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Romeo y Julieta - Biblioteca Virtual Universal

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Temiendo el monje verse sorprendido en el cementerio si prolongaba en él su estancia,<br />

no ocultó nada a la joven y la hizo un fiel relato de todo. Contola cómo había mandado a<br />

Mantua al hermano Anselmo, con una carta para <strong>Romeo</strong>; cómo éste la había dejado sin<br />

respuesta, y cómo, al venir él a libertarla, se había dado con su muerto esposo en la propia<br />

tumba. Mostrándoselo entonces, la exhortó a sufrir con paciencia el infortunio acaecido,<br />

prometiéndola, si era de su agrado, conducirla a un privado convento de monjas, donde<br />

quizás alcanzaría con el tiempo moderar su pena y dar reposo a su alma. Pero nada de esto<br />

último oyó <strong>Julieta</strong>: fuera de sí al distinguir el cadáver de su bien querido, hecha un torrente<br />

de lágrimas, sin poder casi respirar en fuerza del inmenso dolor que la oprimía, se arrojó<br />

sobre aquél y, teniéndole abrazado, parecía querer reanimarle con su aliento y sus sollozos.<br />

Por fin, después de haberle besado y rebesado un millón de veces, exclamó:<br />

-¡Ah! Dulce reposo de mis pensamientos y de todos los placeres que he sentido, al fijar<br />

aquí tu cementerio entre los brazos de tu fiel amante, al concluir por su causa la existencia<br />

en la flor de tus años y cuando el vivir debía serte caro y deleitoso, ¿no dudó un ápice tu<br />

corazón? ¿Cómo pudo afrontar ese tierno cuerpo la imagen de la muerte? ¿Cómo permitir<br />

tu juventud que te confinases en este lugar inmundo y fétido, para servir de pasto a viles<br />

gusanos? ¡Ay, ay! ¿qué necesidad había al presente de que se renovasen en mí estos<br />

dolores, que el tiempo y la resignación debían extinguir y sepultar! ¡Ah!, ¡cuán ruin y<br />

miserable soy! ¡Ansiosa de poner fin a mis males, agucé el cuchillo causante, sí, de la cruel<br />

herida que en homenaje se me ha ofrecido! ¡Dichosa, desgraciada tumba! ¡Tú testificarás a<br />

los siglos futuros la extrema unión de los dos más infelices amantes que han existido!<br />

¡Recibe hoy los últimos suspiros y accesos del más cruel de todos los crueles agentes de ira<br />

y de muerte!<br />

En tal actitud se hallaba de continuar sus quejumbres, cuando vino Pedro a advertir a<br />

Fray Lorenzo que se oía ruido cerca del murallón; siendo esto causa de que uno y otro se<br />

alejaran. Viéndose entonces <strong>Julieta</strong> sola y en plena libertad, se abalanzó de nuevo sobre el<br />

cuerpo de <strong>Romeo</strong>, lo cubrió otra vez de besos, cual si ninguna otra idea que la pasión<br />

imperara en su mente, y habiendo tirado la daga que aquél llevaba al cinto, se dio de<br />

puñaladas en el corazón, exclamando lastimeramente:<br />

-¡Ah! Muerte, fin del infortunio y principio de la felicidad, sé bien venida. No temas<br />

herirme en este instante; no prolongues mi vida un segundo si no quieres que mi espíritu se<br />

afane en buscar el de mi adorado entre ésos que ahí yacen. Y tú, mi dueño querido, <strong>Romeo</strong>,<br />

mi leal esposo, si es que aún sientes lo que digo, recibe a la que has amado fielmente y ha<br />

sido causa de tu fin violento. ¡Yo te ofrezco gustosa mi alma para que nadie goce después<br />

de ti del amor que supiste conquistar, y para que ella y la tuya, fuera de este mundo, vivan<br />

juntas por siempre en la mansión de la eterna inmortalidad!<br />

Y esto dicho, rindió el último suspiro.<br />

A tiempo que estas cosas se sucedían, pasaban por los contornos del cementerio los<br />

guardias de la ciudad, y notando el resplandor que despedía el panteón de los Capuletos,<br />

temerosos de que algunos nigromantes le hubiesen abierto para usos de su arte, penetraron<br />

en él y se hallaron abrazados a los dos amantes, cual si aún diesen testimonio de vida.<br />

Pronto, empero, se convencieron de la evidencia; pusiéronse a inquirir y, en su afán de

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