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Es curioso cómo cuando piensas en el pasado, no sabes muy bien qué recordar. Piensas,<br />
“Lo recuerdo todo, pero ¿qué quiero recordar? No se me ocurre nada”. La realidad es<br />
que al final siempre te acuerdas de las mismas cosas. Ya no sabes si las recuerdas, o<br />
sólo te acuerdas de la última vez que las recordaste. Intento pensar en Estefanía y en<br />
todo el tiempo que pasamos juntos. Intento recordarlo todo, lo bueno y lo malo, y me<br />
acuerdo siempre de las mismas cuatro o cinco situaciones. Siempre las mismas.<br />
Supongo que todas aquellas situaciones en las que no he pensado en los últimos años,<br />
han quedado en el olvido.<br />
Creo que mi cerebro no se concentra lo suficiente para guardar muchos recuerdos. No se<br />
esfuerza. No lo da todo por la causa. Lo he tratado con mimo y devoción durante años,<br />
evitando golpes y llevando un casco de obra incluso a misa, pero es un cerebro<br />
caprichoso y selectivo. Sólo mantiene en mi memoria los buenos momentos. Pensando<br />
en Estefanía, me acuerdo más de sus virtudes que de sus defectos. Supongo que con<br />
todas las personas que han pasado por mi vida, es más o menos igual. Aunque para que<br />
ocurra esto, evidentemente, la persona en cuestión tiene que tener alguna virtud.<br />
Viéndolo tras los años, me parece que Estefanía era perfecta, en sus dulces formas y en<br />
su salado sabor. Pero a veces es inevitable que los caminos se separen, igual que se<br />
separan los dientes de un joven que necesita aparato y su familia se lo ha negado por<br />
comprar un televisor nuevo.<br />
Mi relación con Estefanía se vino abajo y no tuvo nada que ver con una relación extra<br />
conyugal que tuve yo. Un desliz amoroso. Ella nunca lo supo pero, aunque no influyera<br />
en nuestra posterior ruptura, yo lo recuerdo con muchísima vergüenza y culpa.<br />
Era una mañana invernal. Seca pero fría. Mi paladar estaba seco porque había estado<br />
comiendo polvorones, desoyendo explícitamente los consejos de mi doctor, y mis<br />
manos estaban cuarteadas y llenas de padrastros, porque había estado revolviendo el<br />
cajón de los padrastros. No recuerdo qué estaba buscando, porque en ese cajón sólo<br />
había padrastros. A Estefanía le parecía repugnante que los guardara en un cajón.<br />
Me encontraba en una consulta en el hospital. Recuerdo que hacía frío y, medio<br />
desnudo, la piel de gallina cubría mi cuerpo. Mi mirada perdida apuntando a una de las<br />
paredes blancas con algún póster, de esos que hay en las consultas, con gente mostrando<br />
orgullosa sus enfermedades sin cura. Intentaba divagar y alejar mi mente de mi cuerpo.<br />
“Recuerda aquella enseñanza del hombre con bigote”, pensaba. “Todo tiene la<br />
importancia que tú quieras darle. Puedes alejarte de sus sentidos. No siento nada. Soy<br />
un ente sin cuerpo”.<br />
Pero no lo conseguí. Sentí uno de esos fríos que llegan hasta el alma. Me sentía sucio.<br />
Muerto por dentro. ¿Es este mi cuerpo? ¿Es así como se siente? Cuando el médico<br />
terminó su examen, me giré hacia atrás y pregunté.<br />
“¿Qué tal está mi próstata?”<br />
Y al girarme, vi que el seductor doctor había utilizado para su diagnóstico una parte del<br />
cuerpo que normalmente no se usa para diagnósticos. Una parte del cuerpo que por lo<br />
visto tiene mucha sensibilidad, lo cual podría justificar su uso para palpamientos.<br />
“Muy, pero que muy suave”, contestó.<br />
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