VE-00 MARZO 2014
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Sanidad, en donde se denegaba el ingreso de Aurora, la hija de Horacio,<br />
en aquella clínica estatal por no sé qué recortes de última hora en unas<br />
partidas presupuestarias. Así pues, los funcionarios nunca pasaron por<br />
allí, ni se llevaron a la niña. Un ingrato calor húmedo me bajó por la<br />
entrepierna. Arrugué el papel, horrorizado, y fui corriendo al cuarto de<br />
Aurora.<br />
En torno a la cabeza del pelele amorfo y deshinchado que se pudría ante<br />
mí en la cama de Aurora, un puñado de moscas coronaba con una<br />
aureola funesta a aquella santa podrida. Santa por llevar con valentía y<br />
resignación el mal que le tocó al nacer; santa por morir de hambre y de<br />
sed en el sórdido cadalso que yo mismo, sin saber, le construí cuando<br />
maté a su padre. Conteniendo el vómito y la respiración, envolví los<br />
restos de la niña con la sábana bajera de su cama, los saqué al salón y los<br />
puse al lado de Horacio. Los espíritus de padre e hija por fin se<br />
reunieron, en un encuentro tan efusivo para ellos como repugnante para<br />
mí. Les pedí mil perdones y recé por sus almas lo primero que se me<br />
ocurrió.<br />
–Llegas tarde –gruñó el padre Beltrán desde un tétrico rincón de al lado<br />
de la fosa común. Cuando me acerqué más, exclamó: – ¡Gorrino, hueles<br />
a meados!<br />
Me encogí de hombros, sin saber qué responder.<br />
–La niña no estaba, ¿verdad? –me soltó el cura a bocajarro.<br />
Conforme negué con la cabeza, se bosquejó en mi mente la cruel<br />
estampa del suplicio de Aurora. Su cuerpecito era ya casi como el<br />
guiñapo podrido que recogí de casa de Horacio, apenas media hora<br />
antes, sólo que en mi visión aún respiraba. Noté el sabor amargo de su<br />
último aliento en mi boca y cómo su corazón se retorcía en mi pecho<br />
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