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El olor de esa comida que, por cierto, recordaba bastante al olor de la muerte, si no en el<br />
infierno, esa comida debía estar hecha al menos en el purgatorio y, si bien es cierto que<br />
el purgatorio debe estar habitado por ángeles, no me extrañaría que dichos ángeles<br />
arrojaran heces de mono y sus propios excrementos a la perola. Así nunca vais a<br />
conseguir vuestras alas, ángeles hijos de puta.<br />
Habitaba también la casa un mueble con forma de anciana a la que mis tíos llamaban<br />
Nines y de la cual nunca obtenían respuesta. Al pensar en ella, tengo la terrible<br />
tentación de coger el cuchillo del pan, clavarlo en mi cráneo e ir deshilvanado porciones<br />
de mi cerebro, buscando la parte que guarda esos escabrosos recuerdos y eliminarlos<br />
para siempre. Más de una vez lo he intentado sin éxito. Otros recuerdos de mi pasado,<br />
no esenciales para este relato, desaparecieron en estas operaciones negligentes.<br />
Esta senil y decrépita momia parecía interactuar sólo conmigo y la media hora que<br />
pasaba despierta al día la dedicaba, sin ninguna duda, a crearme traumas y miedos que<br />
se transformarían en depresiones y ataques de pánico en años posteriores. Nunca supe<br />
qué relación guardaban mis tíos con aquel nauseabundo engendro y supuse que la<br />
mantenían allí, presumo que por votación popular, viendo que la muerte era inminente<br />
en ella y de esa manera ahorrar desplazamientos a mí tío, puesto que era el enterrador.<br />
En los pueblos funciona todo así. Con una violenta democracia.<br />
Aquel era un pueblo pequeño, con muy poca gente de mi edad, cerrado a las ideas<br />
modernas que llegaban de la ciudad, de juicios a mano alzada y de leyes no escritas muy<br />
particulares.<br />
Difícil infancia, soledad, hambre y otras penurias a esa edad suelen hacer madurar a las<br />
personas mucho más rápido. Te hacen crecer a la fuerza y crecer más espabilado que<br />
una persona que crece acomodada. En mi caso no fue así ni de lejos. Creo que nunca he<br />
aprendido nada sin haberme llevado uno o varios tortazos. Ese ha sido mi método de<br />
aprendizaje y, podría decir que no me ha ido mal, pero lo cierto es que de haber sabido<br />
como iba a ser mi vida, habría tomado decisiones suicidas hace años.<br />
Mi tiempo hasta la adolescencia pasó rápido, asistiendo a clase y ayudando a mi tío<br />
durante los entierros. La visión de la muerte que tiene la gente en la ciudad está sesgada.<br />
No se le mira directamente, no se habla de ella, no existe. En los pueblos no es así. Por<br />
eso huelen tan raros. Allí la gente se conoce toda. Toda la gente quiere conocerse y la<br />
razón es sencilla, no quieres que hagan chorizos contigo. La gente de la ciudad se come<br />
esos chorizos y no sabe cuantas vidas humanas han costado. En los pueblos la gente se<br />
muere y se afronta con normalidad.<br />
Sólo había una persona de mi edad y de etnia no gitana en el pueblo, su nombre era<br />
Daniel y, por cuestiones de soledad mutua y cercanía, fue mi único amigo. Mi tío<br />
carecía de esa amplitud de mente de la que se presume, sin llegar a existir, en la ciudad.<br />
Siempre me inculcó extrañas ideas que me evitaron acercarme a los gitanos.<br />
“No lo llames racismo”, decía, “llámalo instinto de supervivencia”.<br />
Hace ya mucho de esto, pero recuerdo con relativa nitidez el día en que fui a vivir con<br />
mis tíos.<br />
Había perdido a mis padres recientemente y apenas conocía a Alfredo, quien tras un<br />
viaje de seis horas en silencio en su camioneta, paró delante de una chabola y bajamos<br />
del coche. La casa consistía en una serie de planchas de metal y ropa vieja que nunca<br />
sabré si era la colada o pilares fundamentales de la construcción. ¿Aquel era mi nuevo<br />
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