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"¿Cómo?", repliqué yo.<br />
Ahora mi tío escogió mejor sus palabras.<br />
"Síguela. No la dejes escapar. Vete a la gran ciudad. Ha llegado tu hora de sacar las alas<br />
y volar por ti mismo. Eres un chico joven y listo. No puedes pasarte la vida encerrado<br />
en este pueblo, enterrando gente y viendo tu vida pasar en blanco como tu tío. Sal a ver<br />
mundo y encuéntrala. Además esa chica estaba muy buena", añadió.<br />
La verdad es que la idea era tan esperanzadora como aterradora.<br />
“Yo dejé escapar mi oportunidad para irme de aquí”, continuó mi tío, “Era la mañana de<br />
un sábado. Tenía la maleta hecha y el tren estaba a punto de partir. Sólo tenía que<br />
haberme tirado a la vía y esperar. Sin embargo, dejé pasar mi oportunidad y ahora sigo<br />
aquí.”<br />
¿Había sido eso una broma? Es igual. La cuestión es que mi tío tenía razón. El amor es<br />
algo genial que sólo las personas muy especiales y las prostitutas te pueden dar. Yo al<br />
fin lo había encontrado y tenía que luchar por él. La verdad es que la tarea de encontrar<br />
a Paula en una gran ciudad se presentaba complicada, pero no lo sería tanto encontrar<br />
prostitutas.<br />
No muchas semanas después de aquello y, en ese momento sin demasiado interés, se<br />
fue forjando mi camino hacia un mundo distinto, lejos del pueblo que me había visto<br />
crecer, y de cuyos alrededores prácticamente no había salido desde mi llegada, tras la<br />
sangrienta y macabra muerte de mis padres.<br />
En la escuela no me iba mal y un día vino un personaje de la ciudad de cara inexpresiva<br />
y con un acento de lo más refinado. Trajo unos exámenes a los que él llamaba “tests”.<br />
Sacó conclusiones vejatorias de la enseñanza de nuestro instituto, pero en mi caso<br />
quedó satisfecho. La finalidad de estos “tests” era la posible admisión dentro de alguna<br />
universidad y así, de la noche a la mañana, se me abrió una posibilidad jamás<br />
premeditada que me llevaría a la gran ciudad, en busca del amor y de un futuro digno.<br />
Rebajarme a escribir todas mis intimidades demuestra que no lo conseguí.<br />
Un par de sucesos aceleraron mi marcha del pueblo. Hechos que sesiones de<br />
electroshocks no han conseguido borrar. Me dispongo, por si no lo ha notado el lector, a<br />
narrarlos:<br />
No siempre me ha dado miedo la oscuridad. De joven, los fantasmas y monstruos que<br />
me imaginaba, tenían mala pinta, se mostraban hostiles y está claro que deseaban mi<br />
muerte, pero también estaba claro que no conseguían, porque cada mañana despertaba<br />
ileso y no me faltaba ninguna extremidad ni nada. Así que tras los años, tras muchos<br />
años, había perdido el miedo a la oscuridad. Quizás los monstruos no buscaban mi<br />
muerte, si no el típico joder por joder. Típicas bromas de campamento. Quizás se tiraran<br />
pedos en mi cara o me metieran su fantasmal polla en la boca mientras dormía. Siempre<br />
despierto con un extraño aliento que podría corroborar esas sospechas. En cualquier<br />
caso sus juegos, por mezquinos que fueran, eran inocuos contra mi vida, y el miedo a la<br />
oscuridad desapareció durante meses. Hasta aquella noche.<br />
Era la típica oscura y fría noche de otoño. Adivinen su color. Exacto, negro. Desperté<br />
sobresaltado al notar algo frío tocándome la cara.<br />
El miedo actúa de forma extraña. Todavía conservamos un acto reflejo de nuestros<br />
antepasados calamares, de soltar una mancha negra por la retaguardia en momentos de<br />
pánico. La técnica calamar ya no es de mucha ayuda hoy en día. Sólo en caso de que un<br />
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