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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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Praga presentaba una imagen muy diferente. Antes de atravesar las barreras levantadas en las afueras de la<br />

ciudad uno debía someterse a un minucioso y humillante registro; tuve que desnudarme, como si fuera una<br />

delincuente. Los desagradables guardias incluso me robaron el paraguas y otras pertenencias. Fue la primera<br />

vez en todos mis viajes que pasé miedo. En cuanto a la ciudad, guardo un mal sabor de negatividad y<br />

desconfianza de todos los lugares que visité. Tiendas vacías, caras tristes y ni una sola flor a la vista. Habían<br />

ahogado todo el espíritu.<br />

El orfanato resultó ser una pesadilla. Se me partió el corazón de pena por los niños que vivían allí. Su situación<br />

era repugnante; sucios, mal alimentados y, lo peor de todo, desprovistos por completo de cariño. En todo caso,<br />

yo no podía hacer nada. Los policías no se apartaron de mí durante toda la visita, y por último me dijeron<br />

claramente que no era bienvenida allí.<br />

Aunque me sentí furiosa, no era ninguna tonta. No había manera de combatir contra el potente ejército che-co<br />

y ganar. Pero tampoco no iba a huir derrotada. Antes de salir del orfanato vacié mi mochila y regalé toda mi<br />

ropa, zapatos, mantas y todo lo demás que llevaba. Durante el corto viaje de regreso a Zúnch pensé que ojalá<br />

hubiera podido hacer más en Praga, pero me consolé con la vislumbre de esperanza que quedaba en<br />

Varsovia.<br />

"Jejdje Polsak nie ginewa", entoné en voz baja. "Polonia aún no está perdida. No, Polonia aún no está perdida."<br />

Como todos los hijos, siempre me emocionaba volver a casa después de un viaje, particularmente de ése.<br />

Cuando llegué a la puerta del apartamento, que no era capaz de contener los exquisitos efluvios de las<br />

deliciosas comidas de mi madre, oí una animada conversación en medio del ruido de platos y fuentes. La voz<br />

más alta, que hacía muchísimo tiempo que no oía, me hizo brincar de alegría; era la de mi hermano. Ernst<br />

llevaba años viviendo en Paquistán y la India. Nuestra comunicación había sido por correo y muy superficial, lo<br />

que convertía su excepcional visita en algo muy especial. Pensé que tendríamos muchísimo tiempo para<br />

charlar y ponernos al día y para ser una familia completa como en los viejos tiempos.<br />

Pero mis pensamientos resultaron ser sólo ilusiones. Mientras permanecía allí preguntándome cómo estaría<br />

Ernst después de tanto tiempo, repentinamente se abrió la puerta. Allí estaba mi padre, que me había visto por<br />

la ventana, impidiéndome el paso. Estaba furioso.<br />

- ¿Quién es usted? —me preguntó muy serio—. No la conocemos.<br />

Supuse que iba a sonreír y decirme que era una broma, pero me cerró bruscamente la puerta en las nances.<br />

Comprendí que había descubierto dónde había estado. No recordaba la nota escrita a toda prisa, pero entendí<br />

que me castigaba por ser desobediente. Oí alejarse sus pasos por el parqué y después, silencio. Dentro de<br />

casa se reanudó la conversación, aunque menos animada que antes, y ni mi madre ni mis hermanas acudieron<br />

a rescatarme. Conociendo a mi padre, me imaginé que les había prohibido acercarse a la puerta.<br />

Si ése era el precio que tenía que pagar por hacer lo que me parecía correcto y no lo que se esperaba de mí,<br />

entonces no tenía otra opción que ser tan dura o más que mi padre. Pasados unos momentos de angustia,<br />

finalmente me fui caminando sin rumbo por la Klos-bachstrasse hasta llegar a la pequeña cafetería de la<br />

estación de tranvías, donde había un lavabo y podría comer algo. Pensé que podría dormir en mi laboratorio,<br />

pero el problema era que no llevaba ninguna muda de ropa; la había regalado toda en Praga.<br />

Entré en la cafetería y pedí algo para comer. No me cabía duda de que mi madre estaría dolida con mi padre,<br />

pero le sería imposible hacerle cambiar de opinión. Ciertamente mis hermanas podían haberme ayudado, pero<br />

las dos tenían su propia vida. Erika se había casado, y Eva estaba prometida con Seppli Bucher, campeón de<br />

esquí y poeta. Era evidente que yo estaba sola y todo era un lío. Pero no sentí ningún pesar. Muy a tiempo<br />

recordé un poema que tenía colgado mi abuela encima de la cama para huéspedes, donde había pasado<br />

muchas noches cuando era niña. Más o menos traducido, decía:<br />

Cuando crees que ya no puedes más<br />

siempre aparece<br />

(como salida de la nada)<br />

una lucecita.<br />

Esta luce cita<br />

renovará tus fuerzas<br />

y te dará la energía<br />

para dar un paso más.<br />

Estaba tan agotada que empecé a quedarme dormida apoyada en la mesa. De pronto desperté sobresaltada al<br />

oír mi nombre; levanté la vista y vi a mi amiga Cílly Hofmeyr que me hacía señas desde el otro lado de la<br />

cafetería. Vino a sentarse a mi mesa. Cilly era una prometedora logoterapeuta que se graduó en el hospital<br />

cantonal; coincidió al mismo tiempo que yo obtenía el título de técnica de laboratorio. Desde entonces no nos<br />

habíamos visto, pero ella seguía siendo la misma chica simpática y atr<strong>activa</strong> que yo recordaba. En seguida me<br />

contó lo mucho que deseaba mudarse del apartamento de su madre e independizarse.<br />

Resultó que llevaba semanas buscando apartamento y sólo había encontrado uno asequible para sus medios.<br />

Era un ático sin ascensor, al que se ascendía por una escalera de noventa y siete peldaños, pero daba al lago<br />

de Zúrich y la vista era maravillosa; además tenía agua corriente y estaba muy bien situado en cuanto a medios<br />

de transporte. La única pega era que el dueño sólo lo alquilaba si el arrendatario accedía a alquilar también una<br />

habitación que estaba separada del resto por el pasillo.<br />

Eso la decepcionaba, pero a mí me pareció perfecto.<br />

- ¡Cojámoslo! —exclamé, incluso antes de explicarle la situación en que me encontraba.<br />

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