LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca
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terminar los estudios. Los novios fueron mi hermana Eva y su prometido Seppli, que se juraron amor eterno en<br />
la pequeña capilla donde mi familia había rendido culto durante generaciones. Desde que su compromiso fue<br />
formal, mis padres no cesaron de insinuar sutilmente que Seppli no era el mejor partido para mi hermana. ¿Un<br />
médico o abogado?, sí. ¿Un hombre de negocios?, por supuesto. Pero ¿un poeta esquiador?, eso era un<br />
problema.<br />
Para mí no. Yo defendía a Seppli siempre que se terciaba. Era un ser sensible e inteligente que apreciaba las<br />
montañas, las flores y la luz del sol tanto como yo. Durante los fines de semana que solíamos pasar los tres en<br />
nuestra cabana de montaña en Amden, Seppli siempre mostraba una sonrisa de felicidad cuando<br />
esquiábamos, cantábamos o tocábamos la guitarra y el violín. Durante las pocas ocasiones en que nos<br />
acompañaba Manny, yo observaba que toleraba dormir en un colchón sin ropa de cama y cocinar en un hornillo<br />
de leña, y que se admiraba cuando yo le señalaba los diferentes animales y paisajes, pero siempre se sentía<br />
aliviado cuando volvía a la ciudad.<br />
Durante el año siguiente no pudimos hacer ni una sola excursión a la montaña por falta de tiempo. Aunque era<br />
el último de mis siete años en la facultad, también fue el más difícil. Para cumplir el equivalente suizo de las<br />
prácticas como residente, comencé el año trabajando en un consultorio de medicina general en Niederweningen,<br />
reemplazando a un simpático médico joven que tenía que servir tres semanas en un campamento<br />
militar. Recién salida de un moderno hospital docente, experimenté un choque cultural cuando a toda prisa me<br />
condujo a través de su consulta domiciliaria y me enseñó el laboratorio, el equipo de rayos X y un sistema de<br />
archivo muy particular que contenía los nombres de pacientes de siete pueblos agrícolas. —¿Siete? —<br />
exclamé.<br />
- Sí, vas a tener que aprender a conducir una moto —me dijo.<br />
No alcanzamos a tocar el tema de cuándo podría aprender eso. Se marchó casi en seguida, y a las pocas<br />
horas recibí la primera llamada de urgencia, de uno de los pueblos circundantes, a unos quince minutos de<br />
trayecto. Instalé mi maletín negro con mi instrumental médico en el asiento de atrás de la moto, la puse en<br />
marcha tal como me había enseñado y emprendí el primer viaje en moto de mi vida. Ni siquiera tenía permiso<br />
de conducir.<br />
El comienzo fue muy bien, pero cuando llevaba un tercio de camino cuesta arriba por la colina sentí que el<br />
maletín se deslizaba, y oí un estrépito cuando cayó al suelo y todo su contenido salió desparramado. Volví la<br />
cabeza para ver el desastre y al instante comprendí mi error. La moto rebotó sobre un bache, se desvió del<br />
camino y después de arrojarme en un terreno pedregoso siguió avanzando sola. Yo me quedé tendida entre el<br />
maletín y el lugar donde finalmente fue a parar la moto.<br />
Ésa fue mi introducción al ejercicio de la medicina rural, y también mi presentación en sociedad en el pueblo.<br />
Sin que a mí me constara, toda la gente me había visto por las ventanas. Todos sabían que había una nueva<br />
doctora, y en cuanto oyeron el ruido de la moto subiendo por la colina corrieron a las ventanas a ver cómo era<br />
yo. Me levanté y comprobé que tenía varios rasguños y heridas que sangraban. Unos hombres me ayudaron a<br />
poner en pie la moto. Al final logré llegar a la casa, donde atendí a un anciano que temía estar sufriendo un<br />
infarto cardíaco. Creo que se sintió mejor tan pronto como vio que mi estado era peor que el de él.<br />
Después de pasar tres semanas en el quinto pino, atendiendo toda clase de males, desde rodillas magulladas<br />
a cáncer, volví a mis clases agotada pero más segura de mí misma. Aunque no me interesaban<br />
particularmente las asignaturas que me quedaban, no tuve dificultad alguna ni con tocoginecología ni con<br />
cardiología. Nos esperaban seis meses de tedio y agobio preparando los exámenes que haríamos ante la<br />
Comisión Estatal y que había que superar para recibir el título de médico. Y después ¿qué? Manny insistía en<br />
que al salir de la facultad nos fuéramos a Estados Unidos, mientras que yo sentía el deseo de cooperar como<br />
voluntaria en la India. Ciertamente teníamos nuestras diferencias, pero mi instinto me decía que lo bueno<br />
pesaba más que lo malo.<br />
Fue una época difícil, pero a continuación ocurrió algo que vino a empeorarla todavía más.<br />
13. MEDICINA BUENA<br />
Los exámenes ante la Comisión Estatal duraban varios días y consistían en pruebas orales y escritas que<br />
cubrían todo lo que habíamos aprendido en los últimos siete años. No sólo contaban los conocimientos clínicos<br />
sino también la personalidad del estudiante. Yo los aprobé sin dificultad, más preocupada por cómo le iba a ir a<br />
Manny que por mis notas.<br />
Pero los médicos se ven a veces enfrentados a situaciones que no se enseñan en la Facultad de Medicina. Me<br />
encontré ante una de esas pruebas cuando estaba en medio de mis exámenes finales. Comenzó en el<br />
apartamento de Eva y Seppli; yo había ido a tomar café y pasteles con ellos para distraerme del agobio de los<br />
exámenes. Cuando estábamos conversando, noté que Seppli estaba muy pálido y con aspecto cansado; no<br />
era el optimista de siempre, y estaba más delgado de lo normal, lo que me indujo a preguntarle cómo se sentía.<br />
- Un pequeño dolor de estómago —me contestó—. El doctor dice que tengo úlcera.<br />
Conociendo a mi cuñado, mi intuición me dijo que ese hombre de montaña fuerte y relajado no podía tener<br />
úlcera; así pues, me puse muy pesada y diariamente le preguntaba sobre su estado, e incluso fui a hablar con<br />
su médico. A éste le sentaron mal mis dudas respecto a su diagnóstico. "Todos los estudiantes de medicina<br />
sois iguales —se mofó—, creéis que lo sabéis todo."<br />
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