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Irene levantó la cara, con dos dientes menos y escupiendo sangre. En esos momentos<br />
debió haber un golpe de estado en mi cerebro, y el alegre beodo que estaba al cargo y<br />
las neuronas que trajeron aquella ocurrencia, fueron ejecutados. La nueva gerencia de<br />
mi cerebro decidió que la broma no tenía ni pizca de gracia.<br />
Ni Paula ni el resto de la gente debieron entender la broma. No tuve tiempo de<br />
explicarla. Supongo que el arte de la broma es un arte incomprendido. Siempre ha<br />
habido artistas incomprendidos, como en su momento lo fueron Van Gogh o Hittler. En<br />
pocos segundos empecé a recibir golpes por todas partes. “¡Ataque inminente!”, gritaba<br />
por alguna razón. Toda la gente de la calle parecía muy motivada a asesinarme y me vi<br />
obligado a retirarme. Supongo que Paula pensó que yo era una especia de agresor de<br />
mujeres. La gente dice que la publicidad aunque sea mala, siempre es buena. La gente<br />
es muy gilipollas.<br />
Irene tenía razón. Con veinticinco años ya no eran dientes de leche. “Di a tus padres que<br />
han sido como unos padres para mí”, le dije a Irene cuando cortamos y nos despedimos<br />
para siempre. En ese momento, a sus padres les empezaron a pitar los oídos hasta salir<br />
sangre y explotar sus tímpanos. La mentira de Irene se había hecho realidad.<br />
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