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“La Obra Maestra”

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más eróticas, sólo llevaba una bata. Iba desnudo de cintura para abajo. Era extraño,<br />

ahora me parecía recordar más detalles de aquel extraño trayecto hacia el supermercado.<br />

Los gatos y los perros -y puede que algún otro animal, pero aún no está demostrado-,<br />

tienen una mejora en su equilibrio gracias a la cola. Pude comprobar en aquel momento,<br />

que no es así en los seres humanos. Mis brazos intentaron agarrar cualquier cosa para<br />

evitar la caída. Uno agarró algo. Sin embargo, lo que había agarrado fue el otro brazo<br />

que, inmovilizado, no consiguió agarrar nada, tan sólo golpear una de las estanterías<br />

torpemente.<br />

Por suerte el suelo paró mi caída hasta el centro de la Tierra. Alguno de los huesos de la<br />

cabeza mandó un informe de daños que nadie atendió. Años después pondría una<br />

reclamación, aún sin atender.<br />

Una vez yacía en el suelo, boca arriba, vi que de la estantería comenzaron a caer<br />

prendas de lencería, como en una lluvia celestial. “Esto tiene que ser el paraíso”, pensé.<br />

Abrí mis brazos y me quedé quieto esos largos segundos, disfrutando de un momento<br />

casi etéreo. Como un paraíso espiritual y toda esa mierda de la que hablaba Ghandi,<br />

aquel excéntrico hippie. También es cierto que la sangre que brotaba de mi cráneo me<br />

volvía más tonto por segundos, y convertía aquellas prendas puras y divinas en sucias y<br />

menstruales.<br />

Algún cliente, al verme, debió pedir ayuda y poco después me pareció oír una voz<br />

femenina y familiar, “Yo soy enfermera”, dijo.<br />

No necesitaba oír más. No podía ser otra persona. De entre las más de mil personas que<br />

habrá en el mundo, ella. Esa voz. Esa dulce voz… Sin embargo, a pesar de la dulzura de<br />

esa voz, casi empalagosa, sabía que se avecinaba un momento de violencia extrema y,<br />

adelantándome, tape mi cara y mis vergüenzas con lo primero que pude, que en ese<br />

momento eran un puñado de prendas íntimas de mujer, más por protección que por<br />

vergüenza, y esperé a que el vendaval terminara.<br />

No sé si fue la emoción al verme, pero Paula tuvo ella sola un ataque de histeria<br />

colectiva, y gritaba cosas como, “¡Deja de seguirme! ¡Deja de acosarme! ¡Devuélveme<br />

mi cartera y desaparece de mi vida para siempre!”, mientras combinaba sus gritos con<br />

un ritmo más o menos constante de patadas en mis costillas.<br />

Lo de “devolverle la cartera” fue un malentendido. Todo había sido una confusión que<br />

voy a intentar explicar. Ocurrió un mes antes de aquel suceso en el supermercado.<br />

La vida no siempre me ha ido maravillosamente. Me puedo considerar un triunfador, un<br />

héroe de la humanidad, quizás, pero mi vida ha tenido sus momentos bajos, como<br />

cualquier otra vida, supongo. Sé, al menos, de un tipo al que le iba peor que a mí. Le<br />

conocí la segunda vez que ingresé en el calabozo y creo recordar que se llamaba Tebas.<br />

No estoy seguro de su nombre, pero me referiré a él como Tebas, ya que es un nombre<br />

que me encanta para un drogadicto. Si alguna vez tengo un hijo drogadicto, también le<br />

llamaré así.<br />

He tenido muy pocos amigos de verdad. Gracias a Dios, Tebas no fue uno de ellos.<br />

Aunque conociendo a Dios, estoy seguro de que ha hecho todo lo posible para que<br />

nuestros caminos se vuelvan a cruzar.<br />

Se supone que hablando con un drogadicto no coges automáticamente el SIDA, hace<br />

falta que te de por culo o algo así, pero yo sentía partículas de su sarcoma de Kaposi<br />

saliendo de su boca y golpeando mi cara cada vez que hablaba. “Cierra todos los<br />

orificios de tu cuerpo, cierra los poros de la piel, no respires”, ordenaba a mi cerebro.<br />

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