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El tiempo pasa tan deprisa que te arrolla y no da tiempo a echarse a un lado. Si tienes<br />
suerte te deja un zumbido y agradables cosquillas en la oreja. Si no, te espachurra<br />
menguando tu cuerpo y dándole horribles formas como una sucia Carmela. En cualquier<br />
caso, tu vida pasa en un pestañeo. Abres los ojos y estás tocando una asquerosa<br />
placenta, pestañeas y estás tocando un asqueroso lecho de muerte y, entre tanto, ¿qué<br />
hay?, un doctor cortando tu cordón umbilical, la espera en la cola del cine, un<br />
crucigrama interminable, una larga y tediosa vida… el tiempo vuela.<br />
Los cambios y salir de la rutina te hacen creer que los días son más lentos o, quien sabe,<br />
otro tipo de cosas. Crees que toda una vida es suficiente. Pero no lo es, por ejemplo,<br />
para encontrar el amor de tu vida. El mundo es muy grande. Si dicen que es un pañuelo<br />
es porque está lleno fluidos viscosos, pero la verdad es que cada día juega en tu contra y<br />
lo peor es que cada día que pasa y no encuentras el amor de tu vida, ella podría estar<br />
engordando.<br />
La vida universitaria me ilusionaba tanto como un vecino nuevo a un psicópata, y me<br />
centré en ella al cien por cien. Intenté estudiar Historia. No lo conseguí.<br />
Pronto me asenté en un ático oscuro con mis compañeras las ratas, de higiene muy por<br />
encima a la de aquella novia mofletuda de mi adolescencia, Carmela. Era un ático<br />
lúgubre y húmedo y en varios de sus rincones crecía musgo y líquenes. En esos detalles<br />
también me recordaba a los espacios húmedos de mi buena Carmela. No lo sé, puede<br />
que aquella nueva etapa me estuviera volviendo algo nostálgico. “Demencia<br />
prematura”, lo llamó un importante neurólogo años más tarde.<br />
La búsqueda de Paula no fructificaba, por muchos teléfonos que marcara al azar, por<br />
muchas veces que gritara su nombre por las calles, ella no aparecía, como tantas veces<br />
había imaginado, desnuda de entre la gente para echarse a mis brazos. Me la imaginaba<br />
en su casa, mordiendo la goma de un lapicero, mirando por la ventana, pensando en mí<br />
y la oportunidad que habíamos perdido de estar juntos.<br />
En pocas semanas fui abandonando mi búsqueda, aceptando la realidad y a empecé a<br />
conocer gente, sin hacer amigos de verdad.<br />
Pronto empecé a trabajar de celador en una especie de hospital terminal. Hice<br />
entrevistas en distintos lugares de comida rápida y ropa, pero supongo que por estar ya<br />
acostumbrado a trabajar con la muerte, ese parecía mi sitio.<br />
Era un hospital pequeño, muy blanco, luminoso y limpio. Una vez murió un albino allí<br />
y nunca se encontró su cuerpo. Aunque por el olor se sabe la zona aproximada del<br />
cadáver. Sin embargo, en ocasiones el olor a lejía era tan fuerte en ese hospital, que no<br />
dejaba respirar los efluvios de la muerte.<br />
Allí conocí personas tan enfermas que con sólo mirarles te salían sarpullidos en los ojos.<br />
Algunos de ellos dejaban huellas grises en las baldosas, en las que nunca más volvieron<br />
a crecer baldosines. De ese tipo de personas que sabes que su carne estará a salvo de los<br />
buitres y las hienas cuando mueran, lo cual sabes que ocurrirá pronto. Cuando esa gente<br />
te habla, siempre tienes la sensación que se van a quedar a mitad de frase y que vas a<br />
tener que recoger sus desperdicios del suelo. Cuando trabajas de celador en un sitio así,<br />
empiezas a ver a los humanos como grandes montones de carne que, en cualquier<br />
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