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–Debemos simular una disputa. Tú empezarás siendo muy insolente conmigo. Yo, desde<br />
luego, me enojaré. No prestarás atención a mi regaño, sino que responderás ofendiéndome e<br />
insultándome. De nuevo te regañaré y te golpearé, exclamando “¡Hijo rebelde, digno de morir!”. No<br />
harás caso, pero levantarás tu mano con la intención de golpearme. Nuestra disputa llamará la atención<br />
de los marineros y, cuando todos estén observando, iré al camarote y llevaré el cofre que contiene<br />
nuestra fortuna. Me volveré hacia los rufianes y gritaré fuerte: “Vean ahora el castigo a mi hijo rebelde.<br />
Este cofre está lleno de joyas, es toda nuestra fortuna. Prefiero mil veces ser un mendigo que dejar a un<br />
hijo malvado sin castigo. ¡Lanzaré al mar la riqueza que gané con el sudor de mi frente!”. Y justo antes<br />
de arrojar el cofre, abriré la tapa para que vean las joyas y no piensen que los estoy engañando.<br />
–¿De verdad lanzarás todas las joyas al mar, querido padre?<br />
–Claro que sí, querido hijo.<br />
–Pero entonces seremos pobres.<br />
–Es mejor ser pobres y estar vivos que ricos y muertos. ¿Estás de acuerdo, hijo mío?<br />
–Sí. Haré exactamente lo que me pides.<br />
Al cabo de un rato, el mercader salió a cubierta gritando:<br />
–¡Hijo, eres un tonto, nunca me haces caso!<br />
–¡Padre! Nada de lo que dices es digno de ser escuchado!<br />
Los marineros observaban con curiosidad mientras padre e hijo vociferaban. Entonces el padre<br />
entró apresuradamente a su camarote y a rastras sacó el cofre con joyas.<br />
–¡Hijo mal agradecido! ¡Prefiero morir en la miseria a que heredes mi fortuna!<br />
Al terminar, el anciano abrió el cofre con el tesoro, dejando a los marineros sin habla a la vista<br />
de las joyas, enseguida corrió hacia el barandal y lanzó el tesoro al mar, antes de que alguien pudiera<br />
detenerlo. Momentos después, padre e hijo miraron desconsolados el cofre vacío, y cayendo uno en<br />
brazos del otro, lloraron por lo que habían hecho. Más tarde, de regreso en su camarote y cuidando que<br />
nadie los escuchara, el padre dijo:<br />
–Querido hijo, fue necesario que hiciéramos esto. No había otra forma de salvar nuestras vidas.<br />
–Sí –respondió el hijo–, tu plan fue más inteligente.<br />
El resto del viaje transcurrió en paz y tranquilidad, pues ya no había ningún motivo para matar<br />
al mercader. El barco llegó a puerto y el mercader y su hijo se apresuraron a la comisaría para demandar<br />
a los marinos por piratería e intento de asesinato. De esta manera, el comisario arrestó a los marineros.<br />
El juez preguntó a los acusados si habían visto tirar el tesoro por la borda. Los marineros asintieron.<br />
Entonces los declaró culpables diciendo:<br />
–¿Quién es capaz de arrojar los ahorros de toda su vida si no es porque ve su vida en peligro?<br />
Entonces, el mercader manifestó que quedaría satisfecho si le pagaran el valor de las joyas. El<br />
juez aceptó la propuesta y ordenó a los marinos restituir la suma pedida. Después de un tiempo los<br />
marinos encontraron la manera de devolver el dinero. Así, el mercader logró no solamente salvar su<br />
vida sino también consiguió recuperar su fortuna.<br />
Fuente: The Jewish Fairy Book (1920). Traducido y adaptado al inglés por<br />
Gerald Friedlander. Nueva York: Frederick A. Stokes Co. Publishers.<br />
Traducción y adaptación al español por Martha Pardo.<br />
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y las naciones<br />
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