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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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El voto de confianza más inesperado llegó a comienzos de 1969. Después de más de tres años de dirigir mis<br />

seminarios, recibí a una delegación del Seminario Luterano de Chicago, que estaba muy cerca del hospital. Yo<br />

me imaginé que sostendríamos un acalorado debate. Pero resultó que venían a pedirme que trabajara en su<br />

facultad. Como era de esperar, yo traté de esquivar la tarea aduciendo todo tipo de argumentos para demostrar<br />

que yo no les convenía, entre ellos mi aversión a la religión. Pero ellos insistieron.<br />

- No le pedimos que enseñe teología —me explicaron—. Nosotros ya nos ocupamos de eso. Pero creemos que<br />

usted puede enseñarnos qué significa un verdadero ministerio en la práctica.<br />

Era difícil disentir de ello, ya que mi opinión personal era que convenía que el profesor hablara en lenguaje no<br />

teológico acerca del trato con los moribundos. Con la excepción del reverendo Gaines y de los estudiantes de<br />

teología, mis experiencias con pastores de la Iglesia habían sido malísimas. Durante años la mayoría de los<br />

pacientes que pedían hablar con el capellán del hospital quedaban decepcionados. "Lo único que quieren es<br />

leer en su librito negro", era el comentario que yo escuchaba una y otra vez. En efecto, el capellán se limitaba a<br />

eludir hábilmente las preguntas importantes reemplazando la respuesta por alguna cita de la Biblia y<br />

apresurándose a salir sin saber qué más hacer.<br />

Esa actitud hacía más daño que bien. Esto lo ilustra muy bien la historia de un niña de doce años llamada Liz.<br />

La conocí varios años después, pero de todos modos viene al caso. Cuando se estaba muriendo de cáncer, la<br />

enviaron a casa, donde yo ayudaba a sus padres y tres hermanos a enfrentarse a las diversas dificultades que<br />

presentaba el lento deterioro de la niña. Al final, la chica, convertida ya en un esqueleto con un enorme vientre<br />

lleno de tumores cancerosos, sabía la realidad de su estado, pero de todas formas se negaba a morir.<br />

- ¿Cómo es que no te puedes morir? —le pregunté un día.<br />

- Porque no me puedo ir al cielo —me contestó llorosa—. Los curas y las hermanas me dijeron que nadie se<br />

puede ir al cielo si no ama a Dios más que a nadie en el mundo entero. —Sus sollozos arreciaron y se me<br />

acercó más—. Doctora Ross, yo quiero a mi mamá y a mi papá más que a nadie en el mundo entero.<br />

A punto de echarme a llorar yo también, le hablé de por qué Dios le había asignado esa difícil tarea: era igual<br />

que cuando los profesores dan los problemas más difíciles sólo a los mejores alumnos. Ella lo entendió.<br />

- Pues Dios no podría haberle dado una tarea más difícil a ningún niño —comentó.<br />

Eso fue útil, y a los pocos días Liz fue capaz finalmente de marcharse. Pero ése era el tipo de caso que me<br />

hacía odiar la religión.<br />

De todos modos, los luteranos me persuadieron, y acepté el trabajo docente. Mi primera charla, que tuvo lugar<br />

sólo dos semanas después de esa reunión, la di en una sala atiborrada de gente. A fin de hacerles saber<br />

claramente mi opinión sobre la religión, comencé poniendo en tela de juicio su concepto del pecado.<br />

- Aparte de provocar culpabilidad y miedo, ¿para qué sirve? No hace otra cosa que dar trabajo a los psiquiatras<br />

—añadí riendo, para que supieran que también estaba representando el papel de abogado del diablo.<br />

En las clases siguientes traté de inducirlos a examinar su compromiso con la vida de pastor. Si consideraban<br />

difícil discutir por qué el mundo necesitaba diferentes confesiones religiosas, muchas veces contradictorias,<br />

cuando todas ellas pretendían enseñar las mismas verdades básicas, iban a encontrar bastante arduo el futuro.<br />

Me hice tan popular que el seminario me propuso examinar a los candidatos a ministro del Señor y eliminar a<br />

aquellos que no lo iban a conseguir. Eso fue interesante. Alrededor de un tercio de los seminaristas acabaron<br />

abandonando el seminario para convertirse en asistentes sociales o trabajar en campos afines. En general, la<br />

experiencia de dar charlas y entrevistar a los estudiantes fue fascinante, pero dejé ese trabajo al final del<br />

semestre. Las exigencias de mi ocupado programa eran demasiadas, incluso para una adicta al trabajo como<br />

yo.<br />

La tarea que realizaba presentando los pacientes terminales a los profesionales de la medicina me parecía de<br />

lo más interesante. No me sorprendía lo mucho que podía enseñar un moribundo en uno de mis seminarios, ni<br />

tampoco lo que aprendían por sí mismos los alumnos. Muchas veces me sentía mal cuando se me atribuía<br />

todo el mérito. De hecho mi peor pesadilla era quedarme clavada diez minutos sola en el estrado sin un<br />

paciente. La sola idea me producía terror. ¿Qué podía decir?<br />

Pues un día me ocurrió eso. Diez minutos antes de que comenzara el seminario, el enfermo que planeaba<br />

entrevistar murió inesperadamente. Teniendo cerca de ochenta personas ya sentadas en el auditorio, algunas<br />

de las cuales habían hecho un largo trayecto para acudir al hospital, no quise cancelarlo. Por otro lado, no era<br />

posible encontrar otro paciente. Paralizada en el pasillo, desde donde oía el murmullo de los alumnos en la<br />

sala, no tenía idea de qué podía hacer sin la persona a quien siempre presentaba como el verdadero profesor.<br />

Pero una vez que estuve sobre el estrado, me dejé llevar por la inspiración y la clase resultó fantástica. Dado<br />

que en su mayor parte el público estaba formado por personas que trabajaban en el hospital o estaban<br />

relacionadas con la Facultad de Medicina, les pregunté cuál era el mayor problema que tenían en su trabajo<br />

diario. En lugar de hablar con un enfermo, hablaríamos de los principales problemas que tenían los asistentes.<br />

- Decidme cuál es la mayor dificultad con que topáis —les propuse.<br />

Al principio reinó un silencio absoluto en la sala, pero pasados unos incómodos instantes se alzaron varias<br />

manos. Ante mi gran sorpresa, las primeras dos personas que hablaron dijeron que su problema era un<br />

determinado médico, en realidad director de departamento, que trabajaba casi exclusivamente con enfermos<br />

de cáncer muy graves. Era un excelente médico, explicaron, pero si alguien llegaba a insinuar siquiera que era<br />

posible que alguno de sus pacientes no respondiera al tratamiento, él contestaba de modo muy desagradable.<br />

Otras personas que lo conocían hicieron gestos de asentimiento con la cabeza.<br />

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