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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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conocíamos mejor. Un suspiro durante su charla, o un ligero movimiento de la cabeza y ¡zas!, te caía la regla<br />

sobre el brazo, la cabeza, la oreja, o recibías un castigo.<br />

Perdió totalmente mi aprecio, como la religión en general, el día en que le pidió a mi hermana Eva que recitara<br />

un salmo. La semana anterior habíamos memorizado el salmo, y Eva lo sabía muy bien; pero antes de que<br />

hubiera terminado de recitarlo, la niña que estaba al lado de ella tosió, y el pastor R. pensó que le había<br />

susurrado al oído el salmo. Sin hacer ninguna pregunta, las cogió por las trenzas a las dos e hizo entrechocar<br />

las cabezas de ambas. Sonó un crujido de huesos que nos hizo temblar a toda la clase.<br />

Encontré que eso era demasiado y estallé. Lancé mi libro negro de salmos a la cara del pastor; le dio en la<br />

boca. Se quedó atónito y me miró fijamente, pero yo estaba demasiado furiosa para sentir miedo. Le grité que<br />

no practicaba lo que predicaba.<br />

- No es usted un ejemplo de pastor bueno, compasivo, comprensivo y afectuoso —le chillé—. No quiero formar<br />

parte de ninguna religión que usted enseñe.<br />

Dicho eso me marché de la escuela jurando que no volvería jamás.<br />

Cuando iba de camino a casa me sentía nerviosa y asustada. Aunque sabía que lo que había hecho estaba<br />

justificado, temía las consecuencias. Me imaginé que me expulsarían de la escuela. Pero la mayor incógnita<br />

era mi padre. Ni siquiera quería pensar de qué modo me castigaría. Pero por otro lado, mi padre no era<br />

admirador del pastor R. Hacía poco el pastor había elegido a nuestros vecinos como a la familia más ejemplar<br />

del pueblo, y sin embargo todas las noches oíamos cómo los padres se peleaban, gritaban y golpeaban a sus<br />

hijos. Los domingos se mostraban como una familia encantadora. Mi padre se preguntaba cómo podía estar<br />

tan ciego el pastor R.<br />

Antes de llegar a casa me detuve a descansar a la sombra de uno de los frondosos árboles que bordeaban un<br />

viñedo. Esa era mi iglesia. El campo abierto, los árboles, los pájaros, la luz del sol. No tenía la menor duda<br />

respecto a la santidad de la Madre Naturaleza y a la reverencia que inspiraba. La Naturaleza era eterna y digna<br />

de confianza; hermosa y benévola en su trato a los demás; era clemente. En ella me cobijaba cuando tenía<br />

problemas, en ella me refugiaba para sentirme a salvo de los adultos farsantes. Ella llevaba la impronta de la<br />

mano de Dios.<br />

Mi padre lo entendería. Era él quien me había enseñado a venerar el generoso esplendor de la naturaleza<br />

llevándonos a hacer largas excursiones por las montañas, donde explorábamos los páramos y praderas, nos<br />

bañábamos en el agua limpia y fresca de los riachuelos y nos abríamos camino por la espesura de los<br />

bosques. Nos llevaba a agradables caminatas en primavera y también a peligrosas expediciones por la nieve.<br />

Nos contagiaba su entusiasmo por las elevadas montañas, una edelweiss medio escondida en una roca o la<br />

fugaz visión de una rara flor alpina. Saboreábamos la belleza de la puesta de sol. También respetábamos el<br />

peligro, como aquella vez que me caí en una grieta de un glaciar, caída que habría sido fatal si no hubiera<br />

llevado atada una cuerda con la que me rescató.<br />

Esos recorridos quedaron impresos para siempre en nuestras almas.<br />

En lugar de dirigirme a casa, donde con toda seguridad ya habría llegado la noticia de mi encontronazo con el<br />

pastor R., me metí a gatas en un lugar secreto que había descubierto en los campos de detrás de casa. Para<br />

mí ése era el lugar más sagrado del mundo. En el centro de un matorral tan espeso que, aparte de mí, ningún<br />

otro ser humano había penetrado allí jamás, se alzaba una enorme roca, de un metro y medio de altura más o<br />

menos, cubierta de musgo, líquenes, salamandras y horripilantes insectos. Era el único sitio donde podía<br />

fundirme con la naturaleza y donde ningún ser humano podría encontrarme. Trepé hasta lo alto de la roca. El<br />

sol se filtraba por entre las ramas de los árboles como por las vidrieras de una iglesia; levanté los brazos al<br />

cielo como un indio y entoné una oración inventada por mí dando gracias a Dios por toda la vida y por todo<br />

cuanto vive. Me sentí más cerca del Todopoderoso de lo que jamás me podrían haber acercado los sermones<br />

del pastor R.<br />

De vuelta al mundo real, mi relación con el espíritu fue sometida a debate. En casa mis padres no me hicieron<br />

ninguna pregunta respecto al incidente con el pastor R.; yo interpreté su silencio como apoyo. Pero tres días<br />

después el consejo de la escuela se reunió en una sesión de urgencia para debatir el asunto. En realidad, el<br />

debate sólo concernía a la mejor manera de castigarme. No les cabía la menor duda de que yo había actuado<br />

mal.<br />

Afortunadamente, mi profesor favorito, el señor Wegmann, convenció al consejo de que me permitieran dar mi<br />

versión del incidente. Entré muy nerviosa. Una vez que comencé a hablar miré fijamente al pastor R., que<br />

estaba sentado con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas, presentando la imagen misma de la piedad.<br />

Después me dijeron que volviera a casa y esperara. Transcurrieron lentísimos varios días, hasta que una<br />

noche el señor Wegmann se presentó en casa después de la cena. Informó a mis padres de que se me eximía<br />

oficialmente de asistir a las clases del pastor R. Nadie se molestó ni disgustó. La levedad del castigo implicaba<br />

que yo no había actuado mal. El señor Wegmann me preguntó qué pensaba. Le contesté que me parecía justo,<br />

pero que antes de decirlo oficialmente deseaba que se cumpliera una condición más. Quería que a Eva<br />

también se la eximiera de la clase. "Concedido", contestó el señor Wegmann.<br />

Para mí no había nada más semejante a Dios ni más inspirador de fe en algo superior que la vida al aire libre.<br />

Los ratos culminantes de mi juventud fueron sin duda los pasados en una pequeña cabaña alpina en Aniden.<br />

Mi padre, que era un guía inmejorable, nos explicaba algo de cada flor y árbol. En invierno íbamos a esquiar.<br />

Todos los veranos nos llevaba a arduas excursiones de dos semanas, en las que aprendíamos el modo de vida<br />

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