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Según el Mocho, estaba felizmente tocando la flauta, melodías armonizadas y dulces,<br />
cuando escuchó gritos de multitud en la calle. Al asomarse a la terraza, vio que portaban<br />
antorchas, tridentes, una soga, y clamaban por su cuello. Lo que viene siendo un juicio<br />
justo en cualquier pueblo.<br />
“Seguro que tenían envidia de cómo tocas”, le dije al Mocho, para consolarle, dándole<br />
una palmada en la espalda, pero a continuación, para dejar las cosas claras y que no<br />
hubiera confusiones en el futuro, le agarré fuerte por el pescuezo, hice que su cara<br />
apuntara a la mía y, muy serio, mirándole a los ojos, le dije, “A mí o me gusta cómo<br />
tocas. No toques cerca de mí. Nunca”.<br />
Cuando me preguntó si podía vivir conmigo unas pocas semanas, no entré en cólera, ni<br />
hice uso de la violencia más extrema. Ya había convivido con Nines y había<br />
sobrevivido. Era una prueba más. Una prueba de Dios o de algún otro malnacido<br />
celestial. El mundo me estaba haciendo fuerte. Infeliz, pero fuerte. Me iba moldeando<br />
como una espada de hierro, a golpes.<br />
También acepté porque la soledad prolongada me estaba volviendo introvertido y raro.<br />
Supuse que aquella experiencia me vendría bien.<br />
La convivencia con el Mocho no fue mal en primera instancia. Sin embargo, el Mocho<br />
tenía incontinencia verbal, y estar dos horas seguidas con él se me hacía cuesta arriba.<br />
No se callaba para comer, ni para ducharse, ni para leer, ni para callarse.<br />
Recuerdo que un día llevaba comiendo el mismo plato de sopa durante diez minutos.<br />
Pensé, “Qué raro. Llevo comiendo diez minutos y el nivel de sopa no parece disminuir.<br />
Además, no recuerdo que esta sopa llevara trozos de pollo mal masticados”. La<br />
respuesta estaba en frente de mí. Mientras el Mocho soltaba su insulso monólogo,<br />
pequeñas partículas y no tan pequeñas, salían de su boca. Las menos pesadas salían con<br />
fuerza, impactando sobre mi cara y resbalando por ella, dejando un rastro de saliva<br />
similar al que dejaría un caracol. Finalmente caían sobre tus manos o sobre tu ropa. La<br />
experiencia, por si se lo pregunta el lector, es desagradable. Otros pedazos más grandes<br />
y pesados de comida masticada no salían con la fuerza necesaria para alcanzar mi cara,<br />
cayendo dentro de mi plato.<br />
Un día tapé el plato con mis manos y el Mocho, viendo que se le salía la comida de la<br />
boca, se echó a reír. El Mocho necesitaba educación, ¿dónde habría dejado mi bate de<br />
críquet?<br />
Además hablaba a un volumen muy por encima de lo normal y con un timbre agudo y<br />
desagradable. He leído, o quizás sea una de esas cosas que te cuentan y las asumes<br />
como ciertas, que la voz aguda irrita a los hombres, y que es por eso que las relaciones<br />
de pareja duran más cuando ella es muda.<br />
También hizo más difícil la convivencia con el Mocho su higiene en el baño. En pocos<br />
días ya estaba el lavabo atascado, en otros pocos ya estaba la bañera atascada con pelos<br />
y con una sustancia gelatinosa. Aún me recuerdo implorando a Dios que eso no fuera<br />
semen.<br />
El fin de mi convivencia con el Mocho llegó tan sólo dos semanas después.<br />
Un día me encontraba distraído, mirando a la nada y esperando, como por arte de magia,<br />
que repentinamente algo de diversión entrara en mi cuerpo. Así ocurrió. La puerta de mi<br />
casa que tantas veces se había abierto y cerrado a lo largo de los años se encontraba, por<br />
algún casual, cerrada. De entre las miles de posiciones que puede tener una puerta, esta<br />
se encontraba caprichosamente cerrada desde que la cerré yo minutos antes. De esa<br />
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