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“La Obra Maestra”

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Ella supo exactamente cual era el siguiente paso y, como una niña que pone y quita las<br />

ropas a su muñeca a su antojo, Carmela se deshizo de mi camisa y pantalón. No podría<br />

haberlo evitado aunque hubiera puesto resistencia. Sus brazos eran fuertes e<br />

impacientes.<br />

Nos tumbamos en la acequia, cortando en parte el flujo de agua sucia, y ella se deshizo<br />

de su camiseta empapada y los pantalones cortos que llevaba.<br />

Carmela nunca daba tiempo a la espera, a la expectación, a esa excitación adicional que<br />

tiene el sexo antes de llegar a él. Con sus toscas y curtidas manos ya estaba tocando mis<br />

partes más íntimas que, supongo que por temas hormonales y cuestión de azar, se<br />

encontraban excitadas. No quiero entrar en detalle, pero usaba mis genitales como si me<br />

estuviera acuchillando, y el placer y el dolor se combinaban de una manera depravada.<br />

Yo introduje mi mano dentro de sus bragas y, las crines de caballo que tantas otras<br />

veces había palpado, resultaban excitantes bañadas en el agua. Intento pensar que sólo<br />

era agua lo que bañaba su pubis y no los asquerosos fluidos que a menudo rondaban la<br />

zona y que en momentos de alta excitación, en los que se ponía muy violenta y<br />

autoritaria, me hacía chupar.<br />

Aquella tarde fue especial y por eso es uno de los pocos momentos que conservo<br />

prácticamente intactos en mi memoria. Ni siquiera el aire estomacal que me transmitía<br />

utilizando los besos como medio de sucio transporte me importó. Creo que fue el primer<br />

día que hubo algo de ternura o algo de pasión en mi vida sentimental. Por primera vez,<br />

antes de tener una relación sexual, no había sentido esa sensación que tiene una niña<br />

antes de ser violada.<br />

Fue uno de esos momentos, creo que el único, que se repitió una y otra vez en mi<br />

cabeza, trayendo una pena inexplicable, cuando Carmela me dejó varios meses más<br />

tarde. Quizás no fuera amor, sino síndrome de Estocolmo. Quizás si te clavan varias<br />

espadas oxidadas y te las dejan clavadas sin llegar a causarte la muerte -pero en este<br />

caso, estando muy cerca de causarla-, al quitártelas te quede una sensación de vacío.<br />

Algo así me ocurrió. No lo sé muy bien, porque nunca he tenido espadas oxidadas<br />

clavadas, pero sí que me tuvieron que poner la antirrábica una vez que Carmela me<br />

arañó con una de esas oxidadas y dentadas uñas.<br />

Supongo que de aquella sórdida experiencia en la acequia debí sacar alguna moraleja<br />

que nunca saqué, sin embargo, la sensación de no sentirme violado era totalmente nueva<br />

para mí. Otras veces, tras hacer el amor con Carmela -si es que se pueden juntar las<br />

palabras “amor” y “Carmela” en una misma frase, sin cometer un delito contra los<br />

derechos humanos-, sólo me apetecía llorar. Ducharme frotando bien toda la carne que<br />

podía haber sido ultrajada y acurrucarme debajo de la cama llorando. El hecho de que la<br />

relación había sido mutua era nuevo para mí.<br />

Aquella tarde, cuando llegué a casa aún con el pelo húmedo, algunas algas en distintas<br />

partes de mi cuerpo y envuelto en oscuros olores, mi tío dijo:<br />

“Parece que a ese ballenato se le ha cortado la digestión. Suerte que pudiste salir de su<br />

estómago”.<br />

Cada vez que veía mi cuerpo magullado y envuelto en manchas de sangre o fluidos, mi<br />

tío deducía correctamente que había hecho el amor con Carmela.<br />

Alfredo no hacía los intentos, siempre fallidos, de un adulto intentando crear cierta<br />

camaradería o complicidad con un adolescente. Yo vivía mi adolescencia de manera<br />

introvertida y ermitaña en casa, y él tampoco era una persona muy habladora y, aunque<br />

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