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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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sentado ante su escritorio de caoba aspirando un puro y mirándonos como si fuéramos ladrones. Nos exigió<br />

que pagáramos el precio de los cientos de comidas que les servimos a los niños refugiados o que<br />

entregáramos la cantidad equivalente en cupones de racionamiento. "Si no, quedáis despedidos<br />

inmediatamente."<br />

Yo me sentí aniquilada, porque no quería perder mi empleo ni dejar mi aprendizaje, pero no tenía la menor<br />

posibilidad de conseguir ese dinero. Cuando bajé al sótano, el doctor Weitz presintió que ocurría algo terrible y<br />

me obligó a contárselo. Movió la cabeza disgustado y me dijo que no me preocupara por la burocracia. Al día<br />

siguiente fue a ver a los jefes de la comunidad judía de Zúrich y con su ayuda se pagó rápidamente al hospital<br />

las comidas no autorizadas con una enorme cantidad de cartillas de racionamiento. Eso no sólo me permitió<br />

conservar el trabajo sino que me reafirmó en la promesa que le hiciera a mi benefactor el doctor Weitz de<br />

contribuir a la reconstrucción de Polonia una vez que acabara la guerra. No tenía idea de lo pronto que sería<br />

eso.<br />

Durante los años anteriores, en incontables ocasiones había ayudado a mi padre a preparar para los invitados<br />

nuestra cabana de montaña en Aniden, pero resultó diferente cuando me pidió que lo acompañara allí a<br />

comienzos de enero de 1945. En primer lugar, yo necesitaba ese descanso de fin de semana; y a su vez él me<br />

prometió que los invitados eran personas que me iban a encantar; y tenía razón. Nuestros invitados<br />

pertenecían al Servicio Internacional de Voluntarios por la Paz; eran veinte en total, en su mayoría jóvenes y<br />

procedentes de todas partes de Europa. A mí me parecieron un grupo de idealistas inteligentes. Después de<br />

mucho cantar, reír y comer vorazmente, escuché embelesada su explicación de las tareas que realizaba la<br />

organización, fundada después de la Primera Guerra Mundial y que posteriormente sirvió de modelo para los<br />

Cuerpos de Paz estadounidenses: se dedicaban a crear un mundo de paz y colaboración.<br />

¿Paz mundial? ¿Cooperación entre los países y pueblos? ¿Ayudar a los pueblos asolados de Europa cuando<br />

la guerra terminara? Ésos eran mis sueños más ambiciosos. Sus relatos sobre trabajos humanitarios sonaron a<br />

mis oídos como música celestial. Cuando descubrí que había una sucursal en Zúrich, no pensé en otra cosa<br />

que inscribirme, y en cuanto advertí señales de que la guerra iba a terminar pronto, llené una solicitud y me<br />

imaginé abandonando la pacífica isla que era Suiza para ayudar a los supervivientes de los países de Europa<br />

devastados por la guerra.<br />

Hablando de música celestial, no hubo sinfonía más maravillosa que la que llenó el aire el 7 de mayo de 1945,<br />

el día que acabó la guerra. Yo estaba en el hospital. Como si obedecieran a una señal, pero de forma<br />

espontánea, las campanas de las iglesias de toda Suiza comenzaron a tañer al unísono, haciendo vibrar el aire<br />

con los repiques jubilosos de la victoria y, por encima de todo, de la paz. Con la ayuda de vanos trabajadores<br />

del hospital, llevé a los pacientes al terrado, uno a uno, incluso a aquellos que no podían levantarse de la<br />

cama, para que pudieran gozar de la celebración.<br />

Fueron momentos que todos compartimos, ancianos, personas débiles y recién nacidos. Algunos de pie, otros<br />

sentados, incluso varios en silla de ruedas o tendidos en camillas, algunos sufriendo intensos dolores. Pero en<br />

aquel momento eso no importaba. Estábamos unidos por el amor y la esperanza, la esencia de la existencia<br />

humana, y para mí fue algo muy hermoso e inolvidable. Lamentablemente, era sólo una ilusión.<br />

Cualquiera que creyera que la vida había vuelto a la normalidad, sólo tenía que entrar en el Servicio de<br />

Voluntarios por la Paz. A los pocos días de terminadas las celebraciones, me llamó el jefe de un contingente de<br />

unos cincuenta voluntarios que planeaban atravesar la frontera de Francia, recién abierta, para reconstruir<br />

Écurcey, una pequeña y antaño pintoresca aldea que había sido destruida casi totalmente por los nazis. Quería<br />

que me uniera a ellos. No podía imaginar nada mejor que dejarlo todo e ir, aunque para lograrlo tendría que<br />

superar muchos obstáculos.<br />

Como es lógico estaba mi trabajo; pero el doctor Weitz, mi principal respaldo, me concedió de inmediato la<br />

excedencia del trabajo en el hospital. En casa la historia fue muy distinta. Cuando saqué el tema durante la<br />

cena, más como un hecho que como petición de permiso, mi padre exclamó que estaba loca, y que además<br />

era ingenua al no pensar en los peligros que arrostraría allí. Mi madre, tal vez pensando en el porvenir más<br />

previsible de mis hermanas, sin duda deseó que me pareciera más a ellas en lugar de exponerme a los<br />

peligros de las minas terrestres, la escasez de alimentos y las enfermedades. Pero ninguno comprendió mis<br />

deseos. Mi destino, el que fuera, aún estaba muy lejano, en algún lugar del desierto del sufrimiento humano.<br />

Si quería llegar allí, si alguna vez iba a conseguir ayudar a los demás, tenía que ponerme en marcha.<br />

8. EL SENTIDO <strong>DE</strong> MI <strong>VIDA</strong>.<br />

Parecía una adolescente camino del campamento de vacaciones cuando entré en Écurcey montada en una<br />

vieja bicicleta que alguien encontró en la frontera. Ésa era la primera vez que me aventuraba fuera de las<br />

seguras fronteras suizas, y allí recibí un curso acelerado sobre las tragedias que la guerra había dejado a su<br />

paso. La típica y pintoresca aldea que fuera Écurcey antes de la guerra había sido totalmente arrasada. Por<br />

entre las casas derruidas vagaban sin rumbo algunos jóvenes, todos heridos. El resto de la población lo<br />

formaba en su mayoría personas ancianas, mujeres y un puñado de niños. Había además un grupo de<br />

prisioneros nazis encerrados en el sótano de la escuela.<br />

Nuestra llegada fue un gran acontecimiento. Todo el pueblo salió a recibirnos, entre ellos el propio alcalde, el<br />

cual manifestó que en su vida se había sentido tan agradecido. Yo sentía lo mismo; mi gratitud era inmensa por<br />

la oportunidad de servir a personas que necesitaban asistencia. Todo el grupo de voluntarios vibrábamos de<br />

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