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“La Obra Maestra”

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La entrada de Irene en mi vida fue bastante mejor que la entrada de un herpes y<br />

muchísimo mejor que la entrada de un paro cardíaco en mi corazón. Fue más bien algo<br />

bueno, como la entrada de una caricia en tu colleja o la entrada de un cumplido en tus<br />

oídos a un volumen al que no rompe los tímpanos ni nada.<br />

Por mi parte yo intentaba no entusiasmarme demasiado. Era consciente de mi fragilidad<br />

amorosa, de lo que había sufrido con Paula, y no quería que se volvieran a herir mis<br />

sensibles -pero a su vez muy masculinos- sentimientos.<br />

Con Irene pasé buenos momentos de verdad. Fue una buena época. Dios debía estar<br />

entretenido matando gente en el tercer mundo. Por fin, tras años de sufrida agonía, la<br />

calma. Fue la primera vez que me sentí querido. La brutal Carmela dañaba mi cuerpo<br />

sólo con mirarlo y la sensual Paula dañó mi cuerpo con un palo. Pero Irene, por alguna<br />

extraña razón, era feliz a mi lado. Sin embargo, tontería que tiene la cabeza humana, mi<br />

corazón seguía con Paula allá donde estuviera.<br />

Años después he echado mucho de menos esa época. La recuerdo como con pompas de<br />

jabón flotando. Como con sabor a fresa o bocadillo de lomo con queso.<br />

Al fin había llegado un poco de felicidad. Un momento de calma en mitad de la<br />

tormenta. Una isla de sucia basura en mitad de un océano de mierda. Esta etapa me<br />

sirvió para aprender que hasta la vida más miserable tiene sus momentos menos<br />

negativos, casi neutros.<br />

Durante estos años ocurrieron básicamente dos cosas. El tiempo voló prácticamente en<br />

un suspiro, haciendo de la rutina la manera de vida, y dos, maduré.<br />

Las repercusiones de este proceso de maduración tardía, fueron diversas. En primer<br />

lugar, noté como el tamaño de mi vejiga disminuía por semanas, haciendo casi<br />

insoportable vivir dentro de mi cuerpo. En segundo lugar, por primera vez, empecé a<br />

olvidar a Paula.<br />

La relación con Irene iba viento en popa, como guiada por un director de orquesta ciego<br />

con dos salchichones por batutas. Yo frecuentaba la casa de sus padres, donde ella vivía.<br />

Era una casa inmensa de varios pisos a la que convenía entrar con brújula. De lo<br />

contrario podías entrar en habitaciones en las que no debías entrar, y ver cosas que no<br />

querías ver. Y cosas que los padres de Irene no querían que vieras, como a la madre de<br />

Irene desnuda.<br />

El roce a veces hace el cariño y otras veces hace chispas.<br />

Sus padres me odiaban a muerte, sobre todo porque Irene me gastó la divertida broma<br />

de decirme que se habían quedado prácticamente sordos tras una explosión de gas<br />

butano. ¿Y cómo no habían detectado el escape de gas? Pues porque, años antes, su<br />

madre había perdido el olfato tras una gripe. Por esa razón, yo tenía que hablarles muy<br />

fuerte, muy despacio, y vocalizando exageradamente. Por supuesto, todo era mentira,<br />

pero pasé meses hablando delante de ellos como si fuera retrasado mental, lo cual<br />

concordaba con la explicación que les había dado a ellos, “Es retrasado mental”.<br />

Como consecuencia de esta broma, además, yo dejaba salir mis flatulencias silenciosas<br />

delante de su madre ya que supuestamente no tenía olfato, pero luego pensé, “¿Por qué<br />

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