Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero nohabía una nube.Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier instante;habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el sendero, un golpe en loscristales, y ella correría a la puerta...- Loca Ylla - dijo, burlándose de sí misma -. ¿Por qué te permites estos desvaríos?Y entonces ocurrió.Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandormetálico en el cielo.Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par, miróhacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando se contuvo.Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se enojaría muchísimo si seiba mientras aguardaban al doctor.Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzarcon la vista el valle Verde.Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un pájaro,una hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.Se sentó.Se oyó un disparo.Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas distantes.Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como sino fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra vez la puerta.Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.Los ecos morían a los lejos.Se apagaron.Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitacionesadornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya oscurocuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar un vaso de ámbar.Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y aguardó,inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los dedos y se hizotrizas contra el piso.Los pasos titubearon ante la puerta.¿Hablaría? ¿Gritaría; «¡Entre, entre!»?, se preguntóSe adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La máscarade plata tenía un brillo opaco.El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuellesvacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba inútilmente de recogerlos trozos del vaso.- ¿Qué estuviste haciendo? - preguntó.- Nada - respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.- Pero... el arma. Oí dos disparos.- Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctorNlle?- No.- Déjame pensar. - El señor K castañeteó fastidiado los dedos. - Claro, ahora recuerdo.No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.- ¿Qué te pasa? - le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unostrozos de carne.
- No sé. No tengo apetito.- ¿Por qué?- No sé. No sé por qué.El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto másfría y pequeña.- Quisiera recordar - dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de lafigura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.- ¿Qué quisieras recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.- Aquella canción - respondió Ylla -, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos ytarareó algo, pero no la canción. - La he olvidado y no se por qué. No quisiera olvidarla.Quisiera recordarla siempre.Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego serecostó en su silla.- No puedo acordarme - dijo, y se echó a llorar.- ¿Por qué lloras? - le preguntó su marido.- No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé porqué.Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.- Mañana te sentirás mejor - le dijo su marido.Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas queaparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del viento y de lasaguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos, estremeciéndose.- Sí - dijo -, mañana me sentiré mejor.NOCHE DE VERANOLa gente se agrupaba en las galerías de piedra o se movía entre las sombras, por lascolinas azules. Las lejanas estrellas y las mellizas y luminosas lunas de Martederramaban una pálida luz de atardecer. Más allá del anfiteatro de mármol, en laoscuridad y la lejanía, se levantaban las aldeas y las quintas. El agua plateada yacíainmóvil en los charcos, y los canales relucían de horizonte a horizonte. Era una noche deverano en el templado y apacible planeta Marte. Las embarcaciones, delicadas comoflores de bronce, se entrecruzaban en los canales de vino verde, y en las largas,interminables viviendas que se curvaban como serpientes tranquilas entre las lomas,murmuraban perezosamente los amantes, tendidos en los frescos lechos de la noche.Algunos niños corrían aún por las avenidas, a la luz de las antorchas, y con las arañas deoro que llevaban en la mano lanzaban al aire finos hilos de seda. Aquí Y allá, en lasmesas donde burbujeaba la lava de plata, se preparaba alguna cena tardía. En uncentenar de pueblos del hemisferio oscuro del planeta, los marcianos, seres morenos, deojos rasgados y amarillos, se congregaban indolentemente en los anfiteatros. Desde losescenarios una música serena se elevaba en el aire tranquilo, como el aroma de una flor.En uno de los escenarios cantó una mujer.El público se sobresaltó.La mujer dejó de cantar. Se llevó una mano a la garganta. Inclinó la cabeza mirando alos músicos, y comenzaron otra vez.Los músicos tocaron y la mujer cantó, y esta vez el público suspiró y se inclinó haciadelante en los asientos; unos pocos se pusieron de pie, sorprendidos, y una ráfaga heladaatravesó el anfiteatro. La mujer cantaba una canción terrible y extraña. Trataba de impedirque las palabras le brotaran de la boca pero éstas eran las palabras:
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