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“Me hace la vida imposible. Usted no le conoce más que de tomar el té, jugar a los naipes<br />
en el club, o ver las carreras de caballos. Cree que sabe quién es, pero está equivocado. Odia<br />
Calais y está siempre diciendo que quiere irse a París o a América. A menudo bebe y me pega.<br />
Me insulta y menosprecia. Se ríe de mí porque no he podido darle hijos”, me repetía como en<br />
una extraña letanía cada vez que el crimen se posponía por algún motivo. Yo asentía con la<br />
cabeza, mostrando pesar, aunque había cosas que no me encajaban con la situación que Aloïs me<br />
describía: Gerard era abstemio, y si algo le apenaba era no haber tenido descendencia, pero no<br />
por él: “Mi esposa se entristece mucho —me decía—, aunque no es capaz de decírmelo<br />
abiertamente, cuando ve por la calle a una joven con su bebé en brazos, o a un crío<br />
correteando”, me decía.<br />
“No quiero que sufra. Que sea algo rápido”.<br />
Aloïs hablaba siempre del asesinato de su esposo con una frialdad aterradora. No le<br />
afectaba de ninguna manera hablar de matarlo. Tampoco es que disfrutara. Estrictamente se<br />
refería a ello como un trámite sencillo y simple.<br />
—Quiero que se deshaga del cuerpo. Piense la mejor manera de que jamás den con él. Yo<br />
me marcharé donde no puedan encontrarme.<br />
—Y ¿a dónde piensa ir?<br />
—No lo sé. Tal vez al sur de España o a Portugal; donde no puedan saber dónde estoy si<br />
un mal día el cuerpo aparece.<br />
II<br />
La mayor obsesión de Aloïs Bersí no fue nunca la forma de acabar con la vida de Gerard.<br />
Lo que le preocupó siempre fue la forma de deshacerse del cuerpo. Sabía de muchos criminales<br />
llevados a la guillotina o a la horca porque no fueron capaces de ocultar a sus víctimas<br />
convenientemente. “A veces —me decía—, un muerto puede explicar más cosas que un vivo, y