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13. Segunda Fundación

Segunda Fundación es el tercer libro de la Trilogía original de la Fundación de Isaac Asimov. En él se descubre el paradero de la Segunda Fundación así como las capacidades de sus miembros.

Segunda Fundación es el tercer libro de la Trilogía original de la Fundación de Isaac Asimov. En él se descubre el paradero de la Segunda Fundación así como las capacidades de sus miembros.

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Y entonces, un día que en nada se diferenciaba de los demás, aterrizó una nave. Los<br />

Ancianos de cada pueblo movieron sabiamente la cabeza, abrieron sus cansados<br />

párpados y murmuraron que lo mismo había ocurrido en tiempos de sus padres... Pero<br />

no era exactamente lo mismo.<br />

Aquella nave no era una nave imperial. En su proa faltaba la resplandeciente<br />

Astronave—y—Sol del Imperio. Era un cacharro desvencijado, hecho con restos de naves<br />

más viejas, y los hombres que bajaron de él se llamaban a sí mismos «soldados de<br />

Tazenda».<br />

Los campesinos estaban confundidos. No habían oído hablar de Tazenda, pero, no<br />

obstante, acogieron a los soldados con su tradicional hospitalidad. Los recién llegados<br />

interrogaron a los rossemitas sobre la naturaleza del planeta, la cantidad de habitantes,<br />

el número de sus ciudades —una palabra que loa campesinos interpretaron como<br />

«pueblos», originando una confusión general—, su tipo de economía y cosas por el<br />

estilo.<br />

Llegaron otras naves y por todo el planeta fue proclamado que en aquellos momentos<br />

Tazenda era el mundo dirigente, que se establecerían estaciones recaudadoras de<br />

impuestos a lo largo de la línea ecuatorial —la región habitada— y que se recogerían<br />

anualmente porcentajes de grano y pieles según ciertas fórmulas numéricas.<br />

Los rossemitas parpadearon indecisos, extrañados sobre el significado de la palabra<br />

«impuestos». Cuando llegó el momento de la recaudación, muchos pagaron, mientras<br />

otros contemplaban llenos de confusión cómo los uniformados habitantes de otro mundo<br />

cargaban el maíz cosechado y las pieles en grandes camiones de superficie.<br />

Aquí y allí, indignados campesinos formaron bandas y sacaron las antiguas armas de<br />

caza, pero nunca llegaron a usarlas. Se disolvieron a regañadientes cuando vinieron los<br />

hombres de Tazenda, y comprobaron con desaliento que su dura lucha por la existencia<br />

se había hecho todavía más dura.<br />

Pero alcanzaron un nuevo equilibrio. El gobernador tazendiano vivía en el pueblo de<br />

Gentri, al que los rossemitas tenían prohibida la entrada. El y sus funcionarios eran<br />

extraños seres de otro mundo que raramente se inmiscuían en los asuntos de los<br />

rossemitas. Los recaudadores de impuestos, rossemitas al servicio de Tazenda, venían<br />

periódicamente, pero ahora ya formaban parte de la costumbre: el campesino había<br />

aprendido a ocultar su grano, a conducir su ganado al bosque y a procurar que su choza<br />

no pareciese ostentosamente próspera. Entonces, con expresión torpe y ausente,<br />

contestaba a todos los interrogatorios referentes a sus bienes con un vago gesto que<br />

abarcaba todo lo que estaba a la vista.<br />

Incluso aquello fue desapareciendo, y los impuestos disminuyeron, casi como si<br />

Tazenda se hubiera cansado de extraer algún bien de un mundo semejante.<br />

El comercio se animó, y tal vez Tazenda encontró aquello más provechoso. Los<br />

hombres de Rossem, ya no recibían a cambio las refinadas creaciones del Imperio, pero<br />

incluso las máquinas y los alimentos tazendianos eran mejores que los productos<br />

nativos. Y conseguían para las mujeres telas que no eran el gris tejido casero, lo cual era<br />

algo muy importante.<br />

Así, una vez más, la historia pasó de largo pacíficamente, y los campesinos siguieron<br />

trabajando con ardor la casi estéril tierra.<br />

Narovi sopló sobre su barba mientras salía de la choza. Las primeras nieves<br />

humedecían la tierra dura, y el cielo estaba casi totalmente cubierto de nubes rojizas.<br />

Miró cuidadosamente hacia arriba, haciendo guiños, y decidió que no se aproximaba<br />

ninguna tormenta. Podría viajar a Gentri sin grandes problemas y deshacerse del grano<br />

sobrante a cambio de las suficientes latas de comida como para pasar el invierno.<br />

Volviéndose hacia la puerta, la abrió un poco para gritar:<br />

—¡Eh, muchacho! ¿Has puesto combustible al coche?<br />

En el interior sonó una voz, y entonces salió el hijo mayor de Narovi, cuya corta barba<br />

rojiza aún estaba escasamente poblada.<br />

—El coche tiene ya combustible y marcha bien —contestó hoscamente—, pero los ejes<br />

están en malas condiciones. De eso no tengo la culpa. Ya te dije que necesita una buena<br />

reparación.<br />

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