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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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Todavía no me había convertido en entusiasta de la psiquiatría clásica, ni de los muy publicitados<br />

descubrimientos farmacéuticos de mi departamento. Encontraba que se confiaba demasiado a menudo en los<br />

medicamentos. Pensaba que no se tomaban suficientemente en cuenta las condiciones sociales, culturales y<br />

familiares del paciente. Tampoco me gustaba la insistencia en que había que publicar artículos científicos ni el<br />

relieve que se les daba. En mi opinión, se daba más importancia a los académicos que escribían esos trabajos<br />

que al trato a los pacientes y sus problemas.<br />

Sin duda por ese motivo lo que me gustaba por encima de todo era trabajar con estudiantes de medicina. A<br />

ellos les interesaba discutir nuevas ideas, opiniones, actitudes y proyectos de investigación. Leían con avidez<br />

los estudios de casos clínicos. Deseaban tener experiencias propias. En poco tiempo mi despacho se convirtió<br />

en un imán para esos alumnos, que propagaron el rumor de que en el campus existía un lugar donde se podían<br />

airear las opiniones y problemas ante una oyente paciente y comprensiva. Allí escuché todo tipo de preguntas<br />

imaginables. Y entonces ocurrió algo que me demostró por qué no era casualidad que estuviera en Chicago.<br />

19. SOBRE <strong>LA</strong> MUERTE Y LOS MORIBUNDOS.<br />

Mi vida era un juego malabar que habría asustado a Freud y a Jung. Además de arrostrar el terrible tráfico del<br />

centro de Chicago, encontrar una persona que me llevara la casa, batallar con Manny para que me permitiera<br />

tener mi propia cuenta corriente y hacer las compras, preparaba mis charlas y era el enlace psiquiátrico con los<br />

demás departamentos del hospital. A veces tenía la impresión de que me sería imposible cargar con ni una<br />

sola responsabilidad más.<br />

Pero un día del otoño de 1965 golpearon a la puerta de mi despacho. Cuatro alumnos del Seminario Teológico<br />

de Chicago se presentaron y me dijeron que estaban haciendo investigaciones para una tesis en que<br />

proponían que la muerte es la crisis definitiva que la gente tiene que enfrentar. No sé cómo habían encontrado<br />

una transcripción de mi primera charla en Denver, pero alguien les dijo que yo también había escrito un<br />

artículo; no lograban encontrarlo y por eso acudían a mí.<br />

Se llevaron una desilusión cuando les dije que ese artículo no existía, pero los invité a sentarse y charlar. No<br />

me sorprendió que los alumnos del seminario estuvieran interesados en el tema de la muerte y la forma de<br />

morir. Tenían tantos motivos para estudiar la muerte como cualquier médico; también trataban con moribundos.<br />

Ciertamente se planteaban preguntas sobre la muerte y el morir que no se podían contestar leyendo la Biblia.<br />

Durante la conversación reconocieron que se sentían impotentes y confusos cuando la gente les hacía<br />

preguntas acerca de la muerte. Ninguno de ellos había hablado jamás con moribundos ni había visto un<br />

cadáver. Me preguntaron si se me ocurría de qué modo podrían tener esa experiencia práctica. Incluso<br />

sugirieron observarme cuando yo visitaba a un moribundo. En esos momentos yo no sabía lo que me ofrecían<br />

con esa propuesta: un acicate para mi trabajo con la muerte y la forma de morir.<br />

Durante la semana siguiente pensé en que mi trabajo como enlace psiquiátrico me brindaba la oportunidad de<br />

comunicarme con pacientes de los departamentos de oncología, medicina interna y ginecología. Algunos<br />

padecían enfermedades terminales, otros tenían que esperar sentados, solos y angustiados, los tratamientos<br />

de radio y quimioterapia, o simplemente que les hicieran una radiografía. Pero todos se sentían asustados y<br />

solos, y ansiaban angustiosamente poder hablar con alguien de sus preocupaciones. Yo hacía eso de modo<br />

natural. Les hacía una pregunta y era como abrir una compuerta.<br />

Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar<br />

con los estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si tenían algún paciente moribundo, pero<br />

reaccionaron disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones donde se concentraba la mayor parte<br />

de los enfermos terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos sino que me reprendió por<br />

"explotarlos". En aquel tiempo pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se estaban muriendo, de<br />

modo que lo que yo pedía era muy revolucionario. Probablemente debería haber sido más delicada y hábil.<br />

Finalmente un médico me señaló un anciano de su sector, que se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo<br />

así como "Pruebe con ése, no le puede hacer daño". Inmediatamente entré en la habitación y me acerqué a la<br />

cama del enfermo. Tenía insertados tubos para respirar y era evidente que estaba muy débil. Pero me pareció<br />

perfecto. Le pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a unos alumnos para que le hicieran<br />

preguntas sobre cómo se sentía en ese momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión. Pero me<br />

dijo que los trajera inmediatamente.<br />

- No, los traeré mañana —le dije.<br />

Mi primer error fue no hacerle caso. Quiso advertirme que le quedaba muy poco tiempo, pero no lo escuché. Al<br />

día siguiente llevé a los cuatro seminaristas a su habitación, pero se había debilitado muchísimo más, de modo<br />

que apenas pudo pronunciar una o dos palabras. Pero me reconoció y agradeció nuestra presencia<br />

apretándome la mano con la suya. Una lágrima le corrió por la mejilla.<br />

- Gracias por intentarlo —le susurré.<br />

Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo<br />

de un momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de morir.<br />

Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi horario a la petición del paciente. Ese anciano había<br />

muerto sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había deseado decir. Más adelante yo encontraría a<br />

otro enfermo dispuesto a hablar con mis seminaristas. Pero esa primera lección fue muy dura, y no la olvidaría<br />

jamás.<br />

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