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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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- ¿Qué les hace a mis enfermos moribundos?<br />

Lógicamente ella se puso a la defensiva:<br />

- Sólo les limpio el suelo —contestó educadamente, y se alejó.<br />

- No me refiero a eso —dije, pero ya era demasiado tarde.<br />

Durante las dos semanas siguientes, nos espiamos mutuamente con cierta desconfianza. Era casi como un<br />

juego. Finalmente, una tarde ella se hizo la encontradiza conmigo en un pasillo y me arrastró hacia la parte de<br />

atrás del puesto de las enfermeras. Todo un cuadro, una ayudante de cátedra vestida de blanco arrastrada por<br />

una humilde mujer de la limpieza, de raza negra. Cuando estuvimos totalmente a solas, cuando nadie podía<br />

escucharnos, me contó la trágica historia de su vida y desnudó su alma y corazón de una manera que<br />

superaba mi comprensión.<br />

Procedente del sector sur de Chicago, había crecido en un ambiente de pobreza y penalidades. Vivía en una<br />

casa sin calefacción ni agua caliente donde los niños siempre estaban malnutridos y enfermos. Como la<br />

mayoría de la gente pobre, no tenía ninguna defensa contra la enfermedad y el hambre. Los niños llenaban sus<br />

hambrientos estómagos con avena barata, y los médicos eran para otra gente. Un día su hijo de tres años<br />

enfermó gravemente de neumonía. Ella lo llevó a la sala de urgencias del hospital de la localidad, pero no la<br />

admitieron porque debía diez dólares. Desesperada, caminó hasta el Hospital Condal Cook, donde tenían que<br />

admitir a las personas indigentes.<br />

Desgraciadamente, allí se encontró en una sala llena de personas como ella, muy enfermas y necesitadas de<br />

atención médica. Le ordenaron que esperara. Pero pasadas tres horas de estar sentada allí esperando su<br />

turno, vio a su hijo resollar, lanzar un gemido y morir acunado en sus brazos.<br />

Aunque era imposible no sentir pena por esa pérdida, a mí me impresionó más el modo en que contaba su<br />

historia. Aunque hablaba con profunda tristeza, no había en ella nada de negatividad, acusación, amargura ni<br />

resentimiento. Su actitud era tan apacible que me sorprendió. Lo encontré tan raro y yo era tan ingenua que<br />

casi le pregunté: "¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver esto con mis enfermos moribundos?"<br />

Pero ella me miró con sus ojos oscuros bondadosos y comprensivos y me contestó como si hubiera leído mis<br />

pensamientos:<br />

- Verá, la muerte no es una desconocida para mí. Es una vieja, vieja conocida.<br />

Me sentí como la alumna ante la maestra.<br />

- Ya no le tengo miedo —continuó en su tono tranquilo y franco—. A veces entro en las habitaciones de esos<br />

enfermos y veo que están petrificados de miedo y no tienen a nadie con quien hablar. Me acerco a ellos. A<br />

veces incluso les toco la mano y les digo que no se preocupen, que no es tan terrible.<br />

Después se quedó en silencio.<br />

Poco después conseguí que esa mujer dejara de dedicarse a la limpieza y se convirtiera en mi primera<br />

ayudante. Ella me ofrecía el apoyo que necesitaba cuando no lo encontraba en ninguna persona. Eso solo fue<br />

una lección que he tratado de transmitir. No es necesario tener un gurú ni un consejero para crecer. Los<br />

maestros se presentan en todas las formas y con toda clase de disfraces. Los niños, los enfermos terminales,<br />

una mujer de la limpieza. Todas las teorías y toda la ciencia del mundo no pueden ayudar a nadie tanto como<br />

un ser humano que no teme abrir su corazón a otro.<br />

Doy gracias a Dios por esos pocos médicos comprensivos que me permitieron acercarme a sus pacientes<br />

moribundos. Todas aquellas visitas introductorias seguían el mismo protocolo. Vestida con mi bata blanca, en<br />

la cual aparecía mi nombre y mi cargo, "Enlace psiquiátrico", les pedía permiso para hacerles preguntas<br />

delante de mis alumnos acerca de su enfermedad, de su estancia en el hospital y cualquier problema que<br />

tuvieran. Jamás empleaba las palabras "muerte" ni "morir" mientras ellos no sacaran el tema. Les daba a<br />

entender que sólo me interesaban sus nombres, edad y diagnóstico. Generalmente a los pocos minutos el<br />

paciente aceptaba. De hecho, no recuerdo que ninguno se haya negado nunca.<br />

Normalmente el auditorio se llenaba media hora antes de que comenzara la charla. Con unos cuantos minutos<br />

de antelación yo llevaba personalmente al enfermo, en camilla o silla de ruedas, a la sala para la entrevista.<br />

Antes de comenzar me retiraba hacia un lado para rogar en silencio que la persona enferma no sufriera ningún<br />

daño y que mis preguntas la estimularan a decir lo que necesitaba decir. Mi súplica se parecía a la oración de<br />

los Alcohólicos Anónimos:<br />

Dios mío, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las que<br />

puedo cambiar, y la sabiduría para discernir entre ambas.<br />

Una vez que el paciente comenzaba a hablar, y para algunos emitir un simple susurro era un terrible esfuerzo,<br />

era difícil parar el torrente de sentimientos que se habían visto obligados a reprimir. No perdían el tiempo con<br />

banalidades. La mayoría decía que se habían enterado de su enfermedad no por sus médicos sino por el<br />

cambio de comportamiento de sus familiares y amigos. De pronto notaban distanciamiento y falta de<br />

sinceridad, cuando lo que más necesitaban era la verdad. La mayoría decía que encontraban más comprensión<br />

en las enfermeras que en los médicos. "Ahora tiene la oportunidad de decirles por qué", les apuntaba yo.<br />

Siempre he dicho que los moribundos han sido mis mejores maestros, pero hacía falta tener valor para<br />

escucharlos. Expresaban sin temor su insatisfacción respecto a la atención médica, y no se referían a la falta<br />

de cuidados materiales sino a la falta de compasión, simpatía y comprensión. A los médicos experimentados<br />

les molestaba oírse retratar como personas insensibles, asustadas e incapaces. Recuerdo a una mujer que<br />

exclamó casi llorando: "Lo único que quiere el doctor es hablar del tamaño de mi hígado. ¿ Qué me importa a<br />

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