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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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ambicioso, no se dejó impresionar. Me dijo que estaba ocupadísimo y que necesitaba personas inteligentes<br />

que se pusieran a trabajar en seguida.<br />

—¿Puede comenzar ahora mismo?<br />

—Sí. • Me contrató como aprendiza.<br />

- Hay un solo requisito —me dijo—. Traiga su bata blanca de laboratorio.<br />

Eso era lo único que yo no tenía. Se me encogió el corazón; creí que la oportunidad se me escapaba de las<br />

manos, y supongo que se me notó.<br />

- Si no tiene bata, con mucho gusto le proporcionaré una —me ofreció el doctor Braun.<br />

Yo me sentí extasiada, y más feliz aún cuando me<br />

presenté el lunes a las ocho de la mañana y vi tres preciosas batas blancas, con mi nombre bordado, colgadas<br />

en la puerta de mi laboratorio.<br />

No había en todo el planeta un ser más feliz que yo.<br />

La mitad del laboratorio se destinaba a fabricar cremas, cosméticos y lociones, mientras que la parte donde yo<br />

trabajaba, un enorme invernadero, estaba dedicada a investigar los efectos producidos en las plantas por<br />

materias cancerígenas. La teoría del doctor Braun era que no era necesario experimentar los agentes<br />

cancerígenos con animales, ya que lo mismo podía hacerse, con precisión y poco gasto, con plantas. Su<br />

entusiasmo hacía parecer más que factibles sus conceptos. Pasado un tiempo advertí que a veces llegaba al<br />

laboratorio deprimido y escéptico ante todo y todos, y se pasaba todo el día encerrado con llave en su<br />

despacho. Después caí en la cuenta de que era maníaco depresivo. Pero sus agudos cambios de humor jamás<br />

entorpecieron mi trabajo, que consistía en inyectar a ciertas plantas sustancias nutritivas, cancerígenas a otras,<br />

observarlas escrupulosamente y anotar en respectivos cuadernos cuáles se desarrollaban de forma normal,<br />

cuáles de forma anormal, excesivamente o muy poco.<br />

Yo me sentía cautivada, no sólo por la importancia del trabajo, que tenía la posibilidad de salvar vidas, sino<br />

además porque un simpático técnico de laboratorio me daba lecciones de química y ciencias, complaciendo así<br />

mi ilimitado apetito de saber. Pasados unos meses comencé a viajar a Zúrich dos días a la semana para asistir<br />

a clases de química, física y matemáticas, en las que superaba a treinta compañeros varones al recibir<br />

sobresalientes. La segunda de la clase era otra chica. Pero después de nueve meses de dicha el sueño se me<br />

convirtió en pesadilla; el doctor Braun, que había invertido millones en el laboratorio, se arruinó.<br />

Nadie en el trabajo se enteró de la noticia hasta una mañana de agosto cuando nos presentamos a trabajar y<br />

encontramos la puerta cerrada. El destino y paradero del doctor Braun eran un misterio. Igual podía estar<br />

hospitalizado a causa de una de sus crisis maníacas, que estar en la cárcel. ¿Quién sabe si volveríamos a<br />

verlo alguna vez? La respuesta resultó ser "nunca". Los policías que custodiaban la puerta nos informaron de<br />

que estábamos despedidos, pero amablemente nos dieron tiempo para sacar las cosas del laboratorio y salvar<br />

informes pertinentes. Después de tomar un té con el grupo y de despedirnos con tristeza, me dirigí a casa, de<br />

nuevo sin empleo y muy amargada al ver destrozado otro sueño más.<br />

A consecuencia de mi mala suerte encontré la llave para mi profesión futura. Al despertar por la mañana sólo<br />

tenía que imaginarme trabajando en la oficina de mi padre para dejar de autocompadecerme y ponerme a<br />

buscar trabajo de inmediato. Mi padre me había concedido tres semanas para buscar otro empleo. Si al cabo<br />

de ese tiempo no encontraba nada, yo comenzaría a trabajar de contable en su oficina, destino para mí<br />

inconcebible después de la felicidad de trabajar en un laboratorio de investigación. Sin pérdida de tiempo cogí<br />

el listín de teléfonos de Zúrich y escribí con vehemencia febril a todos los institutos, hospitales y clínicas de<br />

investigación. Además de hacer constar mis estudios y notas, de añadir cartas de recomendación y una foto,<br />

rogaba pronta contestación.<br />

Era el final del verano, una época nada buena para buscar trabajo. Todos los días corría a mirar el buzón; cada<br />

día me parecía un año. Las primeras respuestas no fueron favorables; tampoco las de la segunda semana. En<br />

todas expresaban su admiración por mi entusiasmo, amor por el trabajo y buenas notas, pero ya estaban<br />

ocupadas todas sus vacantes para aprendices. Me alentaban a volver a enviar la solicitud al año siguiente;<br />

entonces tendrían muchísimo gusto en considerar mi petición. Pero entonces sería demasiado tarde.<br />

Durante casi toda la tercera semana esperé junto al buzón, sin tener suerte. Entonces, hacia el final de la<br />

semana el cartero trajo la carta por la que tanto había rogado. El Departamento de Dermatología del Hospital<br />

Cantonal de Zúrich acababa de perder a uno de sus aprendices de laboratorio y necesitaban cubrir la vacante<br />

inmediatamente. Me presenté allí sin pérdida de tiempo. Médicos y enfermeras pasaban a toda prisa por los<br />

corredores. Aspiré el inequívoco aroma de medicamentos que impregna el aire de todos los hospitales como si<br />

fuera mi primer aliento; me sentí como en mi casa.<br />

El laboratorio de dermatología estaba en el sótano. Lo dirigía el doctor Karl Zehnder, cuyo despacho sin<br />

ventana estaba situado en una esquina. Al instante me di cuenta de que el doctor Zehnder trabajaba<br />

muchísimo. Tenía el escritorio cubierto de papeles y el laboratorio bullía de actividad. Después de una buena<br />

entrevista, el doctor me contrató. Yo no veía la hora de contárselo a mi padre. También sentí una inmensa<br />

satisfacción al poder decirle al doctor Zehnder que cuando comenzara el lunes por la mañana llevaría mi propia<br />

bata.<br />

7. <strong>LA</strong> PROMESA.<br />

16

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