La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:- Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.- ¿Hablas seriamente? - le preguntó su mujer -. ¿Te sientes bien?- ¿Por qué te sorprendes?- No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.- Creo que es una buena idea.- De pronto eres muy atento.- No digas esas cosas - replicó el señor K disgustado -. ¿Quieres ir o no?La señora K miró el pálido desierto; las mellizas lunas blancas subían en la noche; elagua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció levemente. Queríaquedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que ocurriera lo que había estadoesperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero tal vez ocurriera. La canción le rozó lamente, como un ráfaga.- Yo...- Te hará bien - musitó su marido. Vamos.- Estoy cansada. Otra noche.- Aquí tienes tu bufanda - insistió el señor K alcanzándole un frasco -. No salimosdesde hace meses.Su mujer no lo miraba.- Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi - afirmó.- Negocios.- Ah - murmuró la señora K para sí misma.Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus ondasel cuello de señora K.Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca ytersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes, semovía suavemente en el viento de la noche.Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los pájaros defuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la barquilla seelevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron suavemente. Las colinas azulesdesfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores enjauladas, los librossonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido.Oía sus órdenes mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, comodiez mil chispas calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, quearrastraban el pétalo de flor de la barquilla.Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales desueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volabansobre ríos secos y lagos secos.Ylla sólo miraba el cielo.Su marido le habló.Ylla miraba el cielo.- ¿No me oíste?- ¿Qué?El señor K suspiró.- Podías prestar atención.- Estaba pensando.- No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te interesamucho esta noche.- Es hermosísimo.
- Me gustaría llamar a Hulle - dijo el marido lentamente -. Quisiera preguntarle sipodemos pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo unaidea...- ¡En las montañas Azules! - Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de labarquilla y volviéndose rápidamente hacia él.- Oh, es sólo una idea...Ylla se estremeció.- ¿Cuándo quieres ir?- He pensado que podríamos salir mañana por la mañana - respondió el señor Knegligentemente -. Nos levantaríamos temprano...- ¡Pero nunca hemos salido en esta época!- Sólo por esta vez. - El señor K sonrió. - Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad.¿Acaso has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:- ¿Qué?El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.- No - dijo Ylla firmemente -. Está decidido. No iré.El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que habíasostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo yel piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las paredescuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río callado,como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la brumadescendió hasta depositar a Ylla en la costa del despertar.Abrió los ojos.El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durantehoras y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.- Has soñado otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creorealmente que debes ver a un médico.- No será nada.- Hablaste mucho mientras dormías.- ¿Sí? - dijo Ylla, incorporándose.Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.- ¿Qué soñaste?Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.- La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba,bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron delcristal. El frío desapareció de la habitación.- Luego - dijo Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo erahermosa y... y me besó.- ¡Ah! - exclamó su marido, dándole la espalda.- Sólo fue un sueño - dijo Ylla, divertida.- ¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!- No seas niño - replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.Un momento después se echó a reír.- Recuerdo algo más - confesó.- Bueno, ¿qué es, qué es?- Ylla, tienes muy mal carácter.- ¡Dímelo! - exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura-. ¡No debes ocultarme nada!
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