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Relatos ganadores - Ainsa

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mientras el piso se encharcaba formando líneas rojas que corrían por las juntas del suelo, manchando<br />

los bajos de las maletas y los baúles.<br />

Busqué, con el médico todavía agonizante, durante un tiempo que se me hizo eterno entre tanto<br />

equipaje, hasta que finalmente forcé un pequeño maletín donde Gerard había guardado parte de su<br />

fortuna para llevársela a América: algo más de 750.000 francos en billetes pequeños y grandes, un<br />

talonario y varias joyas de Aloïs que, tal vez, estarían depositadas en algún banco y Gerard quiso<br />

llevarse consigo. Después salí de la casa dejando el cadáver donde estaba, sabiendo que cuando el<br />

crimen se descubriera, yo estaría ya muy lejos de Francia.<br />

Me sacó de mis pensamientos el viento que sacudía la guillotina. No vi entre el público a<br />

muchos conocidos, pero sí creí distinguir a Pray. Tampoco vi a monsieur Mornì, el director del<br />

banco al que soborné a cambio de una suma importante para que manipulara los movimientos<br />

de la cuenta del día en que Aloïs Bersí sacó el dinero para pagarme. Dinero, por cierto, que<br />

jamás faltó en la caja porque el propio Gerard lo devolvió tras nuestra charla en mi hacienda.<br />

Aquel rufián, borracho y desgraciado, que sabía que tenía las horas contadas en el banco, no<br />

pudo negarse finalmente a mi generosa oferta. “30.000 francos es una cantidad importante para<br />

algo que nunca sabrá nadie”, le dije. Y él, ávido de dinero, aceptó.<br />

El cabello cortado dejaba a la vista el cuello de Aloïs. Era blanco, como el resto de<br />

aquella piel ingrata que apenas pude gozar en su casa. A pesar del viento y del frío, algunas<br />

gotas de sudor le corrían desde el cogote hasta la espalda. Me agaché y cerré el tope para que la<br />

cabeza no se moviera. Se dejó hacer. Luego empezó a decir algo que tal vez fue una oración.<br />

Entonces me acerqué a ella y le susurré: “el mundo está plagado de rufianes de la peor ralea. Ya<br />

le dije que no se fiara de nadie”.<br />

Sé que reconoció mi voz, pero ya no pudo hacer nada más. La hoja cayo impía y feroz

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