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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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programado ir a verlo dentro de dos días. Tratando de hablar en tono optimista le dije que entonces nos<br />

veríamos.<br />

Lamentablemente, no pudo ser así, y estoy segura de que por eso me llamó Seppli, urgiéndome que fuera a<br />

verlo una última vez. Como la mayoría de los moribundos que han aceptado la inexorable transición de este<br />

mundo al otro, sabía que le quedaba muy poco del precioso tiempo para despedirse. Murió a primera hora de la<br />

mañana siguiente.<br />

Después de su funeral, a veces salía a caminar por los ondulantes campos de Langenthal; aspiraba el aire<br />

fresco perfumado por las coloridas flores de primavera, mientras pensaba que Seppli estaba en algún lugar por<br />

allí cerca. Solía hablar con él hasta sentirme mejor. Pero jamás me perdoné el no haber ido a verlo ese día.<br />

Sabía muy bien que no debe hacerse caso omiso de la sensación de urgencia de un enfermo moribundo. En el<br />

campo, la atención a los enfermos era una tarea compartida. Siempre había algún familiar, fuera abuelo,<br />

abuela, padre, madre, tía, prima, hijo, o alguna vecina, que ayudaba a cuidar de una persona enferma. Lo<br />

mismo ocurría en el caso de enfermos muy graves o moribundos; todo el mundo participaba: amigos, familiares<br />

y vecinos. Simplemente se entendía que las personas se ayudan entre sí. De hecho, mis mayores<br />

satisfacciones en mi calidad de médico principiante no las recibí en la clínica ni en las visitas domiciliarias sino<br />

en las visitas a pacientes que necesitaban una persona amiga, palabras tranquilizadoras o unas pocas horas<br />

de compañía.<br />

La medicina tiene sus límites, realidad que no se enseña en la facultad. Otra realidad que no se enseña es que<br />

un corazón compasivo puede sanar casi todo. Unos cuantos meses en el campo me convencieron de que ser<br />

buen médico no tiene nada que ver con anatomía, cirugía ni con recetar los medicamentos correctos. El mejor<br />

servicio que un médico puede prestar a un enfermo es ser una persona amable, atenta, cariñosa y sensible.<br />

14. <strong>LA</strong> DOCTORA ELISABETH KÜBLER-ROSS<br />

Era una mujer adulta, una médica en ejercicio y estaba a punto de casarme, pero mi madre me trataba como a<br />

una niña pequeña. Me llevó al peluquero a que me arreglaran el cabello, me llevó a una especialista en<br />

maquillaje y me obligó a hacer todas esas tonterías femeninas que yo apenas toleraba. También me decía que<br />

no me quejara por ir a Estados Unidos, ya que Manny era un hombre inteligente y guapo con el que muchas<br />

mujeres desearían casarse. "Probablemente quiere que le ayudes a preparar sus exámenes finales", me decía.<br />

Esa pulla fue una muestra de inseguridad por su parte. Quería que yo apreciara lo que tenía. Pero yo ya me<br />

sentía afortunada.<br />

Después de que Manny aprobara los exámenes, y sin mi ayuda, nos casamos. Fue una gran celebración. Mi<br />

padre fue el único que no lo pasó en grande. Impedido por la fractura de cadera que había sufrido hacía unos<br />

meses, no pudo mostrar su agilidad y majestuosidad en la pista de baile, y eso lo deprimió. Pero lo compensó<br />

con creces mediante su regalo de bodas, una grabación de algunas de sus canciones favoritas cantadas por él<br />

mismo acompañado brillantemente al piano por Eva.<br />

Después de la boda toda la familia fuimos a la Feria Mundial de Bruselas. Y después mis familiares nos<br />

despidieron desde el muelle cuando, junto con varios amigos de Manny que habían asistido a nuestra boda, mi<br />

marido y yo subimos a bordo del Liberté, el enorme transatlántico que nos llevaría a Estados Unidos. Ni las<br />

exquisitas comidas, ni el sol ni el baile en cubierta lograron calmar la tristeza que sentía al dejar Suiza y partir<br />

hacia un país por el que no sentía ningún interés. Sin embargo, me dejé llevar sin discutir, y por lo que escribí<br />

en mi diario, se ve que pensaba que era un viaje que tenía que hacer.<br />

¿Cómo saben estos gansos cuándo es el momen-; to de volar hacia el sol? ¿Quién les anuncia las estaciones?<br />

¿Cómo sabemos los seres humanos cuándo es el momento de hacer otra cosa? ¿Cómo sabemos cuándo<br />

ponernos en marcha? Seguro que a nosotros nos ocurre igual que a las aves migratorias; hay una voz interior,<br />

si estamos dispuestos a escucharla, que nos dice con toda certeza cuándo adentrarnos en lo desconocido.<br />

La noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos, en mi sueño me vi vestida de indio cabalgando por el<br />

desierto. En el sueño el sol era tan ardiente que desperté con la garganta seca y dolorida. Repentinamente<br />

también sentí sed de esa nueva aventura. Le conté a Manny que cuando era niña dibujaba escudos y símbolos<br />

indios y bailaba encima de una roca como un guerrero, a pesar de no haber visto nunca nada de la cultura<br />

aborigen de Estados Unidos. ¿Era una casualidad mi sueño? No me pareció probable. Curiosamente, eso me<br />

tranquilizó. Como una voz interior, me hizo percibir que lo desconocido podía ser en realidad como ir a casa.<br />

Para Manny lo era. Bajo un fuerte aguacero, me señaló la Estatua de la Libertad. Miles de personas esperaban<br />

en el muelle para recibir a los pasajeros del barco. Allí estaban la madre de Manny, sordomuda, y su hermana.<br />

Durante años había oído hablar muchísimo de ellas. En ese momento sólo tenía muchas preguntas. ¿Cómo<br />

serían? ¿Recibirían bien a una extranjera en la familia? ¿A una mujer no judía?<br />

Su madre era una muñeca cuya felicidad al ver a su hijo médico se manifestó en sus ojos con tanta claridad<br />

como si lo hubiera dicho con palabras. Su hermana fue otra historia. Cuando nos encontró, estábamos<br />

buscando nuestras quince maletas, baúles y cajas. Abrazó con fuerza a Manny; luego, esa mujer de Long<br />

Island que tenía una masa de hermosos cabellos muy bien peinados y vestía ropa nueva, me examinó el pelo<br />

empapado y la ropa mojada, que me daban el aspecto de haber venido nadando detrás del barco, y miró a su<br />

hermano como preguntándole: "¿Esto es lo mejor que lograste encontrar?"<br />

Una vez pasado el control de aduana, donde retuvieron mi maletín médico, fuimos a cenar a casa de la cuñada<br />

de Manny. Vivía en Lynbrook, en Long Island. Durante la cena, cometí un pecado no intencionado al pedir un<br />

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