jurando no<br />
volver a escuchar música en su vida. Un día un hombre se abalanzó sobre mí,<br />
echándome las manos al cuello y diciendo, “¡Tú lo sabías! ¡Tú lo sabías y no has hecho<br />
nada!”.<br />
Mi colega era buena persona y por eso no era fácil herir sus sentimientos, pero sí muy<br />
divertido. ¿Cómo hacer que dejara de tocar la flauta? Hay técnicas mentales muy<br />
sofisticadas que hacen que tu subconsciente quiera evitar una actividad. Sin embargo,<br />
meterme la flauta en el culo no había funcionado. Supongo que nunca leí lo suficiente<br />
de Paulov, el anónimo torturador de perros, sin embargo entendí los conceptos básicos y<br />
me dio una buena idea: Una soleada y matinal mañana de Sol, me acerqué a la mochila<br />
del Mocho, mochila que olía peor que sabía, cogí la flauta y la partí en dos, tal y como<br />
había hecho Paulov con el espinazo de un perro. Gracias Paulov, por tu pragmatismo y<br />
odio en general a los animales.<br />
De mi colega Mocho podría contar historias como para llenar un libro. Dejamos de ser<br />
amigos tras unas semanas viviendo juntos. Le acogí cuando le echaron de la casa de su<br />
madre.<br />
60
Según el Mocho, estaba felizmente tocando la flauta, melodías armonizadas y dulces,<br />
cuando escuchó gritos de multitud en la calle. Al asomarse a la terraza, vio que portaban<br />
antorchas, tridentes, una soga, y clamaban por su cuello. Lo que viene siendo un juicio<br />
justo en cualquier pueblo.<br />
“Seguro que tenían envidia de cómo tocas”, le dije al Mocho, para consolarle, dándole<br />
una palmada en la espalda, pero a continuación, para dejar las cosas claras y que no<br />
hubiera confusiones en el futuro, le agarré fuerte por el pescuezo, hice que su cara<br />
apuntara a la mía y, muy serio, mirándole a los ojos, le dije, “A mí o me gusta cómo<br />
tocas. No toques cerca de mí. Nunca”.<br />
Cuando me preguntó si podía vivir conmigo unas pocas semanas, no entré en cólera, ni<br />
hice uso de la violencia más extrema. Ya había convivido con Nines y había<br />
sobrevivido. Era una prueba más. Una prueba de Dios o de algún otro malnacido<br />
celestial. El mundo me estaba haciendo fuerte. Infeliz, pero fuerte. Me iba moldeando<br />
como una espada de hierro, a golpes.<br />
También acepté porque la soledad prolongada me estaba volviendo introvertido y raro.<br />
Supuse que aquella experiencia me vendría bien.<br />
La convivencia con el Mocho no fue mal en primera instancia. Sin embargo, el Mocho<br />
tenía incontinencia verbal, y estar dos horas seguidas con él se me hacía cuesta arriba.<br />
No se callaba para comer, ni para ducharse, ni para leer, ni para callarse.<br />
Recuerdo que un día llevaba comiendo el mismo plato de sopa durante diez minutos.<br />
Pensé, “Qué raro. Llevo comiendo diez minutos y el nivel de sopa no parece disminuir.<br />
Además, no recuerdo que esta sopa llevara trozos de pollo mal masticados”. La<br />
respuesta estaba en frente de mí. Mientras el Mocho soltaba su insulso monólogo,<br />
pequeñas partículas y no tan pequeñas, salían de su boca. Las menos pesadas salían con<br />
fuerza, impactando sobre mi cara y resbalando por ella, dejando un rastro de saliva<br />
similar al que dejaría un caracol. Finalmente caían sobre tus manos o sobre tu ropa. La<br />
experiencia, por si se lo pregunta el lector, es desagradable. Otros pedazos más grandes<br />
y pesados de comida masticada no salían con la fuerza necesaria para alcanzar mi cara,<br />
cayendo dentro de mi plato.<br />
Un día tapé el plato con mis manos y el Mocho, viendo que se le salía la comida de la<br />
boca, se echó a reír. El Mocho necesitaba educación, ¿dónde habría dejado mi bate de<br />
críquet?<br />
Además hablaba a un volumen muy por encima de lo normal y con un timbre agudo y<br />
desagradable. He leído, o quizás sea una de esas cosas que te cuentan y las asumes<br />
como ciertas, que la voz aguda irrita a los hombres, y que es por eso que las relaciones<br />
de pareja duran más cuando ella es muda.<br />
También hizo más difícil la convivencia con el Mocho su higiene en el baño. En pocos<br />
días ya estaba el lavabo atascado, en otros pocos ya estaba la bañera atascada con pelos<br />
y con una sustancia gelatinosa. Aún me recuerdo implorando a Dios que eso no fuera<br />
semen.<br />
El fin de mi convivencia con el Mocho llegó tan sólo dos semanas después.<br />
Un día me encontraba distraído, mirando a la nada y esperando, como por arte de magia,<br />
que repentinamente algo de diversión entrara en mi cuerpo. Así ocurrió. La puerta de mi<br />
casa que tantas veces se había abierto y cerrado a lo largo de los años se encontraba, por<br />
algún casual, cerrada. De entre las miles de posiciones que puede tener una puerta, esta<br />
se encontraba caprichosamente cerrada desde que la cerré yo minutos antes. De esa<br />
61
manera un posible asesino en serie tendría que ingeniárselas para asaltarme y cometer<br />
todo tipo de tropelías sobre mi cuerpo. Un perro callejero o un vagabundo no podrían<br />
pasar al salón y mearse en el sofá sin llamar antes. Además se evitan corrientes de aire<br />
muy molestas en caso de construir un castillo de naipes, cosa que no he hecho, ni quiero<br />
hacer en mi vida.<br />
En aquel apartamento yo tenía vecinos muy raros. Eran apáticos e introvertidos puertas<br />
afuera, pero muy ruidosos en el interior. Recuerdo que durante una época hablaban<br />
entre ellos haciendo sonidos, moviendo muebles y puertas o golpeando las paredes,<br />
intentando que yo no descifrara su código. Los vecinos se comunicaban entre ellos.<br />
Golpeaban cosas buscando sonidos parecidos a sílabas e intentaban, por medio de<br />
onomatopeyas, comunicaciones secretas. Confiando en que yo no entendía su código se<br />
llegaron a comunicar incluso planes para asesinarme, lo que se puede llamar ahora<br />
“Operación Fracaso”. Supongo que usando el teléfono, su perverso juego tenía menos<br />
gracia.<br />
La puerta sonó repetidas veces como si alguien quisiera algo. Siempre me pongo de mal<br />
humor cuado suena la puerta. El timbre se podría considerar como una prolongación de<br />
un bulto en mi pene. Un bulto con sarpullidos sanguinolentos muy dolorosos que no me<br />
gusta que nadie toque, y mucho menos un desconocido.<br />
¿Quién sería? En la cocina no me quedaban cuchillos limpios, así que tuve que abrir la<br />
puerta desarmado.<br />
Un hombre extraño, de profundas ojeras, mustio, gris, despeinado, lo más parecido a un<br />
muerto viviente al que me referiré a partir de ahora como “vecino de abajo”, esperaba al<br />
otro lado. Siempre pensé que su mujer debía tener el síndrome de Diógenes al no echar<br />
a este hombre de casa. Yo nunca fui mal vecino. Quiero decir que si alguien me venía a<br />
pedir un poco de sal, se la daba, tuviera o no tuviera. Y, no teniendo ascensor, cuando<br />
veía a la pobre y reumática abuelita del quinto, subir las pesadas bolsas de la compra a<br />
su piso, le daba los buenos días. Bastante tenía la pobre anciana como para aguantar a<br />
un vecino maleducado.<br />
El caso es que abrí la puerta y el vecino de abajo metió la cabeza en mi propiedad, lo<br />
cual fue avasallador, incluso aunque no fuera mi propiedad y tuviera varias<br />
mensualidades de retraso. Miró a los lados, como buscando algo. Supongo que al mirar<br />
a su derecha debió haber visto la cocina, donde unas cuantos muñecos con sus mejores<br />
atuendos esperaban la hora de comer sentados en la mesa, porque en seguida notó que<br />
invadía mi intimidad.<br />
“Me gustaría enseñarte una cosa”, me dijo.<br />
Su voz misteriosa escondía secretos. Oscuros conocimientos que seguramente le<br />
privaban del sueño. ¿Qué macabro asunto se traería entre manos? Esa cara perturbadora,<br />
esa mirada homicida.<br />
Salí de mi casa sin pensar y le seguí por aquellos pasillos que se mostraban, de repente,<br />
tan extraños y desconocidos. Millones de pensamientos recorrieron mi mente. ¿Qué<br />
secreto gubernamental me sería revelado?<br />
Desde que dejé de tomar los narcóticos de Nines, había estado menos lúcido para<br />
detectar y comprender aquellas conversaciones secretas del vecindario. Habían podido<br />
tramar algo aprovechando mi letargo. Sin embargo, fuera lo que fuera, el vecino de<br />
abajo parecía de mi bando. Quería compartir su secreto. Cientos de preguntas me<br />
62
asaltaban, ¿Qué hora era? ¿Había apagado la olla al salir de casa? De repente, esa pasó a<br />
ser mi mayor obsesión.<br />
“Voy a apagar la olla”, dije al vecino de abajo. “Odio cuando la legumbre sabe a<br />
mierda”, añadí.<br />
No obstante, el hombre no atendía. Estaba sumamente concentrado en aquella misión.<br />
Fuimos por los pasillos más remotos. Escaleras abajo. Estrechas y penumbrosas<br />
cavidades. Escaleras arriba. Hasta llegar al portal. “Que extraño camino para llegar al<br />
portal”, pensé. Estaba claro que evitábamos persecutores.<br />
Allí en el portal abrió una puerta pequeña, ubicada en la pared opuesta a la entrada del<br />
edificio. Una de esas puertas que están siempre cerradas y asumes que no se abren. Era<br />
una puerta metálica y chirriante. Al abrirla, la luz me cegaba. Algún pedazo del Sol o de<br />
alguna otra estrella debía esconderse allí. No podía ver nada. Al fin, secretos galácticos<br />
me serían revelados.<br />
Al quitarme las manos de los ojos y acostumbrarme a aquella luz, lo cual me llevó más<br />
de un minuto, vi que era el patio interior del edificio, donde los vecinos usualmente<br />
tendían la ropa y donde a esas horas, la luz solar entraba vertical. Qué extraño, nunca<br />
había estado en ese patio. No me lo imaginaba así al mirarlo desde arriba.<br />
“¿Notas algo raro?”, Me dijo.<br />
Miré hacia arriba. Varias cuerdas que cruzaban el patio de lado a lado, contenían<br />
prendas tendidas de ropa. Lo más extraño es que no parecían recién lavadas, si no muy<br />
sucias.<br />
“Arriba no”, me dijo el vecino de abajo, “Ahí”, señalando al suelo.<br />
Lo más extraño que había en el suelo, supongo que era la ropa que había tirada y un<br />
perro que la devoraba. También era extraño ver tanta basura y desperdicios. No sé cómo<br />
debería ser un patio interior, pero seguro que no era así como lo imaginó el arquitecto.<br />
“Tu amigo guarda aquí a su perro. Lleva aquí más de una semana”.<br />
Sus labores de investigación eran correctas. Era el perro del Mocho, no había dudas. Un<br />
perro de media estatura, marrón claro y de cara simpática, que portaba como vestimenta<br />
una coraza de pulgas.<br />
“¿Y sabes cómo lo alimenta?”, preguntó el vecino.<br />
“¿Con comida de perro?”, a veces mi cerebro se muestra rápido y eficaz.<br />
La mirada del vecino de abajo me hacía pesar que no era la respuesta correcta.<br />
“Arroja la comida desde vuestra ventana”, dijo.<br />
Me vinieron recuerdos. Los últimos días el Mocho me había sorprendido arrojando<br />
comida al patio interior. Mientras yo tapaba mi comida con ambas manos y protegía mi<br />
propia integridad, para no ser dañado por aquellos perdigones que salían de la boca del<br />
Mocho, me percaté de que él arrojaba parte de su comida por la ventana. Supuse que ya<br />
estaba saciado y no quería más. Tiraba trozos de pan, embutidos, galletas… y, por qué<br />
negarlo, me pareció divertido y una forma eficaz de deshacerse de los desperdicios. Así<br />
que yo también arrojé de todo. Lentejas, restos de latas en conserva, sobras del<br />
estofado… ¿Cómo saber que los vecinos tendían la ropa en el patio de tender la ropa?<br />
“Esto me destroza el corazón, Señor Vecino de Abajo. Tendré que hablar muy<br />
seriamente con el Mocho”, le dije.<br />
63
Y me di media vuelta. Muy adulto. Muy responsable. Muy digno. Y me dirigía hacia las<br />
escaleras cuando el vecino me dijo, “Te dejas al perro”.<br />
La mañana se estaba complicando, pero aún lo haría un poco más al subir a mi piso y<br />
descubrir que al salir no había cogido las llaves.<br />
La puerta no parecía abrirse con fuertes patadas y parecía también inmune a mis insultos<br />
de rabia y gritos de impotencia. Debo aclarar aquí que los gritos, en este caso, no se<br />
debían a una impotencia física. Tampoco pude comprobar que no fuera así, ni era el<br />
momento de comprobarlo. Eran más bien gritos debidos a una impotencia mental. Algo<br />
de la psiquis humana bastante complicado.<br />
Pronto toda la planta empezó a oler a lentejas quemadas, contestando así a mi pregunta<br />
de si había dejado la olla encendida o no.<br />
Esta consecución de despropósitos desencadenó la marcha precipitada del Mocho de mi<br />
casa.<br />
De toda esta situación aprendí que convivir es difícil y que los animales hay que<br />
quererlos y respetarlos. Note el señor juez, que voy aprendiendo lecciones con cada<br />
evento de mi vida.<br />
64
16<br />
La vida es como caminar. Hay que mirar cerca porque si no, puedes tropezar o pisar las<br />
cacas de perro, pero también hay que mirar lejos, porque si no, no sabes a dónde vas.<br />
Eso es más o menos lo que me pasó a mí. Me preocupé demasiado por no pisar esas<br />
metafóricas cacas de perro. Siempre viví mi vida a corto plazo, sin saber qué iba a ser<br />
de mi fututo y sin plantearme alternativas. Nunca miré a lo lejos. No supe mi dirección.<br />
Si al menos hubiera tenido un perro lazarillo de la vida, podría haber tenido relaciones<br />
sexuales con él, metafóricamente hablando.<br />
Cuado de repente me vi bordeando los treinta años, empecé a pesar erróneamente que<br />
era el comienzo del final. Me equivocaba. El final ya había comenzado.<br />
No sé cuándo dejé de pensar en mi futuro. En algún momento de mi vida había perdido<br />
el norte. Nunca había sabido qué dirección llevaba mi vida, pero antes, al menos,<br />
acosaba a aquella chica, Paula, en un intento fallido de no hacer el camino sólo.<br />
Siempre pensé que no viviría tanto como para sufrir la crisis de los treinta. Sin embargo,<br />
no puse todas las medidas necesarias para evitarlo. Cuando ves que el camino no es<br />
infinito, empiezas a ver la vida de una manera distinta. El mundo empieza a tener prisa.<br />
La gente empieza a impacientarse y empieza a cambiar su vida por miedo a quedarse<br />
atrás.<br />
El tiempo pasaba, mi cuerpo iba languideciendo, las ayudas por desempleo finalizaron y<br />
pronto tuve que replantearme mi vida. Por las noches, en bares o discotecas, me sentía<br />
mayor, y empezaba a tener esa sensación de “Yo no debería estar aquí”. Supongo que el<br />
cambio llegaba a la fuerza. El ser humano es muy miedoso para hacer cambios<br />
voluntariamente. Con “ser humano” me refiero, puede que injustamente, a mí.<br />
En cualquier caso, tuve suerte de poder cruzar el umbral acompañado. Me había sentido<br />
sólo durante un tiempo pero, cuando más lo necesitaba, apareció Estefanía.<br />
Por aquella época, empecé a trabajar en un restaurante de comida basura. La palabra<br />
comida es algo pretenciosa. Sin embargo, era un lugar en el que se comía por poco<br />
dinero. Todo era asqueroso pero económico. Era una estafa barata. La comida tenía tan<br />
mala pinta que, en una ocasión, un cliente, mirando al resto de las mesas de la terraza,<br />
dijo “Quiero lo que come ese señor”. Cuando vi a quién señalaba, le tuve que contestar<br />
muy educadamente:<br />
“Señor, lo que come ese mendigo no ha sido servido en este restaurante.”<br />
Estefanía ya trabajaba allí cuando me contrataron. Me instruyó en las complicadas artes<br />
de la fritura y me reveló algunos trucos para evitar aquellas medidas de higiene tan<br />
neuróticas.<br />
Era una chica jovial. Tan sólo un par de años menor que yo. Comento la edad porque,<br />
según el juez, es muy importante.<br />
Estefanía y yo éramos muy afines y pronto empezamos a vernos fuera del trabajo.<br />
También fuera de nuestras ropas. Sin darnos cuenta empezamos a hacer cosas de pareja,<br />
como ir al cine, cenar o caminar cogidos de la mano, una de las causas de contagio de<br />
enfermedades más comunes. Estábamos así de locos.<br />
65
Estefanía era una chica. Era alta, de nariz redonda y pequeña, rubia y de raza humana.<br />
Era un poco pálida, como una bola de yeso y delgada como un palo de carne. Tenía los<br />
mofletes rosados, incluso sin abofetearla. Una capa de piel cubría su cuerpo, lo que<br />
ocultaba las horribles vísceras. Una peladura cárnica que embellecía a la vez que<br />
protegía. Cara estrecha y ovalada. Tenía un cuerpo bastante sexy y por la condición de<br />
ser chica, era suave. Cuando me acariciaba lo hacía con la delicadeza de un algodón de<br />
azúcar humanoide. Años atrás, cuando Carmela me acariciaba, me quitaba las células<br />
muertas y otras las mataba.<br />
Con Estefanía todo era más fácil que estando sólo. El sexo oral, doblar las sábanas,<br />
montar en tándem o jugar al ajedrez. Aunque lo cierto es que nunca llegamos a jugar al<br />
ajedrez y, ahora que hago memoria, no he montado en tándem en mi vida. Tampoco en<br />
bicicleta. Es una cuenta que tengo pendiente y un verdadero reto si alguna vez me quedo<br />
sin piernas.<br />
Un día llevé a Estefanía al cine, ya que no vivíamos allí. De hecho fuimos a ver una<br />
película. Por aquel entonces era muy común que las parejas fueran al cine, porque así<br />
evitabas hablar con tu chica y evitabas, por tanto, parecer tonto. Hay que apuntar aquí,<br />
que las mujeres robot aún no existían. Tan sólo había una versión preliminar, de<br />
plástico. Yendo al cine con frecuencia la relación duraba mucho más, ya que hablar es<br />
uno de los errores de pareja más comunes y que más acortan la relación.<br />
La película aquella noche era abominable. De esas para mentes infantiles donde el amor<br />
se fusiona, con espanto, con escenas de escaso valor cómico. De esas donde suenan<br />
flautas y violines al compás de los movimientos de la película. Sólo faltaba un perro<br />
parlante. De haberlo sabido, podíamos haber ido a los cines con tara, en los que emitían<br />
películas con problemas técnicos, pero a bajo coste. Era una de esas películas que te<br />
ponen de mal humor y generan odio contra el ser humano. Sobre todo contra el<br />
guionista, contra el director y contra el dueño de los cines que permitía ese sacrificio<br />
intelectual en su sala. La película te tele transportaba allí donde los sueños de un<br />
sociópata se hacen realidad. Sientes como tu dignidad humana es analmente violada.<br />
A Estefanía debió calarle hondo el mensaje romántico de la película, porque cuando<br />
salimos estaba especialmente cariñosa, y agarraba mi mano sin darle importancia al<br />
sudor, ni a los restos que podía contener mi mano. Es una cosa que pienso cuando doy<br />
la mano a alguien. Un pensamiento que me atormenta. ¿Se habrá lavado las manos<br />
desde la última vez que se masturbó?<br />
La noche era preciosa. La brisa corría, la cara de Estefanía lucia rojo pasión y nadie se<br />
creería de qué color eran los árboles. Exacto, marrones. Uno de mis colores favoritos<br />
para un árbol. Los árboles tienen una cosa muy especial que me hace sentir confortable:<br />
La madera.<br />
Esa noche nos besamos e hicimos el amor tierna y cariñosamente detrás de unos<br />
contenedores, y con eso y unas palabras dulces, nos convertimos en novios.<br />
El trabajo en el restaurante se volvió mágico después de aquel día. Siempre había algún<br />
encuentro para un guiño cómplice, para unos mimos con el pene en el baño, o para unas<br />
palabras picantes al oído que me hacían servir las mesas con una mal disimulada<br />
erección y con dos manchas de lactosa en mi camiseta.<br />
Mi vida mejoró. La relación con Estefanía iba viento en popa, como un robusto navío a<br />
la deriva. Era la pareja perfecta que siempre había necesitado. Podía acariciar y explorar<br />
su cuerpo sin que mi buzón se llenara de citaciones judiciales. Conocía sus curvas a la<br />
perfección. Sabía cómo era cada milímetro de su cuerpo, cada molécula, cada átomo. El<br />
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principio de incertidumbre de Heisenberg dice que no podemos saber la posición exacta<br />
de un átomo y su movimiento atómico. Se equivocaba. Heisenberg no contaba con la<br />
observación a través de la lengua.<br />
Me había mudado a un piso mucho más luminoso y limpio en otra zona de la ciudad,<br />
tenía un trabajo estable y una novia que me quería y me apoyaba. La vida no me podía<br />
ir mejor.<br />
Sin embargo, pronto perdí aquel trabajo.<br />
En ese restaurante se hacían cosas que no admitiría cualquier inspector de sanidad<br />
corrupto. Creo que era el único sitio que preparaba platos con vello púbico como<br />
ingrediente principal.<br />
Si venía alguien quejándose porque había un pelo entre sus patatas, nos tocaba dar la<br />
cara a los camareros, “¡Sólo uno! Perdone a nuestro chef, debe tener los huevos ya en<br />
carne viva. Ahora mismo le cambio el plato”, y gritaba hacia la cocina, “Han debido<br />
caer patatas en el plato de vello púbico. Prepara otro con extra de cabellos”.<br />
Recuerdo una vez sirviendo el segundo plato, vi a los clientes mirarlo como con asco y,<br />
para que no se preocupara, le di a uno de ellos una palmada en la espalda y le dije, “No<br />
os preocupéis, lo peor ya os lo habéis comido”. Ni que decir tiene que esa acción me<br />
costó el trabajo, así que supongo que lo que hice estuvo mal, pero odio ver a la gente<br />
sufrir.<br />
Si yo fuera a atracar a alguien con una pistola y veo que la víctima lo está pasando mal,<br />
está nerviosa porque no sabe si le vas a pegar un tiro o no, lo que yo haría es pegarle un<br />
tiro de primeras y luego le diría, “Tranquilo, lo peor ya ha pasado. No voy a volver a<br />
dispararte.”<br />
Tengo un corazón gigante. Me pierde la bondad. Siempre he tenido empatía con los<br />
hijos de puta.<br />
Durante esos años no fue el único sitio del que fui despedido. Puede que fuera<br />
demasiado honrado para conservar mis empleos. Ni siquiera fui capaz de conservarlo en<br />
aquel buffet de sicarios. Y eso que el trabajo era tranquilo. Me gustaba el papeleo y la<br />
burocracia en aquella oficina coordinadora de sicarios. En el club de la estafa también<br />
trabajé a gusto unos meses, aunque por no sé qué problema, nunca llegaron a pagarme.<br />
De la fábrica de mascotas prefiero no hablar. Sólo aguanté allí dos semanas. No tenía ni<br />
idea de que las mascotas se fabricaran así. El trabajo era cruento y sanguinolento.<br />
Además, había que madrugar mucho.<br />
Trabajé en los horribles sitios que ni los inmigrantes quieren. Hice cosas tan denigrantes<br />
y horribles como madrugar y otras que, cuando años después las confesé a un cura, en<br />
un vano intento de limpiar mi alma, el cura se abalanzó sobre mí, y comenzó a<br />
golpearme con una de esas cruces de madera, mientras gritaba palabras en latín o algún<br />
otro idioma inventado.<br />
Quizás no me haya realizado profesionalmente aún. Como decía Estefanía por aquel<br />
entonces, “Era un gilipollas en busca de un sueño”. Pero no importaba. El dinero no lo<br />
era todo. Aún tenía algo de valor. Algo de menos valor que el dinero y que<br />
burlonamente podríamos llamar “dinero de segunda clase”. Me estoy refiriendo al amor.<br />
Estefanía era la media naranja que le faltaba a mi zumo. La segunda opinión que<br />
necesita todo estadista. Era un cojón de estrellas en un cielo estrellado. Me daba<br />
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hondonadas de cariño en un mundo frío y apático. Era la loba capitolina y yo cualquiera<br />
de esos bebés pervertidos. Era la pieza que faltaba en mi puzzle de dos piezas.<br />
A su lado era feliz. Sin embargo, la felicidad parecía acelerar la velocidad del paso del<br />
tiempo. Cuando te das cuenta de lo rápido que pasa la vida, te das cuenta de todo el<br />
tiempo que has perdido haciendo estupideces.<br />
Cuando naces, deberían darte un cronómetro que cuente los segundos de vida que te<br />
quedan. La gente dejaría de perder el tiempo viendo estúpidos programas de televisión.<br />
Los crucigramas desaparecerían. De la meditación prefiero ni hablar. De esta manera<br />
enfermiza comencé a ver la vida. El paso del tiempo como una carrera contrarreloj que<br />
no conducía a ninguna parte. Esa enfermedad que sufre el primer mundo y nos hace<br />
querer aprovechar el tiempo al máximo, sin disfrutar de él.<br />
A los treinta empecé a pensar en lo que piensa todo el mundo. En dar la vuelta al<br />
mundo, en tocar el piano, en comprarme una moto… pero ¿por qué hacer con treinta<br />
años cosas que habrían sido mucho más fáciles de joven? Es como, ¿por qué dejarse<br />
coleta cuando ya estás medio calvo? o ¿por qué si no has leído un libro en su vida, te<br />
quedas ciego, y te dedicas a aprender Braille? o ¿por qué si no has hecho deporte en<br />
toda tu vida, tienes un accidente que te deja sin piernas y te dedicas a jugar al<br />
baloncesto? Eso es querer luchar contra la justicia universal. Una aberración sacrílega.<br />
Y una falta de respeto para el bondadoso ser que prepara, con tanta devoción, nuestros<br />
espinosos caminos.<br />
Es un poco el quiero lo que no puedo. El ser humano es así. Esa falsa sensación de “aún<br />
puedo hacer de todo”. No sé, no me gusta ser hiriente, pero veo moverse mis dedos de<br />
los pies como diciendo “Hasta luego”, y pienso “¿Puedes hacer tú esto?”<br />
Por aquella época a mis amigos les iban llegando las crisis de los treinta de maneras<br />
muy dispares, y mi amistad con ellos iba terminando en función del nacimiento de sus<br />
hijos. Realmente terminaba antes, con el embarazo de sus novias. Podría haber<br />
mantenido la amistad durante sus últimos nueve meses de libertad, pero era deprimente<br />
y se me hacía raro. Su compañía olía a despedida. No quería conservar la amistad<br />
sabiendo que tenía fecha de caducidad. Es como cuando tienes un amigo con cáncer.<br />
Pude recuperar una amistad tras el parto de su mujer, puesto que fue un embarazo<br />
psicológico, sin embargo, mi amigo y su novia decidieron tenerlo igualmente. Recuerdo<br />
cruzarme con ellos mientras paseaban a su hijo psicológico, que consistía, para el resto<br />
de la gente, en pasear un carrito vacío.<br />
Estefanía y yo nunca llegamos a hablar de dar siguientes pasos. Ese fue el éxito de<br />
nuestra relación. Evitar hablar de ciertos asuntos. La manera de cimentar una relación<br />
que nunca se acaba. Auque lo cierto es que luego cortamos.<br />
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17<br />
Es curioso cómo cuando piensas en el pasado, no sabes muy bien qué recordar. Piensas,<br />
“Lo recuerdo todo, pero ¿qué quiero recordar? No se me ocurre nada”. La realidad es<br />
que al final siempre te acuerdas de las mismas cosas. Ya no sabes si las recuerdas, o<br />
sólo te acuerdas de la última vez que las recordaste. Intento pensar en Estefanía y en<br />
todo el tiempo que pasamos juntos. Intento recordarlo todo, lo bueno y lo malo, y me<br />
acuerdo siempre de las mismas cuatro o cinco situaciones. Siempre las mismas.<br />
Supongo que todas aquellas situaciones en las que no he pensado en los últimos años,<br />
han quedado en el olvido.<br />
Creo que mi cerebro no se concentra lo suficiente para guardar muchos recuerdos. No se<br />
esfuerza. No lo da todo por la causa. Lo he tratado con mimo y devoción durante años,<br />
evitando golpes y llevando un casco de obra incluso a misa, pero es un cerebro<br />
caprichoso y selectivo. Sólo mantiene en mi memoria los buenos momentos. Pensando<br />
en Estefanía, me acuerdo más de sus virtudes que de sus defectos. Supongo que con<br />
todas las personas que han pasado por mi vida, es más o menos igual. Aunque para que<br />
ocurra esto, evidentemente, la persona en cuestión tiene que tener alguna virtud.<br />
Viéndolo tras los años, me parece que Estefanía era perfecta, en sus dulces formas y en<br />
su salado sabor. Pero a veces es inevitable que los caminos se separen, igual que se<br />
separan los dientes de un joven que necesita aparato y su familia se lo ha negado por<br />
comprar un televisor nuevo.<br />
Mi relación con Estefanía se vino abajo y no tuvo nada que ver con una relación extra<br />
conyugal que tuve yo. Un desliz amoroso. Ella nunca lo supo pero, aunque no influyera<br />
en nuestra posterior ruptura, yo lo recuerdo con muchísima vergüenza y culpa.<br />
Era una mañana invernal. Seca pero fría. Mi paladar estaba seco porque había estado<br />
comiendo polvorones, desoyendo explícitamente los consejos de mi doctor, y mis<br />
manos estaban cuarteadas y llenas de padrastros, porque había estado revolviendo el<br />
cajón de los padrastros. No recuerdo qué estaba buscando, porque en ese cajón sólo<br />
había padrastros. A Estefanía le parecía repugnante que los guardara en un cajón.<br />
Me encontraba en una consulta en el hospital. Recuerdo que hacía frío y, medio<br />
desnudo, la piel de gallina cubría mi cuerpo. Mi mirada perdida apuntando a una de las<br />
paredes blancas con algún póster, de esos que hay en las consultas, con gente mostrando<br />
orgullosa sus enfermedades sin cura. Intentaba divagar y alejar mi mente de mi cuerpo.<br />
“Recuerda aquella enseñanza del hombre con bigote”, pensaba. “Todo tiene la<br />
importancia que tú quieras darle. Puedes alejarte de sus sentidos. No siento nada. Soy<br />
un ente sin cuerpo”.<br />
Pero no lo conseguí. Sentí uno de esos fríos que llegan hasta el alma. Me sentía sucio.<br />
Muerto por dentro. ¿Es este mi cuerpo? ¿Es así como se siente? Cuando el médico<br />
terminó su examen, me giré hacia atrás y pregunté.<br />
“¿Qué tal está mi próstata?”<br />
Y al girarme, vi que el seductor doctor había utilizado para su diagnóstico una parte del<br />
cuerpo que normalmente no se usa para diagnósticos. Una parte del cuerpo que por lo<br />
visto tiene mucha sensibilidad, lo cual podría justificar su uso para palpamientos.<br />
“Muy, pero que muy suave”, contestó.<br />
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Y así, ese hombre abrochó su bata, me guiñó un ojo invitándome a irme, se despidió de<br />
mí con un frío apretón de manos, y cerró la puerta de su consulta, dejando tras de sí un<br />
corazón roto y un hombre herido, a pesar del saludable estado de mi próstata.<br />
Cuando llegué a casa y Estefanía me preguntó qué tal me había ido, corrí hacia mi<br />
cuarto y me encerré allí. Preferí guardarme el secreto y vivir con mis miserias.<br />
Estefanía no lo habría comprendido. Y nunca me lo habría perdonado. Ella era muy<br />
estricta en el control de entrada y salida de objetos por la retaguardia. Me lo había<br />
dejado claro durante nuestra relación.<br />
Con todo lo que sabía ya de la vida no iba a caer en la treta de ser sincero con ella, por<br />
hacerme el valiente, y arriesgar nuestra relación. Como decía aquel abogado que tuve,<br />
“A veces no hace falta que mientas. Sólo imagina que la sala está llena de niños y les<br />
estás contando un cuento”.<br />
El fin de mi relación con Estefanía comenzó con otro suceso para nada relacionado.<br />
He intentado no pensar en esto durante los últimos meses, por el dolor que me produce.<br />
Sin embargo, tras la ruptura sí pensé mucho en ello. Tuve un psicólogo que me hacía<br />
hablar mucho de aquella ruptura y de mi sufrimiento. Decía, “¡Sigue hablando, no pares<br />
ahora!”, mientras se movía arriba y abajo una sospechosa manta con la que tapaba su<br />
mitad inferior. Supongo que los psicólogos sienten cierta excitación con los problemas<br />
ajenos. Es una especie de sadismo sexual.<br />
Es duro recordar todo esto, pero necesario, por ser un hecho trascendente en mi vida.<br />
Un día me encontraba yo, como tantas otras veces, admirando el arte neo clásico con<br />
una de las revistas de tirada semanal. Las sensuales curvas arquitectónicas en aquellos<br />
sudorosos arcos, aquellas inmensas bóvedas rematadas con un afilado y lechoso pezón,<br />
las gigantescas y venosas columnas, hechas como de roca, encajando en aquellas<br />
aberturas, y los más que sugerentes grabados. Acompañaba a tan cultural afición, una<br />
serena cata de cerveza. Puede que todas las latas fueran de la misma marca, pero con la<br />
cata intentaba detectar pequeñas variaciones en su acidez y sabor. No detecté nada. Es<br />
una cata que repetía casi todas las tardes.<br />
Sin previo aviso, llegó una extraña llamada. La persona al otro lado del teléfono decía<br />
ser mi abogado.<br />
“Yo no tengo ningún abogado”, dije ofuscado y colgué bruscamente.<br />
El teléfono volvió a sonar, ahora más fuerte y con un timbre más agudo que antes. Esta<br />
vez cogió Estefanía, mientras yo miraba con enfado a la par que intriga.<br />
Estefanía escuchó durante cinco segundos, se giró hacia mí y dijo, “Es tu abogado”.<br />
Era verdad. Era mi abogado.<br />
No esperaba volver a tratar con él. No me había defendido correctamente en los muchos<br />
de los delitos que había cometido contra la salud pública, algunos de ellos ya<br />
preescritos. Los jueces no olvidan cuando están sus hijos entre las víctimas. No<br />
funcionó la defensa de mi abogado basada en “¿Qué hay más honrado que ganar dinero<br />
a toda costa?” o, como llamaba mi abogado al dinero, “felicidad en su forma más pura,<br />
felicidad sin cortar”.<br />
“Señor juez”, me recuerdo diciendo en el juicio, cuando tuve la ocasión de hablar.<br />
Poniendo voz solemne, apaciguadora, como si todo el sentido común del mundo, del<br />
universo, estuviera concentrado en mí. Como si abriera los ojos a los oyentes y ofreciera<br />
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un poco de luz ante todo ese delirio. “No me tenga usted rencor por estar su hijo<br />
implicado. No tenga usted un apego a su hijo tan enfermizo. Está usted enfermo, Su<br />
Señorita”.<br />
“¿Su Señorita?”, gritaba el señor juez, “¡Su Señoría! ¡Su Señoría! ¡Te lo he dicho un<br />
millón de veces!”<br />
A este señor abogado le conocí porque años atrás representaba el hospital donde había<br />
trabajado. Aquel hospital de gente chunga. Hablando con él por teléfono, te dabas<br />
cuenta de lo desagradable que era su voz, como la voz de casi toda la gente de baja<br />
estatura. La voz humana equivalente a los ladridos de un caniche.<br />
Llamó para informarme del estado moribundo de una tal Josefa. Yo no conocía a<br />
ninguna Josefa. “Pues que se muera esa zorra”, pensé. A veces mis pensamientos son<br />
fríos y maléficos.<br />
Por lo visto, la muerte de esta tal Josefa era inminente. Sin embargo, el que se hacía<br />
llamar abogado, añadió, “Tú eres su única familia”.<br />
A veces no pongo mucha atención a las cosas que suceden fuera de mi cerebro y las<br />
palabras entran desordenadas y desfasadas en el tiempo. Entran con voz de ultratumba,<br />
como si tuviera dos conos hechos con periódico en las orejas, con el vértice del cono<br />
apuntando hacia afuera. Tardó varios segundos el encargado en mi hipotálamo en<br />
despertar de su plácida siesta y enviar, de puño y letra, un manuscrito con la nueva<br />
información.<br />
¿Familia?, ¿había dicho familia? Así que, ¿toda esa soledad a lo largo de mi vida había<br />
sido en vano?<br />
“Tu hermana”, añadió la vocecilla desagradable al otro lado del teléfono.<br />
En ese momento mi mente viajó en el tiempo a los inicios. Tuve un flashback tan real,<br />
que por un momento pensé que se trataba de una ruptura espacio-temporal. “Esto va a<br />
deshacer varias ecuaciones del señor Stephen Hawkings”, pensé. Y añadí mentalmente,<br />
“Que se joda”. Como comentaba antes, a veces mi cerebro se comporta travieso y<br />
mezquino.<br />
Mi mente me llevó a los inicios. De toda una inmensidad en el tiempo, casi eterna desde<br />
que el mundo es mundo, mi mente me llevó a mi juventud, a aquella época dorada en la<br />
que preocupaciones y responsabilidad eran palabras demasiado complicadas. El pasado<br />
aún no me atormentaba cada noche. Era el presente. Los miedos infundados, los<br />
fantasmas, aquel Dios vengativo, las patrañas, todo volvía a recorrer mi mente. Veo a<br />
mi padre dándome cuidados y protección de todas sus falacias y a mi madre,<br />
arropándome y protegiéndome de un frío inexistente.<br />
Los recuerdos parecían tan reales que parecía poder tocarlos con un palo. Yo no era aún<br />
el hombre sabio que presumo ser ahora, si no un niño pequeño y lleno de la sabiduría<br />
infantil que sólo un ignorante debe tener. Demasiada responsabilidad para un niño tan<br />
pequeño y tonto. Demasiados conocimientos para un niño gilipollas y zafio.<br />
Los niños de la televisión siempre dan consejos a sus mayores. Saben de sentimientos.<br />
Algunos fingen ser genios informáticos y otros llevan gafas, como si supieran cosas. Yo<br />
no sabía ni qué eran las gafas. Yo debí haber nacido mal. Debí nacer de lado o quizás al<br />
nacer no estuviera bien dilatado el útero de mi madre o, como supongo que lo llamaría<br />
ella, “mi coño”. El mundo era un complicado enigma lleno de acertijos y complicadas<br />
ecuaciones en una mesa muy alta. Inalcanzable para un niño.<br />
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Allí me encontraba, en la época de mi infancia, viendo una típica escena familiar del<br />
pasado, sintiendo como si estuviera presente, observándome a mí mismo unos treinta<br />
años antes y a mi madre, quien me arropaba en la cama y me deseaba cosas antes de<br />
dormir.<br />
El flashback era tan real, era tan viva la sensación de estar ahí, que incluso me pareció<br />
que mi madre detectó mi presencia intrusa y, dirigiéndose a mí en el pasado, el pequeño<br />
niño que estaba arropado, le dijo, "No mires a tu futuro. Es horrible".<br />
No sé si el viaje cronoespacial era auténtico. Me habría gustado intervenir, hablar con<br />
mi madre, pero siempre he creído en eso de no alterar el pasado. “Cuando viajes al<br />
pasado, nunca toques nada.”, decía mi mente.<br />
Y allí, escuché a mi madre susurrar en el oído de aquel niño arropado, “Cuando viajes al<br />
pasado, nunca toques nada”.<br />
Entró más gente en esa habitación. Era una niña con aparato. Debía ser mi hermana.<br />
Debía ser esa tal Josefa. Tenía la cara rara, deformada. Miraba a mi cama curiosa, pero<br />
al intentar acercarse, mi madre la sacó de la habitación.<br />
¿Era esa mi hermana? Todo apuntaba a que sí. Una serie de nuevos recuerdos me hacían<br />
pensar que había tenido una hermana en mi niñez.<br />
Es curioso cómo se comporta la memoria, escurridiza y juguetona, mostrando sólo<br />
aquello que cree que necesitamos saber.<br />
En cualquier caso, ¿de dónde salían estos recuerdos que creía olvidados? Llevaba años<br />
buscándolos. Quizás en aquella época en la que malvadas moléculas de alcohol<br />
arrasaban los distintos feudos de mi cerebro, recuerdos valiosos como esos fueron<br />
sacados y escondidos en otro punto del cuerpo, quizás lejos del cerebro. En alguna parte<br />
del cuerpo donde jamás querría estar una molécula de alcohol. La parte con menos<br />
fiesta del cuerpo, la vesícula.<br />
Las noticias no podían ser peores. Mi hermana, mi única familia, estaba en el hospital<br />
moribunda.<br />
“Por cierto, tengo la sentencia de tu juicio. Tengo una noticia buena y una mala”, dijo el<br />
abogado, cuando ya me había olvidado de que seguía al otro lado de la línea. <strong>“La</strong> buena<br />
es que no me juzgaban a mí”, añadió con una carcajada.<br />
Así que, con la intención de conocer a mi hermana, monté en uno de esos pestilentes<br />
autobuses urbanos acompañado de Estefanía, y crucé la ciudad volviendo a mi viejo<br />
barrio, allí donde se encontraba el fatal hospital.<br />
Recuerdo mi sensación agridulce en aquel trayecto. Por una parte la ansiedad. La<br />
sensación de engaño y de pena por descubrir de una manera tan triste, algo tan<br />
importante para mí. Por otra parte, sabía que no había estado sólo todos aquellos años<br />
adolescentes. No había estado sólo cuando celebraba sólo mi cumpleaños. No había<br />
estado sólo cuando en una boda, cuya invitación decía “más acompañante”, me presenté<br />
sólo, siendo el hazme reír. No había estado sólo cuando me masturbaba, precisamente<br />
creyendo que estaba sólo.<br />
“¿En qué piensas?”, preguntó Estefanía.<br />
Las chicas tienen esa perturbadora costumbre de querer saberlo todo. Esa invasión<br />
continua de la intimidad.<br />
“Lo digo porque te estás empalmando”, añadió.<br />
72
Cuando llegamos al hospital pregunté en recepción y subí corriendo a la habitación<br />
donde se encontraba mi hermana. Estefanía me seguía detrás. Entramos en la<br />
habitación.<br />
“Dios, hemos llegado tarde”, le dije a Estefanía, “Por el olor debe llevar muerta<br />
semanas.<br />
Mi corazón se encogió ante esa noticia. Me di media vuelta y metí mi cabeza entre el<br />
cuello y el pecho de Estefanía, usándola como máscara de gas, intentando captar su<br />
perfume y desodorante para amortiguar aquel espanto olfativo.<br />
“No hagas el tonto”, dijo Estefanía, “No es para tanto”.<br />
Pero mentía. Era insoportable. Notaba la necrosis entrar por mis pulmones y distribuirse<br />
a través de mi sangre. Una necrosis que olía familiar. Olía a familia.<br />
Sin embargo, al acercarme a la cama, el destino me tenía preparado un vuelco al<br />
corazón aún mayor. Las sábanas parecían moverse. Creí que eran los gases post<br />
mortem. Me acerqué, retiré las sábanas y la siniestra Nines estaba allí, con sus<br />
diminutos ojos mirando malignos y disparando todo tipo de hechizos de brujería y mal<br />
de ojos hacia mi persona.<br />
Nines había matado a mi hermana y remplazado su inocente cuerpo por el suyo. Y lo<br />
peor es que la diminuta vieja seguía viva. Moviendo su agrietada boca y orando algún<br />
tipo de rezo satánico.<br />
La sensación fue tan horrible que salí de la habitación corriendo y Estefanía vino a<br />
consolarme, con cuidado de no mancharse con mi vómito.<br />
Allí en el pasillo del hospital, recuerdo quedarme sin aire, perder el contacto con la<br />
realidad. No lo podía entender. Hacía tiempo que Nines había desparecido de mi vida.<br />
La mitad de las noches ya no me despertaban aterradoras pesadillas con ella como<br />
protagonista. Y la otra mitad había decidido aceptarlo. Había decidido que no me<br />
importaba, que iba a ser feliz igualmente, incluso aquellas noches en que amanecía entre<br />
lloros y gritando en agónicos despertares.<br />
“¿Es esa tu hermana?, preguntó Estefanía.<br />
“¡No!”, grité.<br />
Aunque claro, no lo había pensado así. Podía tener sentido. Recuerdo golpear a Nines<br />
años atrás, cuando era un crío, y veo imágenes de mi tío diciendo, “No pegues a tu<br />
hermana”. Siempre pensé que lo de “hermana” lo decía como colegueo, como los<br />
negratas.<br />
¿Era ese ser inmundo familia mía? Aún no era tan fuerte espiritualmente como para<br />
aceptar eso. Había un cubo de la fregona junto a la pared del pasillo, pero no pude<br />
terminar con mi tormento, porque no tenía sed.<br />
La realidad es que Nines iba a morir. Parece que por fin la carrera de química le había<br />
dado resultados a la Muerte. Hacía años que había cambiado la guadaña por probetas y<br />
pizarras llenas de fórmulas. Con una bata blanca para no manchar sus infernales<br />
atuendos, y las típicas gafas de pasta que sólo una mente enferma puede usar, la muerte<br />
invertía los días diseñando enfermedades, hasta ahora sin éxito.<br />
Iba a morir mi única familia. Debía volver y despedirme de aquel inmundo ser. Había<br />
uniones metafísicas con ella. Uniones de sangre. No quería, pero tenía que hacerlo.<br />
Estefanía siempre me ayudaba a tomar esas decisiones contra mi voluntad. Las mujeres<br />
73
siempre tienen esa capacidad de hacerte reflexionar y actuar correctamente o no. Lo<br />
hizo Eva Brown con su novio, -un novio que tuvo antes de salir con Adolf. Con Adolf<br />
no lo consiguió-. También lo hizo la mujer de Gandhi. Le dijo:<br />
“Ghandi”, su mujer le llamaba por el apellido, porque no sabía su nombre, igual que me<br />
pasa a mí, “Deja esa escopeta en casa e intenta hacer las cosas más pacíficamente”.<br />
Esa capacidad de convicción femenina se concentra en los pechos. Algunos hombres<br />
gordos, también disfrutan de esta capacidad.<br />
La cuestión, según Estefanía, es que nunca me perdonaría no haber ido a despedir al<br />
único ser que me ataba con mi pasado, con mi infancia. Qué equivocada estaba.<br />
La palabra “familia”, el miedo y la curiosidad se apoderaron de mí. La historia de Caín<br />
y Abel me había enseñado que la familia siempre ha de estar unida hasta la muerte.<br />
Además Estefanía carecía de ese odio desmesurado a la vieja y poseía un inocente<br />
apego por los humanos, y con sus dulces palabras me convenció. Al fin y al cabo, era un<br />
“Adiós”. Si yo no perdonaba a esa miserable rata, ¿quién iba a hacerlo?<br />
Mojé mis dedos en el cubo de la fregona y me impregné los orificios de la nariz, pero la<br />
lejía no conseguía apagar completamente el hedor a vejez. Entré en la habitación y me<br />
acerqué a ella.<br />
Estaba cadavérica, como un siniestro muñeco tumbado en la cama, y de su boca salía un<br />
ligero susurro.<br />
“Ven hermano, abrázame”, me parecía oír.<br />
Acerqué mi oreja a su boca para entender lo que decía. En ese momento ella mordió mi<br />
oreja. Yo tiré de ella intentando despegarme. Pero con sus potentes encías y algún<br />
diente incipiente que parecía salir, como de un nuevo renacer, estaba anclada a mí. Lo<br />
peor no era el daño en la oreja, si no los sonidos horripilantes que hacía y que jamás<br />
seré capaz de olvidar. El miedo bloquea tu cuerpo, te hace irracional y hay ocasiones en<br />
las que tu cuerpo se paraliza. Ahora mismo no se me ocurre ninguna, pero sé que las<br />
hay.<br />
Tiré con fuerza y oí cómo los cartílagos de mi oreja crujían. “Puedo vivir sin una oreja”,<br />
pensé, y tiré con tesón, pero la infernal estatua maligna se agarraba como si necesitara<br />
carne humana.<br />
Es así como perdí el veinte por cien de mi oreja derecha. Puede parecer un porcentaje<br />
bajo, pero se nota y se echa de menos. Y mi cuerpo pesa más de un lado que del otro, lo<br />
que me está derivando en problemas de espalda.<br />
Veo a la gente mirar disimuladamente a esa ausencia cuando camino. Los más nerviosos<br />
tienen ese movimiento involuntario de tocarse la oreja cuando me ven, como<br />
comprobando que a ellos no se les ha desprendido parte de la suya. Es un trozo de carne<br />
que nunca recuperé. No apareció entre los objetos personales de Nines y el juez me<br />
prohíbe exhumar su cadáver, así que supongo que tendré que resignarme y aceptar la<br />
pérdida. Supongo que Nines se lo llevó al otro mundo, como prueba de una vida<br />
dedicada al mal.<br />
No quiero que se me trate como a un héroe por escapar de aquella situación. Aunque sí<br />
me gustaría que se me respetara como a un humano.<br />
No obstante, la violencia mostrada y la falta de apego familiar sorprendieron<br />
negativamente a Estefanía.<br />
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Las semanas siguientes fueron silenciosas e incómodas y un día me dijo que su<br />
atracción hacia mí había disminuido. ¿Acaso es una oreja una pieza tan importante en el<br />
atractivo humano? Yo nunca he mirado a las orejas de las mujeres. Si Dios quisiera que<br />
miráramos a las orejas de la gente, les habría puesto un par de pezones.<br />
Las semanas pasaron en blanco, cada vez con menos contacto carnal y audiovisual. La<br />
relación se enfriaba igual que se calienta una estrella en una sartén.<br />
“Tengo una buena y una mala noticia”, me dijo un día, <strong>“La</strong> buena es que aún siento<br />
amor. La mala es que no es hacia ti”.<br />
Supongo que el detonante del fin de nuestra relación, fue que ella se fue de casa para<br />
irse con otro hombre. Ese parece claramente el detonante, aunque por entonces yo<br />
buscaba razones más allá. Razones que me hacían sentir culpable en su mayor parte.<br />
Cuando se fue de casa, una inmensa sensación de vacío invadió cada habitación. Yo<br />
siempre esperé que volviera a recoger las cosas que se había dejado, para tener una<br />
oportunidad de hablar con ella y recuperarla. Pero nunca volvió, así que estuve<br />
duchándome durante días sin ninguna necesidad.<br />
75
18<br />
Los siguientes meses pasaron veloces en aquella época, insultantemente insulsos para<br />
una persona con demencia senil, y tan solo ligeramente intrépidos para una persona con<br />
parálisis cerebral. Tan rápido como la vida de un galgo de carreras, que es atropellado<br />
por un camión a la tierna edad de tres meses, y tan tediosa como la vida de un galgo que<br />
odia las carreras y, tristemente, su amo le hace asistir a las carreras de motos en las que<br />
participa. Supongo que he nacido en una mala época. No es mi culpa, son unos años<br />
insulsos. Simplemente es una época aburrida. Es tarde para montar en dinosaurio y<br />
pronto para ir en nave espacial o en dinosaurios robot. En cuanto al sexo, hace siglos<br />
que terminaron las orgías griegas con dinosaurios y las novias robot se pinchaban<br />
fácilmente. Y no te limpiaban la casa. En aquella época, además, los perros y otras<br />
mascotas aún no estaban tan bien amaestrados como ahora.<br />
Mi vida se encontraba estancada, igual que el lavabo de un hombre barbudo, o súper<br />
estancada, igual que el bidé de una mujer muy vellosa. No tenía trabajo. No tenía novia,<br />
ni verdaderos amigos. El dinero se había terminado y el dueño de la casa se negaba a<br />
cobrar cuando pagaba con unos billetes de mi invención, de mucho más valor que los<br />
originales.<br />
Mi ciclo en la ciudad había terminado. No me quedaba nada que hacer allí. No tenía<br />
ninguna atadura que me retuviera. Había aprendido muchas cosas, creo que todo lo que<br />
la ciudad me podía enseñar. Pero, ¿qué me quedaba tras aquellos años? Nada. Sólo<br />
recuerdos amargos, soledad y un futuro incierto. Recuerdos tan amargos como una de<br />
esas almendras podridas cuyo sabor perdura durante minutos. Ojalá hubiera una<br />
máquina capaz de separar las almendras buenas de las podridas. Si la hubiera, se podría<br />
vender bolsas de almendras podridas a mitad de precio, que ya hay que ser gilipollas<br />
para comérselas gratis. Pero el mundo está lleno de incertidumbres, de ecuaciones sin<br />
resolver. A veces la mejor idea es la más criticada. Ya pasó con la inquisición.<br />
La gente del pueblo creía que irse a la ciudad era sinónimo de prosperar, pero la vida en<br />
la ciudad sólo era un puñado de ilusiones vacías. Ya no me aportaba nada. No tenía<br />
nada que ofrecerme.<br />
La gente de ciudad vive de una manera muy distinta a la vida que recordaba en el<br />
pueblo. No es sólo porque tengan una higiene mucho más salubre. Viven su vida<br />
deprisa, corriendo incluso en su tiempo libre. Asumen que tienen que estar ocupados<br />
todo el tiempo, que tienen que trabajar la mitad de su vida para poder tener de todo. El<br />
resto del tiempo son obligaciones. Incluso la diversión pasa a ser una obligación. Del<br />
trabajo se pasa a la diversión, de la diversión al trabajo, del trabajo a la mira<br />
contemplativa de del techo, tumbado en la cama. Hay prisa incluso para no hacer nada.<br />
No hay tiempo para el descanso, para tomar aire y retenerlo durante varios minutos. No<br />
hay tiempo ni si quiera para aclarar todas estas ideas en mi cabeza. Yo mismo sufría esa<br />
enfermedad. Esa prisa sin sentido.<br />
La gente vive asustada por el futuro. Vive asustada por una época en la que<br />
posiblemente ya estemos muertos. Intentan almacenar dinero en lugar de disfrutar del<br />
tiempo. No sabes qué hay al otro lado de la esquina. Podría llegar la muerte o un ataque<br />
extraterrestre con la consecuente colonización alien. Lo primero que harán los alien es<br />
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falsificar la firma de toda esa gente y sacar el dinero que tengan en el banco. ¿Para qué<br />
habrá servido ganarlo entonces?<br />
Bueno, por las abducciones que tengo conocidas, sé que lo primero que harán los alien<br />
es introducirnos sondas anales. Sus trabajos de investigación sobre los humanos no han<br />
sido muy precisos e intentan comunicarse con nosotros a través de un orificio cuyo<br />
objetivo no es la comunicación. Se van a llevar un concepto muy desagradable de lo que<br />
es la raza humana. “Qué raros saben los humanos”, me imagino a un alien hablando al<br />
otro lado del tubo, erróneamente enchufado en el humano.<br />
Por otra parte, entiendo que una nave nodriza preparada para viajes interestelares,<br />
requiera unos niveles de limpieza más altos que una nave a pie de calle, así que las<br />
sondas son importantes<br />
La cuestión es que yo no he perdido el tiempo trabajando más de lo que he necesitado<br />
para vivir. De hecho, años de mendicidad demuestran que he trabajado algo de menos.<br />
Ya tendré tiempo de trabajar en las minas de carbón de los alien colonizadores.<br />
La vida no es una carrera. Es más bien como un paseo veloz o como una huida donde<br />
compites contra la muerte por una medalla. Da igual lo que corras. La muerte es un mal<br />
perdedor. Si ganas y te vas con la medalla a casa, al entrar en tu portal la muerte te<br />
asaltará y te pegará un tiro en el estómago. Así actúa: traicionera y rabiosa.<br />
Se supone que la vida dura un suspiro, por eso hay que disfrutarla y estar siempre<br />
contento, pero, ¿quién puede sonreír mientras duerme?, ¿quién puede sonreír cuando<br />
está en el dentista? o ¿quién puede sonreír mientras llora? No se puede estar contento<br />
todo el tiempo, por mucho que lo haya intentado con potentes fármacos. Y, si por unas<br />
horas lo consigues, luego recuerdas cosas tristes como cuando murió mi tía, o como<br />
aquel día en el que Estefanía me dejó por otro, cerrando la puerta tras de sí y dejándome<br />
al otro lado, desnudo y con fuerte apetito sexual.<br />
Creo que al final todo el mundo es igual de feliz. Es una especie de justicia universal<br />
global. Todo el mundo se acostumbra a su realidad y vive como puede, buscando lo<br />
positivo y lo negativo de su vida. Da igual si eres un millonario o un miserable<br />
trabajador. Bueno, en este caso no es así. No es una comparación justa, porque el que<br />
tiene más dinero, es evidentemente más feliz. Si embargo, el millonario también tendrá<br />
preocupaciones en la cabeza, porque es así como se comportan los cerebros. Tenemos<br />
una sección reservada para las preocupaciones y tenemos la necesidad de llenarla.<br />
Un millonario, por ejemplo, se puede preocupar por cómo derrochar su dinero, por<br />
cómo superar un día tan divertido como el de ayer, o por cómo ser más feliz cuando se<br />
ha llegado a la felicidad absoluta. Un trabajador, por su parte, tendrá un número de<br />
preocupaciones parecido, aunque éstas sean muy distintas. Se preocupará por cuál es la<br />
manera de suicidarse menos dolorosa, por cómo conseguir un arma y asesinar a todos<br />
los presentes, o por cómo arañar unas virutas de “eso” a lo que llaman felicidad.<br />
La cuestión es que en la ciudad no me quedaba nada y en el pueblo, al menos tenía la<br />
casa de mis tíos. Volver parecía lo más razonable.<br />
Recogí las pocas cosas que había de valor entre mis pertenencias, y me fui directo a la<br />
estación de tren, donde compré un billete para mi pueblo.<br />
El tren estaba casi vacío, igual que las anteriores veces que había montado en él, hacía<br />
años, cuando las ilusiones estaban hechas de adoquines de apariencia robusta pero mal<br />
cimentados, y el futuro aún lucía un supuesto bañado en oro, que resultó ser triste chapa<br />
con pintura dorada. El tren estaba tan vacío que podías sentarte donde quisieras, en un<br />
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asiento, en el suelo, encima de una señora que me miraba con inquina, o incluso en la<br />
cabina del maquinista, donde serías expulsado minutos después. Ahí no podías.<br />
Uno se preguntaba si merecía la pena cubrir esa ruta estando el tren tan vacío. Mirabas a<br />
un lado y a otro y no veías a casi nadie. Al salir del baño y volver a mi sitio, por el<br />
contrario, sí había bastante gente. Mucha, además.<br />
Un chaval de unos dieciséis años se había sentado en mi vagón, en frente de mi sitio.<br />
Era un chico moreno, de pelo cortado por su madre y granos colocados al azar pero en<br />
distintos niveles de concentración, siendo la frente y ambos lados de la boca, las zonas<br />
de pus más efervescentes. Tenía la mirada perdida en el cristal de la ventana. La<br />
situación me recordó infinitamente a aquella que viví yo, cuando fui por primera vez a<br />
la ciudad, acompañado de aquel hombre con bigote.<br />
Esta vez los papeles se habían invertido. Yo era la fuente de sabiduría y me vi en la<br />
obligación de darle sabios consejos, igual que tiempo atrás, aquel hombre bigotudo me<br />
había asesorado a mí. La vida tiene que ser algo así. Algo recíproco. Si alguien se porta<br />
bien contigo, tienes que responder al mundo siendo amable e intentando ayudar a la<br />
gente. Es como la justicia universal pero en la otra dirección. Pagar a la vida con su<br />
misma moneda. El mundo te da a ti a justicia universal, pues tú le das al mundo justicia<br />
universal.<br />
“¿Te gusta el horizonte, hijo?”, le pregunté, coincidiendo casualmente con un túnel.<br />
“No”, dijo el insensato y terco chiquillo.<br />
“Pues te gustará. El horizonte está lleno de cosas mágicas, joven chico”, dije<br />
haciéndome el profeta. Aproveché para mesarme la barba que tenía, tras varias semanas<br />
de abandono personal. “No te conozco de nada, pero te voy a ahorrar mucho<br />
sufrimiento, muchas dudas. La vida es A, B, C. Es siempre lo mismo. Por donde pasas<br />
tú, pasé yo antes. Te crees único. Crees que eres distinto y que mi vida no tiene nada<br />
que ver con la tuya. Crees que todo lo puedes aprender por ti mismo y puede que sea<br />
así, pero te llevará muchos años, muchos golpes, muchos disgustos”.<br />
Estaba captando su atención. El chico se giró hacia mí, con interés camuflado de<br />
desagrado.<br />
“Te escucho”, dijo.<br />
“Calla y escucha”, le dije. “El mundo parece complicado pero es muy sencillo. Nadie ha<br />
inventado nada”.<br />
“¿Nadie ha inventado el tren, por ejemplo?”, me interrumpió el talentoso y prometedor<br />
joven.<br />
“¿El tren de la vida, te refieres?”, dije. El chico parecía hablar metafóricamente.<br />
“¿Es éste un tren de la vida?”<br />
“¿Te refieres con éste, a este tren que nos lleva por tortuosos caminos, a veces más<br />
deprisa, a veces más despacio, a un horrible destino?”, le pregunté.<br />
“No lo sé. ¿En ese tren vamos sentados en estos dos sillones?”<br />
“Sí, pero maniatados”, le contesté.<br />
“Entonces no. Me refiero a este tren en el que no vamos maniatados. A éste que estoy<br />
tocando con la mano”.<br />
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Observé su mano. Se prolongaba indefinidamente hasta un trozo de metal. Una visión<br />
más amplia te permitía contemplar una ventana, unos asientos… Efectivamente, era el<br />
tren.<br />
“¿Qué le pasa a este tren?”, pregunté.<br />
“¿No lo ha inventado nadie?”<br />
Pensé en el diseño del tren. Tenía ruedas, formas regulares y simétricas. Parecía claro,<br />
alguien habían inventado aquel tren, sin embargo, una zona puntual de mi cerebro se<br />
empeñaba en creer que el objetivo de la conversación se estaba desviando.<br />
“Creo que fue Edison”, dije rápidamente para impresionar al joven, pero con voz baja e<br />
insegura, avergonzado por haberme inventado un nombre tan estúpido.<br />
El chaval me miraba atento, como juzgándome. ¿Por qué me miraba tan intensamente?<br />
Miré a los lados, nervioso, y comprobé que la cremallera de mi pantalón estaba subida.<br />
“En cualquier caso”, continué, “no podemos controlar el destino. Podemos luchar por ir<br />
hacia un destino u otro, pero no está en nuestras manos. Las vías no se mueven. El<br />
destino no depende de nosotros”.<br />
“¿Dónde quieres llegar?”, dijo, “¿Te has equivocado de tren? Tengo un plano de los<br />
trenes de la zona. Si quieres puedes bajarte en la siguiente estación y coger otro.”<br />
“¿Hablamos del tren de la vida?”, le pregunté.<br />
Pasaron diez segundos en silencio. Y me dijo muy serio, “Te voy a plantear un<br />
problema que pondrá a prueba tus sentidos y tu concentración hasta límites que<br />
posiblemente no hayas llegado antes”, hizo una pausa y continuó, “¿Vamos montados<br />
en un tren?”<br />
No nos estábamos entendiendo. Me recosté sobre mi asiento con resignación y miré a<br />
ambos lados con disimulo, para no errar en la respuesta. “Claro”, dije tras un resoplido.<br />
“Enhorabuena”, contestó, “Has acertado”.<br />
Supongo que el conocimiento, la esencia de una vida, no se puede pasar de una<br />
generación a otra. Esto es lo que he aprendido. Los conocimientos de la vida, aquellos<br />
que te ayudan a comprender el mundo, aquellos que tienen que ver con la filosofía y la<br />
metafísica, no se pueden enseñar. Se tienen que vivir. Cada uno tiene que aprender de su<br />
vida, porque nadie aprende de la vida de otro y la razón es muy simple: Es muy difícil<br />
hablar de estas cosas.<br />
79
19<br />
Allí me encontraba, tras tantos años, de nuevo en el pueblo de mi juventud. Olores a<br />
prado, maizales y ganado irrumpieron en mi cerebro, haciendo olvidar por cada minuto,<br />
un día vivido en la ciudad. Y, caminando por aquellos paisajes, innumerables recuerdos<br />
atravesaron mis pensamientos: Paseando junto a Carmela a la orilla de los juncos,<br />
corriendo detrás de las ovejas junto a mi amigo de la infancia, Daniel, o bebiendo agua<br />
del caño y meando poco después en el mismo caño, antes de que pusieran el cartel de<br />
“Agua no potable”.<br />
La casa de mis tíos estaba vieja, con el mismo aspecto de abandonada que toman las<br />
casas cuando las habitan unos gitanos. Por dentro olía al inconfundible olor de Nines,<br />
que aún impregnaba la pared, con lo cual, no olía mucho mejor que las casas habitadas<br />
por gitanos. La esquina donde permanecía la mecedora de Nines no había recobrado su<br />
color, y supongo que no lo haría, aún dando cuatro o cinco manos de pintura. Por<br />
primera vez, una enfermedad humana había mutado para contagiar una casa.<br />
En mi cuarto, tras una madera que se movía en el suelo, aún permanecían cosas<br />
escondidas de mi juventud: unas bragas pueblerinas de la rolliza y ruda Carmela, que<br />
pude usar como sábanas la primera noche, el colmillo de un ogro o alguna otra bestia,<br />
que apareció en mi cama una mañana tras haber dormido con Carmela, y un papel con<br />
el dibujo de una calavera, una cruz gamada y otros garabatos bastante hostiles y letras al<br />
azar, simulando una dirección, pero ocultando entre ellas, como si se tratara de una sopa<br />
de letras, fuertes insultos.<br />
Y mirando aquellos recuerdos, me acordé de aquella chica, Paula, que durante tantos<br />
años había poseído mi corazón. Con ella había empezado todo. Aquella cruzada en la<br />
ciudad y aquella búsqueda sin sentido de la felicidad ¿Qué habría sido de ella? Y,<br />
pensando en todo esto, sentí que de alguna manera seguía atado a ella y, aunque fuera<br />
de una manera primaria e infantil, seguía enamorado de aquella chica. Sentía que aún<br />
estaba a tiempo de poseerla.<br />
Se me ocurrió que sólo en los momentos más horribles y más humillantes de mi vida,<br />
ella había aparecido, y me entró en la cabeza también, que si hacía algo lo<br />
suficientemente degradante y vergonzoso, ella aparecería de nuevo para vislumbrarlo.<br />
Al fin y al cabo, Paula debía tener familia en el pueblo y, aunque remotas, había<br />
probabilidades de que pisara ese lugar de nuevo.<br />
Así que me salté la verja de uno de los prados y busqué entre las ovejas, a la más<br />
exuberante y esbelta. Recordé una frase de mi tío, <strong>“La</strong>s mujeres son ovejas con dos<br />
patas” y tenía razón. A primera vista pueden parecer todas igual de eróticas, pero si<br />
pones atención, hay distintos niveles de coquetería y glamour entre ellas.<br />
Las ovejas más atractivas eran más exigentes y se mostraban reacias a mis encantos, así<br />
que tuve que conformarme con una oveja más discreta. Me bajé los pantalones y la<br />
seduje como pude, con suaves caricias y tocamientos. Tuve profundos dejavus mientras<br />
esto ocurría.<br />
Al principio me sentía frío y falto de libido, pero Paula se retrasaba y al final la oveja,<br />
que al principio se mostraba modosita y tímida, resultó ser una salvaje amante y<br />
también me sedujo a mí. Al acariciar aquel algodón suave que tenía por piel, instantes<br />
de mi pasado recorrieron mi cerebro: Un jersey de lana de Irene, los brazos peludos de<br />
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Carmela… he de reconocer que la erección fue suprema y, aunque pensé que poner esto<br />
por escrito iba a ser complicado, tengo que admitir que aún hoy tengo una erección al<br />
recordarlo.<br />
Por un momento me sentí en contacto con la naturaleza. Mi corazón rugía con fuerza.<br />
Estaba de vuelta en el pueblo, en mi mundo, y me sentía bien. El resto del mundo había<br />
desaparecido. Estábamos yo y esa seductora oveja. El coito estaba siendo tan perfecto,<br />
que me pareció que algunas de las ovejas más galanas miraban con envidia. Bombeé<br />
con fuerza, olvidando del todo la razón por la que estaba allí y, justo en el momento del<br />
orgasmo, como en un momento mágico casi orquestado por una sinfonía sin escrúpulos,<br />
allí apareció Paula. Mundo casual éste.<br />
El momento fue mágico. Se unieron el placer del sexo y el amor que parecía apagado,<br />
brotando de nuevo, como un fuego mal apagado que brota de nuevo y termina por<br />
arrasar el establo de tu vecino, llegando meses después una carta de la fiscalía a tu<br />
buzón.<br />
Paula seguía casi tan guapa como lo había estado siempre. Algo más madura, pero sin<br />
perder un ápice de su belleza. Me miraba con ojos de sorpresa, atónita, incrédula. Su<br />
belleza se veía momentáneamente truncada por arrugas incipientes en una mueca de<br />
repulsión. Algunos músculos en su cara se retorcían violentos. Sus ojos, aunque claros y<br />
preciosos, mostraban un claro desprecio sobre mi persona, y sus alaridos agudos y<br />
cargados de emociones, no hacían sino incrementar mi sensación de orgía animal en la<br />
que nos encontrábamos.<br />
Supongo que Paula era un caso perdido. La experiencia pudo ser traumática, pero lejos<br />
de sentirme repudiado, como un animal de granja cuando le llevan al matadero, muy al<br />
contrario, la experiencia fue inolvidable y maravillosa, y creo que me voy a hacer una<br />
perita en dulce en cuanto termine estas líneas.<br />
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Fin<br />
A veces el destino se escribe con pluma de plata, como si tú mismo, con tu propia<br />
imaginación, lo crearas a tu antojo, ignorando leyes naturales y físicas que para<br />
cualquier ingeniero serían irrompibles. Como cuando cambia tu suerte repentinamente<br />
para que algún observador que mira atento a tu vida, no piense que eres un fracasado,<br />
mi suerte cambió.<br />
Meses después de aquel encuentro con Paula, ocurrió algo más.<br />
Sonó la puerta y, al abrirla, me encontré una vez más a Paula, preciosa y con un traje<br />
muy sexy, que enseñaba la parte superior de sus pechos, hasta el círculo polar pechil,<br />
esa línea imaginaria que delimita los pezones, como una aureola invisible que marca,<br />
según el juez, la parte que no puedes tocar.<br />
Me quedé en blanco y antes de saber que decir, ella dijo:<br />
“Te quiero”<br />
Se abalanzó sobre mí y nos abrazamos, y ella me besó, metiéndome la lengua tan<br />
profundamente que pudo saborear mis anginas, y luego pasamos el resto de nuestra vida<br />
juntos, hasta que morimos de viejos, dentro de veinte años.<br />
Supongo que todo esto es difícil de comprender. Casi como una falacia que entra ingrata<br />
por los oídos de un incrédulo lector, despertando todo tipo de suspicacias y sorna. No<br />
me extraña, ¿a quién pretendo engaña? Todo este último capítulo es mentira. Paula no<br />
volvió a aparecer. Perra vida… pero, ¿a quién le gusta ser un perdedor?<br />
De hecho, me consta que Paula vendió los terrenos de su familia del pueblo y se fue a<br />
vivir a otro país, a tomar por culo de aquí. También me han dicho que cambió su<br />
nombre y apellidos, y que pidió una orden alejamiento. El juez se la concedió. Fue<br />
cruel, pero justo.<br />
¿Cómo reconocer un presente peor que la muerte? ¿Cómo poner en palabras que vivo<br />
con el animal bastardo de Carmela, que cada día de vida es peor que una eternidad en el<br />
infierno, y que este libro sólo es un último adiós antes de un merecido suicidio? No hace<br />
falta hacer ningún inciso en mi piel. Sólo pensando en esa vaca repugnante y hostil, la<br />
sangre brota a través de mis poros intentando escapar.<br />
No sienta pena por mí el lector. A todos los cerdos les llega su San Martín.<br />
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