Durante ese tiempo, Boxtel salía del castillo por la puerta que había abierto la misma Rosa. Boxtel, con el tulipán negro envuelto en un amplio manto, se había lanzado a una calesa que le esperaba en Gorcum, y desaparecía, sin haber advertido al amigo Gryphus, como es de suponer, de su salida. Y ahora que le sabemos subido a la calesa, le seguiremos, si el lector consiente en ello, hasta el término de su viaje. Caminaba lentamente; no se hace correr impunemente a un tulipán negro. Pero Boxtel, temiendo no llegar bastante pronto, se hizo fabricar en Delft una caja guarnecida en todo su alrededor con musgo fresco, en la cual encajó su tulipán; la flor se hallaba allí tan muellemente reclinada por todos los lados, con aire por encima, que la calesa pudo emprender el galope sin perjuicio. Llegó al día siguiente por la mañana a Haarlem cansado pero triunfante, cambió su tulipán de vasija, con el fin de hacer desaparecer toda señal de robo, rompió la vasija de mayólica cuyos trozos arrojó a un canal y escribió al presidente de la Sociedad Hortícola una carta en la que le anunciaba que acababa de llegar a Haarlem con un tulipán perfectamente negro, y se instaló en una buena hospedería con su flor intacta. Y allí esperó. 102
El Tulipán Negro XXV El Presidente Van Systens Rosa, al dejar a Cornelius, había tomado su decisión. Devolverle el tulipán que acababa de robarle Jacob o no volverle a ver más. Había visto la desesperación del pobre prisionero, la doble e incurable desesperación. En efecto, por un lado, ésta era una separación inevitable, al haber Gryphus sorprendido a la vez el secreto de sus amores y de sus citas. Por el otro, era la ruina de todas las ambiciones de Cornelius van Baerle, y esas ambiciones las alimentaba desde hacía siete años. Rosa era una de esas mujeres que se abaten por nada, pero que, llenas de fuerza contra una desgracia suprema, hallan en la misma desgracia la energía que puede combatirla, o el recurso que puede repararla. La joven entró en su habitación, lanzó una última mirada, para comprobar que no se había equivocado, no fuese que el tulipán estuviese en algún rincón que hubiera escapado a sus miradas. Pero Rosa busco en vano; el tulipán seguía ausente; el tulipán había sido robado. Rosa hizo un pequeño lío con las ropas que necesitaba, cogió sus trescientos florines ahorrados, es decir, toda su fortuna, buscó bajo sus encajes donde había escondido el tercer bulbo, lo ocultó cuidadosamente en su pecho, cerró la puerta con doble vuelta para retardar al máximo el tiempo que se necesitaría para abrirla en el momento en que se conociera su fuga, bajó la escalera, salió de la prisión por la puerta que, una hora antes, había dado paso a Boxtel, se llegó a una casa de alquiler de caballos y pidió alquilar una calesa. El alquilador de caballos sólo tenía una calesa, precisamente la que Boxtel le había alquilado desde la víspera y en la cual corría por el camino de Delft. Decimos por el camino de Delft, porque era preciso dar un enorme rodeo para ir de Loevestein a Haarlem; a vuelo de pájaro la distancia sólo hubiera sido la mitad. Pero únicamente los pájaros pueden viajar volando en Holanda, el país más cortado por los ríos, arroyos, riachuelos, canales y lagos que haya en el mundo. Por fuerza tuvo, pues, Rosa que alquilar un caballo, que le fue confiado fácilmente, porque el alquilador de caballos conocía a Rosa como a la hija del portero de la fortaleza. Rosa tenía una esperanza, la de alcanzar a su mensajero, bueno y bravo muchacho al que se llevaría con ella y que le serviría a la vez de guía y de sostén. En efecto, no había recorrido una legua cuando lo percibió caminando a paso largo por una de las orillas bajas de una encantadora ruta que flanqueaba el río. Puso su caballo al trote y se reunió con él. El valiente muchacho ignoraba la importancia de su mensaje, y, sin embargo, marchaba a tan buen tren como si lo conociese. En menos de una hora había recorrido ya legua y media. Rosa recobró la nota, ya inútil, y le expuso la necesidad que tenía de él. El barquero se puso a su disposición, prometiendo ir tan de prisa como el caballo, con tal que Rosa le permitiera apoyar la mano bien sobre la grupa del animal, o sobre su cruz. La joven le permitió que apoyara la mano donde quisiera, mientras no la retrasara. Los dos viajeros llevaban cinco horas de camino y habían recorrido ya más de ocho leguas, cuando el padre Gryphus todavía no se imaginaba que su hija hubiese abandonado la fortaleza. El carcelero, por otra parte un hombre muy malvado en el fondo, gozaba con el placer de haber inspirado a su hija un terror tan profundo. Pero mientras se felicitaba por tener una historia tan hermosa que contar a su compañero Jacob, éste se hallaba también en el camino de Delft. Sólo que, gracias a su calesa, llevaba cuatro leguas de adelanto sobre Rosa y el barquero. Mientras se figuraba a Rosa temblando o enojándose en su habitación, Rosa ganaba terreno. 103
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