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A la tierna edad de diecisiete años conocí a mi primer amor. Puede que la palabra amor<br />
sea un tanto excesiva. Puede que la palabra amistad también quede grande para la<br />
ocasión.<br />
Se llamaba Carmela, tenía unos veinticinco años y era fea, gorda, rosada como un<br />
cochino y tenía la cara redonda, mofletuda y llena de pecas.<br />
Mi tío siempre bromeaba con su aspecto y aunque no le faltaba razón, a esa edad<br />
cualquier comentario de un familiar entrometiéndose en tu relación sentimental es mal<br />
venido. La palabra “sentimental” aquí tampoco ha sido bien empleada.<br />
Recuerdo el primer día que invité a Carmela a comer a casa.<br />
“Que alguien le dé el tiro de gracia”, dijo mi tío, según entró.<br />
Fue un espectáculo dantesco, para olvidar. Carmela comía como si no hubiera mañana.<br />
Sus carnosos brazos se movían por toda la mesa, rápidos e incontrolados. Todo lo que<br />
tocaba se lo llevaba a la boca. Se comió incluso dos gatos de porcelana que tenía mi tía<br />
de adorno. Daba miedo. “Por favor”, pensé, “que no toque por error mi brazo y me lo<br />
desgarre de un bocado”.<br />
Miré a mi tío y vi que él también estaba asustado. Me cogió la mano por debajo de la<br />
mesa y le vi mirar al cielo, haciendo algo que no le había visto hacer nunca: rezar.<br />
“Que Dios nos ayude”, me dijo, “No le dejes que pruebe la sangre humana. Debe ser<br />
uno de los jinetes del Apocalipsis. O uno de los chotos en lo que van montados los<br />
jinetes del Apocalipsis.”<br />
Los brazos de Carmela eran el doble de anchos que mis piernas. Eran grasos y fuertes y<br />
me manejaba como su fuera una marioneta. Me cogía, me levantaba, me quitaba la ropa,<br />
me ponía en un sitio, en el otro, me daba la vuelta. Me intentaba meter en sitios que a<br />
duras penas cabía. Yo era poco más que un muñeco de trapo.<br />
Era mucho menos femenina que las ovejas con las que me había iniciado sexualmente y<br />
su trato mucho menos cariñoso. Su lenguaje era tan basto como su presencia y, por si el<br />
hedor que desprendía su aliento no fuera suficiente, no mostraba ningún escrúpulo al<br />
soltar sus ventosidades.<br />
“No es oro todo lo que reluce”, decía.<br />
Sus dientes estaban moldeados por el demonio, cada uno apuntando a un punto cardinal,<br />
descubriendo, alguno de ellos, puntos cardinales inexistentes hasta el momento. Alguno<br />
de sus dientes apuntaba a una cuarta dimensión. Corría el rumor de que moldeaba las<br />
herraduras con sus dientes y, si examinabas atentamente dentro de ellos, cosa que ni el<br />
estómago más fuerte podría hacer sin tener una nauseabunda arcada, descubrirías<br />
grandes poros llenos de escoria, causantes de parte del desagradable olor.<br />
Sus dedos eran cinco morcillas con uñas negras y rotas y los utilizaba de forma<br />
enfermiza desgarrando mis débiles brazos cada vez que me agarraba. Tenía una voz<br />
muy particular, no excesivamente aguda pero con un timbre característico de personas<br />
de cara muy redonda. Tenía el pelo negro y corto, a la altura de las orejas, al estilo de<br />
las chicas del pueblo.<br />
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