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Tras el entierro, yo me negué a probar uno de esos platos con salsa de cicuta que<br />
preparaba mi tía. Mi estómago había perdido su capa protectora después de un año<br />
comiendo alimentos homologados por el cuerpo humano, y mi cuerpo se negó con<br />
fuertes convulsiones y pataleos.<br />
La mañana siguiente, cuando me fui del pueblo para volver a la ciudad, sentí que era el<br />
verdadero adiós. De nuevo, una sensación de nostalgia me inundó. La ocasión anterior<br />
tenía un sabor de “hasta luego”, pero en aquel tren, mientras me alejaba y pensaba en la<br />
muerte de mi tío y lo efímera que es la vida, me estaba despidiendo no sólo de él,<br />
también de mi tía, de esas tierra, de Daniel y de todos mis recuerdos.<br />
También me despedía de aquellos huesecillos de pájaro que había en una jaula en lo que<br />
había sido mi habitación hasta hacía un año.<br />
Me invadió también un sentimiento de culpa por haber abandonado a Daniel en aquel<br />
pueblo, único lugar que Dios no visitaba, para progresar y hacerme un hombre en la<br />
gran ciudad. Ni si quiera me había despedido de él. Por otra parte, tras sólo un año, me<br />
resultaba un completo desconocido y desde mi posición de importante celador a media<br />
jornada –y con un salario inferior al salario mínimo- en el hospital de la muerte, tenía la<br />
sensación de mirar a Daniel por encima del hombro. Me sentía un tipo importante y no<br />
quería apearme del burro.<br />
Supongo que en la vida todo es así. Todo da pena si lo miras con el paso del tiempo.<br />
Todo da nostalgia y de todo, sólo lo bueno queda un tu cabeza. Incluso la noticia del<br />
casamiento de Carmela me trajo tristes recuerdos y momentos de melancolía en la<br />
soledad. Recuerdos de sexo gratis. De compañía femenina. O de gorda, sebosa y<br />
desagradable compañía, en este caso. El amor es ciego y muy hijo de puta.<br />
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