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“La Obra Maestra”

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Allí me encontraba, en la época de mi infancia, viendo una típica escena familiar del<br />

pasado, sintiendo como si estuviera presente, observándome a mí mismo unos treinta<br />

años antes y a mi madre, quien me arropaba en la cama y me deseaba cosas antes de<br />

dormir.<br />

El flashback era tan real, era tan viva la sensación de estar ahí, que incluso me pareció<br />

que mi madre detectó mi presencia intrusa y, dirigiéndose a mí en el pasado, el pequeño<br />

niño que estaba arropado, le dijo, "No mires a tu futuro. Es horrible".<br />

No sé si el viaje cronoespacial era auténtico. Me habría gustado intervenir, hablar con<br />

mi madre, pero siempre he creído en eso de no alterar el pasado. “Cuando viajes al<br />

pasado, nunca toques nada.”, decía mi mente.<br />

Y allí, escuché a mi madre susurrar en el oído de aquel niño arropado, “Cuando viajes al<br />

pasado, nunca toques nada”.<br />

Entró más gente en esa habitación. Era una niña con aparato. Debía ser mi hermana.<br />

Debía ser esa tal Josefa. Tenía la cara rara, deformada. Miraba a mi cama curiosa, pero<br />

al intentar acercarse, mi madre la sacó de la habitación.<br />

¿Era esa mi hermana? Todo apuntaba a que sí. Una serie de nuevos recuerdos me hacían<br />

pensar que había tenido una hermana en mi niñez.<br />

Es curioso cómo se comporta la memoria, escurridiza y juguetona, mostrando sólo<br />

aquello que cree que necesitamos saber.<br />

En cualquier caso, ¿de dónde salían estos recuerdos que creía olvidados? Llevaba años<br />

buscándolos. Quizás en aquella época en la que malvadas moléculas de alcohol<br />

arrasaban los distintos feudos de mi cerebro, recuerdos valiosos como esos fueron<br />

sacados y escondidos en otro punto del cuerpo, quizás lejos del cerebro. En alguna parte<br />

del cuerpo donde jamás querría estar una molécula de alcohol. La parte con menos<br />

fiesta del cuerpo, la vesícula.<br />

Las noticias no podían ser peores. Mi hermana, mi única familia, estaba en el hospital<br />

moribunda.<br />

“Por cierto, tengo la sentencia de tu juicio. Tengo una noticia buena y una mala”, dijo el<br />

abogado, cuando ya me había olvidado de que seguía al otro lado de la línea. <strong>“La</strong> buena<br />

es que no me juzgaban a mí”, añadió con una carcajada.<br />

Así que, con la intención de conocer a mi hermana, monté en uno de esos pestilentes<br />

autobuses urbanos acompañado de Estefanía, y crucé la ciudad volviendo a mi viejo<br />

barrio, allí donde se encontraba el fatal hospital.<br />

Recuerdo mi sensación agridulce en aquel trayecto. Por una parte la ansiedad. La<br />

sensación de engaño y de pena por descubrir de una manera tan triste, algo tan<br />

importante para mí. Por otra parte, sabía que no había estado sólo todos aquellos años<br />

adolescentes. No había estado sólo cuando celebraba sólo mi cumpleaños. No había<br />

estado sólo cuando en una boda, cuya invitación decía “más acompañante”, me presenté<br />

sólo, siendo el hazme reír. No había estado sólo cuando me masturbaba, precisamente<br />

creyendo que estaba sólo.<br />

“¿En qué piensas?”, preguntó Estefanía.<br />

Las chicas tienen esa perturbadora costumbre de querer saberlo todo. Esa invasión<br />

continua de la intimidad.<br />

“Lo digo porque te estás empalmando”, añadió.<br />

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