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EL TULIPAN NEGRO

En 1672 el pueblo holandés rechaza la república de los hermanos Johan y Cornelio de Witt para restablecer el estatuderato y entregárselo a Guillermo III de Orange-Nassau. Indiferente a los vaivenes políticos, el ahijado de Cornelio de Witt, Cornelio van Baerle, solo piensa en lograr un tulipán negro, por el que la Sociedad Hortícola de Haarlem ha ofrecido una recompensa de 100.000 florines, dentro del ámbito de la tulipomanía que se extendió en aquella época. Sus planes serán truncados por la acusación de traición que pesa contra él y por los planes de un vecino envidioso, que conseguirán que ingrese en prisión. Sin embargo, el amor de la bella Rosa, hija de un carcelero, logrará que finalice sus propósitos.

En 1672 el pueblo holandés rechaza la república de los hermanos Johan y Cornelio de Witt para restablecer el estatuderato y entregárselo a Guillermo III de Orange-Nassau. Indiferente a los vaivenes políticos, el ahijado de Cornelio de Witt, Cornelio van Baerle, solo piensa en lograr un tulipán negro, por el que la Sociedad Hortícola de Haarlem ha ofrecido una recompensa de 100.000 florines, dentro del ámbito de la tulipomanía que se extendió en aquella época. Sus planes serán truncados por la acusación de traición que pesa contra él y por los planes de un vecino envidioso, que conseguirán que ingrese en prisión. Sin embargo, el amor de la bella Rosa, hija de un carcelero, logrará que finalice sus propósitos.

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El Tulipán Negro<br />

XXVIII<br />

La Canción De Las Flores<br />

Mientras ocurrían los acontecimientos que acabamos de referir, el desgraciado Van Baerle, olvidado<br />

en la celda de la fortaleza de Loevestein, sufría por parte de Gryphus todo cuanto un prisionero puede<br />

sufrir cuando su carcelero ha tomado el decidido partido de transformarse en verdugo.<br />

Gryphus, al no recibir noticias de Rosa, ni de Jacob, se persuadió de que todo lo que le sucedía era<br />

obra del demonio, y de que el doctor Cornelius van Baerle era el enviado de ese demonio sobre la<br />

tierra.<br />

Resultó de ello que una hermosa mañana -era el tercer día después de la desaparición de Jacob y de<br />

Rosa -subió a la celda de Cornelius más furioso aún que de costumbre.<br />

Éste, acodado en la ventana, la cabeza recogida entre sus manos, la mirada perdida en el horizonte<br />

brumoso donde los molinos de Dordrecht batían sus aspas, aspiraba el aire para rechazar sus lágrimas<br />

e impedir que su filosofía se evaporara.<br />

Los palomos seguían allí, pero la esperanza ya no estaba porque le faltaba el porvenir.<br />

¡Ay! Rosa, vigilada, ya no podría venir. ¿Podría ni tan siquiera escribir, y si escribía, podría hacerle<br />

llegar sus cartas?<br />

No. Había visto la víspera y la antevíspera demasiado furor y malignidad en los ojos del viejo<br />

Gryphus para que su vigilancia se descuidara un momento, y luego, además de la reclusión, además de<br />

la ausencia, ¿no iría a sufrir ella tormentos peores todavía? Ese bruto, ese mal bicho, ese borracho, ¿no<br />

se vengaría a la manera de los padres de las tragedias griegas? Cuando la ginebra se le subiera a la<br />

cabeza, ¿no daría a su brazo, tan bien arreglado por Cornelius, el vigor de dos brazos y un garrote?<br />

Esta idea, la de que Rosa fuera tal vez maltratada, exasperaba a Cornelius.<br />

Sentía entonces su inutilidad, su impotencia, su nulidad. Se preguntaba si Dios era realmente justo al<br />

enviar tantos males a dos criaturas inocentes. Y ciertamente, en esos momentos, dudaba. La desgracia<br />

no produce credulidad.<br />

Van Baerle se había forjado el proyecto de escribir a Rosa. Pero ¿dónde estaba Rosa?<br />

Había concebido la idea de escribir a La Haya para prevenir las nuevas tormentas que sin duda<br />

Gryphus quería amontonar sobre su cabeza con una denuncia.<br />

Mas ¿con qué escribir? Gryphus le había quitado el lápiz y el papel. Por otra parte, aunque los<br />

tuviera, no sería evidentemente Gryphus quien se encargaría de su carta.<br />

Entonces Cornelius pasaba y repasaba en su mente todas esas pobres tretas empleadas por los<br />

prisioneros.<br />

Había pensado realmente en una evasión, cosa en la cual no soñaba cuando podía ver a Rosa todos<br />

los días. Pero cuanto más pensaba en ello ahora, más imposible le parecía una evasión. Pertenecía a<br />

esas naturalezas escogidas que sienten horror por lo común y a las que les faltan a menudo todas las<br />

buenas ocasiones de la vida, por culpa de no haber escogido el camino de lo vulgar, ese gran camino<br />

de las gentes mediocres, que les conduce a todo. «¿Cómo sería posible -se decía Cornelius-, que<br />

pudiera escapar de Loevestein, de donde ya huyó el señor De Grotius? Después de la evasión de éste,<br />

¿no se habrá previsto todo? ¿No estarán guardadas las ventanas? ¿No son las puertas dobles o triples?<br />

¿No están los puestos diez veces más vigilados?<br />

«Y además de las ventanas guardadas, las puertas dobles, los puestos más vigilados que nunca, ¿no<br />

tengo un argos infalible? ¿Un argos tanto más peligroso por cuanto posee ojos de odio, Gryphus? »<br />

«Finalmente, ¿no existe otra circunstancia que me paraliza? La ausencia de Rosa. Aunque empleara<br />

diez años de mi vida en fabricar una lima para serrar mis barrotes, en trenzar cuerdas para descender<br />

desde la ventana, o en pegarme unas alas en los hombros para volar como Dédalo... ¡estoy en un<br />

período de mala suerte! La lima se embotará, la cuerda se romperá, mis alas se fundirán al sol. Me<br />

mataría. Me recogerán cojo, manco, lisiado. Me clasificarán en el museo de La Haya, entre el jubón<br />

manchado de sangre de Guillermo el Taciturno, y la sirena capturada en Stavensen, y mi empresa no<br />

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