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“La Obra Maestra”

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Más tarde, cuando supo que la observaba, la muy bruja me guiñó un ojo y entre los<br />

miles de pliegues que rodeaban su boca, me pareció ver una pérfida sonrisa.<br />

Mis inquietudes sexuales no se limitaron al típico romance con la mano derecha, soy un<br />

hombre de mundo, un aventurero, un alma inquieta, me atrevería a decir. Pronto llegó la<br />

ansiada inauguración del pene con una hembra.<br />

En los pueblos la primera experiencia sexual nunca es una experiencia mágica con la<br />

chica de tus sueños. Lo más femenino que había en aquella época eran las gallinas,<br />

descartadas desde hacía tiempo por una serie de cuestiones que corrían de boca en boca<br />

y prefiero no mentar.<br />

La ciencia de la época aún no había diagnosticado muchas de las enfermedades que<br />

portaban las ovejas del pueblo y su suave lana las convertía en un compañero ideal para<br />

la práctica amorosa.<br />

Había un viejo caserón apartado del pueblo habitado por un violento pastor que, según<br />

los rumores, no se mostraba tan violento con sus ovejas. Daniel y yo nos pusimos la<br />

ropa de los domingos, aún siendo sábado por la noche, y nos dejamos caer por allí,<br />

mostrándonos simpáticos y sagaces, intentando seducir a los animales. Las ovejas<br />

parece que no, pero no son tan frescas como las pintan. Respetan a su amo y no se van<br />

con desconocidos y, siendo herbívoros, saben dónde morder pero sin disfrutar de los<br />

placeres de la carne.<br />

La verdad es que la experiencia fue horrenda e irrefrenables ganas de arrancarme los<br />

ojos me vienen al recordarla, pero me sirvió para ver una faceta de Daniel nueva para<br />

mí, completamente desconocida y sorprendente. Mostró un ímpetu que no había visto<br />

antes en él. La persona sin sangre parecía tener actitud. Estaba activo, incluso lúcido,<br />

para cercar a una de las ovejas en una esquina estrecha del establo, o incluso para<br />

escapar, cuando el violento pastor salió en nuestra búsqueda.<br />

Al volver a nuestras casas, recuerdo la culpa como una gran carga sobre mis hombros.<br />

No habíamos sido educados con esas ovejas. No habíamos sido los caballeros que se<br />

suponía que debíamos ser con las damas. La culpa me oprimía el estómago. Las<br />

estrellas no lucían tan vivas y el aire parecía más espeso.<br />

Nines no hablaba ninguna palabra con Alfredo y prácticamente ninguna con Ángela. Sin<br />

embargo, conmigo y cuando sabía que nadie más escuchaba, siempre encontraba las<br />

palabras necesarias para quitarme el sueño. Aquella noche en la que perdí mi virginidad,<br />

de nuevo durante la cena, detectó algo en mi cara. Quizás durante las varias horas que<br />

pasaba muerta al día, había tenido tiempo de espiarme espiritualmente.<br />

Me miraba atenta. La nauseabunda comida de Ángela no quería ni pasar del píloro. Se<br />

me estaba indigestando antes de lo habitual. La intensa mirada de Nines a través de esos<br />

ojos de botón impedía a mi aparato digestivo trabajar con indigesta normalidad, y esos<br />

dientes afilados de rata que asomaban de su boca me quitaban el hambre aún más que el<br />

olor de aquellos horribles guisos. Nines lo sabía. Sabía todo.<br />

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