Vaixell de paper XX PDF - Escola TECNOS
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pintaba <strong>de</strong> ver<strong>de</strong> las grises calles, el cielo siempre <strong>de</strong> un azul<br />
casi transparente, que bajaba y tocaba el suelo como si <strong>de</strong> un<br />
velo blanco se tratara.<br />
Corría por esas calles, pisaba los charcos que se formaban<br />
entre las piedras resbaladizas y se escondía. Siempre en el mismo<br />
rincón que pasaba <strong>de</strong>sapercibido por sus amigos, y que nunca<br />
consiguieron encontrar en todas esas tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> verano, don<strong>de</strong><br />
el día se alargaba más que <strong>de</strong> costumbre. Eran tar<strong>de</strong>s dulces,<br />
<strong>de</strong> risas, <strong>de</strong> amigos, <strong>de</strong> todo aquello que, <strong>de</strong>spués, recordaba<br />
en invierno. En esa época, el frío era tan intenso que conseguía<br />
a<strong>de</strong>ntrarse bajo la ropa, atravesar la piel y arraigarse en los huesos.<br />
Los inviernos eran tan duros que, incluso, a veces, la nieve<br />
lograba cubrir las casas. Estas condiciones hacían que Lacastra<br />
se quedara solo. Todos mis amigos, Paula, Juan y Martín, volvían<br />
a sus ciuda<strong>de</strong>s, don<strong>de</strong> el tiempo era más apacible. Se pasaba<br />
hambre y se pa<strong>de</strong>cía <strong>de</strong> soledad.<br />
De todo aquello que sufría durante el invierno, lo peor que<br />
recuerdo era el silencio. Papá ya no hablaba con mi madre, se ignoraban<br />
mutuamente, como si fueran sombras. Entonces, yo me<br />
escondía en la buhardilla. Allí todo era distinto. De día, cuando<br />
el sol iluminaba las pare<strong>de</strong>s, dibujaba en ellas los recuerdos <strong>de</strong>l<br />
verano, el calor <strong>de</strong> agosto, las risas con Martín, los secretos que<br />
contaba a Paula, dibujaba todo aquello que no podía <strong>de</strong>cir con<br />
palabras, pues encontraba que no estaban a la altura <strong>de</strong> aquello<br />
que significaban. A veces, me pasaba todo el día allí e, incluso,<br />
hasta me dormía sobre una pequeña manta, con la que lograba<br />
refugiarme <strong>de</strong>l frío.<br />
Mi padre, Gus, era un hombre muy respetado en el pueblo.<br />
De joven quiso <strong>de</strong>dicarse al arte <strong>de</strong> buscar las palabras precisas,<br />
exactas; la poesía. A medida que fue creciendo, la realidad iba<br />
enterrando su sueño hasta hacerlo <strong>de</strong>svanecer. Acabó trabajando<br />
en una explotación <strong>de</strong> carbón, cerca <strong>de</strong>l pueblo. Recuerdo que<br />
siempre volvía con la tez negra y me perseguía para abrazarme<br />
y yo corría huyendo <strong>de</strong> él. Eran tiempos don<strong>de</strong> las risas inundaban<br />
la casa.<br />
A mamá le encantaba tocar el piano. Apreciaba aquel instrumento<br />
que había heredado <strong>de</strong> mi abuela, ya hacía unos veinte<br />
años. Parte <strong>de</strong>l amor que le tenía era a causa <strong>de</strong> su madre, que<br />
murió <strong>de</strong> una grave y larga enfermedad a los treinta años. Tocar<br />
esas teclas era como acariciar el rostro <strong>de</strong> su madre.<br />
Gus amaba mucho a mi madre, Isabel. Se habían conocido<br />
por casualidad en un parque <strong>de</strong> Luna, el pueblo más cercano. Él,<br />
sentado en un banco, buscaba alguna i<strong>de</strong>a para hacer una nueva<br />
novela, mientras que mi madre permanecía en el banco opuesto<br />
con la mirada perdida. Gus, ante la presencia <strong>de</strong> esa mujer, no<br />
podía concentrarse y la atisbaba. Ella se fijó en él y éste escondió<br />
la mirada. Tras unos minutos <strong>de</strong> juegos inocentes, mi padre<br />
<strong>de</strong>cidió acercarse a aquella joven y preguntarle su nombre.<br />
Tres años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> esa mañana soleada <strong>de</strong> abril, nací yo.<br />
A partir <strong>de</strong> entonces, todo fue empeorando. Por una parte, la<br />
editorial que publicaba las poesías <strong>de</strong> mi padre cerró <strong>de</strong>bido a<br />
la poca <strong>de</strong>manda <strong>de</strong> obras. Se imprimieron trescientas copias y<br />
tan sólo se vendieron ochenta ejemplares. Trabajar como escritor<br />
proporcionaba un bajo sueldo con el que no podía alimentar a<br />
la familia.<br />
Hacía poco que se había <strong>de</strong>scubierto un yacimiento <strong>de</strong> carbón<br />
cerca <strong>de</strong> Lacastra y todos los habitantes <strong>de</strong> los alre<strong>de</strong>dores<br />
empezaron a ofrecer su servicio al empresario Diego Zarpiena.<br />
Éste era un hombre primario, avaricioso, que se mudó con toda<br />
su familia a Luna en busca <strong>de</strong> fortuna. La encontró y la consiguió<br />
mediante unos jornaleros explotados que trabajaban <strong>de</strong><br />
sol a sol, sin <strong>de</strong>scanso. Papá odiaba el agujero, así era como se<br />
referían sus compañeros a la mina. Allí, las horas no existían,<br />
el frío era intenso y el aire que se respiraba pesaba a carbón.<br />
Algunos <strong>de</strong> los trabajadores fallecieron meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l inicio<br />
<strong>de</strong> la excavación. Las enfermeda<strong>de</strong>s aumentaban y la tristeza<br />
prevalecía en los pueblos.<br />
Mi padre no sucumbía, permanecía inmune al cansancio, al<br />
frío, al aire, y todo lo resistía por alcanzar el sábado. Entonces<br />
era cuando agotaba sus últimas fuerzas persiguiéndome por toda<br />
la casa hasta que, inevitablemente, me alcanzaba y me abrazaba.<br />
Yo también <strong>de</strong>seaba la llegada <strong>de</strong> los sábados. Durante el<br />
viernes por la noche, mi nerviosismo evitaba que pudiera cerrar<br />
los ojos y dormir. Sabía que mi padre tampoco podía hacerlo y<br />
que se pasaba noches en vela para construirme muñecos con la<br />
ma<strong>de</strong>ra que rescataba <strong>de</strong> las hogueras y que, una vez acabados,<br />
me regalaba. Cuando el sol aún no había salido, me levantaba<br />
y le preparaba un gran almuerzo con una taza <strong>de</strong> chocolate y<br />
unos melindros que yo misma hacía.<br />
Su mirada lo <strong>de</strong>lataba todo. Sabía que él no era feliz, que<br />
odiaba a Diego Zarpiena porque le impedía ver cómo yo crecía,<br />
saber qué me preocupaba, y también por estropear la relación<br />
con mamá. Ella, con el paso <strong>de</strong>l tiempo, empezó a arrinconar el<br />
amor que sentía hacia Gus. Recuerdo oír sus llantos <strong>de</strong>s<strong>de</strong> mi<br />
habitación, sentir cómo sus lágrimas barrían los recuerdos hacia<br />
el olvido. Los sábados, para mi madre, carecían <strong>de</strong> esperanza<br />
alguna. Se cruzaban y se miraban, <strong>de</strong>spués sonreían brevemente<br />
y seguían con su tarea. Se trataban como <strong>de</strong>spojos <strong>de</strong>l pasado,<br />
con la mirada perdida hacia el recuerdo que se evaporaba a<br />
cada instante.<br />
Llegó el primer invierno en que mamá y yo <strong>de</strong>bíamos sobrevivir<br />
solas. A causa <strong>de</strong> la nieve, Diego Zarpiena no <strong>de</strong>jaba salir<br />
a sus jornaleros hasta principios <strong>de</strong> abril, cuando empezaba el<br />
<strong>de</strong>shielo. Recuerdo cómo el último sábado que le vi fue uno <strong>de</strong><br />
los días más tristes <strong>de</strong> mi vida. Los ojos <strong>de</strong> papá se hume<strong>de</strong>cían<br />
a cada instante. Se mordía los labios <strong>de</strong> rabia y evitaba mostrar<br />
sus sentimientos para dar fuerza a su familia. Mamá no podía<br />
ver a Gus así, le rompía el corazón. Los dos bajaban la mirada<br />
como si no pudieran soportar el peso <strong>de</strong> esa situación y, con<br />
coraje, se resignaban.<br />
Sí, fue el último sábado que abracé a papá. Sus fuerzas fueron<br />
cediendo, pues ya no había sábados ni esperanzas hasta la<br />
primavera. Veía cómo los días y el trabajo lo marchitaba, cómo<br />
mi imagen se iba <strong>de</strong>svaneciendo y se perdía en su memoria,<br />
transformándose en un vago recuerdo. El aire contaminado<br />
ganó la lucha a su salud y permaneció unos días en la cama.<br />
Dos semanas <strong>de</strong>spués, a media noche, su alma <strong>de</strong>sapareció para<br />
siempre, sin molestar, sin <strong>de</strong>spertar a nadie.<br />
Francisco Millán, su mejor amigo <strong>de</strong>l agujero, se presentó<br />
el día <strong>de</strong> Nochebuena y nos anunció la muerte <strong>de</strong> papá. Tras la<br />
noticia, corrí hacia la buhardilla y permanecí encerrada durante<br />
dos semanas. Ya no podía pintar mi imaginación ni mis recuerdos<br />
en las pare<strong>de</strong>s, pues el sol se mantenía escondido tras unas<br />
<strong>de</strong>nsas nubes. A mis quince años, papá se llevó mi felicidad y<br />
la que le quedaba a mamá.<br />
Los días ya no importaban, las semanas no importaban, ni<br />
tampoco los meses que transcurrían cada vez más lentos. Nuestra<br />
casa permanecía más fría y más vacía a medida que avanzaba el<br />
invierno. No teníamos dinero para comprar comida y la nieve nos<br />
barría el paso. Para evitar sentir la necesidad <strong>de</strong> comer, mamá<br />
y yo dormíamos todo el día, juntas, esperando volver a abrir<br />
los ojos. Recuerdo el temblor <strong>de</strong> su cuerpo a causa <strong>de</strong>l miedo<br />
que tenía a per<strong>de</strong>rme. Era ya lo único que quedaba en su vida y<br />
el hambre me estaba matando. Si no volvía a abrir los ojos, si<br />
<strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> respirar y seguía durmiendo para siempre, nunca se<br />
lo perdonaría y se culparía durante el resto <strong>de</strong> sus días.