VE-36 NOVIEMBRE 2017
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La pilingui<br />
―¿Lo has oído? ―pregunté a Carmen. Las dos habíamos salido<br />
en bata al rellano de la escalera dejando la puerta entornada.<br />
―¡Qué ruido más fuerte! Parecían disparos ―me dijo mientras<br />
se tocaba la redecilla que le cubría los rulos.<br />
―Yo he oído tres por lo menos ―añadió Ignacio, su marido,<br />
que salía del 2º A en pijama. El poco pelo que le quedaba lucía<br />
revuelto en los laterales de la calva central― ¿Y tu marido no se ha<br />
enterado?<br />
―Por la noche toma pastillas; supongo que estará dormido.<br />
La verdad es que no lo sabía. Desde que los chicos se fueron a la<br />
universidad, dormíamos cada uno en un cuarto. Yo no soportaba los<br />
ronquidos de Alfredo ni él los míos. Pocas cosas compartíamos ya.<br />
―¿De dónde venía el ruido? Lo he sentido como si fuera arriba<br />
―dije asomándome con cierto reparo al tramo ascendente de la<br />
escalera.<br />
―¿Del tercero? ¿De casa de la pilingui? ―preguntó Carmen―<br />
Hace un rato subió un hombre, lo vi por casualidad, iba corriendo y<br />
no pude verle la cara. Llevaba un sombrero y me recordaba a… ―se<br />
calló y me miró de un modo que me pareció un tanto extraño.<br />
De sobra conocía yo la afición de Carmen a observar por la<br />
mirilla. No se perdía ni un movimiento. Parecía que tuviera una<br />
antena especial que lo detectara todo: al cartero entregando algún<br />
certificado, no importaba en qué piso, hasta a los testigos de Jehová<br />
cuando trajeados y por parejas visitaban a veces el vecindario. Pero el<br />
objeto principal de sus pesquisas eran las actividades de una mujer<br />
muy vistosa que vivía en el 3º B, justo encima de mi casa. Andaría en<br />
mitad de la treintena, se maquillaba en exceso y vestía ropa muy<br />
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