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Y así, ese hombre abrochó su bata, me guiñó un ojo invitándome a irme, se despidió de<br />
mí con un frío apretón de manos, y cerró la puerta de su consulta, dejando tras de sí un<br />
corazón roto y un hombre herido, a pesar del saludable estado de mi próstata.<br />
Cuando llegué a casa y Estefanía me preguntó qué tal me había ido, corrí hacia mi<br />
cuarto y me encerré allí. Preferí guardarme el secreto y vivir con mis miserias.<br />
Estefanía no lo habría comprendido. Y nunca me lo habría perdonado. Ella era muy<br />
estricta en el control de entrada y salida de objetos por la retaguardia. Me lo había<br />
dejado claro durante nuestra relación.<br />
Con todo lo que sabía ya de la vida no iba a caer en la treta de ser sincero con ella, por<br />
hacerme el valiente, y arriesgar nuestra relación. Como decía aquel abogado que tuve,<br />
“A veces no hace falta que mientas. Sólo imagina que la sala está llena de niños y les<br />
estás contando un cuento”.<br />
El fin de mi relación con Estefanía comenzó con otro suceso para nada relacionado.<br />
He intentado no pensar en esto durante los últimos meses, por el dolor que me produce.<br />
Sin embargo, tras la ruptura sí pensé mucho en ello. Tuve un psicólogo que me hacía<br />
hablar mucho de aquella ruptura y de mi sufrimiento. Decía, “¡Sigue hablando, no pares<br />
ahora!”, mientras se movía arriba y abajo una sospechosa manta con la que tapaba su<br />
mitad inferior. Supongo que los psicólogos sienten cierta excitación con los problemas<br />
ajenos. Es una especie de sadismo sexual.<br />
Es duro recordar todo esto, pero necesario, por ser un hecho trascendente en mi vida.<br />
Un día me encontraba yo, como tantas otras veces, admirando el arte neo clásico con<br />
una de las revistas de tirada semanal. Las sensuales curvas arquitectónicas en aquellos<br />
sudorosos arcos, aquellas inmensas bóvedas rematadas con un afilado y lechoso pezón,<br />
las gigantescas y venosas columnas, hechas como de roca, encajando en aquellas<br />
aberturas, y los más que sugerentes grabados. Acompañaba a tan cultural afición, una<br />
serena cata de cerveza. Puede que todas las latas fueran de la misma marca, pero con la<br />
cata intentaba detectar pequeñas variaciones en su acidez y sabor. No detecté nada. Es<br />
una cata que repetía casi todas las tardes.<br />
Sin previo aviso, llegó una extraña llamada. La persona al otro lado del teléfono decía<br />
ser mi abogado.<br />
“Yo no tengo ningún abogado”, dije ofuscado y colgué bruscamente.<br />
El teléfono volvió a sonar, ahora más fuerte y con un timbre más agudo que antes. Esta<br />
vez cogió Estefanía, mientras yo miraba con enfado a la par que intriga.<br />
Estefanía escuchó durante cinco segundos, se giró hacia mí y dijo, “Es tu abogado”.<br />
Era verdad. Era mi abogado.<br />
No esperaba volver a tratar con él. No me había defendido correctamente en los muchos<br />
de los delitos que había cometido contra la salud pública, algunos de ellos ya<br />
preescritos. Los jueces no olvidan cuando están sus hijos entre las víctimas. No<br />
funcionó la defensa de mi abogado basada en “¿Qué hay más honrado que ganar dinero<br />
a toda costa?” o, como llamaba mi abogado al dinero, “felicidad en su forma más pura,<br />
felicidad sin cortar”.<br />
“Señor juez”, me recuerdo diciendo en el juicio, cuando tuve la ocasión de hablar.<br />
Poniendo voz solemne, apaciguadora, como si todo el sentido común del mundo, del<br />
universo, estuviera concentrado en mí. Como si abriera los ojos a los oyentes y ofreciera<br />
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