LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca
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aparentemente murió sola pero que, estoy segura, estaba atendida por personas de otra dimensión. Sabía que<br />
se había marchado a un lugar mejor.<br />
En cuanto a mí, no estaba tan segura. Odiaba a la doctora. La consideraba culpable por no dejar que mis<br />
padres se me acercaran y sólo pudieran mirarme desde el otro lado de los cristales de las ventanas. Me<br />
miraban desde fuera y lo que yo necesitaba desesperadamente era un abrazo. Deseaba escuchar sus voces;<br />
deseaba sentir la tibia piel de mis padres y oír reír a mis hermanas. Ellos apretaban las caras contra el cristal.<br />
Me enseñaban dibujos enviados por mis hermanas, me sonreían y me hacían gestos con las manos. En eso<br />
consistieron sus visitas mientras estuve en el hospital.<br />
Mi único placer era quitarme la piel muerta de los labios cubiertos de ampollas. Era agradable, y además<br />
enfurecía a la doctora. Cada dos por tres me golpeaba la mano y me amenazaba con atarme los brazos si no<br />
dejaba de quitarme la piel de los labios. Desafiante y aburrida yo continué haciéndolo; no podía refrenarme; era<br />
la única diversión que tenía. Pero un día, después de que se marcharan mis padres, entró esa cruel doctora en<br />
la habitación, me vio la sangre en los labios y me ató los brazos para que no pudiera volver a tocarme la cara.<br />
Entonces utilicé los dientes; los labios no paraban de sangrarme. La doctora me detestaba por ser una niña<br />
terca, rebelde y desobediente. Pero yo no era nada de eso; estaba enferma, me sentía sola y ansiaba el calor<br />
del contacto humano. Solía frotarme uno con otro los pies y piernas para sentir el consolador contacto de la piel<br />
humana. Ésa no era manera de tratar a una niña enferma, y sin duda había niños mucho más enfermos que yo<br />
que lo pasarían aún peor.<br />
Una mañana se reunieron varios médicos alrededor de mi cama y conversaron en murmullos acerca de que<br />
necesitaba una transfusión de sangre. Al día siguiente muy temprano entró mi padre en mi desolada habitación<br />
y con aspecto ufano y heroico me anunció que iba a recibir un poco de su "buena sangre gitana". De pronto se<br />
me iluminó la habitación. Nos hicieron tendernos en dos camillas contiguas y nos insertaron sendos tubos en<br />
los brazos. El aparato de succión y bombeo de sangre se accionaba manualmente y parecía un molinillo de<br />
café. Mi padre y yo contemplábamos los tubos rojos. Cada vez que movían la palanca salía sangre del tubo de<br />
mi padre y entraba en el mío.<br />
- Esto te va a sacar del pozo —me animó—. Pronto podrás venir a casa.<br />
Lógicamente yo creí cada una de sus palabras. Cuando acabó la transfusión me deprimí al ver que mi padre se<br />
levantaba y se marchaba, y volvía a quedarme sola. Pero pasados unos días me bajó la fiebre y se me calmó<br />
la tos. Entonces, una mañana volvió a aparecer mi padre, me ordenó que bajara mi flaco cuerpo de la cama y<br />
fuera por el pasillo hasta un pequeño vestuario. —Allí te espera una pequeña sorpresa —me dijo. Aunque las<br />
piernas me temblaban, mi ánimo eufórico me permitió recorrer el pasillo, al final del cual me imaginaba que<br />
estarían esperándome mi madre y mis hermanas para darme una sorpresa. Pero al entrar me encontré en un<br />
cuarto vacío. Lo único que había era una pequeña maleta de piel. Mi padre asomó la cabeza y me dijo que<br />
abriera la maleta y me vistiera rápidamente. Me sentía débil, tenía miedo de caerme y dudaba de tener fuerzas<br />
para abrir la maleta. Pero no quería desobedecer a mi padre y tal vez perder la oportunidad de volver a casa<br />
con él.<br />
Hice acopio de todas mis fuerzas para abrir la maleta, y allí encontré la mejor sorpresa de mi vida. Estaba mi<br />
ropa muy bien dobladita, obra de mi madre, por supuesto, y encima de todo, ¡una muñeca negra! Era el tipo de<br />
muñeca negra con que había soñado durante meses. La cogí y me eché a llorar. Jamás antes había tenido una<br />
muñeca que fuera sólo mía; nada. No había ni un juguete ni una prenda de ropa que no compartiera con mis<br />
hermanas. Pero esa muñeca negra era ciertamente mía, toda mía, claramente distinguible de las muñecas<br />
blancas de Eva y de Erika. Me sentí tan feliz que me entraron deseos de bailar, y lo habría hecho si mis piernas<br />
me lo hubieran permitido.<br />
Una vez en casa, mi padre me subió en brazos a la habitación y me puso en la cama. Durante las semanas<br />
siguientes sólo me aventuraba a salir hasta la cómoda tumbona del balcón, donde me instalaba, con mi<br />
preciada muñeca negra en los brazos para calentarme al sol y contemplar admirada los árboles y las flores<br />
donde jugaban mis hermanas. Me sentía tan feliz de estar en casa que no me importaba no poder jugar con<br />
ellas.<br />
Lamenté perderme el comienzo de las clases, pero un día soleado se presentó en casa mi profesora predilecta,<br />
Frau Burkli, con toda la clase. Se reunieron bajo mi balcón y me dieron una serenata entonando mis alegres<br />
canciones favoritas. Antes de marcharse, mi profesora me entregó un precioso oso negro lleno de las más<br />
deliciosas trufas de chocolate, que devoré a una velocidad récord.<br />
A paso lento pero seguro volví a la normalidad. Como comprendería mucho más adelante, mucho después de<br />
haberme convertido en uno de esos médicos de hospital de bata blanca, mi recuperación se debió en gran<br />
parte a la mejor medicina del mundo, a los cuidados y el cariño que recibí en casa, y también a no pocos<br />
chocolates.<br />
4. MI CONEJITO NEGRO.<br />
Mi padre disfrutaba tomando fotos de todos los acontecimientos familiares, y poniéndolas después en álbumes<br />
con un orden meticuloso. También llevaba detallados diarios, donde anotaba cuál de nosotras balbucía las<br />
primeras palabras, cuál aprendía a gatear o a caminar, cuál decía algo divertido o inteligente, en fin, todos esos<br />
preciosos momentos que siempre me hicieron fruncir el ceño hasta que fueron destruidos. Afortunadamente<br />
todavía los tengo alojados en la mente.<br />
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