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“La Obra Maestra”

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La vida es como caminar. Hay que mirar cerca porque si no, puedes tropezar o pisar las<br />

cacas de perro, pero también hay que mirar lejos, porque si no, no sabes a dónde vas.<br />

Eso es más o menos lo que me pasó a mí. Me preocupé demasiado por no pisar esas<br />

metafóricas cacas de perro. Siempre viví mi vida a corto plazo, sin saber qué iba a ser<br />

de mi fututo y sin plantearme alternativas. Nunca miré a lo lejos. No supe mi dirección.<br />

Si al menos hubiera tenido un perro lazarillo de la vida, podría haber tenido relaciones<br />

sexuales con él, metafóricamente hablando.<br />

Cuado de repente me vi bordeando los treinta años, empecé a pesar erróneamente que<br />

era el comienzo del final. Me equivocaba. El final ya había comenzado.<br />

No sé cuándo dejé de pensar en mi futuro. En algún momento de mi vida había perdido<br />

el norte. Nunca había sabido qué dirección llevaba mi vida, pero antes, al menos,<br />

acosaba a aquella chica, Paula, en un intento fallido de no hacer el camino sólo.<br />

Siempre pensé que no viviría tanto como para sufrir la crisis de los treinta. Sin embargo,<br />

no puse todas las medidas necesarias para evitarlo. Cuando ves que el camino no es<br />

infinito, empiezas a ver la vida de una manera distinta. El mundo empieza a tener prisa.<br />

La gente empieza a impacientarse y empieza a cambiar su vida por miedo a quedarse<br />

atrás.<br />

El tiempo pasaba, mi cuerpo iba languideciendo, las ayudas por desempleo finalizaron y<br />

pronto tuve que replantearme mi vida. Por las noches, en bares o discotecas, me sentía<br />

mayor, y empezaba a tener esa sensación de “Yo no debería estar aquí”. Supongo que el<br />

cambio llegaba a la fuerza. El ser humano es muy miedoso para hacer cambios<br />

voluntariamente. Con “ser humano” me refiero, puede que injustamente, a mí.<br />

En cualquier caso, tuve suerte de poder cruzar el umbral acompañado. Me había sentido<br />

sólo durante un tiempo pero, cuando más lo necesitaba, apareció Estefanía.<br />

Por aquella época, empecé a trabajar en un restaurante de comida basura. La palabra<br />

comida es algo pretenciosa. Sin embargo, era un lugar en el que se comía por poco<br />

dinero. Todo era asqueroso pero económico. Era una estafa barata. La comida tenía tan<br />

mala pinta que, en una ocasión, un cliente, mirando al resto de las mesas de la terraza,<br />

dijo “Quiero lo que come ese señor”. Cuando vi a quién señalaba, le tuve que contestar<br />

muy educadamente:<br />

“Señor, lo que come ese mendigo no ha sido servido en este restaurante.”<br />

Estefanía ya trabajaba allí cuando me contrataron. Me instruyó en las complicadas artes<br />

de la fritura y me reveló algunos trucos para evitar aquellas medidas de higiene tan<br />

neuróticas.<br />

Era una chica jovial. Tan sólo un par de años menor que yo. Comento la edad porque,<br />

según el juez, es muy importante.<br />

Estefanía y yo éramos muy afines y pronto empezamos a vernos fuera del trabajo.<br />

También fuera de nuestras ropas. Sin darnos cuenta empezamos a hacer cosas de pareja,<br />

como ir al cine, cenar o caminar cogidos de la mano, una de las causas de contagio de<br />

enfermedades más comunes. Estábamos así de locos.<br />

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