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“La Obra Maestra”

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Los años vuelan cuando se tiene algo que hacer, pero también cuando no tienes nada<br />

que recordar. Al final, la velocidad del tiempo la pone la cantidad de recuerdos que has<br />

almacenado durante ese tiempo. Cuando miras atrás, el tiempo ha volado si realmente tu<br />

cerebro no ha almacenado nada. O también si lo ha almacenado todo y potentes<br />

narcóticos y electroshocks lo han borrado después. Incluso han volado esos<br />

interminables días intentando recordar cada detalle y aquellas noches intentando<br />

olvidarlo todo.<br />

Mi vida se estaba desviando de nuevo o, como diría un desviado maníaco, enderezando<br />

de nuevo.<br />

Lo había perdido todo: mi trabajo, mi gran amor Paula, mi archienemiga Nines.<br />

Ya no tenía nada que hacer. Ni si quiera trabajar. Por lo visto, cuando te despiden del<br />

trabajo, te dan una especie de dinero durante un tiempo para evitar que delincas, cosa<br />

que es casi imposible evitar. Y es que no siempre se delinque por dinero. “El dinero no<br />

lo es todo”, decía aquel famoso psicópata, Cristóbal Colón, quien tiró toda la fruta por<br />

la borda para ver a sus compañeros morir de escorbuto.<br />

Todos los meses llegaba el cartero con un sobre lleno de billetes calentitos, “Directitos<br />

de la prensadora de billetes”, según sus alegres palabras, que me mantenían sin la<br />

necesidad de buscar un nuevo trabajo. De haberlo sabido antes, no habría invertido tanto<br />

tiempo en esos negocios infructuosos, como los preservativos sabor pene, que tan poco<br />

interés suscitaron, o como aquella cicuta “junior”, con calcio y vitaminas para los más<br />

peques, como aquellas filtros inflamables para hacer cigarros, como aquel alargador de<br />

pene para mujeres, con lo mal que les queda a las mujeres un pene largo, como aquel<br />

champú para cepillarte los dientes cuando se te ha quedado un pelo enredado durante el<br />

sexo oral, o como aquellos paraguas hechos de piel de gremblin.<br />

Mi vida estaba vacía como ya lo había estado antes, tras aquella operación en la que<br />

extirpación ese apéndice maldito que Dios me había injertado cuando era aún un<br />

embrión y apenas podía defenderme. No sé qué lleva la anestesia, pero alguien debió<br />

añadirle droga. Tras aquel día estuve confuso, aletargado, apático, como si algo hubiera<br />

muerto dentro de mí. Puede que parte de mi alma estuviera dentro de aquel infectado<br />

pedazo de carne llamado apéndice, o puede que fueran daños psicológicos irreparables<br />

consecuencia de la precariedad de aquellos enfermeros.<br />

Recuerdo que una vez inyectada la anestesia, los enfermeros y el médico comenzaron a<br />

bromear entre ellos “¡Oh no, Doctor! ¡Es imposible que se salve! ¡Este paciente va a<br />

morir! ¡Doctor, cómo hace usted eso, está matando a un ser vivo! ¡No estirpe las<br />

extremidades del paciente!”. Esas bromas, que serán el día a día de cualquier prestigioso<br />

cirujano, hacen que duermas horriblemente. Con tu cuerpo lleno de droga, todo tipo de<br />

pesadillas recorren tu cerebro, como un rayo que recorre el firmamento para caer<br />

finalmente sobre tus genitales. Recuerdo tener los ojos abiertos y no poder moverme,<br />

exactamente igual que me había pasado en aquellas siestas, en las que veía mi<br />

habitación sin poder moverme, en las que una silueta me miraba fijamente junto a mi<br />

cama. Sin embargo, esta vez las siluetas sacaban todo tipo de charcutería de mi<br />

estómago.<br />

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