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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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estudiar en la Facultad de Medicina sino que además continuaba pensando en unirme al Servicio de<br />

Voluntarios por la Paz.<br />

Y estaba la promesa hecha al doctor Weitz. Sí, Polonia seguía formando parte de mis planes.<br />

- Ay, la golondrina emprende el vuelo otra vez —comentó el doctor Amsler cuando presenté mi dimisión<br />

después de que me llamaran del Servicio para encomendarme una nueva tarea.<br />

No se enfadó ni se sintió decepcionado. Durante ese año se había hecho a la idea de mi marcha, ya que<br />

solíamos hablar de mi compromiso con el Servicio de Voluntarios. Observé un destello de envidia en sus ojos.<br />

En los míos brillaba la certeza de una nueva aventura.<br />

Era primavera. El Servicio de Voluntarios se había comprometido a colaborar en la construcción de un campo<br />

de recreo en una contaminada ciudad minera de los alrededores de Mons (Bélgica); el aire allí era viciado y<br />

polvoriento, de modo que el campo de recreo se emplazaría en una colina, donde la atmósfera sería más pura.<br />

Me enteré de que el proyecto databa de antes de la guerra. El jefe de la oficina de ferrocarril de Zúrich donde<br />

compré el billete me dijo que el tren sólo cubría parte del recorrido, pero le aseguré que el resto del camino lo<br />

haría por mi cuenta. Me detuve en París, ciudad que no conocía, y continué a pie o en autostop con mi repleta<br />

mochila, durmiendo en albergues de juventud, hasta llegar a la sucia ciudad minera.<br />

El lugar era deprimente; el aire estaba impregnado de polvo, que lo cubría todo con una fina capa gris. Debido<br />

a los terribles efectos secundarios de la inhalación del polvo de carbón, abundaban las enfermedades<br />

pulmonares, de modo que la esperanza de vida allí apenas pasaba de los cuarenta años, un futuro nada<br />

prometedor para los encantadores niños del pueblo. Nuestra tarea, y el objetivo soñado por el pueblo, era<br />

limpiar una de las colmas eliminando los desechos de las minas, y construir un campo de juegos al aire libre<br />

por encima de la atmósfera contaminada. Con palas y picos trabajábamos hasta que nos dolían los músculos<br />

por el agotamiento, pero los vecinos del pueblo nos ofrecían tantas empanadillas y pasteles que engordé siete<br />

kilos durante las pocas semanas que estuve allí.<br />

También hice importantes contactos. Una noche en que nos reunimos un grupo a cantar canciones populares<br />

después de una abundante cena, conocí al único estadounidense de nuestro grupo. Era bastante joven, y<br />

pertenecía a la secta de los cuáqueros. Le encantó mi inglés chapurreado y me dijo que se llamaba David<br />

Richie. "De Nueva Jersey." Pero yo ya había oído hablar de él. Richie era uno de los voluntarios más famosos,<br />

consagrado en cuerpo y alma a trabajar por la paz. Sus tareas lo habían llevado desde los guetos de Filadelfia<br />

a los lugares más asolados por la guerra en Europa. Hacía poco, me explicó, había estado en Polonia, y estaba<br />

a punto de volver allí.<br />

- ¡Dios mío! Esa era la demostración de que nada ocurre por casualidad.<br />

Polonia.<br />

Aprovechando la ocasión, le conté la promesa que había hecho a mi anterior jefe y le supliqué que me llevara<br />

con él. David reconoció que había muchísima necesidad de ayuda allí, pero me dio a entender que llevarme allí<br />

sería bastante difícil. Era imposible conseguir medios de transporte seguros y no había dinero para comprar<br />

billetes. Aunque yo era pequeña comparada con la mayoría, representaba mucho menos de veinte años y sólo<br />

tenía el equivalente a unos quince dólares en el bolsillo, no presté atención a esos obstáculos.<br />

- ¡Iré a dedo! —exclamé.<br />

Impresionado, divertido y consciente del valor del entusiasmo, me dijo que intentaría hacerme llegar allí.<br />

No me hizo ninguna promesa, sólo dijo que lo intentaría.<br />

Eso casi no importó. La noche anterior a mi salida para mi nueva misión en Suecia me hice una grave<br />

quemadura preparando la cena. Una vieja sartén de hierro se rompió en dos derramándome el aceite caliente<br />

en la pierna, lo que me produjo quemaduras de tercer grado y ampollas. Muy vendada, me puse en marcha de<br />

todos modos, con unas cuantas mudas limpias de ropa interior y una manta de lana por si tenía que dormir al<br />

aire libre. Cuando llegué a Hamburgo, me dolía terriblemente la pierna. Me quité las vendas y comprobé que<br />

las quemaduras estaban infectadas. Aterrada ante la idea de quedarme clavada en Alemania, que era el último<br />

lugar de la Tierra donde quería estar, encontré un médico que me trató la herida con un ungüento, lo que me<br />

permitió seguir mi camino.<br />

De todas maneras fue penoso. Pero gracias a un voluntario de la Cruz Roja que me vio angustiada en el tren,<br />

llegué cojeando a un hospital bien equipado de Dinamarca. Varios días de tratamiento y deliciosas comidas me<br />

permitieron alcanzar en buena forma el campamento del Servicio de Voluntarios en Estocolmo. Pero ser terca<br />

también sus inconvenientes. Ya sana y restaurada,<br />

Me sentí frustrada por mi nueva tarea, que consistía en enseñar a un grupo de jóvenes alemanes a organizar<br />

sus propios campamentos de Servicio de Voluntarios por la Paz. El trabajo no era nada emocionante. Además,<br />

la mayoría de esos jóvenes me causaron repugnancia al reconocer que habían preferido apoyar a los nazis de<br />

Hitler en lugar de oponerse a ellos por razones éticas, que era lo que, según alegaba yo, deberían haber<br />

hecho. Sospeché que eran unos oportunistas que querían aprovecharse de las tres comidas al día en Suecia.<br />

Pero había otras personas fantásticas. Un anciano emigrado ruso de noventa y tres años se enamoró de mí.<br />

Durante esas semanas estuvo consolándome cuando sentía nostalgia de mi casa y entreteniéndome con<br />

interesantes conversaciones acerca, de Rusia y Polonia. Cuando hubo pasado sin pena ni gloria mi vigésimo<br />

primer cumpleaños, me alegró la vida cogiendo el diario que yo llevaba y escribiendo: "Tus brillantes ojos me<br />

recuerdan la luz del sol. Espero que volvamos a encontrarnos y tengamos la oportunidad de saludar juntos al<br />

sol. Au revoir." Siempre que necesitaba un estímulo, sólo tenía que abrir mi diario en aquella página.<br />

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