Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
LELIUS.— Roma está involucrada, contra su deseo, en una larga y difícil guerra. Más que como<br />
una ayuda efectiva, apreciaría una contribución extraordinaria de Judea a sus gastos de guerra<br />
como un testimonio de solidaridad.<br />
BARIONÁ.— ¿Queréis subir los impuestos?<br />
LELIUS.— Roma lo necesita.<br />
BARIONÁ.— ¿La capitación?<br />
LELIUS.— Sí.<br />
BARIONÁ.— No podemos pagar más.<br />
LELIUS.— No se os pide más que un pequeño esfuerzo. El Procurador <strong>el</strong>eva la capitación a<br />
dieciséis dracmas.<br />
BARIONÁ.— ¡Dieciséis dracmas! Pero vamos a ver. Esos viejos montones de tierra roja,<br />
agrietados, hendidos, cuarteados, como nuestras manos, esas son nuestras casas. Se deshacen<br />
en polvo; tienen cien años. Mirad a esa mujer que pasa, encorvada bajo <strong>el</strong> peso de su fardo, a<br />
ese tipo que lleva un hacha: no son más que viejos. Todos viejos. El pueblo agoniza ¿Habéis<br />
oído <strong>el</strong> grito de algún niño desde que estáis aquí? Puede que quede una veintena de<br />
muchachos. Pronto se irán <strong>el</strong>los también. ¿Qué podría retenerles? Para comprar la miserable<br />
carreta que utiliza todo <strong>el</strong> pueblo nos hemos endeudado hasta <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo. Los impuestos nos<br />
agotan, nuestros pastores necesitan hacer diez leguas para llevar nuestros corderos a unos<br />
pastos miserables. El pueblo se desangra. Desde que vuestros colonos romanos han puesto las<br />
serrerías mecánicas en B<strong>el</strong>én, nuestra sangre más joven corre de roca en roca, como una fuente<br />
cálida, en hemorragias y cascadas, a regar las tierras bajas. Nuestros jóvenes están allí, en la<br />
ciudad. En la ciudad, donde se les reduce a servidumbre, donde se les paga un salario de<br />
hambre, en la ciudad, que les matará a todos como ha matado a Simón, mi cuñado. Este<br />
pueblo agoniza, señor Superintendente, ya apesta. Y venís a apretar más a esta carroña, venís<br />
todavía a pedirnos oro para vuestras ciudades, para la llanura. Dejadnos morir tranquilos.<br />
Dentro de cien años no quedará ni rastro de nuestra aldea, ni en esta tierra ni en la memoria de<br />
los hombres.<br />
LELIUS.— Y bien, gran jefe, por lo que a mí respecta, soy muy sensible a lo que tan bien habéis<br />
querido decirme y comprendo vuestras razones; pero ¿qué puedo hacer yo? El hombre está de<br />
corazón con vos, pero <strong>el</strong> funcionario romano ha recibido órdenes y tiene que ejecutarlas.<br />
BARIONÁ.— Sí. ¿Y si rehusáramos pagar <strong>el</strong> impuesto?<br />
LELIUS.— Sería una grave imprudencia. El Procurador no admitiría esa mala voluntad. Creo<br />
que puedo deciros que sería muy severo. Confiscaría vuestros corderos.<br />
BARIONÁ.— ¿Vendrían los soldados a nuestro pueblo como lo hicieron en Hebrón <strong>el</strong> año<br />
pasado? ¿Violarían a nuestras mujeres y se llevarían nuestros animales?<br />
LELIUS.— Sois vos quien puede evitarlo.<br />
BARIONÁ.— Está bien. Voy a reunir al Consejo de Ancianos para darle cuenta de vuestras<br />
peticiones. Contad con una rápida resolución. Deseo que <strong>el</strong> Procurador se acuerde durante<br />
mucho tiempo de nuestra docilidad.<br />
LELIUS.— Podéis estar seguro. El Procurador tendrá en cuenta vuestras dificultades actuales,<br />
que yo le describiré fi<strong>el</strong>mente. Estad seguros de que si podemos ayudaros no nos quedaremos<br />
inactivos. Os saludo, gran jefe.<br />
BARIONÁ.— Mis respetos, señor Superintendente.<br />
Sale.