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hogar? Unos chavales que jugaban en frente de la casa pararon y giraron la cabeza al<br />
detenerse el coche.<br />
“Estos son tus nuevos hermanos”, dijo mi tío.<br />
Cuando dos de los chicos sacaros sus navajas, mi tío asustado, pero sonriendo, gritó<br />
“¡Corre! Que nos matan”. Subimos al coche y huimos. El sentido del humor de mi tío<br />
era así.<br />
No creo que estas reflexiones me ayuden a comprender mi futuro, pero sí a querer<br />
olvidar el pasado, lo cual es igualmente importante.<br />
En aquella chiquillosa juventud, yo era la típica persona a la que le falta un golpe. Pero<br />
a Daniel le faltaba una paliza. Al pensar en él me sigo poniendo nervioso. Era lento.<br />
Muy lento. Me daban ganas de cogerle de los hombros y agitarle violentamente, de<br />
despertarle del letargo que gobernaba su vida, de gritarle mientras su cabeza se<br />
zarandeaba violenta “¡Despierta Dani! ¡Espabila! ¡Despierta de tu letargo!”<br />
Todo el mundo tiene un amigo así. Se trata de personas de cerebro entumecido. Parece<br />
como que duermen despiertas. Te miran atentos, como intentando atravesarte con la<br />
mirada, como intentando concentrarse al doscientos por cien para coger toda la<br />
información que puedan y, si les preguntas cualquier cosa, siempre responden con un<br />
dudoso “sí”, pero al cabo de un rato te das cuenta de que no se están enterando de nada.<br />
Todo el mundo tiene un amigo así y si piensas que tú no tienes uno, es que eres tú el<br />
amigo lento. La teoría de Darwin no ha funcionado con ese gen de la lentitud cerebral.<br />
Aún sigue con nosotros.<br />
Por las venas de esta gente no corre la sangre. No sé qué es, pero es mucho más viscoso.<br />
Puede que sea queso fundido pero de color rojo, como si les hubieran hecho una<br />
transfusión con la leche de una oveja herida en el pezón.<br />
Y esa era mi nueva vida con mis tíos. De la noche a la mañana cambié de hogar, de<br />
familia y de amigos y nunca me quejé, nunca eché nada en falta, porque a esas edades<br />
aún no sabemos qué es la nostalgia, la pena o la alegría. El ser humano es muy<br />
maleable, se adapta a todo y si de mayores pensamos que no es así, es porque nos<br />
volvemos caprichosos y especiales, y creemos que la vida tiene que ser como la<br />
esperamos.<br />
Casi no tengo recuerdos de mis primeros años en casa de mis tíos, supongo que me<br />
limité a obedecer sus normas y a hacer lo que se esperaba de mí, antes de que apareciera<br />
en mí algo de eso que llamamos incorrectamente “personalidad”. Así pasé los años<br />
haciendo nada, hasta que de repente llegó la maravilla de la metamorfosis. La ansiada<br />
adolescencia. Como una libélula que se transforma en otro bicho, un insecto que se<br />
transforma en una mariposa o tu mujer que se transforma, casi de la noche a la mañana,<br />
en una zorra, mi cuerpo empezó a cambiar. No de la misma manera que estos animales.<br />
No me salieron alas, ni patas arácnidas, ni colmillos, ni vello por todo el cuerpo. Bueno,<br />
esto último sí. Y, en sobacos y genitales, excesivamente rizado para mi gusto.<br />
Mi cuerpo no se deformó todo lo que cabía esperar a juzgar por la comida de Ángela.<br />
Cualquier experto nuclear habría establecido un perímetro de seguridad alrededor de<br />
ella y recuerdo que al ingerirla, notaba el sabor ácido de la radiación bajando por mi<br />
garganta. Notaba la leucemia expandiéndose por todo mi cuerpo a cada nuevo bocado<br />
que le daba. “¿Es todo esto necesario?”, se preguntaban algunos de mis órganos internos<br />
al contactar con el asco ingerido. Los riñones se miraban uno al otro como diciendo, “O<br />
tú o yo”. Mis entrañas se retorcían de dolor, algunas rugían furiosas y clamaban<br />
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