“La Obra Maestra”

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importante ahora es sobrevivir”, pensé. Una vez roto aguas pude comprobar el resultado, unas natillas choco-sabrosas. Ni rastro sólido del feto prematuro. Esta analogía con el nacimiento humano, tan representativa a su vez del nacimiento de Lucifer, me hizo comprender la cara oculta del ser humano, como está lleno de maldad, de vapores malignos, y cómo su nacimiento trae consigo un pequeño demonio, de una manera que no sabría explicar ahora. Este segundo reencuentro con la muerte fue el verdadero motor del cambio. Decidí que tenía que atesorar el tiempo, disfrutarlo y compartir todo lo que pudiera con mis seres queridos. Decidí que tenía que ser mejor persona, ayudar al prójimo e intentar que la gente me recuerde cuando falte. Pensé que si una buena acción puede hacer borrar diez calamidades, tendría que darme bastante prisa para llegar empatados al día de mi muerte. Así comencé un profundo cambio de mi persona, que me ha llevado más de veinte años completar. Es lo que llamo últimamente -si bien es cierto que nadie lo ha escuchado- La <strong>Obra</strong> Maestra. 3
1 De mi niñez casi no queda nada, recuerdos infructuosos de una época en la que no aprendí gran cosa. Puede que la mitad de esos recuerdos se hayan distorsionado tanto de la realidad, que no guarden relación con mi verdadero pasado. Puede que aquellos meses en el Campamento del Olvido no fueran una buena idea después de todo. O quizás debí haber evitado aquel burbujeante refresco que, según las autoridades sanitarias, aceleraba el alzheimer. Sin embargo habían logrado un sabor muy cercano al refresco de naranja de toda la vida y un poco más barato así que, ¿cómo resistirse? He tenido enterrada mi memoria durante tantos años que los pocos recuerdos que guardo están a estrenar. En la casa de mis tíos, hace no demasiado tiempo, encontré una foto mía junto a otras personas y junto a aquellos viejos muebles con los que se supone que había compartido mi vida, y al verla, esperaba que recuerdos con olor a nuevo salieran a la superficie. Sin embargo esa foto era ajena a mí. No me reconocía. No tenía la sensación de haber vivido con aquellas personas que se suponía que habían sido mis padres. Había incluso una niña con aparato posando a mi lado que no reconocía. De niño llevé la vida calamitosa del típico ser humano que no despierta hasta la adolescencia. Era difícil aprender todas esas cosas que evitan llevarte palos a lo largo de una vida. Sólo con palos las pude aprender. Intento pensar por qué todo ese tiempo ha volado dejando tras de sí tan pocos recuerdos y la explicación la encuentro dentro de mí mismo: Tumor cerebral. De mi vida con mis padres casi no recuerdo nada. Su sanguinolenta muerte hizo que me mudara con muy pocos años al pueblo de mis tíos. Crecí con mis tíos, Ángela y Alfredo. Alfredo era un hombre delgado pero fibroso, de pelo en pecho, barba de varios días incluso recién afeitado y de ojos pequeños y metidos dentro de su cara entre varias capas de piel. De esas personas que parece que tienen una nube negra flotando alrededor de los ojos. De esa gente que da malas vibraciones incluso aunque sean de tu familia. Era muy introvertido, pero poseía un ácido sentido del humor y, reflexionando sobre él ahora que han pasado los años, tengo esa triste sensación de no haber llegado a conocerle de verdad. Y ahora descansa a varios metros bajo la tierra. Vamos, que la espichó. Le gustaba enterrar a la gente, pues esa era su profesión en el pequeño pueblo entre los bastos campos castellanos en los que me crié. Aún le recuerdo agarrándome de los hombros y diciendo, “Algún día te enterraré junto a tu tía”. Mi tía Ángela era muy habladora. Era la típica mujer de pueblo, de extraño acento, extraño incluso para el resto de habitantes del pueblo, gruesa de complexión y carácter bonachón. Cocinaba con un sadismo atroz. Supongo que preparaba los guisos al viejo estilo, cuando el ser humano todavía no tenía papilas gustativas. No recuerdo exactamente los nombres de los platos: mofeta con arroz, residuos nucleares con patatas, bazofia sobre una cama de excrementos… Cocinaba igual que se hacía en los campos de concentración, sin mucho esmero, sin mucho cuidado. Le ponía amor, sí, pero aderezado con mierda. La delgadez de mi tío Alfredo confirmaba que compartíamos gustos culinarios. Siempre decía que la carne de los guisos de Ángela venía de alguno de los difuntos que él enterraba. Aún hoy, creo que era verdad. 4
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