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EL TULIPAN NEGRO

En 1672 el pueblo holandés rechaza la república de los hermanos Johan y Cornelio de Witt para restablecer el estatuderato y entregárselo a Guillermo III de Orange-Nassau. Indiferente a los vaivenes políticos, el ahijado de Cornelio de Witt, Cornelio van Baerle, solo piensa en lograr un tulipán negro, por el que la Sociedad Hortícola de Haarlem ha ofrecido una recompensa de 100.000 florines, dentro del ámbito de la tulipomanía que se extendió en aquella época. Sus planes serán truncados por la acusación de traición que pesa contra él y por los planes de un vecino envidioso, que conseguirán que ingrese en prisión. Sin embargo, el amor de la bella Rosa, hija de un carcelero, logrará que finalice sus propósitos.

En 1672 el pueblo holandés rechaza la república de los hermanos Johan y Cornelio de Witt para restablecer el estatuderato y entregárselo a Guillermo III de Orange-Nassau. Indiferente a los vaivenes políticos, el ahijado de Cornelio de Witt, Cornelio van Baerle, solo piensa en lograr un tulipán negro, por el que la Sociedad Hortícola de Haarlem ha ofrecido una recompensa de 100.000 florines, dentro del ámbito de la tulipomanía que se extendió en aquella época. Sus planes serán truncados por la acusación de traición que pesa contra él y por los planes de un vecino envidioso, que conseguirán que ingrese en prisión. Sin embargo, el amor de la bella Rosa, hija de un carcelero, logrará que finalice sus propósitos.

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El Tulipán Negro<br />

VII<br />

El Hombre Feliz Entabla<br />

Conocimiento Con La Desgracia<br />

Corneille después de haber atendido los asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado, Cornelius<br />

van Baerle, en el mes de enero del año de gracia de 1672.<br />

Caía la noche.<br />

Corneille, aunque poco dado a la horticultura, y menos todavía a las artes, visitó toda la casa, desde<br />

el taller hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a su sobrino el haberle<br />

dejado en buen lugar sobre el puente de la nave almirante Les Sept Provinces durante la batalla de<br />

Southwood-Bay, y el haber dado su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello con la complacencia y<br />

la afabilidad que pudiera tener un padre hacia su hijo; y mientras inspeccionaba así los tesoros de Van<br />

Baerle, la muchedumbre se estacionaba con curiosidad, incluso con respeto, delante de la puerta del<br />

hombre feliz.<br />

Todo este ruido despertó la atención de Boxtel, que cenaba cerca de su fuego.<br />

Se informó de lo que ocurría, lo supo y trepó a su laboratorio.<br />

Y allí, a pesar del frío, se instaló, con el ojo en el telescopio.<br />

Este telescopio no le era ya de gran utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes, frioleros como<br />

verdaderos hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invierno. Necesitan el interior de la casa, el<br />

lecho mullido de los cajones y las dulces caricias de la estufa. Así, Cornelius se pasaba todo el<br />

invierno en su laboratorio, en medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de<br />

las cebollas si no era para dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía en el cielo, y a los que<br />

forzaba, abriendo una trampilla vidriada, a caer de buen o mal grado en su casa.<br />

La noche de la que hablamos, después de que Corneille y Cornelius hubieron visitado juntos los<br />

apartamentos, seguidos de algunos criados, aquél le confió en voz baja a Van Baerle:<br />

-Hijo mío, alejad a vuestras gentes y procurad que nos quedemos unos momentos a solas y sin oídos<br />

indiscretos.<br />

Cornelius se inclinó en señal de obediencia.<br />

-Señor-preguntó luego en voz a lta-, ¿os agradaría visitar ahora mi secadero de tulipanes?, os<br />

agradará.<br />

¿El secadero? Ese pandemónium de la tulipanería, ese tabernáculo, ese sanctasanctórum estaba,<br />

como Delfos antiguamente, prohibido para los no iniciados.<br />

Jamás criado alguno había puesto allí un pie audaz, como hubiera dicho el gran Racine, que florecía<br />

por aquella época. Cornelius no dejaba penetrar en él más que la escoba inofensiva de una vieja<br />

sirvienta frisona, su nodriza, la cual, desde que Cornelius se dedicaba al cultivo de los tulipanes, no se<br />

atrevía a poner cebollas en los guisos, por temor a mondar y condimentar el «corazón de su niño».<br />

Así, a la sola palabra «secadero», los criados que llevaban las antorchas se apartaron<br />

respetuosamente. Cornelius cogió las velas de manos del primero y precedió a su padrino en la<br />

habitación.<br />

Añadamos a lo que acabamos de decir que el secadero era aquel mismo cuarto vidriado sobre el que<br />

Boxtel asestaba incesantemente su telescopio.<br />

El envidioso estaba más que nunca en su lugar.<br />

Vio primero iluminarse las paredes y las vidrieras.<br />

Luego aparecieron dos sombras.<br />

Una de ellas, grande, majestuosa, severa, se sentó al lado de la mesa donde Cornelius había<br />

depositado las velas.<br />

En esta sombra, Boxtel reconoció el pálido rostro de Corneille de Witt, cuyos largos cabellos negros<br />

separados en la frente caían sobre sus hombros.<br />

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