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LA RUEDA DE LA VIDA - masoneria activa biblioteca

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Estudiaban en Zúrich con el pastor Zimmermann, famoso pastor protestante. Mi familia lo conocía desde hacía<br />

mucho tiempo y existía entre ellos un cariño y un<br />

respeto mutuos. Cuando se acercaba la fecha de la ceremonia les dijo a mis padres que había soñado con<br />

celebrar la confirmación de las trillizas Kübler, lo cual era una sutil manera de preguntar: "¿Y Elisabeth?"<br />

Yo no tenía la menor intención de pertenecer a la Iglesia, pero el pastor me pidió que le manifestara todas las<br />

quejas y críticas que tenía contra ella. Se las dije una por una, desde el pastor R. hasta mi creencia de que<br />

ningún Dios, y mucho menos mi concepto de Dios, podía estar contenido bajo ningún techo ni ser definido por<br />

ninguna ley o norma creada por el hombre.<br />

- ¿Por qué entonces voy a pertenecer a esa Iglesia? —le pregunté en tono interesado.<br />

En lugar de tratar de hacerme cambiar de opinión, el pastor Zimmermann defendió a Dios y la fe alegando que<br />

lo que importaba era cómo vivía la gente, no cómo rendía culto.<br />

- Cada día hay que intentar hacer las opciones más elevadas que Dios nos ofrece —me dijo—. Eso es lo que<br />

de verdad determina si una persona vive cerca de Dios.<br />

Estuve de acuerdo, de modo que a las pocas semanas de nuestra conversación el sueño del pastor<br />

Zimmermann se hizo realidad. Las trillizas Kübler estuvieron en un estrado bellamente decorado dentro de su<br />

sencilla iglesia mientras él, gigantesco frente a nosotras, recitaba un versículo de la Epístola de san Pablo a los<br />

Corintios: "Ahora permanecen estas tres cosas, la fe, la esperanza y el amor; pero la mayor de ellas es el<br />

amor." Después nos miró, fue poniendo la mano sobre la cabeza de cada una de nosotras al tiempo que<br />

pronunciaba una sola palabra, una palabra que nos representaba.<br />

Eva era la fe. Erika la esperanza. Y yo el amor.<br />

En un momento en que el amor parecía ser tan escaso en el mundo, lo acepté como un regalo, un honor y, por<br />

encima de todo, una responsabilidad.<br />

6. MI PROPIA BATA.<br />

Cuando acabé la enseñanza secundaria en la primavera de 1942, ya era una joven madura y seria. Albergaba<br />

pensamientos profundos. En mi opinión, mi futuro estaba en la Facultad de Medicina; mi deseo de ser médica<br />

era más fuerte que nunca; me sentía llamada a ejercer esa profesión. ¿Qué mejor que sanar a las personas<br />

enfermas, dar esperanza a las desesperadas y consolar a las que sufrían?<br />

Pero mi padre seguía al mando, de modo que la noche en que decidió el futuro de sus tres hijas no se<br />

diferenció en nada de aquella tumultuosa noche de hacía tres años. Envió a Eva al colegio de formación<br />

general para señoritas y a Erika al gymnasium de Zúnch. En cuanto a mí, volvió a asignarme la profesión de<br />

secretaria-contable de su empresa. Demostró conocerme muy poco explicándome la maravillosa oportunidad<br />

que me ofrecía.<br />

- La puerta está abierta —me dijo.<br />

No traté de ocultar mi desilusión y dejé muy claro que jamás aceptaría semejante condena a prisión. Yo tenía<br />

un intelecto creativo y reflexivo y una naturaleza inquieta. Me moriría sentada todo el día ante un escritorio.<br />

Mi padre perdió la paciencia rápidamente. No tenía el menor interés en discutir, mucho menos con una niña.<br />

¿Qué puede saber una niña?<br />

- Si mi oferta no te parece bien, puedes marcharte y trabajar de empleada doméstica —bufó.<br />

Se hizo un tenso silencio en el comedor. Yo no quería batallar con mi padre, pero todas las fibras de mi cuerpo<br />

se negaban a aceptar el porvenir que me había elegido. Consideré la opción que me ofrecía. Ciertamente no<br />

quería trabajar de empleada doméstica, pero quería ser yo la que tomara las decisiones respecto a mi futuro.<br />

—Trabajaré de empleada doméstica —dije. En cuanto hube pronunciado esa frase mi padre se levantó y fue a<br />

encerrarse en su estudio dando un portazo.<br />

Al día siguiente mi madre vio un anuncio en el diario. Una mujer francófona, viuda de un adinerado catedrático<br />

de Romilly, ciudad junto al lago de Ginebra, necesitaba una empleada que le llevara la casa, cuidara a sus tres<br />

hijos, sus animalitos y su jardín. Conseguí el puesto y me marché a la semana siguiente. Mis hermanas<br />

estaban tan tristes que no fueron a despedirme. En la estación tuve que arreglármelas para transportar una<br />

vieja maleta de cuero que era casi tan grande como yo. Antes de separarnos, mi madre me regaló un sombrero<br />

de ala ancha que hacía juego con mi traje de lanilla y me pidió que reconsiderara mi decisión. Aunque yo ya<br />

estaba muerta de nostalgia por mi hogar, era demasiado tozuda para cambiar de opinión. Ya había tomado mi<br />

decisión. Lo lamenté tan pronto me bajé del tren y saludé a mi nueva jefa, madame Perret, y a sus tres hijos.<br />

Había hablado en suizo alemán. Ella se ofendió inmediatamente. —Aquí sólo hablamos en francés —me<br />

advirtió—. Empieza en este mismo instante.<br />

Madame era una mujer corpulenta, alta y muy antipática. En otro tiempo había sido el ama de llaves del<br />

catedrático, y cuando murió la esposa de éste se casó con él. Después murió el catedrático, y ella heredó todo<br />

lo suyo, a excepción de su agradable carácter.<br />

Ésa fue mi mala suerte. Trabajaba a diario desde las seis de la mañana hasta la medianoche, y tenía medio día<br />

libre dos fines de semana al mes. Comenzaba encerando el suelo, después sacaba brillo a la plata, salía a<br />

hacer la compra, cocinaba, servía las comidas y ordenaba las cosas por la noche. Normalmente Madame<br />

deseaba tomar té a medianoche. Por fin me daba permiso para retirarme a mi pequeño cuarto. Por lo general<br />

me quedaba dormida antes de posar la cabeza en la almohada.<br />

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