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“La Obra Maestra”

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7<br />

El destino es una de esas cosas que son como son. No puedes cambiarlo. No mires al<br />

pasado pensando en lo que podías haber hecho y no hiciste. Deja que Dios juegue sus<br />

cartas, deja que te mueva a su antojo, porque no vas a poder hacer nada contra él. Deja<br />

que suceda lo que haya planeado, espera paciente y, una vez muerto, cuando le tengas<br />

frente a frente, hazle pagar por la penosa vida que te ha dado.<br />

Aquel reencuentro con Paula en el hospital ocupó mi cabeza durante todo el día. Vale,<br />

no era el reencuentro tal y como lo había soñado, pero nos habíamos encontrado y,<br />

ocupando mi –según Paula- dañado cerebro de simio en esos pensamientos y, estando<br />

esa misma tarde atareado intentando ver a través de las cortinas de los vecinos, llegó<br />

una llamada de mi tía informándome de la muerte de mi tío Alfredo.<br />

Tuve que volver al pueblo para asistir al funeral.<br />

Era mi vuelta a aquellas tierras tras un año. Había muerto el enterrador del pueblo y,<br />

aunque no hace falta ser físico nuclear para desempeñar el cargo, yo era la siguiente<br />

persona con más experiencia.<br />

Sólo había pasado un año desde mi marcha, pero noté el pueblo muy cambiado. Ya no<br />

era de día como aquella mañana en que lo abandoné, si no entrada la tarde. Los<br />

calendarios marcaban un año más y las viejas casas de adobe habían envejecido<br />

muchísimo. Varios meses.<br />

De este viaje no recuerdo nada en especial, pero un sentimiento de inmensa pena<br />

invadió mi páncreas al entrar de nuevo en el salón de la casa de mis tíos. Como si<br />

oscureciera la habitación allí donde se encontraba, aquel muerto viviente arrugado y en<br />

estado de descomposición, aquella bruja inmunda, me miraba con sus ojos más<br />

pequeños y redondos que nunca, como dos botones malditos, y movía la boca<br />

susurrando, con toda seguridad, blasfemias e insultos hacia mi persona.<br />

Ese salón había perdido su color. No había oxígeno y por tanto el silencio era absoluto.<br />

Ni si quiera había moscas. La muerte había cruzado la frontera y se había instalado allí.<br />

En cuanto vi a Nines mis puños se cerraron y sufrí algo cercano a un ataque de<br />

epilepsia.<br />

El infierno nunca abriría sus puertas a ese ser decrépito. “Todos tenemos un límite”, me<br />

imagino al señor de las tinieblas, encogido de hombros, dando explicaciones a San<br />

Pedro, “Entiéndeme. Hay unos mínimos para entrar en cualquier lado”.<br />

Me acerqué a la esquina donde estaba sentada, en su mecedora. Noté además que las<br />

paredes estaban ennegrecidas de manera físicamente inexplicable en aquella esquina, y<br />

recordé a tiempo aquel beso de mi despedida. Desde entonces no había vuelto a crecer<br />

el vello en mi bigote. Nines seguía moviendo su boca soltando palabras al viento,<br />

mirándome de vez en cuando.<br />

La curiosidad me hizo acercar mi oído a su boca:<br />

“Muerte, muerte, muerte”, me pareció oírle de manera casi incomprensible.<br />

¿Qué quería decir? ¿Que había provocado la muerte de Alfredo? ¿Que quería mi propia<br />

muerte?<br />

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