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“Rebeldes del rock”, de Manuel López
Poy. Ed. MA NON TROPPO.
El escritor, periodista y guionista lucense
engrosa su producción bibliográfica con
una semblanza de las tensas relaciones
entre música popular y política. Una
historia del rock contestatario, editada por
Redbook, que abarca más de siete décadas,
desde las primeras muestras reaccionarias
contra el orden establecido, muy básicas
e individualistas, hasta las últimas
manifestaciones fruto del descontento hacia
determinadas decisiones gubernamentales,
de una mayor complejidad y trascendencia.
Recorremos junto a su autor las aventuras
musicales más inconformistas.
Cualquier manifestación artística suele ser
incómoda para los que dirigen el cotarro. Pero
existen demasiadas injusticias para permanecer
impasible. Díganselo a los intérpretes de música
popular, pues ésta ha sido tradicionalmente
usada como vehículo para denunciar abusos.
Por eso, el advenimiento del rock provocó
un terremoto, amplificando ese descontento
a través de la innata rebeldía juvenil y
transformándose en arma desestabilizadora de
conciencias y hechos que perdura con los años,
aunque adopte diferentes expresiones.
Sin embargo, esa generación que anhelaba
el cambio en los cincuenta en Norteamérica
necesitó de una guía con la que poder construir
su actitud insurrecta y ésta se encontraba en
los temas sobre forajidos del salvaje oeste que
encumbraba el country, en los mensajes contra
la segregación racial que gritaba de manera
desgarradora el primitivo blues o en el folk de
músculo crítico facturado por Woody Guthrie
o Pete Seeger.
El rock, declarado ya como elemento corruptor
para la juventud, le debió mucha de su
popularidad al cine. Tanto la gran como la
pequeña pantalla auparon a iconos como Elvis
Presley, pero había otros que se ganaban la
fama indómita por derecho propio, como Jerry
Lee Lewis o Gene Vincent, con carreras
rodeadas de escándalos. A otros provocadores
natos -Chuck Berry o Little Richard- su
color de piel les perjudicó en alguna que otra
ocasión. ¿Y qué decir del papel de la mujer?
Porque para ellas siempre es doblemente
difícil. No obstante, el único que en la época
se significaría abiertamente como disidente
político fue Dean Reed, el llamado Elvis Rojo.
Su acción más notoria la protagonizó en el
Chile de Salvador Allende, en 1970, cuando
se plantó ante la embajada norteamericana y se
puso a lavar la bandera de los Estados Unidos
en un acto de protesta contra la política exterior
de su país. Esto fue la gota que colmó el vaso
para que la CIA lo pusiese en el centro de una
campaña de descrédito, aunque Reed ya había
dado muestras de sus simpatías por regímenes
socialistas desde que había llegado por primera
vez a Chile y a Argentina a mediados de los
años sesenta, explica López Poy.
El torrente rockero pronto cruzó el charco y
obtuvo grandes adeptos en el Reino Unido con
los Teddy Boys, que perseguían la rebelión que
los greasers del sur y las ciudades costeras de
Estados Unidos habían iniciado. Estos chicos,
muchos pertenecientes al lumpenproletariado,
hacían, a pesar de ello, gala de un gusto
extremo por la moda, al tiempo que sus
arriesgadas costumbres permeaban en otros
lugares del globo como ocurrió con los provos
neerlandeses, a tenor de lo indicado por el
responsable de “Rebeldes del rock”. Eran
una mezcla de universitarios descontentos y
trabajadores desclasados, con dos líderes,
Roel van Duijn, el ideólogo, y Robert Jasper
Grootveld, el agitador, que se hicieron famosos
por sus extravagantes acciones callejeras,
disfrazados de payasos y pintando de blanco
bicicletas y mobiliario urbano para apoyar
reivindicaciones como la legalización de la
marihuana, la protesta contra la contaminación
ambiental o contra la violencia policial.
Una serie de circunstancias favorables para
los adolescentes británicos hicieron posible
otro gran estallido: el beat, que, además, en un
camino de ida y vuelta, se haría mayor de edad
conquistando la tierra de sus referentes con The
Beatles a la cabeza. En el país estadounidense,
tras la sacudida que supuso la invasión pop,
sus contemporáneos folkies miraron hacia
sus antecesores para remozar el género y
convertirlo en azote de los gobernantes a través
del impulso de la canción protesta, mientras que
los del rock, un poco más tarde, abrazaron el
dogma pacifista de la contracultura hippie frente
a la sinrazón, con la cruenta e inútil guerra de
Vietnam como principal inspiración para sus
composiciones. Por su parte, la comunidad
negra intensificaba su lucha por los derechos
civiles en esos años, alentada por una banda
sonora que no sólo estaba repleta de blues,
soul o funk, sino que esas quejas ganaron
adeptos entre los militantes del rock, del jazz o
del folk fabricado por blancos.
Las décadas más recientes nos han traído
flamantes estilos musicales como el rap,
que germinó en los guetos de las grandes
urbes estadounidenses como respuesta
a la marginación afro. Ciertos ritmos de la
cultura hip hop llegan a radicalizarse tanto
que son considerados seísmos similares a los
desencadenados por el punk, cuando el hastío y
la consigna del No future reavivaron el carácter
iniciático de los rockers.
Asimismo, hay que destacar los sonidos
mestizos de la antiglobalización y la vía seguida
por el rock, que continúa con su beligerancia
bajo estímulos como la conciencia indigenista,
el empoderamiento feminista de, entre otras,
las riot girrrls o el movimiento ecologista. En
este apartado, destaca Poy, por inusual, la
actividad política del vocalista de Midnight
Oil, Peter Garret. Pasó de su agresivo hard
rock con letras metafóricas de denuncia contra
la situación de opresión de los aborígenes
australianos y el deterioro ecológico, tanto de
su país como del planeta, a convertirse en
ministro de medioambiente y educación de
Australia. Hay quien le acusa de acomodarse al
sistema, pero lo cierto es que ya en la etapa de
Midnight Oil se puso al frente de la organización
ecologista radical Australian Conservation
Foundation y perteneció a la junta internacional
de Greenpeace. Llegó a actuar con su banda en
una pista forestal para evitar la tala de árboles
y en su momento fue uno de los más firmes
defensores de la paralización de la caza de las
ballenas.
Este volumen también contiene análisis muy
interesantes de escenas poco atendidas en
trabajos de esta índole, normalmente aquejados
de un imperante anglocentrismo. Por eso, es
de agradecer que haya espacio para el rock
elaborado en Latinoamérica o para la situación
vivida dentro de los países del denominado
telón de acero. Al principio, el rock fue visto
en estos países como una especie de cáncer
cultural del capitalismo y los primeros grupos
y cantantes fueron perseguidos e incluso
detenidos y, algunos casos, encarcelados en
centros reeducativos. Luego, en vista de que
los aficionados seguían obteniendo discos de
contrabando o grabando en la clandestinidad,
incluso usando radiografías, los dirigentes,
por ejemplo, de la Unión Soviética, decidieron
utilizar su sello editorial oficial, Melodiya, para
crear grupos fieles y poco contestatarios. Pero,
al final, quienes acabaron imponiéndose fueron
los grupos clandestinos, añade López Poy.
Por último, tenemos que hacer referencia a las
líneas en las que se desarrolla el atípico caso
español, condicionado por la dictadura y su
censura y, con la llegada de la democracia, por
el acaparamiento de la movida, que, excepto
honrosas excepciones, no se caracterizó por
una gran reivindicación social. No obstante,
hubo mucho más en lo que indagar. Aparte
de algunas bandas urbanas suburbiales de
finales de los 70 como Cucharada, con su
tema “Social peligrosidad”, Leño con “Este
Madrid”, o el prepunk de la Banda Trapera
del Río con canciones como “Venid a las
cloacas” o “Ciutat podrida”, el ejemplo más
llamativo de rock contestatario en este país
es el del rock radical vasco de los 80 con
Eskorbuto, La Polla Records, Kortatu,
Cicatriz y tantos otros, sentencia el escritor
gallego en estas páginas.
Gilberto Márquez
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Rock Bottom Magazine